ANARCRÓNICAS

MI AMIGO Y YO

Los hombres tenemos una relación muy cercana con nuestro miembro.

Lo anterior puede parecer una verdad de perogrullo, pero es absolutamente cierta: ni siquiera nuestra pareja, nuestro compadre del alma o nuestro hermano puede competir con esos quinientos gramos (si les tocó menos, sorry: debieron formarse antes en la fila) de carne, músculo y nervios que conforman nuestra más preciada posesión. Por eso, Say hello to my little friend, frase magnífica de Scarface, debería ser entrada obligatoria para todas las fiestas.

En la infancia, cuando nos contemplamos ese pellejo que nos cuelga de entre las piernas, sabemos que es especial, aunque no sabemos exactamente la razón. Lo tocamos, admiramos por todos sus ángulos en la medida de lo posible y desde que tenemos uso de razón fantaseamos con el tamaño que tendrá. Por supuesto, le vamos atribuyendo dimensiones colosales conforme crecemos. “No mames, yo tengo un pitote” ,”no me cabe en los calzones”, “mi papá dice que es la pierna de un gemelo que nunca nació y que se me quedó en la panza”. Por supuesto, esta fase hiperbólica en los hombres abarca sólo la pubertad, es decir, desde los ocho hasta los ochenta años, aproximadamente.

Y luego viene la Epifanía de la primera chaqueta. Casi siempre es en la secundaria: primero, comienzas a hablar acerca del tema, con picardía y sigilo. Te enteras de los usos que tiene, lo que puede hacer. El primer intento lo haces a escondidas, obviamente, luego de que algún camarada mayor te habla de las delicias de Onán. Comienzas a jalártela con duda, sintiendo, claro, un relativo placer, pero nunca como la pirotecnia neuronal de la que te han hablado. Dudas, Quizá no lo haces bien. Sin embargo, luego de varios intentos, con la suficiente paciencia, llega la primera eyaculación. ¡Bang! Algunos se desmayan en pleno baño, en su recámara o en el salón de clases, y cuando vuelven en sí, se dan cuenta que nada será igual. Nada. Nuestro pequeño amiguito puede darnos más placer que todos los nintendos, los six-flags y los helados de chocolate del mundo juntos. Sí, esa pequeña tripita de carne de trescientos gramos (¿Contentos?) es verdaderamente el Aleph del que hablaba Jorge Luis Borges.

El siguiente paso es, por supuesto, probar las potencialidades de tu pene con una mujer (o con un hombre según los gustos de cada quien), por lo que durante los siguientes años dedicas tus mejores esfuerzos, día y noche, en cualquier lugar, circunstancia o escenario, a convencer a alguna fémina de permitirte disfrutar los placeres de sus oquedades. Por supuesto, lo tienes que hacer con sigilo, pues no puedes argumentar que tu pequeño amigo es genial, que su magia es más poderosa que la de cualquier varita de Harry Potter. Es necesario irse por la tangente: chocolates, idas al cine, cartitas, manitas sudadas, fajes atrás de la secundaria… todo enfocado a que tu Little Friend pueda mejorar sus habilidades de espeleólogo. Y cuando lo hace ¡Bang! Es el segundo gran descubrimiento de la genitalidad masculina. Te das cuenta que la vocación de tu pene es estar dentro de esas humedades, y cualquier segundo que no lo logre es tiempo perdido. Por lo tanto, harás todo lo que esté a tu alcance, enfocarás tus más nobles esfuerzos –y los menos nobles, también–, en seguir explorando ese útero, o los que se puedan. Esta fase, por supuesto, se supera cuando pasa la primera juventud, como a los noventa y cinco años.

Es por esa relación que tenemos con nuestro miembro que, también, es el máximo polo de nuestras preocupaciones. Cualquier cosa que le pase, sea una comezón, una minúscula hernia o un granito, hará que te instales en nivel DEFCON-3. Caes en pánico, hiperventilas, te tiemblan las piernas. Y es natural: Puedes vivir con un pulmón, con un diez por ciento del hígado, con una mitad del cerebro –como lo demuestra fehacientemente nuestro Primer Mandatario–, pero vivir sin pito es vivir sin aire, sin agua, sin sol.

En mi vida he tenido dos estados de alerta máxima debido a mi amigo: el primero, hace siete años, cuando me aparecieron llagas en el prepucio. Me preocupé, pues a pesar de que en mis exploraciones nocturnas siempre me protegí, nunca está descartada una filtración o una rotura. Fui con el urólogo y me diagnosticaron fimosis. Ese mismo galeno me ofreció, por una módica cantidad, a hacerme la circuncisión. Unos días más tarde, me operó junto con algunos colegas: me adormecieron la parte baja del cuerpo, intervinieron a mi querido amigo y lo dejaron como Foucault y sus discursos de poder. De esa experiencia aprendí una cuestión que es crucial:

1) En la convalecencia, si te dicen que no te remuevas la gasa, NO te la remuevas.

Cuando a mí se me ocurrió hacerlo, de inmediato un chorro de sangre cayó en el piso de mi baño. Con cuidado me envolví a mi pequeño amigo y avisé a mi familia. La que hoy es mi esposa llamó al urólogo, mi mamá gritó, mi padre casi se desmaya al ver la sangre en el azulejo y mi hermana pequeña se rió. El urólogo llegó, volvió a coser un par de puntos en el prepucio, cobró sus jugosos honorarios y se fue sin despeinarse.

El segundo incidente de cuidado en relación con mi pene fue hace algunos días: me aparecieron en el borde del glande unas manchas negras. Consulté el internet y de inmediato los datos que obtuve me acercaron al infarto: cáncer, melanoma, papiloma… Luego me calmé: al ver las lesiones llegué a la conclusión de que seguramente era un problema dermatológico. Temblando, hice cita con un especialista, un amable anciano de ochenta años, quien luego de revisarme un par de segundos la lesión, dijo.

–Ni se preocupe, mi señor, son lunares. Salen con la edad.

El jovial galeno me explicó que al llegar a la adultez se generan cambios hormonales que afectan la pigmentación de la piel, formando lunares –me dijo el nombre científico, pero por los nervios se me olvidó–, y me reiteró que, en sus cuarenta y cinco años de práctica, jamás había visto que manchas como las mías se convirtieran en un cáncer maligno. Luego de tranquilizarme, su secretaria procedió a cobrarme novecientos pesos, lo que hizo de esa la agarrada de chile más cara de la historia de la humanidad –o por lo menos, de mi historia–.

Pero en fin. Él, mi amigo, lo vale.

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