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¿POR QUÉ NO PENSARÁN LOS HOMBRES COMO LOS ANIMALES?

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Mi madre de crianza nacida en 1930 iniciaba y concluía su día acompañada de la programación en amplitud modulada; mi radio es la televisión. Desde mi infancia todas las horas del día la televisión estaba encendida, desde Bonanza, pasando por la familia Ingalls hasta la permanencia voluntaria de películas mexicanas que mi madre disfrutaba intensamente. Y la barra de caricaturas, toda, todos los días, incluso la animación rusa que aparecía en el Canal Once, fue parte de mi formación visual y auditiva.

Ahora me parece curioso el hecho de que mis padres y nosotros, sus hijos, compartimos la única pantalla de casa, ahora vivimos la milagrosa multiplicación de las pantallas, de los canales, de los contenidos de entretenimiento. Don Gato y su pandilla era sin duda una favorita de todos; Heidi y Remi impactaban a mis padres, tanta tragedia les recordaba su origen campesino, la soledad y el trabajo durante la infancia; ambas narraban sus historias personales sin el final feliz, por supuesto. Y es que mis padres conocieron y disfrutaron la televisión cuando migraron a la ciudad.

La Pantera Rosa era (y es) una extraña caricatura, liberadora, enloquecedora, su mayor encanto no es el color sino el mutismo, el narrador, las risas, la nada. Gracias al mutismo obstinado del felino protagonista las situaciones absolutamente absurdas que se tornan normales: rescatar a una princesa que no puede ser rescatada, busca un diamante en el desierto, hacerla de Robin Hood, pedir patines mágicos a un hada madrina, hacerse amigo de una báscula o emprender la lucha contra el pájaro cucú que hace las veces de alarma, sobrevivir el invierno encerrado en una cabaña con un ratón hambriento o ser atacado por un mosquito o una termita.

Hay dos capítulos que me marcaron, ambos de tema tipográfico. De hecho el origen de la Pantera Rosa está vinculado a la tipografía, me refiero a la primera aparición del personaje animado en los créditos de la película homónima de 1963; el episodio memorable se titula “Ponche Rosa”: el felino prepara la publicidad de su refresco, la tilde de la “i” en Pink es un asterisco, éste cobra vida y se torna verde, se pasea por el resto de las letras como si fuera un parque de diversiones arruinando el universo rosado de la Pantera, quien lucha contra el asterisco para someterlo y en la brega éste sufre heridas graves o parece ahogarse, entonces cuando ya habíamos aceptado el absurdo como realidad, aparece la enorme Madre Asterisco Verde con los brazos en jarras, la Pantera se ve obligada a resucitar en más de una ocasión al joven vándalo y sufrir golpizas… Por supuesto el ponche termina siendo verde.

El otro episodio que gozo en el recuerdo se titula “Rosa Psicodélico”. La Pantera vagabunda se detiene frente a una puerta con un ojo que la hipnotiza, entra en la librería donde los materiales están suspendidos, sin libreros, un hombrecito de barba sesentera y boina saca de un maletín una escalera y desparece dentro el portafolio, no sin antes obsequiarle un libro sobre los secretos lujuriosos de las panteras rosas. El encuentro amistoso con este librero convierte a la Pantera en asistente a una cirugía, el librero intenta curar a un libro cuyas letras se han desprendido, durante la operación la Pantera se desmaya de la impresión. Finalmente librero y felino pelean cuerpo a cuerpo, ambos luchan por una enorme F mayúscula que usan como escopeta… El viaje concluye cuando la Pantera, hipnotizada frente a la puerta en contemplación del gran ojo, despierta: ha tenido una revelación o un sueño ácido, y decide declinar la invitación a entrar.

La alucinación parece ser uno de los principios de esta serie sesentera, lo absurdo liberador que nos aleja de la moraleja trillada al estilo Los Picapiedra o Los Supersónicos (¡guácala!), la Pantera es solitaria y soltera, única en su tipo, ingenua, excéntrica, se encuentra al margen: sin ocupación real, aunque gusta de mimetizarse como obrero, torero, piloto; duerme, come, se divierte, usurpa casas, ropa, camas, recordemos su paseo nocturno por el centro comercial, convive con dinosaurios, con caballeros medievales… Esta realidad alucinante es atravesada por la violencia que no es menor, ni simbólica, la Pantera es atropellada, perseguida, golpeada, aporreada, sufre fracturas, cirugías, es bombardeada, electrocutada siguiendo la fórmula a la Tom y Jerry, o como le sucedía al Coyote del Correcaminos. Sin embargo, la violencia se diluye o mejor dicho se articula con la intensa alucinación, gracias al absurdo la crueldad deja de ser castigo para volverse eventualidad; las valoraciones del bueno o el malo (de nuevo a la Tom y Jerry) no funcionan con tal claridad en la dimensión rosada donde lo relativo impera: la Pantera Rosa no es ni la buena, ni la mala, es sorprendida en sus delirios y deseos que contrastan con su ligereza, esa con la que camina y se aleja del desastre creado. No puedo dejar de relacionar las plácidas sensaciones de tal levedad –de este ligero peso específico a lo Kundera– con las que también me proporciona Hora de aventura. Sin embargo, mientras la Pantera me sacude de risa aún, y me libera en escenarios de violencia controlada donde el personaje lejos está de ser héroe o villano; el mundo de Fin el Humano y Jake el Perro se enmarca en un Edén posapocalíptico donde la lucha por amar persiste, y la dicotomía de género (femenino/masculino) así como la forma de vida humana han sido trascendidos.

El absurdo que conduce a la nada es la sustancia de la Pantera: ¿recuerdan el episodio en que intenta cruzar la calle?, sólo eso, atravesar una avenida; cada tarea que emprende se agiganta y la achica, y dejamos de reconocer si la hazaña vale la pena, si siquiera es una hazaña, nos quedamos con su obstinación vacía…, y una vez lograda la meta sea cual sea el resultado ella se aleja de nosotros, nos quedamos sin aprendizaje, con lo lúdico solo, con el goce del sinsentido (perdemos de vista para qué cruzar la calle). Quizá eso explique la vigencia de esta caricatura sesentera, su compromiso con el viaje sin destino, como esos sueños lúcidos que nos sobrevienen aún, o como esos otros que cada vez más inútilmente nos provocamos.

¡MÚSICA, MAESTRO!

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For today I am a child
For today I am a boy
Antony and The Johnsons

unnamed (3) En la canciones que se escuchan en el transporte público se explora un solo tema: el amor-desamor, o mejor dicho, la desgarrada voz de quien desea el amor, ha perdido el amor, sufre por el amor, castiga por amor, violenta por amor…, estas canciones enfatizan un único relato: si no encuentras ese alguien a quien rogar, rescatar, por quien sufrir, a quien castigar o violentar en tu vida, no eres, no existes, al menos no como personaje de canción. La dimensión humana reducida a una sosa y telenovelesca versión del amor romántico, fundamento de la familia tradicional de valores judeocristianos heteronormativos: un sólo guión para todos, donde las mujeres son víctimas de ese amor que las convierte en propiedad privada.

¿Dónde están las canciones que representen las otras formas de estar en el mundo? Un amigo gay me preguntaba ¿por qué no hay canciones rockeras de un güey que extraña a otro cabrón? La Ciudad de México es una burbuja para las diferencias, pero no los medios mexicanos, y los medios son uno solo: Televisa. La empresa dueña de las pantallas, de la radio, de las revistas, todo es lo mismo reflejado en un medio y otro creando una pesadilla infinita de mierda desbordante: lo escuchas en la radio, luego lo ves en la tele en la barra de programas infectos de cada canal, luego lo ves en cada puesto de periódicos, en México Televisa posee el don divino de la ubicuidad, es nuestro Dios con altares en cada hogar y en cada pesero.

Otra música parece imposible para las jóvenes, otra donde no sean el objeto amado, el objeto complaciente sexualmente, el objeto castigable o desechable, con todo, Televisa es Oz. Sin mucho esfuerzo se descorre el telón, y aparece una escena musical libertaria donde las cantantes hablan de su condición femenina, de su hartazgo y de las demandas insaciables del patriarcado, son jóvenes enfurecidas y desafiantes, “revolucionando en la calle y en la cama” (Las Conchudas). El hip hop neutraliza el suave estereotipo de belleza a que nos tiene acostumbrados la tele: pantalones anchos, cabezas rapadas, vientres voluminosos, colas de caballo sin pretensiones, tatuajes, tatuajes, tatuajes…, de pronto este rap y estas cumbias y este rock se comprometen “Y si somos mayoría es sólo en las cifras rojas” (Mare Advertencia Lirika). Ellas no se depilan, no se maquillan, no son dulces ni complacientes, se divierten, se ríen y gritan: “Detrás de una pantalla cualquiera se hace grande” (Rebeca Lane). Se niegan a ser discurso, son las mujeres reales. “My vagina is 8 mile wide, absolutely everyone can come inside” (Storm Large).

Todas ellas fueron expulsadas, no encajan, y es que donde quieren meterlas resulta ridículamente pequeño. “Ella se ha cansado de tirar la toalla, se va quitando poco a poco telarañas” (Bebe). Lesbianas, anarquistas, feministas, ateas, son el blanco de ataques brutales en las redes sociales, crudo discurso de odio, palabras que suplen los golpes, el linchamiento, la crucifixión…

En sus letras el amor que envilece a las mujeres es desenmascarado, se llama humillación, golpes, violación, chantaje, abuso, mentira; la religión es manipulación; la belleza es estereotipo, guión. No suenan a Janis Joplin, ni a Mercedes Sosa, ni a Chavela Vargas, el mundo que a ellas oprime es aún más despiadado, no quieren un álbum, ni un concierto, ni firmar con una disquera, quieren decidir por ellas mismas, y decirle a otras fuerte y claro, e insistentemente que decidan.

COMO EN LAS PELÍCULAS

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Hace unos meses en Washington Square me topé de frente con Alec Baldwin. Apenas un par de semanas atrás, dos amigas corrieron a unas cuadras donde les dijeron que estaba Gael García filmando en la calle. Un colega músico me contó cómo le dijo “bonitos pantalones” a una mujer, sin darse cuenta de que era Björk hasta que ya se había ido.

Estas cosas pasan en Nueva York. Y esta semana en Nueva York, todos quieren ver al Papa. Rockeros ateos, científicas poetas, profesoras de matemáticas, marxistas renegados. Incluso mi maestro de kung fu, Shi Yan Ming, monje budista, va a recibir al Papa junto con un grupo de representantes de varias religiones. Después de su encuentro, brindamos con cervezas coronas, “let´s celebrate for the Pope!”, dice él.

Cuando me preguntan si yo compré boleto, respondo que no me desagrada el hombre y que está bien todo lo liberal que sea, pero sigue siendo el Papa. No pagaría por verlo. Yo lo que quiero ir a ver, gratis, el viernes por la noche, es el manuscrito original de Alice in Wonderland que se exhibe en la Morgan Library por el aniversario de la publicación. Así que tomo el metro con mi novio hasta la estación 33th Street, caminamos a la 34 esquina con Madison Avenue y una cerca de policías, patrullas y peatones desconcertados nos cierra el paso. Nos acercamos a preguntar qué ocurre: “va a pasar por aquí el Papa”.

Tony y yo buscamos un espacio entre los newyorkinos desesperados por cruzar la calle, algunos claman vivir justo en la esquina opuesta y no pueden creer que no los dejen caminar unos metros para llegar a su casa. Un hombre clama no ser un terrorista y tener prisa por llegar al Upper East Side, finalmente se va gritando “fuck the Pope!”. Todos se ríen. Tony no para de hacer bromas como “bueno, tanta seguridad, ni que se tratara de Jesucristo”, o “seguro es uno de los que vienen en motocicleta, pero no nos lo van a decir, ¿verdad?”, por un instante pienso si será bueno fingir que no vengo con él, su apariencia es muy judía y me preocupa que a alguien no le haga gracia. Pero parece no haber extremistas a la redonda. Todos disfrutan estar en el “perfect New York moment”: si querían ver famosos en esta ciudad, qué mejor oportunidad que ésta.

Finalmente, después de una fila larga de grúas, motociclistas y autos blindados, comenzamos a escuchar una ola de gritos emocionados que también se acercan. Y ahí está: el Papa en su Papamóvil. Risas nerviosas, gritos y manos diciendo hola y adiós en unos segundos. Muchas fotos y selfies. Los presentes nos alegramos por lo que vimos, pero creo que también por ser cómplices de un mismo instante producto de la casualidad. El policía que finalmente nos abre la reja para dejarnos cruzar nos dice, “¡no se les olvide etiquetarme!”. Todos seguimos nuestro camino. Nuestra siguiente parada, Wonderland.

No saqué mi selfie del Papa, así que no tengo pruebas. En un mundo tan repleto de imágenes, hago el esfuerzo de evitarlas siempre que se trata de algo que quiero ver de frente y sin lentes de por medio, o algo sobre lo cual pienso escribir después. Aunque a veces es difícil resistir la tentación. En unos años tal vez me parezca irreal este simple acontecimiento. Tal vez si lo cuento, haya quien no me crea. Estos avistamientos de personas famosas en Nueva York son de esos instantes que describimos como “irreales”. Paradójicamente, cuando algo muy real ocurre, muchos diremos después que fue como una película.

¿Qué es real, qué cosas parecen irreales y en dónde reside la esencia de la ficción? Son preguntas que me hago desde que escribí sobre una novela de J. M. Coetzee, Foe, donde la protagonista sabe que será expulsada de su propia historia para darle “credibilidad” a un libro donde las mujeres no son bienvenidas. “Lo que podemos aceptar en la realidad, no podemos aceptarlo en la historia”, escribe para sí el personaje. Y después piensa en el escritor que ha desaparecido, llevándose su historia, y que seguro ya planea dejarla sin dinero y sin reconocimiento alguno, pero sobre todo, fuera del cuento: “Mejor que sean sólo Robinson Crusoe y Viernes”, piensa el escritor, “mejor sin la mujer”.

En un brillante texto de la escritora colombiana Fátima Vélez, Basado en una historia de la vida real, la autora reflexiona sobre estos vínculos estrambóticos entre lo real y lo literario: “hay algunas conversaciones que tengo con mis amigos que me gustaría grabar de lo lúcidas y emocionantes que son, pero estoy segura de que si las transcribiera tal cual sucedieron perderían toda la fuerza del instante, tendría que editarlas para dotar de “realismo” algo que fue real, para transmitir esa fuerza extraordinaria. Y al tratar de revivir esa experiencia se convertiría en otra cosa.”

En un taller de la maestría en escritura creativa de la Universidad de Nueva York, una profesora nos habla de un caso que ocurrió hace unos años, donde un hombre mató, cocinó y se comió a su amante. No podemos creerlo cuando nos dice que el tipo vive libre y es ahora un rockstar en Japón. La realidad supera por mucho a la ficción. Minutos después se habla de un breve cuento que escribí. Las reglas del taller son que cuando un texto es criticado, el autor debe permanecer en absoluto silencio. La crítica directa al texto es que hay un gran error, un hoyo negro, algo absolutamente irreal, imposible de colocar ahí sin que el cuento pierda toda credibilidad y sustancia. La profesora pone ejemplos demostrativos de lo absurdo que sería. Y yo me muerdo la lengua para seguir las reglas del juego y no decirles que todo ocurrió tal cual lo narré. Eso que ahora es un error del texto, fue la pura realidad. El cuento es casi una transcripción de un testimonio de una persona cercana. Probablemente no pueda publicarlo nunca para no ofender o empeorar la situación. Fátima tenía razón: la realidad, si se transcribe, deja de serlo.

La crónica es de los géneros que más parecen transmitir un efecto de lo real, de lo recién ocurrido. Tal vez como ejercicio un día escriba una crónica de un encuentro ficticio con un famoso. Los famosos, del tipo de fama que sea, aparecen en nuestras vidas casi siempre detrás del filtro de las pantallas de televisión o de computadora. Cuando están frente a nosotros, creemos estar frente a un efecto metaléptico, haber entrado a la ficción que nos muestran a diario los medios de comunicación. La doctora Lorena Ventura analiza a profundidad en su tesis la figura poética de la metalepsis, pero a mí me encanta cuando la explica con el más sencillo ejemplo a quienes no se dedican a la literatura: “la metalépsis es lo que ocurre cuando el Chapulín Colorado voltea a la pantalla de televisión y dice, “te estoy viendo, ¿eh?”, y nosotros decimos, “¿cómo? ¿a mí?””. La ficción y la realidad se tocan, dudamos de la jerarquía de una sobre la otra. Pero los famosos no son seres ficticios, viven la misma realidad que nosotros; si se trata de actores, protagonizan a veces a sus personajes, si se trata de políticos o líderes religiosos….en fin. Por eso puede ocurrir que de vez en cuando nos los topemos por casualidad, sobre todo en ciudades como Nueva York.

ALEXANDER McQUEEN: LA LENTICULARIDAD DE SAVAGE BEAUTY

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I think there is a beauty in everything. What “normal” people would
perceive as ugly, I can usually see something of beauty in it.
Alexander McQueen

El rostro de Alexander McQueen transformándose en una calavera, o a la inversa, una calavera mutando con lentitud en el rostro del diseñador recibía al público que asistió a la exposición realizada por el Victoria and Albert Museum. La imagen es un lenticular hecho en 2009 por Gary James McQueen, sobrino del diseñador. Un lenticular es un proceso en el cual a partir de dos imágenes –en este caso las fotos de McQueen y de la calavera– y un lente lenticular se genera el efecto de una aparición fantasmagórica, un proceso óptico de mutación constante. Esta imagen lenticular remite a la portada del catálogo de la retrospectiva de 2011 organizada por el MET, en Nueva York, aunque apareció por primera vez en la pasarela primavera/verano de 2009 Natural Dis- Tinction, Un- Natural Selection. A manera de umbral, el lenticular estableció la tesitura para aproximarse al recorrido por la obra de McQueen.

Por un lado, el lenticular recuperó el dramatismo que siempre acompañó a las desfiles del diseñador, que para muchos lindaban con el performance y la instalación (el proceso óptico mencionado puede ser considerado como un ejemplo de este último tipo). Por otro lado, el mismo lenticular avisa y reitera la ubicuidad de la oposición entre vida y muerte en la obra de McQueen, que el mismo título de la retrospectiva sintetiza, y que en su comentario destaca Andrew Bolton, curador de la versión de 2011 para el MET. En la retrospectiva del Victoria and Albert Museum, ese umbral invocó el fantasma de McQueen.

El inicio de la retrospectiva londinense representa una variación con respecto de la organizada en Nueva York, que recibía al público con dos piezas del diseñador. Aparte del dramatismo y la tensión, la mutación del rostro de McQueen en cráneo evoca las calaveras presentes en las naturalezas muertas, y como en ese género pictórico, nos recuerda la vanidad y la transitividad inherentes tanto a la moda como a nuestra existencia.

La retrospectiva Alexander McQueen: Savage Beauty, versión 2015, se organizó en diez salas. La primera fue “London” (Londres) en honor a la ciudad donde el diseñador creció, trabajó como aprendiz de sastre y estudió diseño de modas, seguida de “Savage Mind” (Mente Salvaje) compuesta por algunas piezas que provenían de las primeras colecciones del diseñador, muestras de su celebrada habilidad como sastre y de su irreverencia ante la confección del traje. La tercera sala, “Gothic Mind” (Mente Gótica) reunió prendas de inspiración victoriana, entre otras destacaba el impresionante vestido que evoca a un cuervo o a un ángel caído según se quiera.

A estas primeras salas le siguieron las dos primeras (de un total de cuatro) dedicadas al romanticismo en la obra de McQueen. De este modo, la cuarta sala, “Romantic Primitivism” (Primitivismo Romántico), presentaba prendas donde se mezcladas la confección de ropa con elementos naturales, como cuernos, pelo de caballo y conchas; mientras que “Romantic Nationalism” (Nacionalismo Romántico) agrupó piezas creadas con tartán (la tela con la que se elabora el kilt escocés), encaje y elementos victorianos, pero donde predominó la herencia escocesa de McQueen. Cabe señalar que a diferencia de la exposición de 2011, en la retrospectiva de 2015 se omitió la sala “Highland Rape” (Violación de las tierras altas); se trata de una colección controversial, porque en ella el diseñador refería y comentaba la violencia y la limpieza étnica que las comunidades escocesas sufrieron a mano de los ingleses en el siglo XIX.

El esplendoroso “Cabinet of Curiosities” (Gabinete de Curiosidades) era la sexta sala del recorrido, ésta congregó prendas, zapatos, sombreros y accesorios diseñados por McQueen, se trata de objetos muy especiales porque sólo se hizo uno de cada uno –como el sombrero de mariposas– y ex profeso para ciertos eventos. Estos objetos se exhibían intercalados con pantallas donde se proyectaban momentos sobresalientes de la presentación de diferentes colecciones.

Entre el gabinete y la siguiente sala se montó un espacio donde cada tanto aparecía otro fantasma, el que cerró la colección The Widows of Culloden (Las viudas de Culloden) y al verlo casi lloro. El título de esta obra remite a la Batalla de Culloden (1745) y a las esposas de los soldados escoceses que participaron en ella, un enfrentamiento donde el ejército inglés masacró al escocés. El fantasma es la imagen de la modelo inglesa Kate Moss ataviada con un vestido de seda flotando dentro de una pirámide. El efecto se genera mediante una técnica llamada “Peper’s Ghost” (“El fantasma de Peper”) desarrollada en el siglo XIX.

Al remanso de la aparición fantasmagórica le siguió “Romantic Exoticism” (Exotismo Romántico) que subraya la atracción y presencia de elementos no occidentales, como el kimono, en el trabajo de McQueen, lo que azuza preguntas sobre traducción, interpretación y apropiación cultural. Adyacente a esta última sala se recreó la colección de la primavera/verano 2001 “Voss”, también conocidad como “Asylum” (Manicomio), que se presentó dentro de una caja de espejos dobles. Mientras no había luz dentro de la caja, el público únicamente veía el reflejo de sus rostros en las paredes del cubo, pero cuando éste se iluminaba se podían ver las prendas en su interior.

La novena sala se tituló “Romantic Naturalism” (Naturalismo Romántico), en ella se reunieron piezas que muestran la naturaleza como tema pero también como material, por el uso de plumas o flores en la confección de ciertas prendas. La retrospectiva cerró con “Plato’s Atlantis” (La Atlantis de Platón) que fue la última colección hecha por McQueen (primavera/verano 2010) antes de su muerte. Ella expresa la visión del diseñador de un planeta, el nuestro, donde los polos se han derretido y el agua lo cubre por completo, se trata también de la colección que introdujo las botas Armallido.

Durante la presentación de sus colecciones, las prendas tanto como la forma de introducirlas que McQueen elegía podían no gustar e incluso perturbar al público, pero lo cierto es que no dejaban indiferentes a sus asistentes; lo mismo puede afirmarse de la retrospectiva en el Victoria and Albert Museum. El diseño y la confección de las piezas expuestas provocaron una fascinación que acapara la atención de los legos, como mi hermano y mi esposo que me acompañaron (porque no les quedó de otra) y al salir de la exposición no dejaban de hablar de la creatividad, el talento y la tragedia de McQueen.

En mi opinión, la calavera que muta en el rostro del diseñador al inicio del recorrido no sólo interroga la vanidad, ni lo efímero de la moda y la vida humana, sino que también pregunta sobre la causa de su muerte: ¿todo esto que verás costó su muerte?¿esto vale una vida? ¿valió la pena? Deprimido por la pérdida de sus madre, exprimido por las exigencias de la industria, Alexander McQueen se suicidó en febrero de 2010. Las preguntas acerca de su suicidio cuelgan como su cuerpo dentro de su clóset.

NO TOQUE EL ARTE

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Yo, que nunca me gano nada, me gané una rifa. Hace un par de meses mi marinovio me comentó que la revista de espectáculos local tenía una promoción para asistir a la Nuit Blanche, la Noche Blanca en Toronto: regalaban boletos de tren a la ciudad, dos noches de hotel y entrada a la gran inauguración del acto. Él estaba emocionado y quería participar, solamente había que enviar un email para entrar a la rifa. -Manda uno tú también -me dijo, ¡así tenemos el doble de posibilidades! Pasaron dos semanas y por fin me decidí a enviar un correo que solo decía: ¡Quiero ganar! Y gané. Y nos fuimos.

La Noche Blanca es un evento anual en el que algunas galerías de la ciudad permanecen abiertas toda la noche y se colocan instalaciones artísticas en las calles. Es un intento por convertir a la metrópoli en una gran exhibición de arte contemporáneo y pasar la noche en blanco, yendo de un extremo a otro de la ciudad buscando las obras, tomándose fotos. Aparentemente una funcionaria de cultura de Toronto descubrió esta idea en París, donde año con año los museos permanecen abiertos para una noche de atasque cultural y todos son muy felices. A su regreso y llena de entusiasmo comenzó a buscar patrocinadores y desde hace diez años los torontonianos se apropian de sus calles y de la noche. Montreal, la ciudad más grande de las provincias francesas de Canadá, tiene su propia Nuit Blanche, y en aquella región la música y el baile hacen también su aparición para alumbrar la noche.

Los asuntos culturales en los países anglosajones funcionan de una manera muy distinta a como lo hacen en México. La participación del estado en estos affaires es mínima. Si el D.F. decidiera organizar una desvelada colectiva de este tipo, las autoridades probablemente podrían ir a las escuelas de arte que pueblan la ciudad y sacar las obras de la bodega y ponerlas en la calle. Como la gente en México aún no se ha dejado encerrar pese a la delincuencia y la inseguridad, simplemente irían encontrando las esculturas e instalaciones, dirían “qué bonito” o preguntarían “¿esto es arte?” y se irían a comprar el pan. Acá se requiere la cooperación de los patrocinadores, de “amigos del arte”, de miríadas de voluntarios. Se contratan docenas de personas para cuidar la seguridad y se realiza una campaña de meses para alentar a la gente a que salga a recorrer las calles. La iniciativa privada pone el tono de la vida cultural con todas las limitantes que nos podemos imaginar que se generan.

Pero nosotros éramos los felices ganadores de un fin de semana en la metrópoli, así que nos pusimos en camino el viernes por la mañana. El tren nos conduciría a Toronto con la velocidad y eficacia que le caracteriza, con su WiFi para que, en lugar de disfrutar el paisaje, uno pueda escribir su colaboración quincenal, con su silencioso circular sobre las vías. El clima, ese enemigo silencioso de la fiesta y la convivencia en Canadá, se nos había adelantado: nublado, ráfagas de viento del norte (esto quiere decir viento helado) de entre 50 y 60 kilómetros por hora y una leve pero continua llovizna, se sonreían con sorna ante los preparativos para la velada. No se reconocía a la ciudad de dos semanas antes, cuando el sol todavía nos hacía sudar y todas las mujeres llevábamos faldita, mientras los hombres andaban en bermudas y en patineta.

Nuestro pase de visita incluía invitación VIP para la gran inauguración. Disciplinados, bañados y vestidos de acuerdo a la ocasión, nos dirigimos al Centro Cultural Four Seasons, un hermoso edificio todo cristales y madera, en el que se lleva a cabo la temporada de ópera de la ciudad. Tragos gratis y bocadillos para los asistentes, citados a las 5.30 de la tarde. A esa hora éramos apenas una decena los que nos encontrábamos ahí, preguntándonos qué nos irían a mostrar en la presentación y si podríamos platicar con los artistas que crearon las obras. A mí me despertaba especial curiosidad conocer a Carlos Amorales, el artista mexicano que participaba con una instalación. Sin embargo, tras hora y media de espera escuchamos dos discursos sobre lo importante que era la noche de este año, ya que se festejaban 10 del inicio de esta nueva tradición. Yo, que nunca me pongo tacones, me los puse para este evento y para esta altura me arrepentía profundamente. Y todavía no había oscurecido.

Tres copas de vino después el viento ya no se sentía tan frío y los pies habían entrado en un estado de des-sensibilización, así que cuando Eric propuso caminar hacia las primeras exhibiciones de una vez, acepté con mucho gusto. Y comenzó nuestra noche de cultura.

Salimos a las calles donde la multitud, mapa en mano, se reunía en las esquinas decidiendo su ruta. Los proyectos patrocinados se encontraban agrupados sobre las calles centrales y en el Habourfront, el muelle que conecta Toronto con el lago Ontario. Los proyectos independientes estaban diseminados en calles aledañas, en un área mucho más amplia. Nuestra primera impresión fue que sería difícil dar con las obras, ya que los postes de información eran, digamos, confusos. En una cara señalaban la dirección hacia un conjunto de obras, en la otra, la dirección opuesta para el mismo grupo. Esto es Canadá y estamos acostumbrados.

Nos habían recomendado mucho ir a la exhibición de Lego, sin darnos mucha más información, así que decidimos caminar sobre la avenida que llevaba hasta la galería e ir visitando las que nos topáramos en el camino. La primera estaba localizada en los terrenos del edificio del Parlamento de Ontario, que se veía imponente contra el cielo nocturno. La instalación era una carpa en la que se habían colocado urnas para contestar sí o no a una pregunta: ¿estarías a favor de un mundo sin fronteras? A medida que uno se acercaba a las urnas de votación, se podían leer pancartas con información sobre los migrantes sirios. En una gran pantalla se actualizaba el número de votos para el sí o el no. La votación era muy cerrada.

Seguimos caminando y apareció la segunda instalación, otra carpa, esta vez del colectivo Cambalache, de Colombia. Dentro se ofrecían artesanías realizadas por habitantes de campos de refugiados en África y por refugiados colombianos en Canadá que se intercambiarían por otro que fuera de importancia para quien realizaba el intercambio. La idea detrás de esta instalación titulada Ayuda Humanitaria Para el Primer Mundo, quería enviar el mensaje de que, mientras en el Tercer Mundo la gente carece de dinero, en el Primero la gente carece de humanitarismo y necesita ayuda. Una idea bella, muy compleja de representar.

Nuestra siguiente parada correspondía con un domo de un material plástico que por fuera se veía como una estación espacial en un planeta desolado. Dentro se proyectaba un video que ocupaba toda la cúpula. Sobre nosotros se proyectaba la simulación por computadora de un tornado devastador, mientras una mujer narraba la consecuencia de un evento similar. El resultado era muy efectivo y simplemente aterrador. Con esa nota alegre nos dirigimos por fin, a la tan alabada exhibición de Lego, que no era sino una lechuza blanca realizada con los pequeños bloques del juego de ese nombre. “Qué bonito”, “¿esto es arte?”.

Con los pies destrozados y la sensación de que algo hacía falta, nos dirigimos al hotel a cambiarnos de ropa. La ropa para fiesta no estaba de acuerdo con las ráfagas de viento helado y volvimos a nuestras prendas abrigadoras, listos para cenar, primero que nada, y continuar hacia el muelle donde había una serie de exhibiciones que tenían como tema la fuerza del viento, nunca más adecuado. Los árboles se doblaban con cada azote, parecía que estábamos por enfrentar un huracán. Caminar contra el viento se sentía como hacerlo dentro de una enorme bolsa de plástico que físicamente impedía avanzar. Pero el muelle vibraba de actividad y la gente se formaba para acceder a las instalaciones artísticas. Un par de videos que no merecían demasiada atención dieron paso a una balsa metálica en el lago, sacudida por el agua. Adultos y niños de todas las edades abordábamos la balsa, parecida a una dona geodésica balanceándose en la oscuridad. Hasta ese momento era, si no lo más artístico, tal vez sí lo más divertido que habíamos encontrado.

Después encontramos una instalación en el interior de un túnel, con lamparitas con forma de gota colgadas asimétricamente del techo, algunas hasta el suelo. Se oía una suave tonada de piano en el fondo y espejos situados en las paredes y el techo replicaban el brillo de los leds. Si en algún momento sentí que vi arte, fue aquí. Muy cerca se encontraba la instalación de Amorales, Black Cloud. Se trataba de miles de mariposas negras pegadas sobre paneles de tablarroca blanca. He visto fotos de esta instalación en otras ciudades y aunque el artista consiguió un efecto interesante, no es lo mismo cubrir la fachada de un edificio clásico en París, que unas paredes falsas en Toronto.

Nos topamos con un grupo de danza-teatro cuyos miembros rodaban sobre el suelo en grupo, mezclando sus cuerpos, como una gran masa de espuma humana que avanzaba por la avenida; una montaña de leños entre la que el público avanzaba entre ella, sin poder escalarla; un concierto de micrófonos golpeados contra el piso y las paredes de una caja de trailer, cuyos sonidos se mezclaban y convertían en música; la representación de un muro de adobe que estalla y sus fragmentos, colgados de líneas de pesca, parecen flotar contra la noche.

A las dos de la mañana, helados y cansados, decidimos dar por terminada nuestra noche blanca. Las imágenes de las instalaciones y los videos nos habitaban, pero sobre todo, la sensación de que nosotros, junto a los miles de personas que caminaban en pos del arte, habitábamos la ciudad y la penumbra. Habría mucho que discutir sobre las obras, qué es arte y qué no en la era digital; cómo las acciones políticas se han insertado en el ámbito estético; cómo el marketing posiciona marcas a través de un evento cultural. Pero lo que subyace siempre en estos casos es la poderosa voluntad de la gente de caminar, de ver, de oír. Las ganas inacabables de la gente de reunirse. El poder de la masa que recorre las calles con un solo objetivo. Yo, que nunca me desvelo, lo haría otra vez.