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PUEDO PALPAR EL MIEDO EN EL AIRE

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Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad.
De encerrarse con sus fantasmas.
De eso tenía miedo.
Juan Rulfo

capitala foto es blanco y negro: miro sus pómulos resueltos, su frente despejada, su mirada inquisitiva; es aún muy joven, se advierte su soltería porque todavía sonríe. Siempre que pienso en mi tía vienen los fantasmas.

Mis recuerdos de ella son de una mujer septuagenaria, empequeñecida, tan liviana que podría arrastrarla el viento. Rebeca, el significado etimológico podría resumirse como: la enlaza mundos; ese nombre bíblico es el que llevó en vida, heredando a su vez la espiritualidad impresa en esas cábalas. Ya muerta, algunos la evocaban con cariño como “Bequita” o “la tía celestial”, y otros con mordacidad como “la tía reboca”, “la trinadora”, “la loca de los pájaros”, “la espiritista”.

Aún no estaba muerta y su leyenda ya la había enterrado, anulando casi por completo la disciplina monástica y la dependencia religiosa que llevó sin tropiezo ni quebranto sus últimas cuatro décadas. Unos dicen que cuando le fueron administrados los santos óleos gritó de espanto, otros que pudieron ver por un segundo su rostro como cuando fue joven. Las leyendas son la versión que prevalece tras la muerte.

Antes de cumplir los veinte años se casó enamorada, y no habría de ser mi tío Apolinar el dueño de sus desdichas, pero sí una especie de intermediario. A excepción del segundo piso, utilizado como despacho de abogacía, el resto de la casa fue decorado por ella; compró muebles barrocos y grandes espejos de marco chirrigueresco, puso color amarillo a las paredes y en el patio, que era un largo pasillo de aproximadamente cinco metros de ancho por cuarenta de fondo, enormes macetones con limoneros, tangerinos, limas y naranjos; y encima y entre los frutales (que nunca crecieron demasiado), sobre las paredes, más de cien jaulas.

Mientras mi tío, encerrado en su despacho, estudiaba los pleitos legales de sus clientes, ella regaba sus plantas y arbolitos con esmero y fue comprando poco a poco pájaros de todos los trinos, tamaños y colores: canarios, gorriones, jilgueros, cardenales, petirrojos, mandarines, pericos, cotorras, cacatúas, guacamayas y demás. Pese a los cientos de aves que llegaron a ser, siempre mantuvo el patio limpio. Ser ama de casa le permitió cultivarse en su relación con una naturaleza que no puede domesticarse, a excepción de Argos, un perro que sólo ladraba cuando presentía el peligro y que nunca se separó de ella hasta que lo encontraron, literalmente, muerto de miedo; en el rígor mortis llevaba retratado el espanto.

highlight1Habían pasado cinco años de matrimonio y las cosas se desarrollaban con cierta placidez, con cierta ligereza. Quizá si hubieran podido por entonces concebir hijos, mi tía no se hubiera entregado por completo a coleccionar pájaros; varios familiares opinaban que, para la decoración aviar, el trabajo de un taxidermista habría representado algo menos insano. Había jaulas en las paredes, en el piso, en los barandales, en el techo y en las celosías. El único trato fue que todas las aves estuvieran afuera de la casa; de hecho, el ir del patio al interior de la casa era como ir, de un solo paso, de la jungla a la antesala de un museo.

Cuentan que cierto día, ella se enamoró de una antigüedad, un espejo del tamaño de una puerta. Lo compró a precio de escándalo y lo mandó recargar sobre una pared de la sala, al lado de un piano; por encima del piano había una réplica mediocre de un Van Gogh: “Lirios”. A la llegada del espejo comenzaron a suceder cosas extrañas, que gradualmente aumentaron hasta pasar de lo extraño a lo maléfico. Rebeca, que hasta entonces había llevado una vida tranquila y en evidencia feliz, comenzó a ser atacada por entidades sutiles.

Durante los primeros dos años fueron simples incidentes, como escuchar susurros y presenciar portazos, pero luego, ante la indiferencia a estos fenómenos a los que mis tíos buscaron explicaciones racionales, respuestas como el viento o el crujir de los muebles antiguos, los descarnados hicieron notar su presencia. Cierto día mi tía se quejó de que le habían jalado el cabello, al voltear no había visto a nadie. Apolinar creyó que eran meras invenciones porque su esposa se encontraba aburrida, le recomendó ir a practicar deporte; ella se inscribió a clases de natación. Mas antes de cumplirse el mes volvieron a jalarla, esta vez por los pies hasta sacarla de la cama. Gritó pidiendo ayuda; mi tío la encontró en el suelo, presa del terror.

Mi tío habló con los parientes cercanos, confesó creer que su esposa se estaba volviendo loca, pero ante las imprecaciones de mi abuela y otros familiares, acordaron llevar a un sacerdote para exorcizar la casa. Así fue, y mientras se llevaba a cabo el servicio de limpia, los pájaros no dejaron de chillar alarmados. Esa misma noche, su hogar comenzó a llenarse de gatos. Rebeca vio a través de la ventana un minino, pero al acercarse, a través de la oscuridad empezó a notar decenas, toda una legión félida. A partir de entonces, todas las noches se repetiría el mismo fenómeno, un ejército de gatos congregado en la azotea, en los antepechos, en los pasillos, en los escalones, en los aleros y los barandales. Nunca atacaban las jaulas, nunca peleaban ni se cortejaban, sólo se quedaban ahí, impertérritos, mirando el vacío, maullando un doloroso himno, tan oscuro, que dicen, aquel que lo alcanzaba a escuchar se quedaba triste durante varios días.

Las alarmas se encendieron. Apolinar le rogó que regalara los pájaros, pero Rebeca sostenía amarlos con toda su alma y juraba que cada uno formaba parte de ella. Las cosas dentro de la casa tampoco iban bien, al interior se habían mudado, según mi tía, varios fantasmas, mismos que empezaron a acosarla con gritos y susurros. Le decían maldita, le juraban que pasaría a formar parte de sus legiones, le prometían la locura sin retorno, la perdición sin salida.

Mi tío la convenció de ir al psiquiatra. Comenzó un largo tratamiento de calmantes y antipsicóticos que la arrumbaron en un rincón de ensueño, su existencia comenzó a ser fantasmagórica; fue un fantasma antes de que los verdaderos fantasmas la trasformaran en uno de ellos. Continuaron los gatos inundando la casa por las noches, siguieron los pellizcos, los jalones de greñas, las maldiciones. Luego de, ya, unos años, mi tío entró a la cocina, donde Rebeca preparaba la cena ante la mirada de algunos felinos, los cuales la observaban desde el patio a través de la ventana, y allí sucedió, un cuchillo voló de su mano de forma imposible, gritó: ¡No me digas loca!, tapándose con las manos los oídos, y los platos que estaban colocados sobre la mesa fueron volcados con violencia por una presencia invisible. Mi tío enfermó de diabetes.

highlight2Volvieron a exorcizar la vivienda pero no funcionó, por el contrario, las ánimas reaccionaron con más violencia. Fue por esas fechas que murió Argos. Mi único hijo, me lo mataron de un susto esos malditos demonios, decía inconsolable mientras acariciaba el cadáver de su perro. Ante las circunstancias, decidieron acudir a un centro espiritista. Asistieron a varias sesiones, donde según mi tío Rosendo, a través de uno o varios médiums se invocaron espíritus que pudieran contrarrestar las fuerzas demoniacas que ocupaban la casa, se realizaron varios ritos profanos. Los fantasmas respondieron con fuerza. Incluso Apolinar juraba haber sido poseído por uno de estos espíritus, también contó que unas voces trataron de convencerlo de que su esposa estaba demente y que era menester acabar con su vida. Tanta persuasión no se da ni en los tribunales, dicen que decía.

Mis tíos continuaron yendo a las sesiones de espiritismo. Se volvieron sigilosos, ariscos, y solitarios se alejaron, así como de la familia, del resto del mundo. Un pariente, que fue a visitarlos por entonces, asegura que mantenían tapados todos sus espejos con sábanas y sus ventanas con cortinas de terciopelo negro; dijo que las luces no paraban de parpadear cada que Rebeca entraba en una habitación; hizo hincapié en que todos los trastes que había en el hogar habían sido sustituidos por cacharros de plástico (tiempo atrás, mi tía Ignacia había sido testigo de cómo las ánimas le rompían los platos de loza que Rebeca transportaba en sus propias manos); también relató que al anochecer: “La trinadora” iba tapando con tela cada una de las jaulas… estuvo más de media hora haciendo aquello.

El súmmum ocurrió el día en que mi tía, después de años infructuosos, quedó embarazada. Apolinar, al cerciorarse del resultado, comunicó la noticia por teléfono. Mi abuela, junto a mi tía-bisabuela Arcángela y mi tía-bisabuela Serafina fueron a visitarlos ese mismo día. Llegaron, y mientras esperaban a Rebeca en la sala, sus gritos subieron desde el patio. Cuando se asomaron, un ente invisible le arrastraba por los cabellos a través del corredor del patio; algunas jaulas se volcaron. Cuando llegaron a su lado, notaron que había sido arrastrada unos diez metros. Ese día abandonaron la casa.

Había pasado más de una década, los fantasmas parecía que habían vencido. Todas las fuerzas y los tiempos prósperos los barrió la tragedia, los espíritus maléficos habían tomado su casa por asalto, los habían echado de su propio hogar. Contrataron a una señora para que cuidara exclusivamente de las aves; llegaba a las siete de la mañana a destaparlas, las alimentaba, limpiaba las jaulas, el piso, las paredes, los barandales, los antepechos, las celosías y la escalera; regresaba a las seis y media para tapar las jaulas y se iba. Pasadas dos semanas renunció, no hubo poder que la hiciera cambiar de idea y se negó a hablar de lo sucedido.

Cuentan que un día que Rebeca regresó de un rito espiritista se decidió. Pidió que la acompañaran. Un pequeño batallón de seis familiares fue hasta la casa, en plena noche. El ejército gatuno se encontraba apostado, en posición de firmes, observando de manera hipnótica la nada mientras entonaba aquel himno de maullidos. Prendieron todas las luces y abrieron todas las puertas. Entonces mi tía, armada con un amasador de madera, hizo trizas el espejo antediluviano que se encontraba junto al piano (mandó quemar el marco). Dicen que a cada golpe, el cristal profería lamentos y que cuando terminó de machacarlo, ella expresó: De ese espejo se salieron los malditos demonios. Luego fue rompiendo en forma sistemática todos los faltantes, incluyendo los dos que se encontraban en el despacho, Para que no tengan donde meterse los cabrones, decía.

Bajaron todos juntos al patio. Rebeca pidió que la esperaran al borde de la escalera y caminó hacia las jaulas; frente a ella, los gatos cerraron filas; avanzó con valentía y comenzó a abrir las jaulas, y los pájaros comenzaron a ascender, cientos de pájaros que se perdieron en el cielo negro, muchos desorientados por ser la primera vez que emprendían el vuelo; no paró de azuzar a las aves hasta que las jaulas quedaron vacías. Esa noche, los gatos abandonaron sus puestos para jamás volver. Rebeca había recuperado su libertad y meses después habitaría esa misma casa, libre de fantasmas, pájaros y espejos, junto al hijo que alumbró luego de una labor de parto de cuarenta y un horas; así retornó de entre los muertos.

 

Nota del autor: Esta es una historia real. Por petición de los supervivientes, los nombres han sido cambiados. Por respeto a las víctimas. El resto está contado exactamente como ocurrió.

TEOTIHUACAN: LA FLOR Y LA ROCA

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capitalace calor, más de lo que pensé cuando salí de la Ciudad de México a hacer esta pequeña excursión, la primera en una lista de sitios arqueológicos que, o visité muy chica y por lo tanto a la fuerza, o jamás he visitado. La idea se alimenta de un proyecto literario lo mismo que de la idea de reparar el propio orgullo de mexicana que no sabe de qué hablan los turistas cuando hablan de Mejicou.

Y, si se distrae, eso es lo que una viene a conocer aquí: turistas, en todas las fases de su ciclo evolutivo: selfituristas gritones iberoamericanos, selfituristas orientales, unos metaleros polacos o rusos que cargan energía en la Pirámide del Sol (siempre hay cosas que nos reserva el asombro) y una gran cantidad de familias mexicanas del siglo XXI: padres jóvenes de la mano de niños que, con un estoicismo impresionante para mí, recorren las ruinas bajo el aplastante sol de abril a las 2 de la tarde. El espacio abre corredores a la gritería y a la bandera invisible del aire. Desde la entrada del sitio arqueológico, las pirámides se ven, más que imponentes, amenazantes: una se imagina, desde ya, el crepitar de la arenisca en las rodillas y el esfuerzo de los pulmones.

Por partes: lo primero que hay que admirar es el Templo de Quetzalcóatl, al fondo de una ciudadela en la que resaltan las lonas de las madrigueras de los arqueólogos. Algo guardan con mucho celo que, cuando una se acerca por allí a fisgonear, inmediatamente sale un centinela a cubrir el misterio. Mientras subo la escalinata al templo del Dios del Oeste, pienso en una tortuguita con incrustaciones que me vendían unos pasos atrás y que me parece cara. Encontrarse frente a la maravilla física tantas veces vertida en fotografías siempre es desconcertante y revela el poco democrático mundo del patrimonio cultural: la fantástica serpiente emplumada tejida en el “barandal” de las escaleras del templo siempre es fotografiada a ras de suelo, donde seguramente se apreciará el efecto ondulante de la escultura. Desde donde el turista mira el templo (una escalinata con barandales de hierro), éste se ve pequeño y la serpiente un poco menos emplumada que en las fotos. Un poco más tarde comprendo, al ver a un señor hacer una demostración de la solidez de las ruinas con claudinasu bastón, el maternal celo de los conservacionistas de Teotihuacan.

De regreso a la entrada de la zona arqueológica, compro la tortuguita con incrustaciones antes de comenzar el paseo por la Calzada de los Muertos, cuyo nombre equívoco, empiezo a pensar, provee a Teotihuacan de un imaginario mórbido muy alejado de su espíritu. La vista desde las pirámides tiene sus reverberaciones en el templo que siglos reprodujeron con un menor despliegue arquitectónico los mexicas en el Cerro de la Estrella. Una piensa en la obsesión de los habitantes mesoamericanos de instalarse bajo el sol y bajo las estrellas en el centro de su galaxia territorial, con los cuatro puntos cardinales bien abiertos entre el cielo y el aire. En Teotihuacan, las pirámides atraen como moscas a las personas que han dejado despoblada la Calzada de los Muertos.

Después de subir y descender regreso al paisaje onírico de la Calzada: el césped está cubierto de unas florecillas silvestres de un rosa muy pálido que hacen pensar, a la distancia, que allí cayó una sábana de un algodón de azúcar; los nopales están llenos de tunas y los perros, correosos y asustadizos, deambulan entre las ruinas de lo que muchos años después la gente se imaginó como tumbas y que fueron, en realidad, las casas elegantes, los edificios públicos principales de una ciudad cuyo nombre y habitantes todavía no conocemos; una ciudad que es un libro misterioso escrito con una caligrafía bellísima… en un lenguaje desconocido. A ambos lados del camino, y al fondo (en la monolítica invención de las pirámides) la roca cortada, medida, arrastrada de manera precisa y perfecta —me imagino en mi paranoia histórica— con el único fin de perdurar. Pienso que Ellos lo sabían: que vislumbraron el transcurso de los siglos y que quisieron permanecer a través de ellos, imaginando que (como entonces) las rocas volverían a convivir con las flores más leves del paisaje, que serían contempladas por un segundo o dos por una nube en forma de plancha, que el fuego podría intentarlo, que seguramente alcanzaría a hincarle el diente a los edificios menos robustos, pero que no podría nada contra las pirámides. Ahora me imagino que abandonaron la ciudad así, con toda la malicia del mundo, que nada pudiera apropiarse de ella: ni el paisaje natural ni el deseo ni el raciocinio de dos civilizaciones que por siglos han intentando inventar Teotihuacan.

DESDE LA NIEBLA DE IXTEPEC (carta post mórtem de Elena Garro)

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Ixtepec, a 4 de Diciembre de 2016.

 

Bienintencionados lectoras y lectores:

He leído el cintillo que tanta polémica ha causado entre ustedes, así como la cuarta de forros de la edición que me publicaron en España en este 2016 y tengo que dar mi opinión al respecto.

Debo decirles que si me hubieran consultado –aunque fuera por ouija o a través de alguna otra necromancia–, les habría dicho que su lista peca de incompleta. Entre mis admiradores, además de los mencionados, falta agregar a Carlos Madrazo, malogrado reformador del PRI y padre de Roberto Madrazo, quien recibía turbas de campesinos si yo se lo pedía. También omitieron al cineasta Archibaldo Burns, quien me regaló el piso en el que pasé mis últimos años en París, y a Lee Harvey Oswald–quien después asesinaría, o por lo menos eso se dijo, al presidente John F. Kennedy– con quién también se me vinculó sólo porque fui la única mexicana que asistió a una fiesta en la embajada norteamericana donde él estuvo presente. También cuentan entre mis amores a Fernando Gutiérrez Barrios, quien por mucho tiempo manejó la seguridad en el estado mexicano. Nada más falso. El Duque fue siempre mi gran amigo y confidente, y aceptaba de buena gana mis consejos para ser más seductor con sus efebos. Y sí, en 1968 le pasé la lista por la que tanto me critican… Y lo volvería a hacer.

Acerca de Bioy Casares tengo que decirles que todo mundo sabe –o supone–, cuánto me quiso. De lo que pocos se enteraron es que concebimos un hijo al que aborté. Silvina Ocampo sufrió mucho por mí.

Les recuerdo también que yo fui la única mencionada en la Antología de la literatura fantástica publicada por Sudamericana, compilada por Borges, Ocampo y Casares. No es tan aventurado que el polémico cintillo diga que yo impulsé a Gabriel García Márquez, aunque de manera distinta a lo que todos se imaginan. Yo dije públicamente que ya me aburrían tantos pueblos. Todos los sudamericanos de mi época se dedicaron a describir sus desvencijados pueblos. Fueron tantos los pueblos bucólicos y poseídos por la canícula de los que leí que me acabaron hartando. Son los mismos, y en todos vuelan las mujeres, y en todos hay primos que se casan, y en todos hay colas de cochino o alguna deformidad semejante. Para serles sincera, no acabé de leer Cien años de Soledad… Aunque, por supuesto, prefiero a García Márquez que a farsantes como Julio Cortázar y su insufrible comunismo, o el criollito Mario Vargas Llosa, quien siempre me pareció muy menor.

De Carlos Fuentes yo dije que no sabía qué le pasaba, pues siendo un hombre tan inteligente –y brillante cuando hablaba–, siempre me pareció que su prosa no acababa de cuajar. Se le notaba blandengue en sus narraciones. La verdad, para mí, fue siempre un mejor ensayista que novelista.

Casi desde el principio de mi matrimonio con Octavio, me di cuenta de que éste no iba a funcionar porque los dos queríamos ser el sol, y sólo puede haber uno en el cielo. Él tuvo muchas (y muchos) amantes; yo, algunos pocos. Siempre preferí la inteligencia al sexo. Eso me sucedió con Adolfo Bioy Casares. Cuando yacíamos en la cama, él me repetía y me repetía que yo era la mujer más inteligente que había conocido y a la que más había amado. Yo, por supuesto, le creí y le creo.

Por Octavio Paz no tengo odio ni tengo amor. Octavio Paz fue un incidente en mi vida. Un incidente muy desdichado con unas consecuencias incalculables. Él me dijo un día “J’ ai perdu ma vie por délicatesse”, y le respondí: “Te equivocas, Octavio, la que ha perdido la vida por delicadeza soy yo, me he portado como un gentleman y tú te has portado como una prostituta”. Y antes de que su bienamado Premio Nobel mexicano pudiera articular palabra, lo rematé: “…y eso lo firmo y además lo puedo probar”.

Para quienes fantasean con Octavio como amante, tengo que decirles que tenía la largueza del burro, pero la rapidez del canto del gallo. Si alguna –o alguno–, de ustedes hubiera tenido la oportunidad –que no el gusto–, de pasar un rato con él, se habrían desilusionado demasiado, demasiado rápido.

En fin, amados lectores, deben comprender que tuve la desdicha de ser no solamente la mejor escritora mexicana de mi tiempo, sino también la más bella y la mejor vestida, algo que los acólitos de Octavio jamás me perdonarán.

Ni falta que me hace.

Con cariño

Elena

 

Fabiola Sánchez Palacios (Ciudad de México, 1966). Escritora y periodista. Trabajó por años para la revista Contenido, es autora de la novela Que baje Dios y que diga que no es cierto, publicada por ediciones DEMAC y actualmente prepara su primer volumen de cuentos titulado La mujer lagarto.

 

ESTA QUINCENA NO HAY COLUMNA

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Esta vez no voy a entregar columna de Metrópoli Ficción. No porque no haya pasado nada en Canadá, sino porque han pasado tal vez demasiadas cosas y no puedo decidir sobre qué escribir. Entre la temporada de los Blue Jays, el equipo de beisbol canadiense (único que representa al mundo en la lucha por llegar a la “Serie Mundial”) la campaña política que a los ojos mexicanos luce tan bizarra y la toma de posesión de don Trudeau, ya tendría yo material para no una, sino tres columnas. Y sin embargo, ya son hechos pasados, la vida se acelera a veces y lo que es un buen tema para la entrega del primero de noviembre se ve desplazado por la obviedad de la fiesta de muertos. Entonces, para cuando se puede escribir de lo que se iba a escribir el 1 de noviembre ya está encima el día de la Revolución y entonces te das cuenta que nunca escribiste algo sobre el día de La Raza, que coincide con el día de Acción de Gracias canadiense.

Uno no puede simplemente escribir de todo al mismo tiempo, en un texto que trate de hacer un sumario de las cosas importantes y hacer un análisis medianamente profundo. Además te desesperas de observar cómo los acontecimientos se acumulan y tú no puedes elegir uno que represente el punto desde donde observas el mundo, un punto chiquito en medio de un universo gigantesco. La batalla de cada quincena: “escoge un tema, anda, ya. No tiene que ser gracioso, no tiene que ser hiperimportante, no tiene que ser nuevo pero tiene que ser un tema. ¡Anda! ¡Ya!”

Se dejan muchas cosas atrás. Por ejemplo, entre los grandes temas y la política están las pequeñas historias de al menos tres migrantes en Canadá que, pese a las promesas y los aires de cambio, no han recibido la renovación de sus permisos para trabajar y vivir en Canadá. Pero para que esto entre en contexto tendría que regresar a contar de las campañas políticas, de cómo la consigna “Cualquiera menos Harper” le quitó el poder al Primer Ministro que gobernó el país por once años. Porque Justin (Trudeau, no Bieber) dice que para él los migrantes son importantes. Porque dice que para él todo el mundo tiene derecho a vivir donde le dé la gana o donde se sienta más seguro. Pero un mexicano no ha podido renovar su permiso para seguir trabajando en Canadá porque, en tres años, no ha alcanzado una posición gerencial. Un noruego no lo ha podido hacer porque ya lleva cuatro años aquí trabajando de tiempo completo. Otro mexicano porque, en tres años, no ha logrado conseguir un trabajo de tiempo completo (What the fuck!). Yo tiemblo porque también espero mi renovación y a ver con qué me salen.

Pero no puedo escribir de esto sin pensar en que, apenas unas semanas atrás, México se encogía de miedo ante la llegada del huracán Patricia, que llegó y se fue y no pasó nada. Me hubiera encantado decir algo sobre el debate que generó el fallido apocalipsis mexica. No se nos acabó el mundo porque, en opinión de muchos, Peña Nieto obligó a la NASA a publicar fotos del huracán desde el espacio que se veían mucho más amenazantes de lo que en realidad era. Otra versión dice que el huracán sí era un potencial destructor masivo pero nos salvó la Virgen de Guadalupe. A nadie se le ocurrió hacer un meme en el que los mexicanos nos congratuláramos de saber qué hacer en caso de emergencia, salir de la casa, llevarse los documentos importantes, ir de forma ordenada a los refugios y no permitir que ninguna viejita orate, armada con escopeta, esperara la muerte en el porche de su casa como suele suceder en EUA. solo algunos le dieron su crédito a la Sierra Madre, qué poca ídem, y a las condiciones atmosféricas favorables que conspiraron para que a Patricia se le bajaran los vapores justo a tiempo.

Si elijo el huracán como tema de la columna tengo que dejar de lado el gabinete de Trudeau, recién formado, del que me ha dado mucho gusto publicar fotografías en mi página de Facebook. En inglés hay una expresión que dice: he is looking for round pegs for round holes, busca piezas redondas para hoyos redondos. Dónde se ha visto, por ejemplo: ministro de asuntos de género, una mujer; ministro de asuntos indígenas, una mujer indígena; ministro de guerra, un veterano de alguna guerra de estas tan absurdas; ministro del deporte, un atleta paralímpico en silla de ruedas; ministro del transporte… ¡un astronauta! Algún conservador ardido preguntó (justo cuando se supo que el gabinete estaba integrado por 50% de personas de cada género), si las mujeres que lo integran estarían suficientemente preparadas para el reto. La respuesta de los canadienses ha sido preguntar si los hombres que integran el gabinete están a la altura de la responsabilidad. A veces me caen muy bien los canuks.

Pero no me da el tema para un artículo de fondo sin repetirme y decir lo que ya se ha venido diciendo hasta el cansancio en las últimas semanas. Que si Trudeau es como Obama, que si en menos de un año la gente lo va a odiar, que es carne de cañón de los conservadores, que si nadie puede cumplir todas las promesas de campaña que se hacen. Que si sí, que si no. El muchacho ya está en la oficina y se lleva a su muchachito a trabajar. Los retratos de familia se multiplican y no hay más que dejarse seducir por la juventud y la guapura del Primer Ministro que pudo ser modelo de revista (¡o actor de película porno, por favor!) pero decidió seguir los pasos de papá.

Entonces no hay de otra, no se puede perder la comparación y llegan hasta mis oídos los gritos de las doñitas del estado de México: “¡Peña/bombón/te quiero en mi colchón!” Ni se les ha hecho tener al otrora atractivo hijo del dinosaurio y el país sí se hunde cada vez más en el fango de la ineficacia, el odio, la división, el crimen (organizado o caótico, el que sea). Se escuchan voces de todos lados exigiendo que el pueblo tome la justicia en sus propias manos, porque el gobierno es ineficaz y negligente, y entonces, más o menos en el momento justo, llegan a un poblado un par de jóvenes haciendo “muchas preguntas”. Cómo no hacerlas, eran encuestadores. Alguien oye mal, oye lo que se dice en la tele, oye lo que se pregona en las calles, oye lo que el miedo le dicta. ¡Dice que son secuestradores! El pueblo decide entonces matarlos a patadas y quemar sus cuerpos, porque como pueblo, como nación, ya no sabemos confiar en nadie. Estamos solos y tiramos golpes a las sombras, para descubrir un día que, entre las sombras, se mueve sin brújula nuestro hermano. No lo podemos reconocer. Nos asusta. Lo matamos.

¿Con qué ánimos se escribe lo que sea atestiguando cómo va venciendo el miedo en el mundo? Todavía no pasa la impresión y ya estamos en París, terrorismo, más odio, más “ustedes y nosotros”, más the West and the rest. Tú no eres yo, por lo tanto no mereces un espacio en mi país, en mi patio, en mi mesa. Te vistes distinto y crees en otro dios, por ende debes ser muy malo. No mereces mi respeto, apenas, si acaso, mi tolerancia. Guácala mundo.

Por que no puedo escribir a fondo de ninguno de esos temas, porque me súper saca de onda tanto odio y tanta confusión, es que no habrá columna esta quincena.

Gracias.
Perdón.
Whatever.

Entonces resulta que conozco a unos recién llegados a Canadá y me cuentan que es noviembre y tienen frío. Cositas… Me acuerdo de hace siete años, cuando llegué a este país y me sorprendía de todo: la nieve me hizo llorar y el frío me hizo deprimirme, que no es lo mismo. Mi amiga Ana y mi amiga Yoli me explicaron el mundo canadiense y todos mis amiguitos de la uni me hicieron la vida más sencilla. Entonces creo de nuevo en la gente y me parece que cuando nos quitamos de encima sentimientos de venganza, de competencia, cuando le damos una palmadita al ego descontrolado y simplemente nos hacemos a un ladito para que brille alguien más, alguien a quien le toca brillar, entonces inauguramos una nueva posibilidad de cambiar el mundo. Entonces me digo a mí misma: mí misma, la próxima quincena sí habrá columna para Metrópoli Ficción.

ABUNDANCIA

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Pulpo gigante: He estado escondido, aguardando por tanto tiempo, ¡finalmente te tengo! ¡Qué hermosa vulva!, no puede ser más deliciosa! Ssrp…, ssrp sorber sorber sorber… Te conduciré al Palacio del Dragón después de que te haya tocado. Mujer: Maldito, pulpo. ¡Ah, ah, alcanzaste mi cérvix! ¡No puedo respirar! ¡Oh, me vengo, tus ventosas…, oh, tus ventosas…, oh, qué haces con ellas! Oh, sí; oh, sí. Nunca había estado tan… aaah, aaah…, por un pulpo… Mmmm… bien, bien…, sí… ahí… ssrp ssrp ssrp. Pulpo gigante: ¿Cómo se siente ser toqueteada por ocho brazos? Ves, están tan excitada y completamente mojada. Mujer: ¡Oh, me cosquillea, no puedo controlar mi cadera! ¡Me pierdo! ¡Me vengo! Ah, ah… Pequeño pulpo: Después de que mi papá termine, voy a frotar y a succionar tu clítoris y todos tus poros con mis ventosas.

El placer no como algo que nos sucede, como aquello que perseguimos, que propiciamos, ese tipo de placer emerge del ocio como Venus de las aguas, esplendiendo a su alrededor y encegueciéndonos. La cultura del entretenimiento se opone al ocio y a su progenie (no me refiero a los vicios), se trata de llenar el tiempo como si éste fuera un insondable costal, como si no fuera la vida misma, como si fuera un trabajo, y así llenándolo se vuelve una sucesión de intrascendencias desafortunadas.

El placer de la fiesta, el que alimenta y surge del juego, el placer brotando en el cuerpo y residiendo en él. No hablo de satisfacción, sino del gozo. Hace tiempo leí en uno de los magníficos libros de Roberto Calasso que a la orilla de las copas, ese borde perceptible que impide el rebalse de los líquidos se le llamaba originalmente “abundancia”, no sé por qué me parece la imagen más precisa del placer, la entrañable mística de los objetos cotidianos perdida en la precipitación del tiempo productivo, de la vida no vivida, de la vida en el desperdicio. Incapaces de lidiar con cualquier abundancia preferimos conformarnos.

Mi hijo, y los niños en cambio, viven la plenitud de manera incesante, se arrojan por completo a una experiencia una y otra y otra vez, parecen desear llenarse de ese tiempo, de esa precisa experiencia y pasan por ella hasta el hartazgo, entonces, la abandonan: quiero soplar tu panza, ¿otra vez, mami?, me dice mi nene, y yo acepto, y lo hace de nuevo y ríe otra vez confirmando su regocijo vital, y lo hará de nuevo y una vez más reirá como si fuera inédito todo, luego me pedirá que yo sople en su pancita, la reciprocidad le resulta parte de esta experiencia, él me hace algo “rico” y quiere recibir la misma sensación… La repetición parece mecánica y lejos está de ello. En cada ocasión se produce la oportunidad de lo inesperado.

En nuestros días lo extático se encuentra sólo en el diccionario, convertido en animal del bestiario fantástico de la condición humana. Nuestras repeticiones están vacías, ni siquiera garantizan seguridad, nos conformamos con ellas y en ellas siempre y cuando sean mecánicas. Leer es la premisa, releer ha caído en desuso, unos cuantos nos refugiamos en esa abundancia ya atisbada. A veces cuando releo logro sentir dónde estaba yo cuando leí aquellas líneas, a veces hay rostros, olores, a veces me despliego de nuevo, otras tantas lo he perdido todo.

Para algunos el sexo es una suerte de autorrelectura, de encuentro mitológico con la abundancia, como el del pastor Acteón con la diosa Diana cazadora… En apariencia nos masturbamos como una repetición sin sorpresas (quienes nos masturbamos con frecuencia), esa sexualidad y la otra, la que se da en compañía de otro(s) cuerpos y deseos, nos regresa algo que nos pertenece, que no hemos perdido, ni olvidado, muy al contrario, que perseguimos, que propiciamos, no es lo biológico pero radica en él. He conocido hombres y mujeres, a quienes la sexualidad les resulta incómoda, desagradable, insustancial, prescindible. Hay quienes cogen como consumo, buscando ofertas, la novedad, por la efímera satisfacción que viene después, de esta forma lo menos importante y lo más importante es lo que se consume, el Otro: sólo importa en cuanto posesión poseída. ¡Ah, pero qué gozoso cuando una es quien se consume en el consumo, quien se relee a sí misma! Así, la piel fláccida de mi panza bajo los soplidos estridentes de mi hijo pierde utilidad y genera placer. Y esa misma piel se eriza de deseo bajo otros labios, y tanto en mí revela abundancia.

Las formas en que las mujeres nos gozamos son una poderosa y nada oculta tradición, desde la masturbación o el frotamiento, pasando por el baubon de la antigua Grecia, o dildo, hecho de piel y con estrías (inspirado seguramente en Baubo la diosa griega que levanta sus ropas para exhibir su vulva y provocar al mismo tiempo risa y lascivia), hasta el placer de las ventosas de un cefalópodo… Los mitos nos recuerdan siempre a diosas o mujeres jugueteando en el agua, ¿acaso no podrían haber disfrutado como seguimos haciéndolo las féminas actuales de las sensaciones que prodiga el agua fresca? ¿Acaso Séverine de Bella de día no se encuentra en un viaje fuera del vacío de la rutina, en el encuentro de su propio placer? El único problema para mí, es que en la figuración del deseo femenino, Buñuel se obliga a enmarcarlo, a controlarlo: Séverine sufrió un abuso en la infancia, su búsqueda es así domesticada científicamente en una condición mental desequilibrada. El deseo de placer por el placer mismo en las mujeres al parecer resulta aterrador, la ninfómana de las Ninfomanías (aburridísimas para mí) de Lars von Triers, ha de ser una insaciable bestia que pone en riesgo a su hijo en pos de su plenitud, tanto filme para terminar en la condena clásica: madre o puta (que es una buena película, que tiene seguidores, que hay un creo, sí, sí, sí, pero a sus mujeres ha de quitarles la plenitud porque sólo así le son comprensibles). Para mí el placer femenino/masculino se parece al borde de la copa, al borde superado por Sada Abe y su amante en El Imperio de los sentidos. Al borde, en el borde, sin derramarse, hecho de reintegración y no de mutilaciones; rebosante, sin desperdicio alguno.