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LOS GOLPEADORES DE SEMANA SANTA

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Fotografías de Hanna Quevedo

No imagino cómo eran las calles donde crecí, entre 1940-1950, cuando comenzó a cimentarse la colonia Malinche. Mi abuelo Rogelio creció ahí, durante esa época, al norte del antiguo Distrito Federal. Gracias a él sé que era una tierra sin ley, una ciudad perdida donde el agua negra del Gran Canal arrastraba perros muertos, la corriente del Río Consulado era natural, las calles se convertían en un pantano al caer la lluvia, había matones y quienes llegaban a vivir se robaban la luz de la colonia 20 de noviembre, ya civilizada en aquel entonces. Con el paso de los años se borró el estigma de peligro y comenzó a distinguirse por su popular celebración de Semana Santa.

 

De pastorela a Judea

a representación católica de Cristo, conocida como Judea Malinche, se remonta hacia 1949. Entre la Judea que se celebra en la colonia Malinche y la de Gertrudis Sánchez, barrio separado por el Eje 3 Norte Angel Albino Corzo, existen viejas rencillas y hoy compiten entre sí para saber qué grupo –conocido como cuadro– es mejor en y cuál tiene mejores vestuarios; Otilio Mata, un vecino, dice que trajo la tradición de su pueblo, basándose en el libro El mártir del Gólgota (1863), del escritor de literatura folletinesca, Enrique Pérez Esrich, adaptándolo como obra teatral.

En 1973, después de representarse durante tres años como pastorela, por primera vez se realizó Judea Malinche en el atrio de la Parroquia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón y San Cayetano, ubicada en Norte 84-A, entre Oriente 87 y Oriente 91. Pedro Camacho, quien estuvo al frente por más de dos décadas –junto a Carlos Guerrero, Felipe “Cebollón” Sánchez y demás participantes– recuerda que ingresó a los 15 años al cuadro de su colonia natal, Gertrudis Sánchez, dirigido por Otilio. “Nadie quería interpretar a Judas”, dice. “¿Cómo ibas a besar a Cristo?”, agrega, ya que era mal visto entre los asistentes más religiosos. Pero él fue de los pocos que se atrevió a encarnar al traidor, al vecino que se aborrecía semanas después del viacrucis.

Antes de que Judea Malinche empezara, Pedro Camacho, joven y con hambre de sobresalir en su colonia, en una Semana Santa se quedó colgado un par de horas de un viejo y resistente árbol, a la altura de Eduardo Molina y Victoria, cerca de la Parroquia de la Sagrada Familia (donde se escenifica Judea Getrudis Sánchez), al momento de representar el ahorcamiento de Judas. Dice que nadie podía bajarlo porque el acto no estaba contemplado, ninguno de los asistentes sabía qué hacer y más bien se reían.

El suceso le costó no formar parte del cuadro. Lo corrieron porque al padre de la parroquia no le gustó el alboroto. Hasta lo acusaron de robarse la idea de llevar la vida de Cristo a las calles, cuando algunos habitantes de Gertrudis Sánchez se enteraron que nacía otra Judea en la colonia vecina, gracias al esfuerzo de Pedro Camacho.

Otro hecho que sirvió para que Judea Malinche comenzara fue que el padre Cayetano migró a esta colonia y así existieran dos representaciones: una clásica y añeja como la de Gertrudis Sánchez; y otra única, folklórica y que se popularizó en mayor grado en esta zona de la Ciudad de México. La Delegación Gustavo A. Madero la conoce como “Los golpeadores de Semana Santa” por el papel que desempeñan sus bruscianos y ladrones; los primeros una creación de Pedro Camacho para azotar a Cristo, y que también desempeñan batallas contra Dimas, Gestas y otros rateros.

Carlos Guerrero, quien además de interpretar a Caifás, es brusciano y musicaliza los actos, menciona que comenzaron a ensayar en la Parroquia de Nuestro Sagrado Corazón y San Cayetano, la Primaria Sixto Nieto Rojas o en los hogares de los participantes. Gracias a que la tradición se ha extendido por colonias aledañas como Aragón –también organizan su Judea– o entre los habitantes de Río Blanco, 20 de noviembre, La Joya e incluso de zonas como Azcapotzalco, Ixtapaluca o Tula, Hidalgo, desde hace tiempo acuden a Malinche para participar.

Los Padres Cayetano, Sandín y Hernández le ofrecieron a Pedro encargarse de Judea Malinche. “Recuerdo mucho a Vicente, el primer Cristo. También al ‘Chetos’, que junto a su hermano (ambos carpinteros) tallaban la cruz donde lo crucificábamos. O cómo los participantes hacían sus vestuarios basándose en películas de la época”, cuenta Pedro. Igualmente trae a su memoria al “Guaraches”, popular ratero que siempre participaba, porque en la Judea había buenos y malos; lo importante era sacar adelante la representación. “Gente apasionada para interpretar un papel es lo que se necesita”, dice.

En el presente, Carlos Guerrero, quien en los inicios de Judea Malinche aportó mucho trabajo y esfuerzo para que la tradición se mantenga viva, con más de 50 años de edad, ve en retrospectiva su juventud en Judea Malinche, todas las enseñanzas que le dejó como persona y habitante de la colonia, aunque se declara ateo pero sigue apoyado a su hijo que forma parte del cuadro. Pedro Camacho, en cambio, quien casi alcanza los 80 años, considera que la representación que creó es mejor que antes. Algunas veces entrevista a quienes quieren ingresar. Reconoce que dejó la Judea por discusiones con su esposa –le reclamaba que le dedicaba más tiempo que a ella– y por problemas de salud. No obstante, Sergio, esposo de su hija Olivia, lo relevó. Ahora acuden a la procesión en familia.

Dinastía Jiménez

Los Jiménez ingresaron a Judea Malinche en 1983. Miguel, a quien siempre le ha gustado actuar y bailar, tenía 10 años cuando apareció como soldadito. Con el paso del tiempo se convirtió en Judas hasta que interpretó a Cristo, el papel más complicado por su libreto, resistir el viacrucis y llevar el peso de la cruz que alcanza los 80 kilos.

Junto a Miguel han participado sus familiares: Gabriela, Verónica, Carlos, Enrique, Joel, Gerardo y actualmente Gabriel, de 23 años, que estudia Ingeniería en Transporte en UPIICSA. Esta dinastía vivía en Norte 84, arriba de una estética, casi enfrente de la Primaria Sixto Nieto Rojas y el Mercado 10 de Mayo. Sin embargo, al mudarse de la Malinche, vienen con nostalgia en Semana Santa para apoyar a sus hermanos, tíos, primos, sobrinos o nietos que participan.

Este año aparecieron dos miembros de la dinastía: el tío Joel, como el Diablo, y Gabriel, quien por tercera ocasión interpretó a Cristo. Afirma que es necesario poner todo el sentimiento, juntar dinero para hacerse extensiones para el cabello, barba y portar el vestuario lo más pulcro posible. Tiene el récord de ser el intérprete principal más joven, con 19 años en su primera aparición.

Beatriz, la mamá de Gabriel, y quien forma parte del cuerpo médico, recuerda que cuando su hijo era pequeño, solía andar de un lado a otro cargando una cruz que le regalaron ella y su esposo Arturo, mientras sus tíos, como Miguel, lo inspiraban para que algún día formara parte de Judea Malinche. “Cuando era adolescente, mi tío (Miguel) me pidió que fuera Simón El Cirineo durante su segundo año como Cristo”, dice Gabriel. Ahora él me aconseja cómo recibir los golpes, qué momento es el más doloroso y cómo llevar el peso de la cruz en mi cuerpo”. A pesar de esos consejos, su mamá no niega que siente angustia y orgullo al mismo tiempo. Durante el viacrucis procuró no ver cuando lo subían a la cruz.

Gabriel sostiene que según el papel que uno interpreta nace la devoción que recorre el cuerpo. Desde hace cuatro meses ensayaba junto a sus compañeros del cuadro, de domingo a viernes, en el atrio; iba al gimnasio, hacía tareas, procuraba no desvelarse y algunas noches cargaba la cruz. Esta preparación la hizo en familia: Gabriel tomándole el modo a su más inmenso crucifijo; su papá y su hermano menor, Ángel, caminando a su lado, y su mamá alumbrándolos con las luces del coche, por distintas calles de Gertrudis Sánchez.

Actualmente, Ángel dice que le gustaría seguir con la tradición Jiménez, desempeñando el papel de Cristo como su hermano, el tío Miguel y su otro tío Carlos, que también fue crucificado en San Pablo, Atlazalpan, pueblo ubicado en Chalco, Estado de México, después de que varios de sus habitantes presenciaran Judea Malinche. “Lo invitaron a que organizara un cuadro. Les gustó mucho y hasta parte de la dinastía participó”, dice Gabriel, sin negar que algún día desea apoyar a su hermano menor.

 

Los golpeadores de semana santa

Lo distintivo de Judea Malinche comenzó un viernes por la tarde antes de Semana Santa, en el atrio de la colonia. Bruscianos y ladrones, junto a soldados fariseos, Cristo y la Virgen María detrás de ellos, realizaron una procesión sin playera, descalzos y cubriéndose el rostro –como verdugos– a la Parroquia de Gertrudis Sánchez.

La inmensa cruz de Judea Malinche decidió cargarla –por una manda– Manuel “Peniche” Olmos, de 45 años, quien lleva alrededor de tres décadas en el cuadro. Esta procesión se conoce como La cruz del fuego; en ella se reúnen participantes de la primera representación organizada por Pedro Camacho, y también los representantes de las colonias Virgencitas, Tepexpan y Acolman, se dan obsequios y reciben el reconocimiento de la gente reunida, después de unas palabras de aliento que dice el creador del cuadro de Malinche.

En punto de las siete de la tarde se llevó a cabo una misa por estas tres Judeas, con la finalidad de que todo marchara bien previo al Domingo de ramos, cuando ocurrió la primera pelea –después de otras escenas como la Aprensión de Barrabás, a las once de la mañana– afuera de la Parroquia de Nuestra Sagrada Familia y San Cayetano.

A partir de la adaptación teatral de El mártir del Gólgota, este cuadro introdujo a ambos bandos. Pedro Camacho menciona que los enfrentamientos entre bruscianos y ladrones son necesarios para que al momento de azotar a Cristo estén cansados y no dejen sentir toda su adrenalina en el cuerpo del crucificado. “También hay algo de inspiración en un desfile del 20 de noviembre que presencié en el Zócalo antes de formar Judea Malinche, donde un grupo de boxeadores comenzaron a noquearse entre sí para beneplácito del Presidente”, agrega Pedro, una leyenda viviente para el cuadro.

Tanto bruscianos como ladrones, presentes desde la primera Judea, se dan con los puños para cumplir mandas: familiares enfermos, recluidos en la cárcel, vicios, etcétera. Sin embargo, la combinación de porrazos más la devoción a ojos del barrio jamás ha podido deslindarse de habitantes que buscan ingresar al cuadro para llamar la atención, sobresalir, o como dicen miembros más antiguos como el propio Peniche, uno de los líderes: “andar de faroles”.

“En los inicios las costumbres de admisión incluían madrizas”, recuerdan algunos que lo vivieron, como el “Chino”, que acude a Judea Malinche desde El Rosario. También eran comunes las rencillas por orgullo entre los miembros y habitantes de las distintas calles de Malinche. Otro aspecto sobresaliente era que tanto bruscianos como ladrones eran habitantes de la colonia, y durante algunos años se enfrentaban contra un grupo de Gertrudis Sánchez, con quienes sí existía una rivalidad más allá del compromiso de representar al cuadro.

Luis, quien ha representado a Cristo en ediciones anteriores y dirige el cuadro actualmente, comenta que redujeron el número de bruscianos a doce –normalmente eran más de veinte– para tener mayor control y centrarse en los que participan por verdadera pasión. En cuanto al número de ladrones siguen siendo dos, más otro personaje que llaman “bandido”; ellos tres apoyan a Barrabás. A todos –como a Cristo y los soldados– se les solicita un certificado médico que demuestre su buena salud y saber qué medicamentos administrarles en caso de emergencia. Entre ellos juraron no tomar ni fumar desde que iniciaron los ensayos hasta el último día de la Judea, intentando tener una óptima condición física.

El número de peleas se ha extendido. Durante la edición de 2017 se dieron cuarenta y cuatro pues cada año se agrega una. Es un hecho que fueron más: alrededor de cincuenta. Quienes participan tienen la posibilidad de dedicar el combate a familiares o ex miembros del cuadro que han fallecido. “Ahora se da una pelea de soldados contra bruscianos por aquellos que ya no están con nosotros”, dice Peniche. “La última y más recordada fue por Víctor Rangel, muerto hace un par de años en un accidente automovilístico”.

Quienes participaron por primera vez tuvieron dos peleas; los ladrones tres, y ocurrieron otras campales en medio de familiares que echaban porras, apoyando a los suyos; incluso son ellos quienes suelen “calentarse” y hasta han llegado a meterse en su defensa. Los enfrentamientos se cantaban –gritando por quién se dedicó y arrojando un ramo de flores hacia arriba– para iniciar cuando alguien dice “cúmplase la sentencia”. Los golpes se valen en cualquier parte del pecho, abdomen y espalda. En realidad terminaban en todas partes, sea porque alguien se agachó y recibió un rodillazo directo al rostro, a otro lo taclearon o al más débil lo arrastraron entre varias personas a lo largo de la calle. No obstante, al grito de “alto a la sentencia”, bruscianos y ladrones se ayudaron a ponerse de pie y se abrazaron con una sonrisa adolorida, durante su procesión que duró de nueve de la mañana hasta el mediodía del Viernes Santo.

“Lo que se siente al finalizar nuestro acto es paz interna”, dice Peniche, mostrando él y otros más sus cicatrices, moretones y raspones que sanarán en sus cuerpos quemados por los rayos del sol, llenos de mugre por las más de tres horas que pelearon por diferentes calles de la colonia. Por ello este acto es tan especial de Judea Malinche y hace que los niños pequeños –hijos de los participantes– imiten a sus padres vistiéndose igual que ellos. No hay que olvidar que estos guerreros el día jueves –antes de que caiga la noche para representar La última cena– arman el templete, cuelgan mantas con imágenes de la época, construyen detalles con unicel, montan vallas y acomodan el equipo de sonido. Así, al día siguiente, su acto lo viven desvelados, en ayunas –para no vomitar– por lo que las personas les dan naranjas, agua o suero, mientras contemplan sus trajes color guinda o en tonos de leopardo, gris rata o vaca.

Lo acontecido en esta colonia se repite –con sus propias tradiciones y costumbres– en muchos barrios populares de la Ciudad de México y estados de la república. Cada Judea hace su historia. En esta zona norte de la ciudad estudiantes, amas de casa, viene-vienes, repartidores de agua, profesionistas y demás hombres y mujeres entregan su corazón a Judea Malinche, formando un grupo comprometido de aproximadamente cuarenta participantes que saben que esta representación durará muchos años, a pesar que las autoridades de la iglesia y de la delegación han intentado desaparecer a sus bruscianos y ladrones, opinando que incitan a la violencia en días de tristeza y devoción.

La colonia Malinche ha vivido diversas leyendas: desde que era una ciudad perdida, pasando por momentos en la piquera La Cuevita, la pulquería El Gato Negro, hasta escalofriantes acontecimientos como el de Miguel Angel Bouchan “El Chacal de la Malinche”, que violaba y asesinaba mujeres; ahí nacieron el tenor Humberto Cravioto o Pedro Duana, ex jugador de Cruz Azul. Mientras que escenas como La oración del huerto, La despedida de Cristo, El festín de héroes o El arrepentimiento de Judas han ayudado a mantener con vida a la Judea, al iniciar la Semana Santa, a partir del mediodía, cuando más calor se siente, el camellón de Oriente 95, a la altura de la Primaria Benjamín Gurrola Carrera, recibe a más de trecientos jóvenes que se divierten bebiendo cerveza, personas de otros sectores –incluso estados–, adultos mayores y niños que toman asiento alrededor del escenario para observar ese acontecimiento que da identidad a la colonia.

Lo que está claro es que creer y tener esperanza en algo vuelve fuertes a cada uno de los participantes después de escuchar el sonido de los golpes, la sangre que escurre de sus cuerpos, el cansancio y descifrar su devoción cuando la tranquilidad toca sus almas. En la edición cuarenta y cuatro sólo un brusciano resultó con un par de costillas rotas, y Gabriel perdió el conocimiento durante unos segundos cuando arribó a ese monte Calvario que se construye con voluntad y perseverancia para crucificar al Cristo de la colonia Malinche, todo gracias a su judea en la que cada quien carga sus pecados en la espalda.

SESENTA AÑOS DE LA MUERTE DE PEDRO INFANTE

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ace sesenta años, el Panteón Jardín registró la más tumultuosa invasión de toda su historia. No es exagerado pensar que poco más de cien mil personas se congregaron aquí la mañana del 18 de abril de 1957, para atestiguar uno de los sepelios más llorados en la historia del México moderno. Después de un accidentado trayecto desde el Teatro Jorge Negrete, el ataúd con los restos de Pedro Infante llegó al cementerio y fue enterrado en la fosa 52, fila 27, sección Capilla, con un saldo de cuarenta y tres heridos, siete de ellos graves, cien golpeados, árboles derribados y daños por más de diez mil pesos[1].

Hoy, 15 de abril de 2017, a lo largo del día, el panteón vuelve a recibir a miles de personas que vienen a pasar un rato con “el inmortal”, para cantar al pie de su tumba, traerle flores, tomarse una selfie, comer y beber en su honor.

Si se ignora la ubicación exacta de su tumba sólo hay que seguir a las personas que presurosas parecen hechizadas por las notas de un mariachi que se oye a lo lejos. Más adelante, en una de las calles del panteón se ha instalado un mercado donde se venden playeras estampadas con la imagen de Pedro Infante caracterizado —Pedro Chávez, Pepe “El Toro”, Tizoc—, tazas, caballitos de tequila, discos, fotografías, fotocopias con las primeras planas de El Nacional y El Universal que dan cuenta de la muerte del “ídolo de México”; quesadillas, tacos, refrescos, películas y cedés piratas, e incluso un puesto donde se hacen fotomontajes para aparecer retratado junto al lado del “ídolo de México”.

La tumba de Pedro Infante es pequeña en comparación con la cripta de Blanca Estela Pavón y no se diga con la de Jorge Negrete —diseñada por el famoso arquitecto Francisco Artigas—. Sin embargo, las personas que se apretujan frente al busto de bronce de “Pedrito”, al tiempo que cantan a todo pulmón y brindan con cerveza y tequila, la convierten en la más famosa y visitada del Panteón Jardín.

Sería fácil decir que a esa hora, pasan de las doce del día, el Panteón Jardín es un circo de tres pistas, pero no vale la pena caer en la tentación del lugar común. En realidad los sucesos que se encadenan de forma paralela más bien parecen la representación de varias escenas de las películas de Pedro Infante: un grupo de motociclistas bien uniformados que forman parte de la “Federación Alas de acero”, ejecutan toda clase de suertes y acrobacias como lo hiciera Pedro Infante en A toda máquina (1951); Tizoc se protege del sol, quizá buscando a la niña María; los parientes que llegan en bola —junto con un familiar en silla de ruedas— recuerdan a la palomilla de Nosotros los pobres (1947) cuando llegan a defender a Pepe “El Toro” tras haber chocado contra el coche de Don Manuel de la Colina y Bárcenas. En ese momento observo a una señora que lleva entre sus brazos a un muñeco de Pepe “El Toro”, y pienso en la escena final de Nosotros los pobres, cuando Chachita dice que “ya tiene una tumba para llorar”. Es morena, de cabellos chinos pintados de rubio, y viste un saco gris. No aparta su mirada de la tumba de Pedro y de vez en cuando su labios se abren y cierran cantando en silencio alguna de las canciones que reproduce una grabadora. Se llama María Antonieta Gutiérrez, Maritoña, tiene setenta y cinco años, no los aparenta, y desde hace cuarenta y ocho años viene “para estar con él aunque sea un día”. La hija de Pedro Infante, Lupita Infante Torrentera, le dice “abuelita”. Su madre, de 101 años de edad, también estuvo aquí pero se la llevaron a descansar. Su nieta, sentada en un banco de plástico, revisa cuidadosamente un cancionero de Pedro Infante. Llega desde las ocho de la mañana y se irá pasadas las cuatro. “Lo voy a recordar como era en Necesito dinero (1952) y en Ahora soy rico (1952). Nunca lo vamos a ver anciano, como nosotros. Siempre lo vamos a ver joven y alegre”. El día de la muerte de Pedro Infante, María Antonieta lloró mucho, quiso ir al cementerio pero no pudo hacerlo porque acababa de entrar a trabajar. Tenía quince años de edad. Sus películas favoritas son diez, dice, pero enumera las primeras cinco: Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe “El Toro”, Necesito dinero y Ahora soy rico. Le pregunto si el próximo año volverá a venir y responde con convicción: “Mientras Diosito me de fuerzas, vida y que pueda caminar, voy a venir. Ya les dije a mis nietos que si no puedo caminar, que ellos me traigan, no quiero faltar, aunque sea un día se lo dedico a él”.

La actuación de la “Federación Alas de acero”, grupo integrado por hombres y mujeres, ha terminado con saldo blanco, tras realizar muchas de las suertes que Pedro Chávez y Luis Macías efectúan en A toda máquina y Qué te ha dado esa mujer (1951). Sólo hace falta que atraviesen la “casa en llamas”. Este grupo fue fundado hace tres por el comandante del grupo, Edmundo Montes, quien desde entonces funge como instructor de la Policía Federal. Desde hace treinta años viene al aniversario luctuoso de quien considera “el ídolo de todos los tiempos”. Usa el bigote a la Pedro Infante y sus películas favoritas son A toda máquina y Escuela de vagabundos (1954).

Si hace sesenta años la destrucción en el Panteón Jardín fue cuantiosa, los ecos de aquella invasión resuenan cada 15 de abril, quizá no con la misma intensidad, pero si con los mismos resultados. En un amplio radio cuyo centro es la tumba de Pedro Infante, el mal estado de criptas y tumbas salta a la vista, debido a que niños, mujeres y hombres las usan para descansar o para esquivar a la multitud. Losas partidas, floreros cuarteados, criptas violadas y ángeles descabezados son los saldos del culto a Pedro Infante. Comprar una fosa en las proximidades de este epicentro será un mal negocio y un dolor de cabeza constante.

“Favor de no recargarse ni subirse” se lee en decenas de hojas pegadas en las paredes de las criptas aledañas a la tumba de Pedro Infante; la multitud, indiferente al mensaje, canta “Despacito, muy despacito”, canción que los mariachis cantaron hace sesenta años mientras el féretro descendía en la fosa.

¿Qué pasará cuando las personas como María Antonieta Gutiérrez mueran, llevándose consigo el amor hacia su ídolo? ¿Sus nietos seguirán la tradición? ¿Sobrevivirá el culto a Pedro Infante o sólo será recordado como una curiosidad del pueblo de México?

El tiempo lo dirá.

 

 

 

 

[1] Información del periódico El Universal.

43 HERIDOS Y CIEN GOLPEADOS EN SEPELIO DE PEDRO INFANTE*

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*A sesenta y un años de la trágica muerte de Pedro Infante, ocurrida el 15 de abril de 1957, transcribimos una crónica del periodista Julio Scherer García, reportero en ese entonces del Excélsior, periódico que dirigiría de 1968 a 1976. Tenía 31 años de edad cuando cubrió la muerte del “inmortal”, desde la llegada del féretro a la Ciudad de México hasta el accidentado entierro en el Panteón Jardín. Según datos de la época, más de cien mil personas atestiguaron el cortejo fúnebre, que partió desde el Teatro Jorge Negrete hasta el cementerio. Este texto apareció el jueves 18 de abril de 1957 en Excélsior.

 

GRAN MASA HUMANA EN EL PANTEÓN JARDÍN

Con la Bendición de la Iglesia

Sepultaron los Restos del Actor

 

Por JULIO SCHERER GARCÍA,

reportero de EXCÉLSIOR.

 

on la bendición de la Iglesia Católica, los restos de Pedro Infante fueron sepultados ayer en una fosa, al lado de la que ocupa su padre, frente a la tumba de Blanca Estela Pavón, y a cien metros de la de Jorge Negrete.

Una gigantesca masa humana se reunió en el cementerio Jardín para contemplar el sepelio. Y una multitud que se contaba por millares de personas, que hubieron de permanecer más allá del camposanto, sobre las avenidas que desembocan a él, pues no había sitio para más en su interior, adivinó los pormenores y se contentó con ver pasar la carroza mortuoria y la caravana interminable de dolientes.

Encaramados sobre las criptas, asidos a las ramas de los árboles, colgados de las cruces de piedra que se encontraban en puntos altos, posesionados del interior del mausoleo, una muchedumbre que parecía no tener fin, que ocupaba hasta el último milímetro disponible, que empequeñecía todos los espacios, se electrizó cuando escuchó de labios de los mariachis, desde el filo mismo de la fosa, las melodías que en vida cantara Pedro Infante.

El auditorio se estremeció. Los allí congregados sintiéronse poseídos de una emoción desusada, mientras en las voces de los cantores, más que palabras, vibraban lágrimas. Ocurrió entonces que muchas mujeres se desplomaron, casi exánimes; otras se bamboleaban sobre sus tacones; muchas más tenían los rostros contraídos, temblábanles las comisuras de los labios, y se advertía que, de un segundo a otro, estallarían en llanto; algunas más suspendieron el nervioso movimiento de los dedos en torno de las cuentas de su rosario y se limitaron a escuchar, con una expresión de dolorosa, vaga ausencia.

Confundido con gritos y sollozos proferidos en todos los tonos por centenares de mujeres, se oían los agudos llantos de niños pequeños que no se explicaban lo que ocurría en su derredor, que nada sabían de la muerte de Pedro Infante y que sólo percibían algo que les aterraba.

Pero los cantos de los mariachis hicieron llorar no sólo a las mujeres. Hombres maduros, de rostros graves, se enjugaban discretamente los ojos con un pañuelo sacado repetidas veces del bolsillo y, finalmente, retenido en la mano. Los había también que lloraban libremente; no pretendían siquiera contener las lágrimas que fluían incesantes bajo los párpados.

Hubo, finalmente, quienes se arrodillaron y mezclaron sus rezos, pronunciados en voz baja, a esa atmósfera indescriptible que envolvía el cementerio.

Y mientras eso ocurría, no cesaban los mariachis de entonar:

“Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…”

 

AL PIE DE LA TUMBA

Al pie de la tumba, las personas más allegadas a Pedro, rodeadas de actores y amigos íntimos, de periodistas, camarógrafos, fotógrafos y locutores, seguían todos los pormenores con ojos fijos y una expresión de mortal angustia que asomaba a sus rostros.

Ángel Infante permanecía inmóvil, con la cabeza baja. Estaba a unos centímetros del sitio en que iba a ser colocado el féretro. Parecía como si estuviera a punto de arrojarse a la fosa, pues se inclinaba peligrosamente hacia ella. Lloraba sin cesar. No se preocupaba por enjugarse las lágrimas ni por llevarse un pañuelo a la nariz. A veces parecía una criatura.

La madre, doña Refugio, no resistió el momento. Llegó al cementerio acompañada de Irma Dorantes. Demacrada por el sufrimiento, lívida por los desvelos, por las crisis nerviosas, quiso parecer animosa. Suplicó que le permitieran estar a unos pasos “de mi hijo que ahora sí se me va para siempre”. Prometió que resistiría… pero hubo de ser llevada lejos de ahí, al cabo de unos minutos.

Carmen Infante, de ojos verdes, manos blancas, finas, se veía más pequeña de lo que es entre Amanda el Llano y Ana Luis Peluffo. Había llegado minutos antes que su madre. Y mientras ésta no hizo su aparición, soportó la escena. Inclusive adoptó aires de fortaleza y ordenó a sus sobrinas Chayito, Asunción y Sonia que se reunieran con su prima María de la Luz, que, en uniforme de colegio, se encontraba distante.

“Váyanse donde no las atropellen. La gente no se contiene con nada” y señalaba hacia atrás, donde millares y millares de personas, en grupos compactos, luchaban por abatir las débiles defensas con que querían contenerlos los granaderos y que no eran sino una cuerda tensa y las macanas que esgrimían en actitud amenazadora.

Pero en cuanto Carmen vio a su madre, no se contuvo. Se elevó un grito: “¡Es mi madre!, y corrió hacia ella, atropellando a varias personas sin ver lo que hacía, con riesgo de rodar por tierra, pues se había colocado sobre el pequeño montículo formado con la tierra destinada a cubrir la fosa de Pedro Infante.

Carmen se abrazó a su madre, la besó ardientemente y la recargo sobre uno de sus hombros, mientras recibía cariños en la cabeza. Poco después, siguió el camino de doña Refugio, en brazos de varias personas que la sacaron a rastras del lugar, perdido totalmente el conocimiento.

Así ocurrió también con Socorro Infante pero no con Irma Dorantes. Lloraba en silencio, se retorcía las manos, parecía a punto de perder el control, pero no obstante permaneció hasta el final del entierro.

Y a corta distancia de allí, en el interior de un Cadillac azul marino, otra mujer: María Luisa León, viuda de Infante.

En derredor del coche, la gente se apiñaba y hacía comentarios. Y más allá de las filas contiguas al vehículo, muchas personas estiraban los cuellos y se paraban sobre las puntas de los pies para observar mejor.

 

CANTOS Y LÁGRIMAS

A las doce y media apareció ante los ojos de todos, camino a la fosa, una gran cruz de plata. Se elevaba un metro sobre las cabezas y era llevada por el capellán del cementerio, quien con dificultad se abría paso entre la multitud. Sólo la respetabilidad de su ministerio hizo posible que el gentío se abriera a su paso.

En el momento en que el sacerdote colocaba la cruz a un lado de la fosa, brillaron al sol las cornetas de los mariachis que, hasta esos momentos, las habían mantenido guardadas. Y empezaron las melodías. A “Amorcito corazón”, siguió “Despacito, muy despacito”, y luego aquella canción que hermanó a Jorge Negrete desde el día de su muerte y que ayer se asoció íntimamente a Pedro Infante:

“México lindo y querido, si muero lejos de ti,

que digan que estoy dormido

y que me traigan aquí…”

 

Cada canción traía consigo renovados llantos y gritos. Por dondequiera que se mirara, en derredor, descubríanse narices enrojecidas, ojos vidriosos, hombros y pechos que temblaban a impulso de sollozos. Una viejecita quería expresar algo, pero no hacía más que emitir sonidos; junto a ella, una joven de rostro apacible acariciaba entre las manos un ramo de pensamientos, al par que decía por lo bajo, en plena abstracción: “A ver si puedo aventarlo y que caiga a la fosa”, y hacía un ademán con los dedos, como si en ese preciso momento estuviese arrojando las flores.

Cuando los mariachis hubieron cantado “México lindo y querido” se abrió una pausa. Le siguió un movimiento de gentes al pie mismo de la tumba. Rodolfo Landa, momentos después, empezó a leer una oración fúnebre.

El murmullo sordo, incesante de la multitud. Los ayes lastimeros de los niños, los gritos de mujeres apretujadas, las amenazas enfurecidas de los granaderos y un concierto de gemidos y lamentaciones, hacía casi imposible seguir las palabras del dirigente de los actores.

De vez en cuando llegaban algunas frases sueltas: “Tú, Pedro, que supiste cantar con el más tierno de los acentos… si a veces no fuiste razonable, es porque amaste mucho, apasionadamente… fuiste limpio, amable, cariñoso, bueno… personaje de leyenda en nuestro cine… tu voz, en la música popular, se identificó con nuestro pueblo y el eco de tus canciones resonará siempre…”

Después habló Raúl Rodriguez. Llamó a Infante hijo modelo, símbolo del pueblo de México. Dijo que sus amigos lo llorarán siempre y que todos, junto con sus deudos, “pronto lo alcanzaremos en el cielo. Nos precediste en el camino de la muerte: pronto estaremos contigo, hermano entrañable”.

Terminada la segunda oración fúnebre, volvieron a escucharse las cornetas de los mariachis. Pero ahora no en una melodía, sino en toque de silencio. Hay algo cuando los instrumentos son tocados por mariachis y no por militares que les hace emitir notas con timbre festivo, aun en casos como este.

Nadie hizo caso del llamado de silencio. Y sobre el vocerío indescriptible que no cesó un segundo, se oyó la voz del comandante de motociclistas del Distrito Federal que pasó lista a su escuadrón:

“Comandante fulano… ¡presente!… Teniente fulano… ¡presente!… Señor comandante Pedro Infante… ¡¡¡Preeesente!!!

 

BENDICE ESTE SEPULCRO

El capellán Manuel Herrera Murguía levantó los brazos y pidió silencio. Algo disminuyeron las exclamaciones; algo se contuvieron los llantos. En ese momento, sin abandonar un segundo su aire severo y triste, elevó una oración: “Oh, Dios, en cuya piedad descansan las almas de los fieles, dignaos bendecir este sepulcro y desígnale un ángel custodio para que el alma del que aquí descansa, perdonados todos sus pecados, pueda gozar con todos los santos en el cielo”.

Minutos antes, al recibir el cadáver e introducirlo en la capilla del cementerio había ofrendado otras plegarias por el alma del actor y cantante: “Oh, Dios mío, cuya misericordia no tiene número y eres un tesoro inagotable de piedad, te encomendamos a tu vehemencia infinita el alma de nuestro hermano Pedro Infante. Dale, señor, el eterno descanso”.

Respondió la voz grave de los fieles: “Y luzca para él la luz perpetua”.

Y nuevamente la del sacerdote: “Así sea”.

Cuando los oficios religiosos quedando concluidos, cuando el túmulo quedó bendecido por el capellán, se inició el entierro. Trabajadores humildes, vestidos de uniforme color café claro, iniciaron la maniobras que en el transcurso de unos segundos, colocarían la caja mortuoria color gris plomizo a un metro noventa centímetros bajo tierra. Empezó a descender el ataúd. Como alucinados, lo seguían millares de ojos, Irma Dorantes se arrancó del cuello un pequeño crucifijo de oro y lo arrojó sobre el ataúd, al tiempo que gritaba como enajenada y se abrazaba a Rodolfo landa:

“Adiós, mi vida, adiós…”.

 

Muchas flores caían de las alturas, mientras los lamentos y los sollozos aumentaban hasta la histeria. Amanda del Llano y Sara Guash se desmayaron; varias jovencitas también se desplomaron. Mientras tanto, los mariachis cantaban “Despacito, muy despacito…”

A las trece horas en punto, treinta minutos después de que el ataúd había sido llevado al cementerio, el sepelio había quedado consumado.

TRES DE MAYO EN CIUDAD UNIVERSITARIA*

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i existiera un libro que diera cuenta pormenorizada de los más grandes banquetes en la historia de la humanidad, entre la multiplicación de los panes efectuada por Jesucristo para alimentar a cinco mil personas[1] y la fiesta de diecisiete días que Robert Dudley le ofreció a la reina Isabel I de Inglaterra[2], en la página dedicada a México se hablaría de la celebración de la Santa Cruz efectuada el 3 de mayo de 1952 en Ciudad Universitaria. Se trató de un festín pantagruélico que reunió a albañiles, contratistas, plomeros y demás oficiales pertenecientes a las 43 compañías que participaron en la construcción de C.U.

A seis meses de que el campus fuera inaugurado por Miguel Alemán, la mayoría de las estaban prácticamente concluidas, como la Torre de Ciencias, el estadio Olímpico y las instalaciones deportivas.

Entre la noche del 2 y el 3 de mayo de 1952 un grupo de carpinteros construyó una cruz de madera de treinta cinco metros de alto que fue colocada sobre la cara oriente de la Biblioteca Central, aún desnuda porque todavía no se empezaban a colocar los paneles que dan forma a los cuatro murales que el propio Juan O’Gorman pintó[3]. No deja de ser irónico que sobre el edificio proyectado por un ateo consumado se colocara la enorme cruz, que fue bendecida por el sacerdote Sebastián Rubí. Posteriormente, otro cura de nombre Jorge Durán Piñeiro bendijo los trabajos y ofició una breve misa al pie de un templete cubierto por medio de lonas que fue instalado donde inicia el campus central, a espaldas de la rectoría. Ahí mismo se colocó la mesa principal, que fue ocupada por el arquitecto Carlos Lazo, gerente general de C.U. (designado por el presidente Alemán como su representante para el acto), y su equipo: el ingeniero Luis E. Bracamontes, gerente de obras y Almiro P. de Moratinos, gerente de relaciones públicas, a quien según Carlos Lazo[4] se debe la idea de utilizar la piedra volcánica que sobraba para construir los célebres frontones que junto con el estadio olímpico tanto alabó Frank Lloyd Wright. En descrédito de las palabras de Lazo, los frontones se habían incluido en el programa general para la Ciudad Universitaria, desarrollado por José Villagrán García y Enrique del Moral, en noviembre de 1946.

En la mesa de honor también estuvo presente el ingeniero Bernardo Quintana, gerente de Ingenieros Civiles y Asociados (ICA), empresa fundada en 1947, y Atilano Morales representando a todos los trabajadores. Frente al templete se habían colocado tantas mesas que su longitud rebasaba los tres mil metros, la misma distancia que centenares de personas recorren todos días al ejercitarse en la avenida Colegio Militar, en la primera sección de Chapultepec.

Bernardo Quintana habló a nombre de las empresas constructoras y resaltó que la mano de obra y el 97% de los materiales empleados eran de origen nacional. Después, Atilano Morales dirigió un discurso donde agradeció a Miguel Alemán, a los administradores de C. U. y a las empresas constructoras por las prestaciones y los beneficios otorgados, lo que no resultaba un agradecimiento vacío u obligado, pues los trabajadores recibían una alimentación diaria consistente en un caldo, dos tortillas y 300 kilogramos de carne de res, además de contar con dos uniformes, servicio médico, podían asistir a funciones de cine todo los jueves, se les enseñaba a leer y a escribir y eran instruidos, si así lo deseaban, en aritmética, dibujo e interpretación de planos. Ciudad Universitaria no sólo fue un complejo laboratorio para arquitectos e ingenieros, sino que preparó a centenares de maestros de obras y albañiles que continuarían trabajando en las obras más destacadas de las siguientes generaciones de profesionistas de México.

Luego de resaltar la magnitud y la importancia de la obra, Atilano Morales confirió a Miguel Alemán, quien ya antes se ostentaba como “primer obrero de México”, el título de “primer albañil de la patria”. Para finalizar los discursos, Carlos Lazo elogio el orden y la magnífica organización del acto. Después empezó el convite, que fue amenizado por la “cancionista” Verónica Loyo, Fernando Rosas y el mariachi Vargas de Tecalitlán.

El único platillo fue barbacoa. Para que alcanzara se sacrificaron seiscientos borregos, lo que etimológicamente equivale a seis hecatombes, provocando el desabasto de carne y consomé en toda la ciudad de México. Se prepararon tres mil litros de salsa “borracha”, se consumieron medio millón de tortillas y treinta mil cervezas bien frías. Dada la importancia del acto, todos los trabajadores recibieron ropa y zapatos nuevos de parte de la gerencia. Fieles a la vieja costumbre, hicieron estallar entre veinte y treinta mil cohetones. La seguridad del acto fue responsabilidad de los miembros del Pentatlón Universitario. Al término de la comida no se reportó ningún incidente.

Si actualmente construir un monumento como la Estela de Luz, que pone al descubierto irregularidades e improvisaciones, contando con recursos infinitos, un desmedido apoyo político y nuevas tecnologías constructivas tarda quince meses en completarse, hay que resaltar que en materia de números y estadísticas la Ciudad Universitaria nos sigue sorprendiendo porque la velocidad con que fue levantada no demeritó su calidad espacial, compositiva y constructiva, ni se sabe de malos manejos o funcionarios que se hayan enriquecido en el trascurso de las obras, al menos de forma evidente.

Los hechos saltan a la vista: en ocho meses se concluyó el estadio Olímpico, con capacidad para ochenta mil espectadores; la Torre de Ciencias y el largo edificio que agrupa las facultades de Filosofía y Letras, Derecho y Economía se completaron en 120 y 129[5] días naturales respectivamente. Si tomamos en cuenta que tras superar toda clase de obstáculos la primera piedra del conjunto fue colocada el 5 de junio de 1950[6] (Miguel Alemán inauguraría simbólicamente el campus el 20 de noviembre de 1952, estando prácticamente casi todos los edificios concluidos o en proceso de terminación), y que Adolfo Ruiz Cortines entregó oficialmente las nuevas instalaciones a la UNAM el 22 de marzo de 1954, Ciudad Universitaria demoró poco menos de cuatro años de trabajo ininterrumpido para concluirse, a un costo de 120 millones de pesos.

¿Qué hubiera pasado si los responsables de la Estela de luz hubieran organizado una comida para celebrar el 3 de mayo? Además de causar un incremento considerable en el costo final de la obra, debido a la contratación de un chef catalán que hubiera preparado platillos franceses e italianos, se habría lamentado la muerte por intoxicación de la mitad de la plantilla laboral debido al mal estado de los alimentos adquiridos a una filial radiactiva de la extinta CONASUPO.

A sesenta años de distancia, todos estos hombres apellidados Pani, del Moral, Lazo, O´Gorman, et al, o bien eran gigantes o los arquitectos del presente son demasiado cortos.

 

*Este texto se publicó originalmente en el número 55 de la revista Casa del Tiempo de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) correspondiente al mes de mayo de 2012.

 

[1] Marcos 6, 44.

[2]http://vidayestilo.terra.com.pe/los-banquetes-mas-famosos-de-la-historia,b7cb818d48e4e210VgnVCM10000098f154d0RCRD.html

[3] En realidad los cuatro murales no son una pintura sino la agrupación de miles de piedras de colores, traídas desde todos los estados de México, y que reproducen los dibujos de Juan O´Gorman.

[4] La referencia a la idea de Almiro P. Moratinos se encuentra en el libro Pensamiento y destino de la Ciudad Universitaria de México, editado los días previos a la inauguración simbólica de Miguel Alemán en noviembre de 1952.

[5] En ambos edificios se completó toda la “obra negra” durante los plazos indicados, es decir, lo que respecta a la estructura de concreto o acero sin acabados ni instalaciones.

[6] La primera piedra correspondió al primer edificio que se empezó a construir en CU: la Torre de Ciencias.

LA HABANA

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Extracto de Viaje, libro de crónicas publicado por Producciones El Salario del miedo, 2015. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

La Isla

este amigo Esteban y yo, volábamos en aquel avión de Cubana de aviación.

–No te pongas amarillo –dijo Esteban.

–Amarillo no me pongo –dije yo– amarillo es mi color.

Y todos los cubanos que venían de jugar un partido en Yucatán contra la escuadra mexicana de beis nos preguntaban: ¿Es la primera vez, compadre? ¿Es la primera vez? Porque yo les había preguntado: ¿Cuántos se les fugaron? Estábamos achispados por un brandy de supuesta calidad que la fulana de la agencia de viajes enviaba para alguien, y nosotros, por pura vagancia, habíamos comenzado a beber. No era ese un avión serio. No era ese un vuelo soporífero lleno de gente seria y con traumas cosmopolitas del primer mundo. ¡Arranca ya, capi!, gritábamos. Exclamaciones. Era un avión lleno de niños tercermundistas, de cubanos que no se fugaron-porque-querían-seguir-jugando-beis. Era un avión piñata, lleno de deportistas. Bueno, y un poeta, mi amigo Esteban, con su libro bajo el brazo, listo a sacarlo a la menor provocación, lamentándose de que su foto no apareciese en la portada, porque a lo mejor no me creen que es mío, qué soy yo, decía. También viajaba en ese legendario second–war plane, un cantante que, igual a mi amigo Esteban, a la menor provocación jalaba el gatillo de su pistola promocional; se hacía llamar Randy Salas, pero se llamaba Raúl Salazar. En la portada del CD de manufactura casera que nos mostró, se veía exacto como fue entonces: los ojos zarcos y cara de gato feliz. Me conocen en la Habana como el Randy, dijo. Se declaró a sí mismo habanadicto. He estado ahí veintisiete veces, regreso a México solamente a conseguir dinero para volver. Se los advierto, La Habana es como una droga. Nosotros lo miramos escépticos, como en las películas de misterio: ¡Nunca vayan a la Casa Encantada! ¡Aléjense de ella! Y los protagonistas se dirigen directamente a la Casa Encantada porque si no, no habría película. Y además, los protagonistas, Esteban y yo, íbamos como Cornelio Reyna: a cinco mil metros de altura y no había ya forma de volver. Allá abajo se veía el azul caribe mientras el Randy nos explicaba que A caballo era un ritmo de su invención, algo así como la Lambada o la Macarena: en ese baile hay que levantar a la pareja y llevarla sobre los hombros. Esteban me hacía un gesto como queriendo decir “que idea tan imbécil”. El Randy nos dio un par de pases para el bar del Hotel Nacional donde iba a cantar su ritmo A caballo y prometimos pasar a escucharlo. Abajo, en el caribe, apareció una isla en forma de caimán. Recordé las palabras de Paul Bowles: “A la luz del final de la tarde paseaba despacio por estrechas calles retorcidas. Cuando desperté el sueño me había dejado su esencia casi con la precisión de un esmalte. Mientras lo recordaba echado ahí, triste porque había tenido que abandonar aquel lugar, comprendí sobresaltado que aquella ciudad mágica existía. Era Tánger”.

Un hombre filmaba desde la ventanilla. Estábamos llegando. Cuando me asomé por la ventana del sueño la vi allá abajo. Comprendí sobresaltado que aquella ciudad mágica existía. Era La Habana.

Los pasajeros del 702

Los jóvenes del equipo de beis que-no-se-habían-fugado-porque-querían-seguir-jugando-beis recogían las más decrépitas muestras de equipaje: una llanta vieja, cartones de detergente rellenos de ropa, radios y eléctricos oxidados. En el aeropuerto se sentía un ambiente festivo: tres mexicanos que dejaban la isla se habían hecho seguir por un trío con guitarras y maracas y cantaban: “ay, ay, ayayay, canta y no llores porque cantando se alegran cielito lindo los corazones”. Llegamos a la aduana. El agente me pidió con la mirada una de aquellas bolsas de dulces que llevaba en la superficie de mi maleta, tal como me había dicho Randy Salas. ¡Qué barato! pensé ¡el agente aduanal corrupto más barato del mundo! Y después de la línea, la sala de espera del aeropuerto José Martí de La Habana, capital del reino de Fidel, único bastión americano del comunismo, penúltimo bastión del comunismo en el mundo. La sala de espera estaba congestionada y parecía ni más ni menos que una estación de autobuses de segunda, ay, ay, ayayay canta y no llores, y el gordo aquel, mexicano, mi compatriota, que iba de salida, tenía las manos llenas de souvenirs, llaveritos, figuritas del Che, cañoncitos de madera, (“Nosotros somos Fideles con las Cubanas” decía, llorando frente al enorme anuncio en la sala de espera: FIDELidad) Pensé, irritado, que era ese típico chovinismo mexicano, apenas se había alejado siete días y ya extrañaban las canciones de José Alfredo y el tequila. Pero no. Después sabría que los llorones en el Martí eran cosa común. No lloraban porque extrañaban su casa. Lo opuesto. Lloraban porque no querían regresar. Querían seguir para siempre en ese sueño de ser otros que no eran en un lugar que no era en un momento que tampoco fue, viviendo una farsa de siete días en la que nada importaba sino los siete días y lo que representaba para cada uno la farsa.

Los pasajeros del 702 salimos al exterior. Nos golpeó el aire. No estaba frío. Y era diciembre. Ni caliente. Y era el Caribe. Pero había humedad. Y las bicicletas, decenas de bicicletas, hacían un extraño rumor de serpientes de hule al deslizarse por el pavimento de la destruida carretera a las dos de la tarde. Mi amigo Esteban y su libro de poemas. Randy Salas y su A caballo, yo y mi tristeza de héroe existencialista pasado de moda (los beisbolistas desaparecieron por su lado) y los otros que venían en el mismo avión y quienes no importan si no escriben su propia historia para darse importancia. Un negrito cucurumbé con su microfonito y su bocina portátil de la era del perro de la RCA nos daba la BIENVENIDA mientras subíamos al autobús llamándose a sí mismo Guía-Profesional-negrito-cucurumbéééééé, ¡bienvenidos! ¡les hemos preparado lo mejor! y bla, bla, bla, los tiempos de Cristóbal Colón y bla, bla, bla, de nuestra revolución y bla, bla, bla, y Fideles y Ches y Camilos Cienfuegos hasta el cansancio. El habanabús rodaba y a los lados y a través de la ventanilla pasaban las enormes ceibas con las raíces saltadas sobre la tierra como si a la tierra misma le fuese imposible contener tanta vida y tanto verdor. Pasaban los anuncios extraños que desde los años cincuenta habían quedado ahí y simplemente a nadie se le había ocurrido quitarlos: Sun tan oil Copertone, y la niñita bronceada enseñando el traserito blanco, mientras un perrito le baja las braguitas; anuncios de hoteles y tiendas de departamentos desaparecidos; vestigios de gasolineras Quaker State; anuncios mohosos, desplomados, chatarra abandonada como reliquias del pasado americanizado de la isla, un pasado que seguía estando en las viejas construcciones, en los prehistóricos Chevys Fleetmasters y Dodges y Fords victoria circulando junto a los pequeños y básicos Lada soviéticos. Gente en ropa ligera. Blancos, negros, mulatos, criollos. Gente en bicicletas (tres en cada bicicleta); decenas de bicicletas. El autobús circulaba dando tumbos. ¡Ah! pero si ustedes quieren conocer la Habana por su cuenta… la carretera estaba llena de hoyancos y bla, bla, bla, el más bajo índice de criminalidad en América Latina ¡Ah! pero como en todas partes hay gente buena y gente mala ¡Ah! y tour en El Galeón, donde toca Bam-Bam, y bla, bla, bla. Pasamos el Morro y rodamos por el malecón y no sabíamos todavía que se llamaban El Morro y ese largo bulevar era el Malecón.

El autobús se detuvo. La cámara Panavisión de mi imaginación filmó en exterior cómo el autobús se detenía en cámara lenta, cómo levantaba polvo y cómo aparecían entre la silenciosa bruma del polvo todos esos rostros. Simplemente estaban ahí. Nos miraban. Parecían solitarios. ¿O hambrientos? ¿De amor? ¿O esas chicas sólo querían un pair of levi´s? Qué sé yo. No hablaron. No dijeron nada. Quién sabe. ¿Eran veinte? ¿Treinta? Era un ejército de salvación. ¿Eran jóvenes o viejos? ¿Blancos o negros? Eran. Atravesamos la extraña y pasiva barrera de recibimiento. Y ninguno pidió una moneda. Y ninguno. Entramos al lobby del Hotel Inglaterra. Había un par de negros con guantes blancos y librea. La blancura resaltaba porque ellos dos eran negros negros. Si no esa blancura hubiera sido otra cosa. No apta para comerciales. Los muebles del lobby rotos, las alfombras raídas, apestaba a humedad contradiciendo la seriedad de los negros y sus libreas. Las cortinas raídas y todo el decorado con pretensiones de hotel europeo, con pretensiones de hotel Savoy, con pretensiones de que Oscar Wilde oficiaría en el living room con capa negra y la lengua como espada, todo destruido, decrépito, trastocado por el tiempo. ¡El tropical salitre!, carcomiéndolo todo lentamente. Lento y eficaz ¿Quién? ¿Quién está destruyéndolo todo?. ¿Quién hace ruidos en las azoteas de La Habana? ¿Quién? Y los huéspedes: tercermundistas latinos, burocratas españoles con el programa del Tropicana en las manos, italianos sentados en los muebles de mimbre del bar mirándose de reojo en el espejo de la pared, acomodándose el cabello, la copa de Havana Club o la cerveza con la efigie del indio Hatuey, fingiéndose relajados, millonarios, vamos, play boys listos a divertirse. ¿Es la primera vez? ¿Es la primera vez? Seguíamos escuchando la frase y no entendíamos qué. Le dimos un par de dólares al botones (que pareció querer decirnos algo). Arrojamos las maletas a las camas, sacamos una botella y fuimos al balcón a sentarnos sin siquiera dar una mirada a la habitación porque lo que nos interesaba era el mundo exterior. Nos sentamos en los mimbres del balcón y abrimos la botella de tequila blanco que traíamos ex-profeso-para-eso. Veíamos el parque Martí, las luces escasas de la ciudad, el Paseo del Prado con su avenida arbolada, el remozado hotel Sevilla, y más allá, entre la bruma de la tarde que acabó por hacerse noche, el fantasmal edificio en ruinas Fábrica de cigarros Partagás (los mexicanos amamos las ruinas) donde las palomas dormían haciendo su ligero cu-cú y los hombres socavaban su destino hurgando entre los escombros para obtener un pedazo de algo, lo que fuera útil, rascando, ligeros, como ratas, ese edificio en ruinas, estábamos ahí, en ese balcón, observando cómo la ciudad se apagaba. Las dos horas entre las siete y las nueve los Habaneros veían la telenovela brasileña y la telenovela mexicana; pan y circo para el pueblo (en este caso sólo quedaba el circo). Y entre ambas telenovelas el Fidenoticiario, y luego de unos minutos la Fideoscuridad, vimos como la Fideciudad, de repente, comenzaba a Fideapagarse y a quedar en Fidesombras y sólo los Fidehoteles (y no todos) permanecían Fideencendidos, sólo donde había Fideextranjeros seguía habiendo luz. Y nosotros estábamos en ese balcón, por fin un momento de calma. Esteban peroraba acerca de su viaje a Europa: “… porque los artistas latinoamericanos vamos a Europa como la muchachita del rancho, que sintiéndose demasiado bonita para la vida pueblerina, se va a la ciudad, aunque sea a hacer de puta” Le dio un trago al tequila y cantó: “… mis amigos se fueron casi todos, y los otros partirán después que yoooo…” ¿Y ahora? dijo Esteban, de pronto, como diciendo ¿a dónde vamos? ¿Qué es ser amigos? preguntó, qué es pues la verdad del amor, de la amistad, el sentido primario de la vida, es la pregunta Shakesperiana del to be or not to be, y si te vi ¿te vi? Pero en estos tiempos, mister Shakespeare, dije yo, lo importante no es ser sino parecer, y sentado en un shopping center ves a todas esas almas errabundas transitando los pasillos de prisa como almas desesperadas en el día del amor y la amistad buscando algo que comprar para demostrar y recibir afecto porque qué triste es no tener amigos, qué triste es no tener a nadie a quien regalarle nada por ejemplo en el día del amor y la amistad aunque sea una tarjetita de Hallmark y también que nadie te regale nada el día del amor y la amistad y que por ejemplo nadie se acuerde de ti; lo que significa, por ejemplo, que tienes caspa y no traes un buen carro o simplemente no estás a la moda. ¿Te fijaste en la muletilla del por ejemplo? dijo Esteban, y de ahí pasó a que quizás pudiera utilizarla para un poema, y de ahí pasó a la brillante idea que iba a leer poesía en voz alta de su libro. No jodas, le dije, venimos a divertirnos. Entonces suena. Sonó la puerta. Era otra vez el botones. Que no era un negrito cucurumbé como el guía, sino un cubano congelado en los años setenta. Quería saber si nos interesaba conocer a las primas de su amigo que estaban allá abajo en el bá, ¡Candela! dijo, e hizo el gesto de quemarse las manos, un pal de mulatas compay queee… dile a tu amigo que nos dé treinta minutos y nos vemos abajo. Ante la amenaza de la lectura de poesía en voz alta regresé al balcón y le dije a Esteban, vámonos, tenemos cita con dos negras allá abajo en el bar. Las palabras claves fueron “negras” y “bar”. ¿Abajo? repitió Esteban ¿Negras? ¿Bar?

Habana Club

El bar tenía esa extraña sensación de tiempo congelado. Un estilo plano de los sesentas, una copa de Martini de neón púrpura, un bar a media luz. Estaba desierto. Acabábamos de llegar y no sabíamos que a esa hora ya todo mundo estaba preparándose para largarse al Tropicana. A través del cristal del bar podíamos ver a los pasivos espectadores de la calle que habíamos visto al bajar del autobús. Dos jóvenes nos estaban esperando en el límite entre el lobby y el bar, sin pasar la raya. Compay, dijo uno, llamándonos. Con ellos estaban dos chicas. Eran jóvenes y llamativas. Una muy morena, menuda, bien formada y parecía lista. La otra era rubia, aniñada y tonta, pero muy bonita. Un cubano no podía entrar a los espacios reservados a los turistas. Es decir, el espacio para los cubanos era la calle o su casa, si querían ir a un lugar público (usualmente inalcanzables pues cotizaban en dólares) tenían que trabar amistad con un turista para poder pasar (los guardias, botones, camareros, etcétera, distinguían a un turista por sus ropas, actitud, etcétera, y dejaban pasar a quienes vinieran con ellos) y los guardias, botones, camareros, controlaban calladamente a los cubanos y las chicas que entraban a “jinetear”. Los dos jóvenes negros, Abilio y Julio, ofrecían a sus hermanas. Insistían en mostrarnos el carnet de identidad para comparar nombres y supiéramos que, en verdad, las chicas eran familia. Nos pusimos de excelente humor ante las bellezas y comenzamos a bromear diciendo que no nos interesaba ver el carnet de identidad sino saber cómo era que ellos eran negros y una de las chicas era rubia y la otra morena. La rubia no es de veldá, dijo uno. Y la morena tampoco, dijo el otro, es rubia en veldá. Nos reímos de buen talante. Eran educados, vestían, –regalo de algún turista– camisetas Cross Colors y Chemise Lacoste como si recién hubiesen llegado de La Florida. Parecían inteligentes y su conversación mundana. Uno de ellos había estudiado música en Moscú y el otro había estado en Praga en algún evento de las juventudes comunistas. Pero la conversación entre Esteban y yo, llena de referencias de películas, libros, revistas, etcétera los excluía y hacia parecer desarmados y vulnerables. Estaban tratando de timarnos haciendo de chulos, pero parecían aprendices, no podían leer el código de nuestras personalidades porque veníamos de un mundo con información desconocida para ellos. Esa era, quizás, una de las cosas más difíciles de entender en La Habana. El turista pasaba por ahí con sus vacaciones de una semana: una parranda de siete días. Usualmente gente de clases populares de países latinoamericanos, cajeros de banco, obreros con aguinaldo, profesores, empleados, que parecían perdidos en ese paraíso llamado La Habana porque, finalmente, toda aquella confusión política estaba envuelta en música de salsa y en un aire de broma trágica. De pronto, Abilio nos preguntó si podía pedir algo, un sándwich, un algo. El mesero nos llevó los únicos sandwiches servidos sin pan, es decir, llevó un plato de carnes frías porque no había pan. Y vi aquellas caras mirando anhelantes el platón de carne. Entonces sentí, ¿presentí? ¿Cuál es el mejor adjetivo? Sentí, presentí, que no habría tiempo para sentimentalismos, era un viaje turístico, un viaje a la salsa y a la noche para reír en un reencuentro con mi viejo amigo, un lugar al que habíamos ido solamente porque era barato. No iba a dejarme ablandar. Era el momento y había que agarrarlo al vuelo. Además, ¿qué había de nuevo ahí? La vieja historia del mundo. Pobreza para unos, ventajas para otros. Un sistema político. Gente conforme, gente politizada, gente inconforme, gente desesperada. Mercado negro. Turistas.

Salimos del bar. Llevé a la morena del brazo mientras Esteban se acaramelaba con la rubia. Cruzamos la calle y subimos al camellón Paseo del Prado. La ciudad sumida en una penumbra de luces amarillentas para ahorrar energía. Había mucha gente en el camellón, cubanos en su mayoría. Se sentía en el ambiente que esperaban, vendían o compraban algo. Vi a Abilio hablando con un hombre. Inmediatamente el hombre se desprendió de su grupo y caminamos hacia un auto Volga. El Volga. Un auto austero. El auto ruso por excelencia. A este auto le dedicaron poemas en la Rusia comunista. Lo comparaban con un noble caballo, el caballo del obrero. Eso iba diciendo Esteban, que comenzaba a estar borracho. Prefiero el diseño, mira nada más ese tablero sin chiste. Por ejemplo, un Chevy 64. El Volga lleva a los rusos a trabajar. La maldición del trabajo. Prefiero un auto que parezca va a llevarte a divertir, a recorrer el mundo, libre como el viento, aunque sólo sea una ilusión, pues ¿quién puede ser libre en este perro mundo?

El Volga corrió por la avenida llamada La Rampa, dobló por el malecón, entramos al túnel. La Habana, la ciudad en tinieblas, vetustos edificios con fachadas de los siglos pasados mezcladas caóticamente con la nueva arquitectura austera de la revolución. Parecía que en cualquier esquina podría surgir Jack el destripador o una niebla londinense. El túnel, otrora con casetas de cobro, estaba atascado con un largo camión de manufactura Checa llamado ciclobús, el túnel a oscuras, pero la luz del autobús funcionaba y pegados a la ventanilla se veían los rostros congestionados de los pasajeros. Eran los habitantes urbanos de la Habana en una hora pico al anochecer como cualquier otra ciudad del mundo. Le di un trago largo a la botella de Habana club. Cualquier ciudadano conduciendo un auto te llevará a donde quieras por un par de dólares, decía Abilio revelando los secretos de La Habana. Entonces hay más taxis aquí que en cualquier otra ciudad del mundo, dije yo. El autobús finalmente avanzó y seguimos el curso por el malecón. El mar caribe estallaba salpicando espuma en la oscuridad de la noche hasta la mitad de la avenida. Parecía que el agua surgiese de la nada. Esteban y yo llevábamos a las chicas sentadas en las piernas, en medio iba Julio, y Abilio iba delante con el conductor.

Quince minutos después nos detuvimos en una explanada frente a una serie de edificios tipo multi-familiar. Esa era la villa panamericana. Había servido para albergar a los atletas en la celebración de los juegos panamericanos y ahora funcionaba como hotel. Las villas estaban distribuidas con calles intermedias figurando un pequeño pueblo. En cada bocacalle había un grupo de jóvenes conversando alegremente. Las lámparas mercuriales eran escasas y el lugar parecía amarillento y siniestro. Esos, dijo Abilio, susurrante, son comunistas, señalando a los jóvenes aparentemente indolentes y alegres que conversaban en las bocacalles. Les di una mirada y tuve la sensación que su algarabía era falsa y que estaban observándonos de reojo. ¿Y aquellos? pregunté a Abilio, señalando a la ya para entonces familiar marea de espectadores pasivos que se apiñaban en las afueras de los hoteles. ¿Esos? dijo Abilio, ah esos… esos son cubanos… moviendo despectivamente la mano. No hubo broma en su expresión. Había comunistas, había cubanos y él era un jinetero. Entramos. Era un lugar acondicionado precariamente como lobby. Todo era de mal gusto y mala calidad. Por veinticinco dólares rentamos una villa y todavía no sabíamos exactamente de qué se trataba aquello. Salimos a la calle llevando una llave que decía bloke B sección sol. Vimos que llegaba un autobús con turistas y la masa amorfa de gente se movió para envolver a los que bajaban del autobús en su extraña y silenciosa manera de implorar algo que ni ellos mismos sabían (y esa marea hacía parecer a todos esos turistas estrellas de rock bajando del autobús en un tour; los rodeaban y estiraban las manos para tocarlos y pedirles algo, lo que fuera, un algo). Caminamos por las callecitas y llegamos hasta donde estaba un grupo de jóvenes comunistas. Uno de ellos se desprendió del grupo y adoptando una actitud militar dijo ¿puedo ayudar? Aquí no es, decía Abilio, aquí no compay, parecía apurado y temeroso. Buscamos el bloke B sección sol, dije. Nos dio unas indicaciones a las que no puse atención. Seguimos caminando en silencio. La morena no abría la boca, lucía aburrida. Atrás la rubia y Esteban parecían felices y no importarles nada. Esteban le contaba un chiste de un periquito y después le oí recitándole un poema de su libro. Milaydis, Milaydis, decía la rubia llamando a la morena, mira él es un poeta de veldá. Llegamos a otra bocacalle y otro comunista se desprendió de su grupo. ¿Vienen con ustedes? preguntó, señalando a Abilio y a Julio. No, dije. Abilio y Julio abrieron la boca en señal de sorpresa. Ellas sí, dije, señalando a las chicas, a quienes no pareció importarles en absoluto que nos deshiciéramos de los negros. Pero compay… dijo Abilio, viejo… decía Julio, mientras el comunista exigía ver su carnet de identidad. Ya los veremos mañana, dije, abrazando a la morena. ¿A qué horas? preguntaban con cierta angustia en la voz mientras los jóvenes los escoltaban a la salida.

Entramos a la habitación muertos de risa. Una vez adentro comprendimos cual era la idea. Ahí se podía estar más cómodo que en las estrechas habitaciones del hotel Inglaterra, y quizás a ellos nunca los dejarían entrar al hotel Inglaterra. Era una especie de bungalow. Había una sala espaciosa con una televisión, una cocina comedor con un refrigerador y un radio, un pequeño baño con una tina y dos habitaciones. Encontramos que los bungalows se compartían y la otra habitación estaba ocupada. Habían dejado la puerta abierta y de una rápida mirada me di cuenta que los otros ocupantes eran europeos, por las revistas y objetos que había regados por la habitación. Nos sentamos en el mueble de la salita. Las chicas encendieron la televisión y el radio al mismo tiempo y a todo volumen. Habíamos terminado la botella y no teníamos nada para beber. Encontramos un interfón. Ordenamos unos tragos. Nos sentamos a esperar. En la televisión pasaban un sólo canal de cable con videoclips españoles, uno tras otro, sin comerciales. Las chicas estaban embobadas. Apagué el radio. Comenzaron a pasar los segundos, luego minutos angustiosos. Nada pasaba. Las chicas seguían mirando la TV embobadas. Otro minuto. Otro. Voy a bajar a ver qué pasa, dijo Esteban. Salió. Otro minuto. Otro. Se abre la puerta. Irrumpen un par de tipos, españoles, por el acento. Llevan con ellos a dos negras. Las negras son gemelas, tienen ojos verdes; dos auténticas bellezas de concurso. Los españoles llevan cada uno una botella de ron Habana Club. Se presentan entre bromas y risotadas. Vienen del Floridita. Son madrileños. Parecen absolutamente felices. Mi amigo fue por unos tragos, les digo, estamos en el hotel Inglaterra, pero unos cubanos nos trajeron aquí. “Tu amigo no conzeguirá nada dezente aquí ¿Es la primera vez, tío?” Sí, digo. ¡Candela! dice una de las negras. Me ofrecen un trago. Apagamos la tele para contrariedad de las otras chicas y comenzamos a hablar. Yo he vivido en Madrid, les digo, en Yeseros y Bailén. “Zí,zí,zí”. Encienden el radio. Música de salsa. Entra Esteban con cuatro cervezas Hatuey, que parecen pobrecitas comparadas con la fiesta que tenemos. Otra vez se hacen presentaciones. Las negras dicen ser bailarinas del teatro nacional y pupilas de Alicia Alonso, lo cual impresiona a Esteban. Uno de los españoles saca de su habitación una bolsa de besos Hersey. Las chicas se abalanzan, abren la bolsa y comienzan a comerlos con extraordinaria voluptuosidad. Yo las miraba asombrado. El español me miraba como diciendo ¿ves? Las chicas decían: ¿podemos llevar a la casa? y trataban de llenar sus bolsos peleando por los chocolates. Mileydis tenía la boca llena de chocolate, una cara hermosa y llena de vellos, los ojos negros y el cabello chino y también muy negro que delataba su sangre negra. Era hermosa y de pronto feliz con toda aquella televisión llena de videoclips, aquella música en la radio, todos esos besos Hersey y el español estaba ahora llevando una bolsa de caramelos y los caramelos tenían los colores de la bandera Española y luego suena Bam-Bam en la radio ¡Salsa! y los españoles bailan con las negras que lo hacían extraordinariamente bien y ellos extraordinariamente mal y luego ese español que parecía un mago, que iba a su habitación y regresaba siempre con una novedad mayor y la expresión infantil reflejada en su cara, volvió con un sobre y comenzó a extender líneas de coca en el vidrio de la mesita de centro. Las chicas parecían verdaderamente no saber que era aquello. La radio comenzó a hacer ruidos extraños, y una voz anunciando la ciudad de Miami, Radio Miami, la voz de la resistencia. Oíd, dicen los españoles, ahí eztán loz tíoz de Miami interfiriendo la radio, porque el dictador caerá, la Cuba será libre otra vez… juzgado por genocidio… miles de seres humanos…compatriotas…cubanismo… Calla, dijo el otro, que he leído que en ezte momento un avión de la fuerza área cubana dezpegará para interferir la tranzmizión, verán, hombre y que he leído ezo le cuezta una fortuna a los Caztro, jolines. Y efectivamente, todo ese ruido fue interrumpido por ruidos de estática y apareció otra voz, Radio Voz de la Habana… los gusanos de La Florida… vendidos al mejor postor… el enemigo…pequeño pero no más débil… David contra Goliat… frente en alto… socialismo o muerte… ¡Fidelidad! ¡Fieles con Fidel! ¡Aquí nadie se rinde..! ¡Socialismo o muerte! El otro español enseñaba a Mileydis como meterse cocaína. Ella ¿fingía? no saber cómo hacerlo. Se metió una línea y sonrió. Tuve una visión mirando ese rostro con restos de chocolate Hersey en los labios y cocaína en las aletas de la nariz. Vi esa larga avenida llamada el Malecón convertida en un desfile interminable de anuncios Mac Donalds, Nike, Sony, hoteles Hyat, y en la Rampa tiendas exclusivas Armani, Dona Karan, Ralph Laurent, y luces de neón y la soledad iluminada de las grandes ciudades convertidas en una cosa idéntica. Me interrumpió otra vez Bam-Bam. Las chicas comenzaron a bailar entre ellas. Bailaban como verdaderos ángeles del caribe; la realidad fue fragmentándose, fui viviendo intermitentemente la odisea del borracho: las vi a todas metidas en la ducha con agua tan caliente que producía vapor, se arrojaban desnudas agua; una de ellas trataba de mojar sus nalgas en el agua de la tina; eran hermosas ninfas en el bosque de niebla de la Habana. Luego rondaban envueltas en toallas preguntando por preservativos porque ellas no compartían sin preservativos y Esteban sale con uno de los españoles en busca de condones y estoy sentado en la angosta cama diciéndole a la chica nada más déjame descansar cinco minutos, luego estoy sentado en la sala viendo un desfile de bellezas organizado por Esteban, que ha vuelto con una caja de condones y nuestras maletas del hotel Inglaterra porque va a repartir la ropa a las ganadoras. Es como uno de esos programas estúpidos de concurso americanos. Esteban hace de conductor y se hace llamar Bob Parker, y los españoles y yo somos los espectadores. Las chicas salen de una en una probándose camisas de hombre, pantalones de hombre, camisetas; veo mis camisas, mis pantalones, mis shorts, y a la ganadora le vamos a dar esta preciosa camisa Van Husen, de seda negra, a la bella, preciosa, inigualable Mileydissss… las chicas siguen desfilando y todos nos reímos o nos callamos o nos quedamos boquiabiertos y una de las negras con una camisa de vestir blanca, un sombrero y unas braguitas rojas es una aparición espectacular, lleva una vara como una conductora de desfile, da tres pasos de baile y luego la otra negra sale con una camiseta de Esteban y una gorra de beis bol y unos Levi´s que le lucen apretados en las espléndidas nalgas y uno de los españoles finge tomarles fotografías y ellas siguen el juego o en verdad creen que las está fotografiando porque parecen mirar anhelantes el ojo de la cámara. Esteban dice: hagan pasos como los que hacen en el ballet de Alicia Alonso, hagan pasos como los que hacen en el ballet de Alicia Alonso… luego ordenamos comida por teléfono y la comida llegó o nunca llegó, comí o nunca comí, vi la luz del día entrando por la ventana, tuve la sensación de que había transcurrido mucho tiempo, la sensación terrible de que iba a despertar y nada iba a ser cierto, un sueño, despertaría a una realidad desagradable. Pero lo que vi fue a Mileydis entrando por la puerta de la habitación envuelta en una toalla como si hubiera vuelto otra vez de bañarse y había tal familiaridad en sus gestos al acostarse que pareció fuéramos marido y mujer en un momento de intimidad conyugal y luego, en el mismo momento, o mucho tiempo después, escuché unos toquidos en la puerta. Discretos. Y desperté. ¿Dónde estaba? ¿En qué ciudad? ¿Era joven? ¿Viejo? ¿Estaba sano? ¿Enfermo? Una mujer de mediana edad, con delantal blanco y uniforme rosa, una cara avejentada, me miraba con estupor. Me di cuenta que me había levantado de la cama y estaba de pie, desnudo. Me senté en la cama y me cubrí con la sabana. Lo siento, dije. ¿Qué horas son? Las doce, dijo la mujer. ¿Del lunes? No, es martes. Me recosté. Ya vengo luego, dijo. Eran las doce del martes. Era el tercer día y apenas había visto La Habana.