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EL ÚLTIMO COMBATE DE ARTHUR CRAVAN -IR POR LA VIDA COMO POR LA LONA-

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lrededor de las 14:30 del 15 de septiembre de 1918, Arthur Cravan llegó a las inmediaciones de la plaza del Toreo de la Condesa. Esta vez no tuvo que descender de un fotingo con funciones de taxi para tener que desdoblar sus casi dos metros, no iba acompañado por artistas como en París, ni seguido por una panda de rufianes como en Nueva York, tampoco “con cuatro putas encaramadas en sus hombros” como en Berlín (según Julien Levy); esta vez llegó a pie, acompañado de Enrique Ugartechea, alias Ursus, el primer peleador de lucha libre mexicano y entonces regidor de la Escuela de Cultura Física de la calle Tacuba, donde Cravan entrenaba boxeadores noveles, igual que dos años antes lo había hecho en el Real Club Náutico de Barcelona, antes de enfrentar a Jack Johnson en la Ciudad Condal. Esta ocasión enfrentaría a Jim Smith (The Black Diamond) en la Ciudad de México; tal como lo referían los carteles que contenían la programación de ese día (espectáculos de variedades alternados con pugilato):

Honorato Castro vs Roberto Porras

El humor del “Cuatazón” Berinstain

Jim Smith vs Arthur Cravan

Coronel S. Hernández vs M. Levergne

El Rey del Fuego

En el cartel no lo anunciaron como poeta, conferencista, sobrino de Oscar Wilde o sobrino nieto de Lord Alfred Tennyson; sólo al lado de su foto en sepia, a cuerpo entero y adoptando una postura defensiva tradicional inglesa, indicaba: “Excampeón de Francia”, y también su color de piel y su peso: “Blanco –97 kg”; en el otro extremo la foto de Jimmy Smith, “Campeón de México”, lanzando un jap: “Negro –78 kg”.

Faltaba una hora para que arrancara la función y ya había gente reunida a las puertas de la plaza, una larga fila sitiaba las taquillas. “Las entradas iban de los 50 centavos bajo el sol, a los 2.50 al lado del ring” recoge el escritor Pedro Paunero. Para cuando el poeta-boxeador y Ugartechea cruzaron el “Acceso exclusivo de personal” a la plaza, el sol comenzaba a ser obstaculizado por prietos nubarrones. Espigado y rubio, Cravan iba vestido con elegancia, con un traje gris de solapas militares, una ceñida camisa negra de franela, zapatos con costura prusiana y cinturón púrpura de gamuza; no usaba sombrero. “Si veo a alguien mejor vestido que yo me escandalizo” decía. Se separó de Ugartechea (quien haría de réferi en el combate) y se encaminó directo hacia los vestidores, de paso le informaron que su rival aún no llegaba al recinto.

Más que un vestidor parecía un camerino de torero, pero lo suficientemente espacioso para que los púgiles pudieran saltar cuerda y practicar sombra. Varios testigos vieron a Cravan una y otra vez asomarse del vestidor para preguntar si Smith ya había arribado. Quizá creía que la suerte apostaría de nuevo por él, como ocho años antes lo había hecho, acompañándolo en cada una de sus peleas.

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1910: En febrero, Cravan participa en el 2do Campeonato Anual de Novatos Amateurs, en Francia, organizado por el Club Pugilista de París, en el Gimnasio Boisleux; vence en las eliminatorias y llega a la final, la cual gana por W.O., ya que su adversario, Eugen Gette, no se presenta a disputar el match. El 14 de marzo de ese mismo año vuelve a vencer por W.O., esta vez es Pecqueriaux quien no llega al encuentro para disputar el título de Campeón de Francia de los semipesados; Cravan ni siquiera lanzó un golpe y fue laureado.

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“Pusieron duelas cubriendo la arena del ruedo y armaron el ring, pero no pudieron sacar el olor a toro” dijo el cronista Raúl Talán acerca del evento. Juan José Tablada agregaría que “el poeta no era boxeador ni el boxeador poeta, para eso ya tenemos a Salvador Esperón”; pero resulta que Cravan sí era las dos cosas, y muchas más. Se había doctorado como maestro de la provocación y el insulto mientras escribía su revista Maintenant: “Me cago en el arte y sin embargo si hubiera conocido a Balzac habría intentado robarle un beso” / “Es absolutamente imprescindible meterse en la cabeza que el arte es de los burgueses, y entiendo por burgués: un hombre sin imaginación” / “Me sorprende que un estafador del espíritu no haya tenido la idea de abrir una academia de literatura”. Su natural errante sumado a evitar el reclutamiento a la Primera Guerra lo llevó a recorrer más de veinticinco ciudades en un lustro, tres continentes: “Quisiera estar en Viena y en Calcuta / tomar todos los trenes y todos los navíos”; su yo polifacético lo impulsó a ser protovanguardista, conferencista, traductor, pintor, crítico y corredor de arte… “Siempre intenté considerar el arte como un medio y no como un fin”; su pulsión de nómada lo empujó a ejercer de marinero, recolector de naranjas, carnicero, taxista, maletero, leñador, hipnotista, quiromántico, escapista, ladrón de joyas… “¡Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales!”

Cravan aún no lo sabía pero su suerte se había terminado; apenas pasadas las quince, Jim Smith atravesó la puerta trasera de la plaza mientras cientos de asistentes comenzaban a hacerlo por la puerta grande. Cravan estaba obligado a ganar, el dinero generado por las clases de boxeo y los espectáculos de fuerza era insuficiente, y su esposa la poeta, actriz, pintora, diseñadora e inventora Mina Loy, estaba embarazada; y sobre ese escenario se desarrollaba uno mucho más trágico, mientras la Revolución continuaba (tropas carrancistas seguían en persecución y sometimiento de las de Zapata y las de Villa), junto al otoño llegó a la Ciudad de México una pandemia de influenza que ya había diezmado Estados Unidos y gran parte de Europa, la “muerte púrpura”.

No podía darse el lujo de perder. Necesitaba salir de México, igual que en 1915 lo hizo de Francia, en 1916 de España y en 1917 de Estados Unidos y Canadá (barajando nombres, nacionalidades y pasaportes), siempre huyendo de ser enrolado por el ejército francés, de la policía secreta inglesa, huyendo como del duelo a muerte al que lo retó Apollinaire, huyendo como a bordo del Montserrat donde coincidió con Trotsky, escapando siempre de la estúpida cruzada del honor, la primera Gran Guerra: “hubiera tenido vergüenza de dejarme arrastrar por Europa”.

La función comenzó en punto de las 15:30. La pelea preliminar corrió a cargo de Honorato Castro (Campeón de México en peso wélter) y Roberto Porras, encuentro pactado a cinco asaltos que terminó en empate técnico. Luego de la preliminar, tal y como lo disponía el programa, salió a hacer sus sainetes “El Cuatazón” Berinstain. Hasta el vestidor se llegaban a escuchar algunas frases que lanzaba el cómico (estaba haciendo su papel de peladito), unas cuantas risas del público; luego ninguna risa (ahora realizaba su papel de clérigo ladino), una rechifla y, dice el cronista Julius: “una granizada de manzanas, en el preciso instante en que se arrodillaba para confesarse. Apenas si le dieron tiempo de hacer el acto de contrición y… peló gallo.”

No habían dado ni las dieciséis y las circunstancias obligaron a servir el plato fuerte antes de lo previsto. Cuando los pugilistas fueron avisados de que era hora de salir al cuadrilátero, el sparring de Cravan apenas le estaba atando los botines; Smith, ejecutando sombra y recibiendo consejos de su entrenador, los mandó al carajo. Veinticinco minutos sirvieron de preámbulo para que los contendientes terminaran de prepararse. El ánimo irritado del público fue en aumento, igual que las mentadas y una silbatina que se tornó ensordecedora.

Cravan necesitaba salir y vencer, tanto que, contrario a su costumbre, los días que precedieron al combate no se dedicó a lanzar cáusticas provocaciones, virulentas injurias de perro al que le duele el alma, ni dijo: “voy a rellenar mis guantes de boxeo con rizos de mujer”. Para esta justa no se inventó ningún título, como sí lo hizo para aquel encontronazo que se llevó a cabo el 16 de agosto de 1914 en el Teatro Olympia; el afiche decía: “Por primera vez en Atenas –Gran pelea de boxeo– El campeón canadiense Mr. Arthur Cravan desafía al campeón griego de los Juegos Olímpicos Mr. Georges Calafatis”; se inventó otro título para enfrentar a Jack Johnson, para este duelo fue anunciado como Campeón de Europa, y Johnson como Campeón Mundial de los pesados, aunque un año antes había perdido el título frente a Jess Willard, en la Habana.

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1916: Cravan se ofrece como voluntario para pelear contra Jack Johnson el 23 de abril, en la plaza de toros Monumental de Barcelona. Hay una bolsa de 50,000 pesetas para el vencedor y 5,000 para el vencido. El acto de enfrentar al Gigante de Galveston (uno de los cinco mejores pesos pesados de la historia, el primer Campeón Mundial de raza negra, aquel que ostentó el título durante siete años consecutivos burlándose, machacando y defenestrando del encordado a una larga fila de púgiles caucásicos que intentaron encarnar “la gran esperanza blanca”) resultaba más que temerario, más que insensato. Después de todo era la pelea de un ácrata contra otro ácrata. Cravan no hubiera aceptado si el encuentro no hubiera estado arreglado (contrincantes para la calidad de Johnson podían contarse con los dedos de una mano).

El combate fue grabado para la posteridad (aunque se ha perdido) por la productora Royal Films, propiedad de Ricardo de Baños y su hermano Ramón (pionero del cine sicalíptico que filmó para y por encargo del rey pornógrafo, Alfonso XIII de Borbón, entre cincuenta y setenta películas mudas de este género). Para que el rodaje de la pelea resultara rentable, los contrincantes tendrían que ir más allá del sexto round. Se colocaron seis cámaras alrededor del ring y tuvieron que adelantar el encuentro debido a una amenaza de lluvia que podía arruinar la grabación.

La contienda resultó un desastre, el excampeón del mundo le dijo al poeta-boxeador, antes de subir al ring, que le diseñaría una nuevo rostro. Cravan salió al escenario muerto de miedo, sabía que un golpe bien colocado podría enviarlo al otro mundo; todos notaron su palidez, se dieron cuenta que temblaba. Se dedicó a enconcharse para protegerse el rostro y los puntos importantes del cuerpo hasta que Johnson resolviera noquearlo; el K.O. sucedió durante el sexto asalto, justo después que Ricardo de Baños le hiciera saber con una seña al negro J. J. que la filmación se había arruinado gracias al patético desempeño de su contrincante; un golpe bastó para que el cobarde Cravan se desplomara ante un Johnson fastidiado y un público enfurecido que se dio cuenta del fraude.

Cravan diría después que había caído en el séptimo asalto, y su relato se situaba en lontananza con los de los cronistas deportivos de la época. En una entrevista que aparece en el Nº 4 de The Soil, declaró: “Yo sabía que iba a ser derrotado.” (…) “Lo que más me molestaba era su izquierda: con ella me mantenía a distancia. Sin embargo mide cinco o seis centímetros menos que yo. Es, en la estela de Poe, Whitman y Emerson, la gloria más grande de América. Si aquí hubiera una revolución, combatiría para que se lo entronizara rey de los Estados Unidos.”

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Todos callaron al verse sorprendidos por un Jim Smith que subió al cuadrilátero antes que el anunciador y el réferi. Cravan demoró un poco más, sus pasos eran tan lentos que parecía no querer arribar al ring (llevaba dos años sin pisar un escenario, desde aquel empate que obtuvo en el Frontón Condal al enfrentar a Frank Hoche el 26 de junio de 1916). La pelea (pactada a 20 asaltos bajo las reglas del marqués de Queensberry) ofrecía una bolsa de 20,000 pesos al vencedor, 2,000 para el derrotado; como aliciente extra, el Campeonato de la República estaba en juego. La victoria podría sacar a Cravan de la bancarrota y del cuasi anonimato que mantenía en México. Cuando ambos pugilistas estuvieron sobre el ring el público rompió en aplausos.

Desde el encordado, Cravan atestiguó que el graderío, los palcos y las lumbreras estaban ocupados casi en su totalidad, lo que indicaba que se habían vendido cerca de 20,000 boletos. El poeta-boxeador, con una bata de toalla blanca y pantaloncillos azules, sonreía mientras lanzaba puños al aire cerca de su esquina; del otro lado, The Black Diamond enfundado en una bata de toalla roja y con pantaloncillos color marfil, reclinando la frente en el poste de su esquina, dio la impresión de estar muy concentrado o de plano rezando; Cravan le sacaba más de diez centímetros y pesaba casi veinte kilos más.

Enrique Ugartechea apareció uniformado de réferi (pantalón negro, camisa blanca con rayas verticales negras) y junto a él, el anunciador presentó a los púgiles mientras el respetable se dividía a favor de uno u otro, inclinándose un poco más por el de color. Acto seguido, el colegiado Ursus llamó a ambos contendientes al centro del ring y les sugirió no lanzar golpes a la nuca ni por debajo de la cintura, les deseó suerte y les hizo chocar los guantes.

La ansiedad se desbordaba en las butacas, la energía fluía desde los espectadores hasta el cuadrilátero, sitio que prometía un choque electrizante. Ursus dio la señal al campanillero que hizo sonar el bronce. Smith salió a embestir al europeo lanzando una serie de golpes que fueron a estrellarse en una sólida defensa; las andanadas se repitieron una y otra vez pero bastó que Cravan lanzara unos cuantos jabs para darse cuenta de que podría mantener a raya a Smith ejecutando golpes de detención. Cada que intentaba atacar, el boxeador negro se estrellaba con el puño izquierdo del rival, y al retirarse seguía viendo aquel puño frente a sus ojos. Los brazos de Cravan eran mucho más largos y le permitían lanzar rectos y voleas de derecha mientras con la zurda seguía haciendo lo propio.

Apenas pasado el primer minuto, Cravan descargó un swing sobre la sien de un Smith que giró sobre sí mismo y casi se fue de bruces, para evitarlo tuvo que depositar una rodilla sobre la lona. Un rugido recorrió el recinto aunque la mayoría de los asistentes quedaron estupefactos ante aquel derechazo que lanzó el europeo. Ursus contó uno, dos… hasta cinco, y Smith, aturdido, jalando aire y tratando de enfocar la vista, se levantó mientras la sangre manaba de un corte en su pómulo izquierdo. La pelea se reanudó con un Smith que intentó evitar la distancia impuesta tratando de arrimarse lo más posible a su oponente para poder conectar una de sus letales combinaciones de puños; pero Cravan no le dio oportunidad, siguió castigándolo de igual manera hasta que nuevamente impactó con un cruzado de derecha el rostro del defensor del título, que volvió a trastabillar y se vio de nuevo con la rodilla hincada sobre la superficie. Ursus volvió a contar uno, dos… hasta seis, y Smith, jadeante, volvió a ponerse en pie; arremetió de nuevo y casi le apaga las luces un upper que pasó rozándole el mentón. La campana sonó indicando que los tres minutos del primer round habían transcurrido.

Parecía que Cravan casi tenía la pelea en el bolsillo, lo único que debía hacer era seguir con los golpes de detención esperando el momento oportuno de conectar un martillazo con valor de K.O.; si Jim Smith mantenía el mismo ritmo de ataque, para el cuarto o quinto asalto estaría completamente agotado. Mientras el manager y el sparring de Cravan le retiraban el sudor con esponjas húmedas y le masajeaban los hombros, el equipo de Smith limpiaba la cortada y le untaba vaselina sobre el rostro. El blanco sonreía envanecido desde el banquillo de su esquina mientras que el negro seguía respirando agitadamente mientras recibía consejos que parecían regaños por parte de su entrenador.

Volvió a sonar el bronce. Esta vez Smith no salió en desbandada sino que se fue acercando con cautela, logrando en un par de ocasiones traspasar el puño izquierdo de Cravan, en la primera conectó una seguidilla de golpes en corto por debajo de las costillas, en la segunda embestida logró impactar con un recto sesgado la mandíbula de su adversario, que retrocedió unos cuantos pasos tambaleándose. Este puñetazo lo cambiaría todo. Cravan decidió abandonar los golpes de detención y se lanzó a la ofensiva, tal vez pensó que aniquilaría con rapidez a Smith pero lo cierto es que se puso al alcance de sus puños. “Cravan debió haber reculado, que con sólo la guardia le bastaba para tener a raya a su enemigo, mas, ya sea que se atarantó con el citado golpe o que se confió demasiado, es el caso que siguió dando juego a su contrario, esto es, empeñó voluntariamente la contienda a cuerpo pegado, error imperdonable para un profesional de su talla y de sus facultades” apuntó el cronista Julius acerca del yerro del poeta-boxeador.

Cravan volvió a la carga pero fue sacudido por una ráfaga de combinaciones que castigaron sus costillas y su abdomen, pero en vez de retroceder y retomar los recursos que tan bien le habían funcionando durante el primer asalto, trató de hacer clinch envolviendo los brazos de Smith con los suyos, cosa que el de color aprovechó para seguir acribillando en corto la vulnerable inmensidad del blanco, incluso se sirvió de un par de testerazos que el arbitro no sancionó. El europeo lucía desorientado, comenzó a jalar aire por la boca y al tratar, con desesperación, de aterrizar un volado de derecha sobre Smith, éste se libró del golpe con un movimiento de cadera, realizó un par de fintas y sacó de la nada un derechazo que propinó sobre el tórax de su oponente para con un cross de zurda, que iba dirigido al rostro y acabó impactando el cuello, noquearlo. Cravan se desplomó y el público saltó de sus asientos. El réferi Ursus contó uno, dos… hasta diez, pero el poeta-boxeador continuó besando la lona.

Cravan fue llevado a su esquina y mientras le exprimían esponjas sobre el rostro y le arrojaban aire con una toalla para reanimarlo, el puño de Smith fue levantado por el colegiado en señal de victoria. Pero no todo el auditorio respondió con aplausos, casi dos tercios de los asistentes, a garganta batiente, exigieron la devolución de las entradas. El espectáculo había sido bueno pero demasiado corto, incluso contando los sesenta segundos de descanso que hubo entre los dos rounds disputados, todo terminó en seis minutos con cincuenta y dos segundos. Ese zurdazo que ejecutó Smith mandó a dormir a su oponente mucho antes de lo previsto. Sí, hubo protestas de parte de los diletantes, pero también reconocimiento de parte de algunos entendidos. El de color se retiró del cuadrilátero con la frente bien en alto, entre aplausos apagados y uno que otro elogio. Con la bata puesta y la cabeza hundida, el europeo avanzó hacia el vestidor entre signos de desaprobación, rechiflas y recuerdos para la familia; incluso le arrojaron algunos cojines desde las gradas.

Para calmar los exacerbados ánimos del respetable, casi en seguida salieron a escena los siguientes contendientes, Coronel S. Hernández y su rival el Maestro Levergne. Para colmo de males, también esta disputa terminó en el segundo asalto con un Coronel Hernández victorioso luego de haber aplastado la nariz de un Levergne que ya sólo pudo respirar por la boca. El cielo se había nublado por completo; los empresarios y promotores del Toreo, temerosos de que El rey del fuego no pudiera encender sus pirotecnias, aterrados de la posibilidad de tener que reembolsar las entradas, decidieron prescindir del entremés musical preparado para antes del acto final, ordenaron desmontar las cuerdas del ring y urgieron al mago a que se presentara “de inmediato” ante el público; para cuando éste salió al escenario, Cravan ya había abandonado, paga en mano, la plaza; igual hizo el cronista Julius, que en un acto de honestidad escribió:

“Meditabundo y cabizbajo abandoné la plaza, sin acordarme que el Rey del Fuego tenía el número final a su cargo. Por fortuna, para mis lectores, un amigo de confianza se sirvió narrarme con fidelidad las espeluznantes hazañas de este émulo de Satanás. Entre sus monerías demoníacas a la alta escuela, que le fueron muy aplaudidas, nuestro ente diabólico hizo gárgaras con plomo derretido, se almorzó catorce barras de hierro candente y, como le escociera una miaja la campanilla, terminó estas niñerías soplándose un garrafón de ácido muriático. El público atónito, en pie, los brazos en alto y ostentando el boleto, siguió exigiendo, hasta darse cuenta de que eran las cinco de la tarde y, por consiguiente, demasiado temprano para regresar a sus hogares. Entonces fue cuando, distribuidos en dos bandos, se armó gresca y comenzó un aeroplano de cojines. Con este broche de oro cerró la macanuda fiesta.”

Cravan necesitaba ganar y no pudo hacerlo, había perdido una oportunidad de perlas al caer frente a Smith, y la manera en que cayó (igual que su sueño de convertirse en mánager, director de cine y hacedor de prosopoemas a la vez) suponía el fin de su carrera como boxeador profesional, al menos en México. De los 2,000 pesos ganados dio 120 a su sparring y 120 a su manager, otros 100 fueron para pagar las apuestas que había pactado en su favor. Llegó al Hotel Juárez, donde residía con Mina, y esa noche, mientras los festejos por la Independencia se realizaban a escasas tres calles de distancia, en el Zócalo, ellos estaban alistando las maletas. Partieron hacia las costas de Oaxaca (otros dicen que a Veracruz); estando allí, sólo les alcanzaba para sufragar el costo de un pasaje a Argentina, así que Mina abordó un navío con destino a Buenos Aires. Coloso, como lo llamaba, la alcanzaría más tarde, en cuanto juntara lo suficiente para poder emprender la marcha; juró llegar a tiempo para ver el nacimiento de su hija, pero eso nunca sucedió. A finales de octubre de 1918 Cravan desapareció, nadie volvería a verlo.

Varias historias circulan en torno al suceso, dicen que logró hacerse de un pequeño velero que él mismo equipó y con el que se puso en ruta para reunirse con su amada, la pequeña embarcación se habría hundido en algún punto del Golfo de Tehuantepec (otros dicen que en aguas atlánticas); André Breton relataría en una carta dirigida a R. Gaffé: “Desapareció, hace algunos años, al intentar atravesar, solo, un día de tormenta, el Golfo de México en una embarcación muy endeble”. William Carlos William recoge en sus memorias que Mina Loy, en Salina Cruz, vio como su esposo se alejaba de la costa en aquella embarcación para nunca volver. Otra versión dice que, por esos días, la policía mexicana encontró dos cadáveres cerca de la frontera, a orillas del Río Bravo, uno de ellos era “rubio, ceniciento, grandote”; otra apunta a que se habría reunido con Duchamp a finales de ese año. Cendrars manifestó que había recibido una puñalada en el corazón tras un pleito de cantina. Circularon rumores de que lo habían visto años después en Londres, en Praga y en Dublín; que en mil novecientos veintitantos un corredor de arte muy alto y fornido estuvo vendiendo supuestos manuscritos y cartas de Oscar Wilde, el corredor se presentaba bajo los seudónimos que usó Cravan para firmar las distintas críticas, crónicas y poemas que escribió para su revista Maintenant; también se habla de una supuesta carta que envío a su madre, fechada en noviembre de 1919 (mismo mes en que las autoridades inglesas en común acuerdo con las mexicanas decidieron declararlo muerto).

Mina lo esperó varios años, mismos en que continuó pagando investigadores privados que seguían buscando a su esposo en expedientes, calles y cárceles de México, Guatemala, El Salvador, Argentina, Chile y Estados Unidos. Décadas más tarde escribiría: “Marido / cuan secretamente me engañas con la muerte”. Philippe Soupault y André Breton compusieron un epitafio: “Los mercaderes de las cuatro estaciones han emigrado a México / Viejo boxeador has muerto allí / y ni siquiera sabes por qué …” Pero Cravan lo sabía muy bien, sabía que estaba huyendo de la guerra, una guerra que terminaría dos semanas después de que el poeta-boxeador ejecutara su último de acto de escapismo.

*Para la recreación de la última pelea de Cravan, así como de sus últimos pasos, consulté las siguientes fuentes, en especial las dos primeras:

*Crónica retrospectiva: Smith-Cravan y Comparsa Company. –Juicio Crítico, Julius, Arte y deportes No. 10. 27/09/1918

*Maintenant (seguido de crónicas y testimonios), Caja Negra Editora

*Viva, Patrick Deville, Anagrama

*The forgotten story of… Jack Johnson’s figth with Oscar Wilde’s poet nephew, Graham Parker, The Guardian. 22/04/2016

*Mina Loy’s ‘Colossus’ and the Myth of Arthur Cravan, Sandeep Parmar, Jacket magazine 2007

*En breve luz: Arthur Cravan y Mina Loy, Ernesto Bottini

*El enigma de Arthur Cravan, Pedro Paunero

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE. LA VIDA EN HOTELES DE PASO

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Viaje al fin de la noche, la vida en hoteles de paso

Todos los hoteles son de paso. La vida es un cuarto que un día tendremos que desalojar. Refugio para consumir nuestros vicios más secretos. Escondites para los que buscan la privacidad, el aislamiento. Los hoteles son el lugar ideal para apartarse de los otros, de los que no entienden nuestro modo de gozar. Hogares de un momento.

Franeleros, prostitutas y prostitutos, músicos, dílers, suicidas, vagoneros, secuestradores, carteristas, travestis, vienevienes, bailarinas, guarros, judas, sardos, rateros, vendedores ambulantes y poetas. Casi todo lo que se arrastra por esta tierra ha pasado por sus puertas. Por hoteles cochambrosos de pasillos estrechos y fachadas derruidas, alfombras quemadas, controles de la tele pegados al buró, letreros luminosos incompletos, toallas que han usado varios ciudadanos de la vida, y que han sobrevivido a varias generaciones.

Uno se refugia en cuartos de hoteles baratos lo mismo para el amor prohibido que para estar a solas con sus monstruos o suicidarse. Uno se refugia en los cuartos de hoteles baratos para escribir una carta o una novela. Para masturbarse a gusto. Para fumar crack, para emborracharse, para estar a solas con el maestreo fracaso. Algunos viven y trabajan en un hotel. Ante la falta de documentos para rentar un departamento, unos prefieren vivir en un hotel. No necesitan fiador.

 

Llámame Jack, Jack el mexicano

Son las once y treinta minutos de la noche del 19 de septiembre de 1962. Una pareja cruza las puertas del hotel Drigales. Desde la recepción se puede ver que por la calle de Álzate son pocos los autos que transitan a esta hora. Jack carga una maleta pequeña y ella una bolsa. Jack firma la liberta de registro con el nombre de Fernando García. Ella se llama Julia, Julia González Trejo. Ignora que no verá el amanecer. El recepcionista les da la llave del cuarto 216.

La pareja se acaba de conocer hoy y salieron juntos del mismo lugar, el cabaret Imperio, ubicado en las calles de Allende y Libertad. Jack tampoco sabe que esta noche lo volverá a hacer. Julia es madre de cuatro hijos y vecina de la colonia Agrícola Oriental. A Jack le será suficiente una mano para ahorcarla, y dejarla desnuda en la cama, dejando sólo las zapatillas y la bolsa. Al salir Jack le pedirá al recepcionista que despierte a la mujer como a las seis o siete de la mañana.

Antes de abandonar la habitación Jack buscará en la bolsa de Julia el lápiz labial para escribir en el espejo un mensaje para el jefe de la policía: “Jack mexicano, reto a Cueto.” Jack lo ha hecho antes, al menos en una docena de ocasiones. Unos días antes en la habitación número 21 del hotel Ámbar, ubicado en San Jerónimo e Isabel la Católica, se encontró el cuerpo de una mujer que nadie identificó, desnudo y en el baño. Sin vida y sin pertenencias. La autopsia fue clara, murió de fractura de laringe con tres costillas rotas.

Jack mandaba recados a la máxima autoridad policiaca del Distrito Federal por medio de los periódicos. “Cueto no es pieza, Jack.”

Julia aceptó salir del Imperio con Jack a cambio de cien pesos. Jack pagó doce pesos por la habitación. Era un hombre frustrado que había fracaso en su sueño por ser boxeador.

Jack pertenecía a la policía preventiva. Su número de placa era el 2301. El nombre que usaba en la institución era el de Fernando Ramírez Luna. Lo dieron de baja por abuso de autoridad. También fue parte de las Guardias Presidenciales, pero lo corrieron por ineptitud y mala conducta. Jack era una bomba explotando a cada rato.

Los cien pesos nunca llegaron a manos de Julia. Ella se los pidió y Jack se negó a entregarlos. Cuando fue atrapado declararía: “La sujeté para amedrentarla. Así, con la mano derecha, girando los dedos hacia la derecha de su cuello. Vi que se desmayaba (…) Salí sin correr y le dije al velador que la despertara a las cinco o seis de la mañana. Durante tres días seguí la parranda.

Jack se llamaba en realidad, Macario Alcalá Canchola. Su mujer declararía que Jack se sentía superior a cualquiera que lo rodera. Así era Jack.

 

El camino de San Pablo

Esta calle la han caminado los hombres y mujeres más tristes y solos de la ciudad. Son las cinco de la mañana. El flujo de gente no es el mismo que habrá en unas horas. A penas unas cuantas almas, los locales cerrados. Hace frío.

La soledad y la frustración siempre me arrastran por estos rumbos. Ya miro a la primera mujer. Una pequeña y con cara adormilada, enfundada en un vestido que no debe cubrirla nada del viento. A lo lejos se ve una fogata en donde varias mujeres se apretujan buscando calor. La miro bien, pero soy muy alto y me gustan las mujeres de cuerpos grandes. Hay mujeres aburridas recargadas de las cortinas de los negocios jugando con su teléfono. El hombre que arrastra el carrito de los plátanos y los camotes hace sonar su chicharra. Y parece una pequeña locomotora abriéndose paso por el círculo más miserable del infierno.

Las necesidades del cuerpo es difícil llenarlas. Es casi imposible encontrar placer en un cuerpo que no quiere darlo. Un camión que se acerca la Merced ruge como bestia en busca de una hembra en celo. Entre la piel parda de la madrugada miro un vestido fluorescente. Ella tiene una sonrisa cálida y cachonda. Dice que es de Veracruz. Su escote es provocador, generoso. Me dice que camine detrás de ella, y obediente como un cordero la sigo.

Vamos por Jesús María, atravesamos Regina, y antes de llegar a Mesones entramos al hotel Oviedo. Tiene un patio central en forma de herradura y alrededor unos cincuenta cuartos. Mi compañera paga la habitación del dinero que le di. El recepcionista le entrega una llave y un condón y vuelvo a caminar detrás de ella. Ese es mi destino. Ir detrás de unas nalgas femeninas. Eli pasa entre 12 y 20 veces al día a estos cuartos. Los conoce casi todos. A penas lleva un año trabajando en esto.

El cuerpo se entristece sin sexo. Y hay momentos en los que el sexo se vuelve muy difícil de conseguir. Sobre todo en esta ciudad. Y para no volverse loco uno debe pagar. A pesar de la hora su cuerpo contiene un aroma fresco y cursi que me produce ciertas náuseas. No soporto el perfume. Pero el tacto se impone sobre el olfato. Yo quiero ser paciente y tardarme. Ella quiere salir de aquí lo más pronto posible, quizá para buscar otro cliente, acaso porque no está a gusto del todo. A pesar de que ríe mucho.

Apenas se han desarreglado la colcha y las sábanas. Ella es veloz para vestirse. Yo lo hago con calma y mientras se lava el sexo me siento reconciliado con el mundo. Ella baja antes que yo y retoma su posición dentro de la formación. Me alejo caminando por San Pablo rumbo al metro Pino Suárez. Ya casi amanece.

 

La Güera y el Chacuas

El Chacuas es pequeño y gandaya. Tiene cara de camello. Apellido libanés y las manos pequeñas. Alguna vez ha usado los zapatos de la Güera. Ha vendido la ropa de su nieto afuera del metro Niños Héroes. Le pide dinero a su padre de casi ochenta años. Todas las tardes salen juntos a vender periódicos. Van por la Roma, La Condesa, la Juárez, taloneando. Y en cuanto juntan para una dosis de piedra van a la Doctores.

La Güera es como una leona de circo. Ya se encuentra deteriorado irremediablemente el cuerpo que una vez fue hermoso. La delgadez es casi agresiva. Sus ojos tienen un permanente cansancio. Las manchas en su rostro parecen nubes de humo. Su voz es rasposa, y algo de amor permanece en ella. Cada vez finge ser más dura, para salir adelante.

A veces duermen en el Hotel Imperio. A veces a la entrada del metro. Llevan más de treinta años juntos. Sus familias los han querido separar, pero nada es más adictivo que una persona que te ayuda a destruirte. El amor no puede competir con la complicidad.

Me he drogado varias veces con ellos. El Chacuas arma sus negros. Cigarros con piedra. Y se los fuma allá, arrinconado, solo. Y luego viene por la lata. Varias veces se han peleado por que se roban mutuamente. Ella tiene un hijo que estudió derecho. Casi no lo veía, creció en provincia, en el pueblo donde ella nació. Él es padre de una mujer que tiene un hijo mayor de edad. Un tiempo, en un famoso punto de la Doctores les llamaban Los últimos de los mohicanos.

Han estafado de todos los modos posibles. Se han parado afuera del Senado a decirle a los senadores, con un bote en la mano, “Por favor, un apoyo para la compañera que viene de provincia a hacer una demanda.” Comen tacos en los tianguis y aprovechan cualquier parpadeón para escaparse. Roban comida en las Bodegas Aurrerá. Ambos estás acostumbrados a sacar ventaja de cualquier situación.

Ella dice que prefiere la vida en un hotel a soportar un vecino mamón que los mire mal y se queje del aroma de todo lo que fuman. “En los hoteles vivimos gente que por lo regular estamos solos, alejados de la familia.” Es común que se mientan y se traicionen, pero no se separan. “Si andas en la calle, 10 baros los sacas en chinga. Sobre todo si trabajas, porque si te pones a atracar lo sacas en súper corto. Sacas para cuatro días. Pero no pagas cuarto de hotel, te lo fumas. Hay gente que sí es precavida. Andan de rateros, pero si les sale un buen bisne pagan una semana, quince días de hotel.”

Son nómadas en todos los sentidos de su vida. Luego de haberse fumado un departamento, con todo lo que había adentro, dos carros y toda la confianza de sus familiares y amigos, se vieron viviendo en hoteles. Sí, hubo un tiempo en que hasta tarjetas de crédito y regalos de navidad tenían. Todo se lo han fumado sobre retorcidas latas de aluminio.

Su récord de estabilidad es de siete meses en el hotel Virreyes. El Chelsea chilango.

 

Travestis en el horizonte

Hubo un tiempo en que sentí curiosidad por las vestidas. La neta es que ya no estaba a gusto con mi novia y ninguna de las mujeres que me gustaban me hacía caso. Las prostitutas rara vez tenían ganas de coger. Y ese sexo desangelado me deprimía más. También me deprime coger con mujeres que no me gustan. Pero lo sigo haciendo.

Todo mal y todo apuntando hacia la única salida que se miraba en el horizonte. Los travestis. Esos seres que han vertido su ser en un envase nuevo. Y allá fui una noche en la que N., que trabajaba con mi novia, me rechazó cuando la invité por unas chelas. Ya tenía pretexto para destruirme, para hacer algo que no me había atrevido a hacer jamás.

Cogerme un hombre no era nuevo para mí. Durante mi infancia, digamos entre los seis y los siete años cogí con varios de mis amigos. Al que comenzó todo se lo cogían su padre y sus hermanos, quienes tenían novias y se portaban muy machines. Así que todos, en aquella banda, acabamos pervertidos. Escondidos en los baños o en las azoteas. Debo decir que siempre preguntaba por qué no incluíamos mujeres en nuestro clan. Mis amigos decían que era muy difícil que una mujer quisiera coger con nosotros. Y les creí, y creo que fue el estigma que cargué durante años. Yo me cambié de casa, porque no podíamos seguir pagando la renta de ese lugar. Y nunca más supe de ninguno de ellos.

Bueno, ya estaba yo ebrio y caliente en busca de una vestida. A lo lejos las vi saliendo de un hotel cerca de Eje Central. Una de ellas llevaba falda de mezclilla. Eran dos que estaban a punto de tomar un taxi. La de la falda me preguntó si se me ofrecía algo. Nervioso dije que un servicio. Subimos a su cuarto y apurada me puso el condón. Pero enseguida se me comenzó a caer la verga. A acurrucarse, a hacerse chiquita. Me dijo que tenía prisa, le di unos billetes y salí de ahí tan triste y confundido como había entrado.

Quería tocar a N., quería que me apapachara con sus chichis que parecían bestias tiernas, quería verla sonreír con su sonrisa amplia y esplendorosa, quería despertar con ella, decirle que yo también amaba a los coker spaniel, quería verla en sus vestidos que le daban aspecto de niña y husmear en sus pantaletas. Quería que la mujer que me gustaba por una vez en su vida me hiciera caso. Eso quería, no estar con una pinche cabrón que se cree mujer. Golpee un poste.

Soy necio así que volví a intentarlo una noche en la que me acabé una botella de mezcal. El efecto propició que un montón de fantasmas en forma de complejos salieran de mí. Hablé mal de medio mundo sin necesidad de hacerlo. Sólo estaba parloteando. Tenía un ego enfermo que me arrastraba a decir cosas imbéciles y actuar del mismo modo. No sé dónde lo vi, pero parecía mujer. O eso pensé. Me hizo caminar detrás de él por la calle de Querétaro. Yo había vivido en esa calle con mis primeros cómplices nocturnos, Fito y Liz. Sabía que era posible encontrar algún conocido. Pasamos por Mamarumba. A lo lejos vi el puesto de tacos de la Tía y rogué porque no me viera. Pero es difícil, al menos en este país, pasar desapercibido si mides más de un metro ochenta. “¿Qué haces m’ijo?” Y algo en mi rostro me habrá delatado. Habrá recordado a la vestida que había visto pasar hace apenas unos instantes. Trató de ser discreta. A mí no me importó y me metí al hotel. Me estaba esperando la vestida en el loby.

El condón se rompió antes de que pudiera metérsela y ya no quiso. Era una vestida pequeña, que me exigió que le diera algo de dinero. Yo estaba tumbado en la cama, con la verga de fuera envuelta en un condón roto y carcajeándome. Al otro día no podía con los remordimientos.

Desistí de la misión. No era lo mío. En cuanto a mujeres la vida ha sido muy generosa conmigo. Todas parecen pasajeras, pero estoy seguro que un día dejaré de mentir y de cogerme mujeres que no me gustan.

 

Venimos todos a ponernos locos

La primera versión de este texto la escribí durante 2009 para la revista DEEP. Para ese entonces José Luis llevaba diez años viviendo en el mismo hotel, el Imperio, que se encuentra en la Doctores. Pagaba ochenta por la habitación con baño compartido y ciento veinte con baño propio. No es mucho lo que ha cambiado el precio en una década.

“Antes dormía en lotes baldíos. Era de esos adictos mortales al crack, pero adictos, no mamadas. Me empecé a dar cuenta de que fumaba y fumaba y al otro día amanecía sin billete. Sin nada. Todo pinche mugroso, apestoso”.

A veces José Luis dormía afuera del metro Niños Héroes. Hace mucho que no lo veo o no me fijo. “Un día vi un hotel, y ¡chingue su madre!, me metí. Fumé adentro. El ambiente estaba chido. Me gustó. Vivir en un hotel, es como vivir en una casa. Si te llevas bien con los dueños hasta te permiten tener tus propios muebles, tu ropa, tu televisión. Además de la seguridad de que ya tienes un techo para dormir. Y ya tienes donde bañarte, donde hacer tus necesidades. Sabes que si te pones hasta la madre, tienes un lugar que ya está asegurado. Es chida la vida.

Comencé a relacionarme con todos. Andaba de cuarto en cuarto, fumando aquí, fumando allá. Vivir en los hoteles es lo que hacemos muchos. ¿Dónde vamos a conseguir trabajo? Somos personas que no están educadas. Si somos expresidiarios. Si se quiere rentar, no se puede, te preguntan, “¿y usted quién es? Aceptamos al perro pero a usted y a sus hijos no”. Luego te dicen que en las noches tu esposa grita mucho. Que mejor le llegues a otro lado. Si llegas a pedir chamba, tú dices: no, pues yo soy trabajador, le chingo. Soy así, soy asá. Soy la santísima verga. Y te preguntan, ¿Y qué sabe hacer usted, joven? No pues sé ponchar, se hacer latas sé hacer pipas.”

José Luis cuidaba autos en la calle y era cargador. Me habla del dilema de los adictos y usa un ejemplo, “cuando ves que va a caer un aguacero perro. Que va a durar toda la noche y empiezas a dudar. ¡Vergas! Una chulapiedra me la voy a fumar y el efecto me va a durar quince minutos. ¿Me voy a quedar en la calle como perraflaca? Si pago la habitación me va a durar hasta mañana y el aguacero me la va a pelar.

José Luis andaba su rutina diaria entre puro personaje estrambótico. Parecía que José Luis protagonizaba la pesadilla de alguien más, sus alucinaciones. Una vez vio a una mujer que para esconder su robo se abrió el sexo, para mostrar que era absolutamente inocente. No le encontraron nada, aunque su cliente estaba seguro que había sido robado. “A ver, ¿qué te robé?”, lo confrontaba ella.

Otra noche llamaron a su puerta y era una mujer envuelta en una toalla dispuesta a acostarse con él a cambio de una piedra que curara su cruda. Otra noche el encargado del hotel le llamó a gritos. José Luis entró al cuarto y en la cama estaba un hombre regordete, recargado de la pared, ya sin vida, con una sonrisa permanente en el rostro, con un encendedor en una mano, y en la otra una lata que servía de pipa para fumar crack. José Luis se deshizo de las evidencias y llamó al servicio médico forense.

En cualquier infierno se puede sonreír y hasta sentirse querido. “La vida en el hotel es como la vida en familia. En la navidad todo mundo agarraba pa’ su lado y andaban solos, en la calle. Entonces que les propongo; vamos a comprar piedra a Tepito. Venimos todos a ponernos locos”.

José Luis no piensa en dejar de vivir en hoteles. Piensa que una casa es para tener hijos y mujer. Y a él lo que le gusta es andar en el rock and roll.

 

Porfirio Barba-Jacob

Una de las celebridades que vivieron en hoteles decadentes de la ciudad de México fue Porfirio Barba-Jacob. Un colombiano nacido en Santa Rosa de Osos, en 1883. Su verdadero nombre era Miguel Ángel Osorio. Exhibicionista, amante del alcohol, de la marihuana y predicador del amor por la libertad.

Vivió en el hotel Ambos Mundos que hoy es el MIDE. Fue poeta casi por dictado divino. De modo que no le importó nunca la fama ni ningún reconocimiento. Anduvo por Cuba, Guatemala, Honduras, Costa Rica, Perú, El Salvador. Vivió en el hotel Sevillano, en la calle de Ayuntamiento, y era un cliente reconocido en las cantinas de Bucareli. No se permitía las fachas. Sombrero Stetson, pañuelo bordado con sus iniciales, zapatos de charol. Murió en la miseria, escupiendo sus entrañas a consecuencia de la tuberculosis. Eligió llamarse Porfirio por la admiración que tuvo por el dictador mexicano Porfirio Díaz.

Anduvo por ahí, de país en país, rodando sin descanso y sin prisa. El Salvador, Puerto Rico, Guatemala, Honduras, Cuba, Perú y México. En México su benefactor se llamaba José Vasconcelos. Porfirio hablaba mal de él en una columna que firmaba como Ricardo Arenales. Vasconcelos llegó hasta la puerta del cuartucho donde vivía Porfirio. Entraron sin llamar a la puerta. Venían a reclamar y salieron huyendo ante la escena que encontraron en la sala. Porfirio estaba desnudo, ebrio, en ropa interior y jugueteando con un salvadoreño que era caricaturista y se llamaba Antonio Salazar. Vasconcelos se largó del lugar dejando insultos colgando del aire.

Estas son palabras de Porfirio Barba Jacob: “El acero de mi voluntad asesinó a mi propio yo… Lo formé como se forma el protagonista de una novela. Lo dediqué a nuevas actividades y hasta concebí para él nuevos vicios. La único que no pude dejar de ser fue poeta”.

 

Mi primer apañe

Debí tener 21 años o menos. No recuerdo. Casi no fumaba piedra en ese entonces. Fui a visitar a mi amigo Carlos y nos entusamos en un hotel a fumar. En uno cerca de su casa, en la calle de Pugibet.

Carlos salió por más, convencido de que volvería. Yo lo espere. No sé si quería más, seguro que sí. La neta todo se me olvidó. Los minutos de espera fueron largos. Yo encerrado con toda mi ansiedad. Con una lata y restos de piedra en unos pequeños papeles. Quizá esperé más de una hora. Como todo buen piedrozo esperaba no hacer mucho ruido.

De repente unos toquidos interrumpieron mi tranquilidad. Me asomé por la mirilla de la puerta. No habían tocado en forma violenta. Preguntaron por el señor Adrián. Yo era muy joven y me dio risa. Pero en chinga fui al baño a tirar los papeles, la ceniza y a esconder en la caja la lata donde habíamos fumado. Me dijeron los azules que mi amigo Carlos había sufrido un accidente. Sabía que era una trampa. Pero abrí la puerta, estaba seguro que ellos tenían a mi amigo. En cuanto abrí la puerta el cañón de una metra cayó sobre mi sien. El otro policía revisó la habitación por todos los rincones sin encontrar nada. Estaba enojado. Me miraba y el cabrón sabía que yo estaba drogado, no le quedaba duda. Pero no tenía cómo demostrarlo.

Me sacaron del hotel ante la mirada de algunos huéspedes y de los empleados. Me llevaron a la patrulla donde estaba Carlos. Nos torturaron un rato haciéndonos sentir culpables por ser unos jóvenes drogadictos y nos trataban de amedrentar con la amenaza de la cárcel. Porque esa cantidad ya no era de consumo personal. Creo que eran nueve papeles.

Sus padres fueron despertados por ahí de las tres de la madrugada y pagaron la fianza. Por supuesto nunca les devolví nada. Carlos se portó con mega madre ese día.

 

Chelsea, el hotel más famoso del mundo

Leonard Cohen no quería comer nada que hubiera estado en las manos de unos de los huéspedes de este lugar. Ni siquiera papa fritas. Leonard sospechaba que todo estaba bañado en LSD. El glamour de lo decadente, lo poético de lo cochambroso, para ser huésped parecía necesario saber que la única forma de conseguir perlas del infierno es ir por ellas.

Mark Twain iba y venía por estos pasillos. El edificio una vez fue el más alto de toda Nueva York, en 1902. Mark fue de los primeros huespédes célebres que tuvo este legendario armatoste. Hoy no es otra cosa que una nave encallada en el fracaso.

Arthur Miller escribe Después de la caída, en la habitación 614. “No hay aspiradoras, no hay reglas y la vergüenza… está en el punto más alto de lo surrealista”.

En este hotel se amaron Vidal y Kerouak. Burroughs escribió la mayor parte del Almuerzo desnudo. Burroughs intentaría aquí dos de sus experimentos más cercanos a la genialidad, La máquina de los sueños, la máquina que suplantaría las drogas, y la Tercera mente, una cosa que hablaba de la sinergía y la creatividad, ambos al lado del canandiense Brion Gysin.

Dylan Thomas estaba hospedado en este lugar cuando luego de beberse al menos 18 tragos de bourbon en el Caballo blanco. Un bar famosos cercano a este hotel. Moriría días después en el Hospital St. Vincent.

En la habitación número 100 apareció muerta y desnuda sobre el piso Nancy Spungen. La novia de Sid Viciuous, el más punk de los Sex Pistols. En la habitación 822 Madonna se tomaba las fotos más provocadoras de su momento, cuando ella era confesa adicta al sexo.

Y así podríamos seguir toda la noche.

 

Carne de presidio

Tití comenzó a prostituirse en noviembre de 2006. Su día comienza a las cuatro y media de la mañana. A esa hora comienza a arreglarse, sale a las seis a trabajar y no regresa sino hasta las once. A esa hora se desmaquilla y enseguida sube a dormirse con sus amigas, la Vika, la Chucha y Jessica, con ellas se duerme. En el tercer piso está su habitación, pero casi nunca duerme ahí. Por lo general duerme arriba. En la cómoda hay un espejo grande, aquí es donde todas se visten porque los otros cuartos no tienen un espejo como este. Como a las ocho de la noche vuelve a salir otro rato, y se mete a las once para dormirse y despertar a las cuatro y media.

Entre maquillajes, música, bromas y tragos se van transformando. De abril a junio de 2008 estuvo preso en el reclusorio Norte. No quiere hablar de eso. Salió golpeado, sin un peso y fue carne de presidio. “Si a un güey le lates y quiere cogerte a fuerzas, pues…”

Alma errante que llegó a la ciudad de México proveniente de Veracruz, el primer hotel en el que durmió fue en el Bremen, en la calle de Isabel la Católica. A veces cuando uno de nosotros no tiene dinero, el resto nos cooperamos para ayudarle a la comida y a pagar el hotel. Una vez intentó dejar de vivir en hoteles. En la noche que los caseros se dieron cuenta del oficio que Tití practicaba, le sacaron las cosas a la calle y no le devolvieron el mes de renta ni el depósito. “Pensaron que iba a meter a mis clientes a su casa”.

En el cuarto de Tití hay un altar a la Santa Muerte, una veladora y distintas imágenes en formato distinto. Un cenicero recibe los restos del incienso. Alrededor de la santa niña hay varios billetes de juguete. “Ella me salvó un jueves, a las cinco de la mañana. Me abordaron unos tipos, me amordazaron de pies a cabeza. Ya me iban a dar crank. Por eso ya no me gustan tanto las noches para trabajar, mejor de mañanita”.

Hubo un tiempo en que todos sus clientes eran adictos al crack, como él. Tití se considera niño de casa. En su tierra tienen una lana invertida en una pequeña tienda de abarrotes. Porque algún día piensa retirarse de la prostitución y llevar una vida tranquila.

Son casi las once de la noche, Carolina, la amiga regia de Tití que ha estado vistiéndose todo este tiempo aquí, está lista. Lleva su peluca negra y lacia, la que mejor vende según ella.

Los clientes de Tití son, por ejemplo un profesor universitario y el director de una secundaria. Tití gasta el 60% de sus ganancias en la renta del cuarto.

 

 

 

DOS LULÚS

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an a dar las seis. Aprieto el paso. Tengo hambre. Salí de casa para buscar algo de comer cuando ya no aguantaba más, a la hora en que un agujero se abrió en mi estómago, un hoyo en mis entrañas que de pronto dejó escapar lumbre, llamas que subieron por mi tráquea para ponerla al rojo vivo. Jadeante, suduroso y mareado, busco el área de fondas en el mercado.

Cruzo boneterías y ferreterías, pollerías y papelerías, y al final suspiro hondo al encontrar un local abierto: comida corrida Doña Lulú.

Una anciana barre entre mesas mientras otra lava platos. Seguramente una de las dos es Lulú. O ambas. ¿Todavía tienen, tienen comida? Apenas hago la pregunta, descubro lo estúpida que es. ¿Qué otra cosa van a vender ahí sino comida? Ni modo que me digan, “perdone, se terminó la comida, sólo nos quedan algunas llaves de cruz y cuatro bultos de cemento”.

La que barre le pregunta a gritos a la de los trastos si aún queda algo en las cacerolas. Ésta contesta que sí. “Que sí”, me dice la de la escoba. Estoy a punto se sentarme cuando las naúseas regresan, con la misma fuerza que minutos antes lo hicieron. Una de las viejas me indica dónde está el baño.

Antes de irme, me asomo al pizarrón que en una de las paredes del negocio cuelga. “En lo que voy al baño, ¿podría irme sirviendo crema, por favor?”.

Los sanitarios quedan lejos, al otro extremo del mercado. A sus puertas, una adolescente cobra. Cinco pesos por persona. La entrada incluye unos diez cuadritos de papel higiénico. Me hinco ante el excusado y expulso el vaso de agua que me tomé para pasarme una aspirina media hora atrás.

Me enjuago la boca y en en el espejo me topo con mis ojeras. Oscuras medias lunas bajo mis ojos que acentúan mis rasgos más miserables. Me veo mal. Pálido, desvelado, crudo, hambriento. Pero no tengo tiempo de sobarme la cara mientras me observo. Al salir, considero cómo es posible que la chica de la puerta tome café con galletas con la peste que del mingitorio emana.

De vuelta a mi mesa, se me atraviesa un puesto de lencería, rebosante de tangas y ligueros. Siento que mi cabeza va a caerse, que rodará por el suelo. La detengo con mis manos cuando me llegan flashazos de la noche previa.

Mientras me acomodo en mi silla, aparece mi crema. Desenvuelvo la cuchara, el tenedor y el cuchillo de la servilleta que los arrejunta y comienzo. A la tercera cucharada me pregunto de qué es la crema. Mi paladar no da con la respuesta. El caldo es amarillento, podría ser de zanahoria o de migajón licuado con agua de la llave y un cubito de norsuiza. No hay una salsa decente al lado del servilletero, apenas una Valentina. “Ni modo”, me digo, pero ni con el chorro que vacío en el plato la cosa cambia.

Continúo comiendo.

Me recrimino haber ido demasiado lejos la madrugada anterior y mi estómago me hace reclamos igual, porque cada cucharada cruza mis entrañas hiriéndolas. La crema es de navajas oxidadas, concluyo. Luego pido arroz. Un arroz frio e insípido. Podría estar comiendo puños de mierda de rata y no me enteraría. Sin éxito, me levanto para buscar en las otras mesas una salsa real. Llegan luego las tortillas, también aparece una jarra con agua de tuna.

Mi vista regresa al pizarrón. Los guisados. Albóndigas, tortitas de res o enchiladas. “Sólo quedan enchiladas”. Jamás he probado unas enchiladas buenas en una fonda, y cuando mi plato aparece noto que esta vez no será la excepción.

La crema sabe a engrudo y el queso a plástico rayado. Del caldo, ni hablar, acidísimo y, claro, frio. El pollo, crudo. Con sangre a la vista. Esas enchiladas son una chingadera. Al tercer bocado decido llenarme con agua. Tres vasos al hilo. Necesito hidratarme, después de todo. Limpiarme la mierda que traigo dentro.

Al tiempo que bebo como náufrago, descubro que el negocio de pescado fresco de enfrente está a punto de cerrar. Un hombre con botas de hule echa cubetadas de agua a una tina forrada de azulejo y talla con una escoba mientras chifla. El olor que el acto desprende termina por matar mi hambre. Vuelven las náuseas.

“Son cincuenta pesos”, señor. Saco dos de veinte y uno de diez. No habrá propina. Me paro de la silla con un palillo entre dientes. Veo que me tiemblan las manos. Intento calmarme, no estresarme al recapacitar que anoche me volé todas las bardas de un gran salto.

Y entonces se para frente a mí. Lo vi pasar minutos antes pero no le di importancia, noté que estaba sentado cerca, en el suelo, pero yo andaba ocupado con mis cubiertos. Teniéndolo cara a cara, con su mano extendida y el gesto adolorido, caigo en la cuenta de que no detecté su peste porque la del local de pescado la tapaba.

Qué olor. Sobaco con caca. Barbado, rastudo, vestido con prendas rasguñadas por un dinosaurio emputado, el tipo pasa la vista por la jarra que sobre la mesa hay sin que su palma cambia de posición; luego, estrella su mirada contra la mía. Lo entiendo. Tiene sed. Pero también quiere dinero. No sé cuál de las dos cosas le urge más. Encuentro cinco pesos en el bolsillo y se los doy.

Al recibir la moneda, el harapiento me pregunta si voy a tomarme la poca agua que queda. Ante mi respuesta, saca un envase de coca vacío y ahí vierte el líquido. Entonces le propongo que se lleve las enchiladas que no me comí.

Asiente con la cabeza y me acerca otro vaso, éste con, no sé, no sé con qué dentro, un líquido café, podría ser refresco de manzana o agua sucia. Le digo que no, que ahí se le van a hacer feas las enchiladas (¿más?). “No hay pedo”, me avisa; “échalas”. Estoy a punto de pedirle a la de la cocina un plato desechable para ahí poner la comida, pero el rastudo se adelanta, hace cucurucho mis enchiladas y las retaca en su vaso. Apenas caben.

El líquido se desborda cuando el sujeto mete todos sus dedos al recipiente para hundir bien las tortillas. Y ahí, en caliente, empieza a comer. Traga urgido y su barba se transforma en un montículo de pelos tiesos bañado por una cascada verde. Lo veo detenidamente y entre masticadas, él me analiza también.

Debería irme, encontrar una tienda y comprar un Gatorade; luego volver a casa y hacerme bola en la cama, dormir hasta la madrugada. Recobrar fuerzas. Pero me quedo quieto, observando al hombre tragar. Cuando era niño, tenía unos vecinos que vendían carnitas los domingos. En el patio de su casa había un chiquero, un enrejado diminuto, alfombrado con mierda y lodo, con dos o tres cerdos dentro, siempre guarreando. Cuando salía yo a jugar, me asomaba por la reja y veía a los puercos tragando tortillas remojadas.

Recuerdo eso al mirar al indigente, al buscar mi reflejo en sus ojos, en esas canicas opacas. Entre tanto, el tipo mastica y mastica. Y luego me sonríe. Las puras encías me enseña, no tiene un solo diente. Yo le sonrío también.

Regresan a mí las náuseas cuando noto que, asqueadas, las dos lulús nos miran detenidamente a ambos, de pies a cabeza. Si por ellas fuera, nos correrían a escobazos. O nos harían chicharrón.

 

MANO DE OBRA DESCALIFICADA

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n aquellos días me aferraba a conseguir empleo desde la cabina de un teléfono público. Invertía el pequeño ahorro en tarjetas Ladatel, en ejemplares de El Universal y en pergeñar en Computrabajo. Iba por cuenta propia y sin palancas en la Ciudad de México. Aquellas sesiones telefónicas terminaban con una mentada de madre para el viejo sapo de Carlos Slim.

Volvía al cuarto de azotea que rentaba y lo que no podía faltarme era un johnson y una taza de café cargado. En esas mañanas luego de leer una treintena del Ulises me dejaba tocar por la angustia de la vida y pasadas las once mi lectura eran los clasificados. Solicitaban harta broza para auxiliar de oficina, eran chambas de cuatro horas al día con sueldos jugosísimos, canonjías para las que había que referir a la “licenciada Irma” o al “licenciado Juan”, para descubrir que en realidad se trata de vender perfumes, empacar chocolates o calzones, atender teléfonos. Pero qué clase de empleo buscaba. Estudié comunicación y egresaba de la escuela de escritura esperando que todo aquello sirviera para algo; porque en medio de la desesperación me parecía factible trabajar empaquetando calzones de ñora.

Me preguntaba dónde se anunciarían los empleos serios, las grandes firmas parecen búnker, resguardadas de gente erotizada de espetar “el licenciado no se encuentra, ¿qué se le ofrece?” Estaba convencido de que quien gozaba buen empleo en la Ciudad de México era porque tenía contactos, padrinos, relaciones. Yo conocía a pura gallada y eso me remitía fatalmente a una sensación de película de Luis Alcoriza, no sé, acaso quiero decir que padecía síntomas de vergüenza ajena, por casi todo, por la supuesta vida en serio, por la mala interpretación de patria, por esta realidad y este destino chambones. Presentía un mal gasto de la vida. Eso es todo.

Un día encontré un anuncio interesante: solicitaban chicos para atender señoras. Actué sin remilgos. Al teléfono una voz de jotito me programó un casting para aquella tarde. Me puse dos dos galán y me lancé al domicilio que me indicaron en la Nápoles. Me entrevisté con un morenito rupestre de cutis picado y facha de Ixtapasomething. Siento referirlo así pero Monsi ya sentenció que en este país rostro es destino. El sujeto me escaneó con afectación, de criterio exigente; me hizo el favor de ubicarme: Los quiero más güeros, con el cuerpo trabajado, más como estrípers.

Admití que carecía de experiencia pero advertí que aprendo rápido. Así que ahí estaba, en el departamento de un proxeneta de bajísima estofa, intentando ganarme la vida haciendo efectivo mi capital, un cuerpo esmirriado. La entrevista fue lacónica. ¿Cuánto te mide? Co-como quince centímetros, mentí evidentemente. A ver, indicó que se lo mostrara. Me sentí invadido. Como sea el ninfo se complació estudiándome el miembro. ¿No te pondrás nervioso cuando estés con las clientas? Me advirtió que no era un trabajo sencillo, que algunas eran sucias o gordas. Bueno, concluyó, ahí dentro hay una chica esperando, vamos a hacer una prueba, y me entregó un preservativo.

En la habitación había un sillón donde languidecía una muchacha enjuta y desangelada con marcas de autocastigo en los brazos velludos. La chica se desnudó y se colocó de hinojos. Desde atrás parecía un cervatillo. Bambi, pensé. Pero la pasión no despertó por más que me sacudí y fantaseé onda furry. Al cabo me puse a embestir suavemente a la guajira como si viajáramos apretujados en el metro. El empresario del sexo atestiguaba impaciente. No pude más, comencé a sudar, me descompuse, mejor admití el fiasco. El jurado no disimuló su decepción. Tiempo perdido.

Nos vestimos en medio de la opresión del fracaso. Cuando salí de aquel departamento respiré libremente. Tendría que seguir buscando algún trabajo íntegro. Está bien, concilié, la vida es así. Era una tarde fría. Los charcos de lluvia en el asfalto recortaban reflejos de cielo. Caminé hacia la estación del metro riéndome solo por semejante episodio fallido. Qué bárbaro. Qué chingados acabas de hacer, me reconvine. Pues buscar un trabajo, rezongué.

Tiempo después hallé un clasificado que solicitaba velocidad para redactar. Se trataba de una de esas empresas que realizan síntesis de noticias para gente especializada en temas diversos. Acudí a la prueba. Una ruca dictó y nosotros escribimos como el pedo. Tenía que ser sin errores. Puta. Por ir mariguano tuve que corregir gazapos a cada rato; mientras la morrita de junto aporreaba sabroso el teclado. Lo lamenté. Días más tarde se acabó la esperanza. Telefoneé indignado sólo para que me espetaran que mi puntaje de errores apenas alcanzaba el aceptado. Hice la pataleta. Azoté la bocina contra la caja de teléfono. Tú también, puto Slim. Le metí otro vergazo al cuadro metálico de comunicación y entonces me di cuenta de que la empresa telefónica a la que dejaba parte de mi dinero no era sólo Telmex, sino una firma mediocre cuyo lema era: “El de los movidos”. Ironía innecesaria.

Le metí otro madrazo al fono y mejor me largué a comer al mercado de la Narvarte. Necesitaba caminar para pensar con claridad. En primer lugar, me zurré, deja de ir mariguano a buscar trabajo. En segundo, te urge una nueva actitud; no, zanjé, necesitas un método. Motívate, man, me espoleé, mañana te pones un tacuche y vas a dejar tu currículo a los periódicos más acá, a las agencias más picudas. Hazte presente, que te vean. Recordaba las palabras de mi hermano el empresario: “Los jefes aprecian la iniciativa”.

Al día siguiente me engominé las greñas, me puse el traje de cuando hice mi examen profesional y agarré un portafolio y lo atiborré de currículos como si de veras. Pero aquella jornada no pasó del manido “déjenos sus documentos y nosotros nos comunicamos”. Lo chingón fue pasearme por sitios de negocios como por una escena de American Psycho, escuchando Blasfemous Rumor´s a todo bafle, cruzando miradas con lindas ejecutivas, sintiendo que podía formar parte de aquella elegancia y educación, de la sociedad fina, bonita, al menos como último eslabón, del anhelo de llegar a parecer, al menos, contemporáneo de los europeos y de los gringos modernos. ¿Qué más quiere uno en la vida?

Desesperado me hice maestro de español en una secundaria particular acondicionada en una casona. Era uno de esos colegios bastardos que abrigan a los expulsados de los buenos institutos. Fue imposible impartir una clase completa porque aquellos alumnos eran unas hienas y el tiempo se iba en callarlas y controlarlas. Hasta que un día las quejas inventadas colmaron la tolerancia de la directora y me confrontó: “Oiga maestro, ya párele con sus groserías en el salón. Está bien que sea de Guerrero pero esto es una escuela”.

No era la verdad expedita pero aquellos adolescentes perdidos eran como sacados de El señor de las moscas y fabulaban atrocidades en contra de su peor enemigo, el profe. En alguna ocasión desesperada se me escapó una majadería pero no fue para Casos de la vida real. La directora les daba razón porque vivía parásitamente de aquella cizaña. Renuncié aquel día. Nunca más trabajar en negocios familiares, apunté. En esa escuela todo era simulación y luego me pedían la honorabilidad que despreciaban. La epifanía me estremeció, no fuera eso mi vida, la vida, un vulgar simulacro. Debía remedirlo urgentemente porque era un estado de barbarie.

El desasosiego avanzaba. Un viernes recibí una llamada. La empresa sonaba seria e interesada en mi perfil. Me citaron para el lunes siguiente a primera hora. La nueva me insufló alegría y esperanza que me puse a festejar por anticipado y me lancé donde el Juan Sierra para celebrar. Pero el festejo se prolongó hasta la tarde del domingo cuando recordé que la vida laboral me esperaba a la vuelta de unas pocas horas de descanso. Al día siguiente acudí devastado por la resaca y apenas llegué al sitio descubrí que se trataba de otra empresa de multinivel. Maldita plaga, conjuré. Bueno, ya estás aquí, me persuadí, échale ganas.

Éramos más de cincuenta aspirantes hacinados en una sala quienes atestiguamos la irrupción de un sujeto despótico dándoselas de exigente y dinámico, que sin trámite se puso a arengarnos: “Ustedes ya son triunfadores por el sólo hecho de estar aquí esta mañana. ¿Cuántos prefirieron quedarse en cama?” Yo, admití. “En cambio ustedes decidieron hacer el esfuerzo por progresar. Dense una felicitación por ello.” Así lo hice. El directivo continuó su oratoria asistencial cuando de repente caí en un sueño profundo y al despertar me enteré de que lo tenía encima gritándome que me largara, mientras un público todo canaca corroía el interdicto con su morbo.

El fanfarrón solicitó la asistencia de esbirros en la fehaciente de lo que la empresa no tolera. Entre dos empleados me condujeron a la salida encadenado de brazos. Al principio me intimidaron pero en la puerta reaccioné y me los quité de encima con unos empujones tipo los del Enmascarado de Plata, y me puse como desquiciado a azuzar a la gente gritando que todo aquello era una vil patraña y un lavadero cerebral, que no hicieran caso al gañán aquel y que mejor buscaran un trabajo en serio, que no se metieran a una secta, que evitaran el estupro laboral, pues ahí serían exprimidos y humillados, que leyeran a los rusos.

Afuera todavía insistí en mentar madres a través del cristal hasta que me cansé y me largué para que no atraer a la policía. Me sentía volcánico pero ya ni siquiera precisaba por qué tanta furia, si porque me injuriaron, si porque me rebajé a seguirle el juego a una empresa defraudadora y no quedarme a dormir según mi conciencia, o por la frustración de no conseguir un maldito empleo y continuar protagonizando canciones lastimeras de Rockdrigo González. A lo mejor reventaba porque se cumplía a favor para quienes me auguraron fracaso en la vida. Quizá simplemente estaba lleno de ira contra mí porque a esas alturas no sabía qué demonios sucedía conmigo y ni siquiera llegaba a ser un recurso humano atractivo, para funcionar.

Me desleí con la frustración vibrante que pulula por las calles de la Ciudad de México, convertido en masa, escupí bilis, menté madres, caminé chocando contra la gente. Tienes que hacer algo antes de convertirte en el Mil Usos, me ultimé. No podía más. Ni siquiera se me antojaba beber alcohol. Sólo regresé a casa a tirarme en la cama y continuar leyendo a Joyce, a seguir con aquel pasaje absurdo en que al excéntrico Poldy se le deshace una barra de jabón de limón en las lumbares.

No se percata uno de cómo va hundiéndose hasta que la vida le revienta uno de esos cachetadones tipo los del Botija al Chómpiras, que dejan girando. Así me encontré una noche en el tuétano de la vagancia entre una bola de rufianes apostando a las luchas de brazo en un cascajo de vecindad del Centro. Ahí donde me encontraba de flaco llevaba acumulado un récord de tres victorias más una feriecita en la bolsa. Uno de mis contrincantes estaba ardido y exigió revancha, sólo que ahora con el brazo izquierdo. No pude negarme a pesar de mis reparos por una lesión en el ala zurda que nunca me atendí. Así que a pesar de que el bruto me había doblegado no dejé de arrostrar su peso con mi fuerza hasta que pac, inopinadamente me fracturé el húmero casi a la altura del codo. Del calvario y la humillación que siguieron hablaré después o nunca. Me fui a la banca durante más de un mes de reposo.

Descendí a la categoría de mano de obra descalificada.

Aquellos fueron días muertos, me llenaron la sangre de pregabalina, un fármaco para afecciones nerviosas y ansiedad. Al tiempo regresé a la Ciudad de México para la revancha con la vida y me encontré con el escritor editor Fernando Reyes, quien me habló de un proyecto que la capital traía con la Sogem y el DIF para instalar programas de educación artística gratuita para niños. Apúntate, pinche Acapulco, ya déjate de mamadas, me animó. Así terminé impartiendo creación literaria a menores de once años. No era un empleo de liga internacional pero al menos la cosa comenzó a ir mejor. Varios de esos chavales eran listísimos y algunos estaban realmente chiflados, como Sofía, una linda güerita rolliza que aprovechaba toda ocasión para recordarme cuánto la enloquecía el tocino. Mmmm, se mojaba labios sobándose la barriguita como cliché de televisión, to-ci-no, recitaba en éxtasis. Era mi favorita. A veces me ponía nostálgico mirándome entre todos esos niños, sabiendo que afuera continuaba la vertiginosa y seductora carrera hacia ningún lugar pero a toda velocidad.

Luego conseguí otro ingreso, ahora como profesor de humanidades en una preparatoria abierta. Le echaba ganas, me cae. Madrugaba para preparar mis clases aunque la mayoría de los estudiantes las despreciaban. No me importó. Me dejé de rebeldías por ahora.

En aquella preparatoria conocí a Liz Castillo, una jovencita desencajada. La introduje al mundo de la Generación Beat a través de El Camino, del bueno de Jack. Fue una temporada estable en mi vida. Tenía trabajo y una linda chica de humor siniestro y tetas caprichosas. Mientras los días pasaban rutinariamente yo me dejaba alaciar el alma por los rigores de la vida laboral y cotidiana. Posponía indefinidamente esa moción incomprensible, que más bien pertenece al ámbito de la barbarie, la búsqueda del fuego.

Quería incendiarme.

MILO MANARA, CELEBRAR EL CUERPO DE LA MUJER

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alvo en los pocos ámbitos en los que se ejerce la lectura sin prejuicios, el cómic se salva de una condena súbita por presentar a la mujer como un objeto. México tiene gran tradición en las historietas de contenido picante, en donde se relatan amoríos con finales comúnmente burlescos o trágicos. Las mujeres suelen ser representadas con cuerpos de enorme frondosidad, en medio de hombres que las anhelan y acosan hasta lograr algún “favorcito” de su difícil voluntad.

No es difícil hallar en los puestos de periódicos una pequeña sección de esta forma de entretenimiento, casi escondida por las fajillas usuales que los etiquetan como productos “sólo para adultos”. Esto para acentuar que en este país los cómics eróticos aún se consideran un subproducto para individuos con más libido que inteligencia o parejas sexuales.

En la tradición europea, el italiano Milo Manara (n. 1945) ha destacado por su extremoso refinamiento para dibujar el cuerpo de la mujer, en especial, en posiciones eróticas y sexuales. Manara, un clásico vivo de la historieta, afiló su notoriedad entre los adultos asiduos al cómic para lectores exigentes, cuando dibujó la serie de Los Borgia (2005) en colaboración con Alejandro Jodorowski, quien nunca ha dejado de estar vinculado al mundo de las historietas para adultos, con tramas sangrientas, místicas o espaciales.

No obstante, Manara ya era una celebridad por series como El Click (1983-2001), las aventuras de Giuseppe Bergman y, de manera especial, El perfume del invisible (1985), un hito del dibujo erótico puesto al servicio de una trama delirante. Su obra es distendida y lo mismo puede dibujar una serie del Kamasutra, que colaborar con ese otro maestro del cómic que fue Hugo Pratt (1927-1995). El gran Hugo Pratt.

He sentido gran satisfacción al reencontrarme con los dibujos de Manara en ediciones modernas y traducciones pulcras, en papel de alta calidad y con los debidos contratos editoriales, con lo cual su pase a las siguientes generaciones está garantizado. Hubo un tiempo en que sus obras circulaban como si fuesen un objeto prohibido, en reproducciones que demeritaban un trabajo de calidad, confundiéndolo con la cháchara usual que produce la siempre decepcionante industria del porno.

En la parte literaria, debe decirse, Manara cede más de lo debido a la parte mágica de la realidad, y sus historias quedan subordinadas al estallido de la pulsión erótica. En El perfume del invisible, por ejemplo, se relata la historia de un científico que desarrolla una sustancia que produce invisibilidad, además de frenesí sexual en quienes tienen la suerte de tenerlo a su disposición. Esta historia, además de otras, se resuelve con alguna persecución entre individuos encuerados, la culminación de un acto sexual o una masturbación delirante. Lo que importa es el dibujo, quiero decir.

Manara, dibujante envidiable de trazo sintético y casi perfecto, se inclina por las soluciones del género y celebra el cuerpo de la mujer como una caja de Pandora, que una vez abierta genera consecuencias a propios y extraños. Su gran deleite es el cuerpo de la mujer. Manara dibuja para celebrarlo, confesar su pasión por sus bordes y olores y también para dar un ejemplo —uno de los últimos con un alto nivel de exigencia por lo que hace al concepto de la valentía—, de que el arte no debe reparar en mojigaterías o teorías culturalistas que intentan desbarrancar una devoción milenaria.

Dudo que sus dibujos sean de la preferencia de las feministas radicales —para quienes será otro enemigo de su reivindicación—, aunque sí podrían ganarse el beneplácito de las lesbianas y, en general, de cualquier mujer con el suficiente criterio para concluir que un dibujo del cuerpo de la mujer jamás implica demeritar a una condición de género, o como quieran llamarle.

Ningún arte, en este caso el de Manara, debería verse limitado por las ideas políticas de la sociedad, pese a que se muestren favorecidas por una mayoría rabiosa y purulenta. Ya en demasiadas ocasiones se ha probado que la masa, anónima y rijosa, se equivoca con facilidad.

La soltura de su trazo ha sido influencia para varios dibujantes, quienes imitan su modo de resolver las curvaturas del cuerpo de la mujer en el espacio infinito. Las mujeres que aparecen en sus cómics no serían feministas o, si lo fueran, apenas se inclinarían por desconfiar del hombre, su compañero histórico y proveedor de placer en grado supremo. En el vasto universo de los cómics, y en el reducido mundo de los cómics eróticos que ameritan visitarse, la obra de Manara no sólo es eso sino también un lujo visual en tiempos en los que las violencias del revanchismo nos obligan a bajar la vista y al silencio.