DOS LULÚS

an a dar las seis. Aprieto el paso. Tengo hambre. Salí de casa para buscar algo de comer cuando ya no aguantaba más, a la hora en que un agujero se abrió en mi estómago, un hoyo en mis entrañas que de pronto dejó escapar lumbre, llamas que subieron por mi tráquea para ponerla al rojo vivo. Jadeante, suduroso y mareado, busco el área de fondas en el mercado.

Cruzo boneterías y ferreterías, pollerías y papelerías, y al final suspiro hondo al encontrar un local abierto: comida corrida Doña Lulú.

Una anciana barre entre mesas mientras otra lava platos. Seguramente una de las dos es Lulú. O ambas. ¿Todavía tienen, tienen comida? Apenas hago la pregunta, descubro lo estúpida que es. ¿Qué otra cosa van a vender ahí sino comida? Ni modo que me digan, “perdone, se terminó la comida, sólo nos quedan algunas llaves de cruz y cuatro bultos de cemento”.

La que barre le pregunta a gritos a la de los trastos si aún queda algo en las cacerolas. Ésta contesta que sí. “Que sí”, me dice la de la escoba. Estoy a punto se sentarme cuando las naúseas regresan, con la misma fuerza que minutos antes lo hicieron. Una de las viejas me indica dónde está el baño.

Antes de irme, me asomo al pizarrón que en una de las paredes del negocio cuelga. “En lo que voy al baño, ¿podría irme sirviendo crema, por favor?”.

Los sanitarios quedan lejos, al otro extremo del mercado. A sus puertas, una adolescente cobra. Cinco pesos por persona. La entrada incluye unos diez cuadritos de papel higiénico. Me hinco ante el excusado y expulso el vaso de agua que me tomé para pasarme una aspirina media hora atrás.

Me enjuago la boca y en en el espejo me topo con mis ojeras. Oscuras medias lunas bajo mis ojos que acentúan mis rasgos más miserables. Me veo mal. Pálido, desvelado, crudo, hambriento. Pero no tengo tiempo de sobarme la cara mientras me observo. Al salir, considero cómo es posible que la chica de la puerta tome café con galletas con la peste que del mingitorio emana.

De vuelta a mi mesa, se me atraviesa un puesto de lencería, rebosante de tangas y ligueros. Siento que mi cabeza va a caerse, que rodará por el suelo. La detengo con mis manos cuando me llegan flashazos de la noche previa.

Mientras me acomodo en mi silla, aparece mi crema. Desenvuelvo la cuchara, el tenedor y el cuchillo de la servilleta que los arrejunta y comienzo. A la tercera cucharada me pregunto de qué es la crema. Mi paladar no da con la respuesta. El caldo es amarillento, podría ser de zanahoria o de migajón licuado con agua de la llave y un cubito de norsuiza. No hay una salsa decente al lado del servilletero, apenas una Valentina. “Ni modo”, me digo, pero ni con el chorro que vacío en el plato la cosa cambia.

Continúo comiendo.

Me recrimino haber ido demasiado lejos la madrugada anterior y mi estómago me hace reclamos igual, porque cada cucharada cruza mis entrañas hiriéndolas. La crema es de navajas oxidadas, concluyo. Luego pido arroz. Un arroz frio e insípido. Podría estar comiendo puños de mierda de rata y no me enteraría. Sin éxito, me levanto para buscar en las otras mesas una salsa real. Llegan luego las tortillas, también aparece una jarra con agua de tuna.

Mi vista regresa al pizarrón. Los guisados. Albóndigas, tortitas de res o enchiladas. “Sólo quedan enchiladas”. Jamás he probado unas enchiladas buenas en una fonda, y cuando mi plato aparece noto que esta vez no será la excepción.

La crema sabe a engrudo y el queso a plástico rayado. Del caldo, ni hablar, acidísimo y, claro, frio. El pollo, crudo. Con sangre a la vista. Esas enchiladas son una chingadera. Al tercer bocado decido llenarme con agua. Tres vasos al hilo. Necesito hidratarme, después de todo. Limpiarme la mierda que traigo dentro.

Al tiempo que bebo como náufrago, descubro que el negocio de pescado fresco de enfrente está a punto de cerrar. Un hombre con botas de hule echa cubetadas de agua a una tina forrada de azulejo y talla con una escoba mientras chifla. El olor que el acto desprende termina por matar mi hambre. Vuelven las náuseas.

“Son cincuenta pesos”, señor. Saco dos de veinte y uno de diez. No habrá propina. Me paro de la silla con un palillo entre dientes. Veo que me tiemblan las manos. Intento calmarme, no estresarme al recapacitar que anoche me volé todas las bardas de un gran salto.

Y entonces se para frente a mí. Lo vi pasar minutos antes pero no le di importancia, noté que estaba sentado cerca, en el suelo, pero yo andaba ocupado con mis cubiertos. Teniéndolo cara a cara, con su mano extendida y el gesto adolorido, caigo en la cuenta de que no detecté su peste porque la del local de pescado la tapaba.

Qué olor. Sobaco con caca. Barbado, rastudo, vestido con prendas rasguñadas por un dinosaurio emputado, el tipo pasa la vista por la jarra que sobre la mesa hay sin que su palma cambia de posición; luego, estrella su mirada contra la mía. Lo entiendo. Tiene sed. Pero también quiere dinero. No sé cuál de las dos cosas le urge más. Encuentro cinco pesos en el bolsillo y se los doy.

Al recibir la moneda, el harapiento me pregunta si voy a tomarme la poca agua que queda. Ante mi respuesta, saca un envase de coca vacío y ahí vierte el líquido. Entonces le propongo que se lleve las enchiladas que no me comí.

Asiente con la cabeza y me acerca otro vaso, éste con, no sé, no sé con qué dentro, un líquido café, podría ser refresco de manzana o agua sucia. Le digo que no, que ahí se le van a hacer feas las enchiladas (¿más?). “No hay pedo”, me avisa; “échalas”. Estoy a punto de pedirle a la de la cocina un plato desechable para ahí poner la comida, pero el rastudo se adelanta, hace cucurucho mis enchiladas y las retaca en su vaso. Apenas caben.

El líquido se desborda cuando el sujeto mete todos sus dedos al recipiente para hundir bien las tortillas. Y ahí, en caliente, empieza a comer. Traga urgido y su barba se transforma en un montículo de pelos tiesos bañado por una cascada verde. Lo veo detenidamente y entre masticadas, él me analiza también.

Debería irme, encontrar una tienda y comprar un Gatorade; luego volver a casa y hacerme bola en la cama, dormir hasta la madrugada. Recobrar fuerzas. Pero me quedo quieto, observando al hombre tragar. Cuando era niño, tenía unos vecinos que vendían carnitas los domingos. En el patio de su casa había un chiquero, un enrejado diminuto, alfombrado con mierda y lodo, con dos o tres cerdos dentro, siempre guarreando. Cuando salía yo a jugar, me asomaba por la reja y veía a los puercos tragando tortillas remojadas.

Recuerdo eso al mirar al indigente, al buscar mi reflejo en sus ojos, en esas canicas opacas. Entre tanto, el tipo mastica y mastica. Y luego me sonríe. Las puras encías me enseña, no tiene un solo diente. Yo le sonrío también.

Regresan a mí las náuseas cuando noto que, asqueadas, las dos lulús nos miran detenidamente a ambos, de pies a cabeza. Si por ellas fuera, nos correrían a escobazos. O nos harían chicharrón.

 

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