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SANTO, EL ENMASCARADO DE PLATA

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n el habitual bullicio de la ciudad de México, el 5 de febrero de 1984, la luna era cubierta por oscuras y vaporosas nubes. Kilómetros abajo, en el centro histórico, la ciudad terminaba otra tregua con la rutina, lista para un inicio de labores que arrancarían algunas horas después. Pero aún era domingo y se debían arrebatar los últimos momentos de diversión y descanso al fin de semana. El Teatro Blanquita registraba un lleno total, para no variar. A punto de terminar la función de las 19 horas, hombres, mujeres y niños eran testigos del último acto de una de las figuras más queridas por el pueblo mexicano. Algo que por supuesto nadie sospechaba, quizá sólo él, que de algún modo tenía tiempo despidiéndose de su gente.

Al caer el telón era imposible resistir esa molestia que le mermó toda la rutina, entonces avisó a sus hijos que un dolor inmenso le recorría el brazo izquierdo, aquel que innumerables veces empuñara como muestra de triunfo.

Sin más preámbulos, el entonces escapista fue llevado al Hospital Mocel. Mientras tanto, nubarrones negros cedían paso a una luna luminosa y un frío que calaba los huesos. El público de la segunda función comenzaba a abarrotar el legendario local, en medio de una gran devoción. Ansioso por ver a su ídolo, el respetable fue ocupando cada uno de los lugares y guardó silencio en espera del show. Sin embargo, en lugar de la presentación, una triste noticia salió de los labios del maestro de ceremonias, según algunos testigos, el comediante carpero Alfredo “el Pelón” Solares:

—Damas y caballeros, por causas de fuerza mayor esta función deberá cancelarse, nos informan que en este momento acaba de fallecer nuestro compañero Santo, “el enmascarado de plata”. En las alturas la luna lucía radiante.

La elección de Rodolfo
A treinta años de su deceso, Santo “el enmascarado de plata”, es todavía uno de los íconos fundamentales dentro de la cultura popular mexicana por sobradas razones. Luchador, personaje de cómic, actor cinematográfico y héroe de carne y hueso; el hombre que en vida llevara el nombre de Rodolfo Guzmán Huerta hoy día es recordado y reconocido como una leyenda. La devoción alrededor suyo lejos de disminuir, se ha acrecentado con los años, generando un culto apenas comparable al de su alias, al de un santo, que si bien no ha realizado milagros (aún) cuenta con miles de creyentes en gran parte del mundo; México, Estados Unidos, Canadá, Argentina, España, Francia, Alemania, Japón y Líbano.

El fenómeno no es fácil de explicar, del mismo modo que no es fácil de entender, baste contar su historia —extraña y misteriosa— para sacar conclusiones propias. Rodolfo Guzmán Huerta nace un 23 de septiembre de 1917 en Tulancingo, Hidalgo, y emigra a la ciudad de México a muy temprana edad, estableciéndose en la calle de Belisario Domínguez en el centro histórico, muy cerca de la calle de Perú, por cierto. Siendo el quinto de siete hermanos, dos de ellos luchadores —Miguel “Black” Guzmán y Jesús “Pantera Negra” Guzmán— Rodolfo sigue su ejemplo y desde muy joven comienza su carrera en el deporte de las llaves.

Se sabe de la participación luchística de Rudy Guzmán desde 1933, aunque no sería hasta el año de 1942, y después de experimentar bajo el apócope de su nombre —Rodolfo, Rudy—, y las identidades de el Hombre Rojo, el Incógnito, el Demonio Negro y el Murciélago II; el joven Guzmán Huerta recibe una propuesta que no sólo cambiaría su vida, sino también el curso de la lucha libre y el cine en México. Don Jesús Lomelí, empresario que siempre le tuvo una enorme fe, le ofrece luchar enmascarado con una nueva identidad, de carácter místico, cuya terna de nombres oscila entre los siguientes personajes: el Diablo, el Ángel y el Santo. Rodolfo se inclina por el último y la ambigüedad que ofrecía tener ese nombre y practicar el estilo rudo. En ese momento daba inicio la leyenda.

El periodista deportivo Rafael Olivera establece que la historia de la lucha libre en México, en un símil con la historia de la humanidad y la figura de Jesucristo, podría dividirse mediante el personaje en cuestión, es decir, en la lucha libre antes y después del Santo. El exagerado comentario, más allá del fanatismo, obedece a una razón tan sencilla como contundente: con la irrupción del enmascarado de plata la lucha nunca volvería a ser la misma.

Antiguo testamento
Sabemos que la lucha llega a nuestro país en el siglo XIX, en concreto, el año de 1863 con la intervención francesa, cuando soldados galos llevaron a cabo un torneo en la clásica modalidad grecorromana. De ahí en adelante encuentros similares se llevarían a cabo cada vez más a menudo, pero desde la interpretación mexicana. ¿Los lugares? Plazas populares como mercados, ferias, algunos teatros, carpas y circos en donde la gente se acercaba a escasos centímetros de los combates. Por lo tanto no era extraño que el público se relacionara estrechamente con los protagonistas de “ese algo” que a ciencia cierta no alcanzaba a distinguir como deporte, fiesta o espectáculo, y que sin embargo le seducía enormemente. No faltaban insultos y rechiflas o bien, vítores y aplausos, según las simpatías despertadas por los gladiadores.

No es sino hasta 1925 que se construye la Arena Tívoli para llevar a cabo estos encuentros de lucha y peleas de box. Para 1930 el éxito es tal que se inaugura una más, la Modelo, que tras su demolición es levantada nuevamente como la primera Arena México el 21 de septiembre de 1933. Esta fecha es considerada como el nacimiento oficial de la lucha libre profesional, y fue posible bajo los auspicios del excapitán obregonista Salvador Luteroth, fundador de la Empresa Mexicana de Lucha Libre, que dicho sea de paso recibió una fuerte inyección de capital luego que Luteroth ganara un jugoso premio en la lotería al año siguiente ¿Suerte? ¿Intervención del destino? ¿Casualidad?

Algunas de las máximas figuras del estreno fueron gladiadores extranjeros: Bobby Sampson y Cyclone Mackey, norteamericano e irlandés respectivamente, lo cual señala la escasez de estrellas y la necesidad de personajes e ídolos con quienes la gente se identificara (con Emiliano Zapata y Francisco Villa asesinados, la noción del ídolo y héroe estaba de capa caída). Con el éxito inmediatamente se sumó la Arena Nacional de Box a la odisea luchística y el deporte se expandió. Posteriormente arenas de poco dinero y menor categoría, más cercanas a las carpas que a un centro de deporte, florecieron en los barrios populares con sus propias figuras, y en un curioso paralelismo con los artistas carperos que a la larga serían las estrellas cómicas del cine nacional (Medel, Cantinflas, Mantequilla, Resortes, Tin Tán y Palillo, por citar algunos) los gladiadores modernos forjaron “tablas” ante públicos nobles pero también feroces.

Con más demanda cada vez, los pocos espacios le quedaban chicos al público. La cartera de luchadores creció y los nacionales comenzaron a ganar terreno ante los extranjeros. Por ser unos y otros de gran calidad, no era fácil ocupar un lugar dentro del olimpo que se gestaba entonces.

Así, florecieron personajes como Gori Guerrero, quien a sí mismo se llamaba “el ave de las tempestades”; un ruso de proporciones hercúleas que respondía al nombre de Wolf Ruviskins; el entonces considerado el mejor de todos los luchadores, Carlos “el Tarzán” López; un salvaje apodado “Cavernario” Galindo, famoso por la violencia que desataba en el encordado; un coloso negro de formas elegantes, Jack O’Brien; así como los pintorescos Charro Aguayo, Indio Cacama y Gardenia Davis (primer luchador homosexual o “exótico”, por cierto); y por último, un loco conocido como “Murciélago” Velásquez, quien además de caracterizarse por sus rudezas, gustaba de arribar a la arena con un costal lleno de murciélagos que soltaba al iniciar el combate, mismos que terminaban colgados en los techos, no sin antes haber asustado al público con sus chillidos, aleteos y mordidas.

Entrega y excentricidad caracterizaban a todos y cada uno de los luchadores, algunos se quedaban en el camino mientras los más aventajados conquistaban su pasaporte a la gloria ante un público sediento de emociones y de sangre. La fiebre desatada en 1933 lejos de apaciguarse crecía año con año y para el 2 de abril de 1943, era inaugurada la Arena Coliseo, en la calle de Perú, muy cerca de Belisario Domínguez. La lucha estelar la llevarían a cabo el ídolo del momento —y casi invencible— Carlos el “Tarzán” López contra el novato sensación, un joven de apenas veintiséis años, famoso por sus rudezas y conocido como El Santo. A pesar que el colosal combate favoreció al más experto con dos caídas al hilo, el enmascarado estaba en camino de convertirse en la leyenda más grande de la lucha libre.

Nuevo testamento
Tras un intenso peregrinar, con dos o tres funciones por día, en plazas pequeñas donde era uno de los luchadores consentidos —Arena Afición, Arena Hollywood, Arena General Anaya, Casino Obrero, etcétera— había llegado su gran noche. Con su nombre definitivo, el Santo debutaría el 26 de julio de 1942 —acompañado tan solo con una máscara de piel de cerdo— para forjar una trayectoria basada primero en la fuerza y la violencia, para poco a poco desarrollar una técnica y estilo más depurado. Rudo en sus orígenes, el Santo tiene el honor de ser el primer luchador expulsado por exceso de violencia en la noche de su debut, tras haber dado cuenta de todos sus rivales —incluido el réferi— en una batalla campal.

A este encuentro siguieron otros igualmente violentos, uno muy sonado fue cuando en 1943 expuso su máscara contra el salvaje Murciélago Velásquez a quién rapó bajo la mirada atónita del público y el revolotear de los quirópteros. Ante el frenesí del respetable, Santo decide hacerse técnico.

Años después, en 1952, otra de sus más feroces rivalidades lo llevaría a una apuesta legendaria donde él y Black Shadow protagonizaron la lucha más espectacular que se recuerde, con saldo en contra para el “hombre de goma” que perdería su capucha oscura para siempre. Lejos del simple anecdotario, cabe señalar que esta lucha, además de fundamentarse en una fuerte rivalidad deportiva, representaba para el público algo así como la lucha de los opuestos; el bien versus el mal, el hombre plateado, famoso por su estilo a ras de lona, en contra del oscuro encapuchado negro, rey del estilo aéreo. Ninguna lucha ha tenido resultados tan impactantes, mientras que el Santo se catapultó a sí mismo a la gloria deportiva, y más tarde cinematográfica, con la derrota Black Shadow no sólo perdió su mascara, sino que, como una sombra ante el resplandor incandescente de la luz plateada, se difuminó poco a poco hacia el anonimato.

Orlando Jiménez, investigador de la lucha libre, se cuestiona tras entrevistar a Black Shadow (Alejandro Cruz Ortiz, quien en el Mercado Hidalgo de la Colonia Doctores atendió un local de venta de mochilas) “¿Qué hubiese pasado si Shadow hubiese ganado la batalla del bien vs el mal, en qué sería diferente el pueblo de México sin la leyenda del “enmascarado de plata” para muchos fundamental en el imaginario comunicativo nacional? ¿Tendríamos decenas de películas de Black Shadow, el enmascarado negro? (…) ¿Tendríamos como máximo ídolo a una representación del mal?”. Imposible saber las respuestas, lo cierto es que a partir de ese momento y ante una suma de circunstancias que difícilmente podrían repetirse, el Santo se consagra como el personaje del momento.

Hazañas como las vividas ante Murciélago Velásquez y Black Shadow se repitieron desde entonces y con resultados favorables para el Santo. Años después en un duelo ante el Espanto I (de nuevo el bien contra el mal, un santo contra un “espanto”) el “enmascarado de plata” despojaría de su incógnita a su rival. Y así como el duelo ante Black Shadow pasó a la historia por su dramatismo y despliegue técnico de ambos gladiadores, el enfrentamiento ante Espanto I es recordado por ser uno de los más sangrientos, por ser un combate que no sólo tiñó de rojo la lona de la Arena México, sino también la memoria de los presentes.

El culto mediático
Con el arribo de la televisión a México en 1948 y la transmisión en vivo de “las luchas” los viernes por la noche, nuevamente la afición se multiplicó en proporciones increíbles. Era común entonces que los escasos dueños de aparatos televisores cobraran “por dejar ver” dichas funciones televisivas, igualmente intensas y catárticas. De tal modo, en los pasillos de vecindades y edificios retumbaban chiflidos, porras y gritos para los gladiadores, al igual que en las butacas de las arenas, gritos que poco a poco formaban uno sólo: ¡San-to!, ¡San-to!, ¡San-to!

En el año de 1954 por decreto presidencial se prohíben las luchas por televisión. Para la popularidad de Guzmán Huerta esto no representó gran problema, ya que desde 1951 su legión de fanáticos había crecido a límites insospechados por obra y gracia de un excéntrico personaje: José G. Cruz, editor, ilustrador y guionista — habitual colaborador de Juan Orol y del cine arrabalero en general— quien transportó al Santo al mundo del cómic.

Aunque si bien nuestro gladiador en los encordados se caracterizaba entonces por su conducta agresiva, en las historietas en cuestión tenía las características heroicas que posteriormente se verían en el cine, y con las que sus lectores le identificarían plenamente: valor, sabiduría y justicia. Amén que su presencia era ciertamente real debido a los fotomontajes dónde todo era dibujo, menos la figura del Santo que provenía de fotografías verdaderas.

La elaboración de este cómic aportaría dos elementos fundamentales para el futuro culto alrededor del Santo. Por un lado José G. Cruz era el creador del famoso eslogan “el enmascarado de plata” que acompañaría al Santo hasta el fin de sus días (y que ya había sido utilizado por el Médico Asesino en una película). El otro aspecto era la extraña mezcla de aventuras, épocas y mundos donde la serie desarrollaba sus historias, lo cual se entiende perfectamente si se considera que la revista en sus veintinueve años de vida sólo tuvo un guionista (el mismo José G. Cruz) y en sus primeras épocas ofertaba tres capítulos por semana (lunes, jueves y sábados) por lo que en un ánimo de no repetir argumentos, el guión permitían todo tipo de situaciones, hecho que se repetiría más tarde con sus películas que lejos de ser anacrónicas, termina por transformar al Santo en un héroe intemporal que bien puede enfrentar a un asesino en la época de la colonia, que una invasión marciana en el presente o un villano en el oeste norteamericano de principios del siglo XX. Finalmente, tras una serie de conflictos entre Santo y Cruz, el luchador abandonó el proyecto para ser sustituido por el atleta Héctor Pliego, ex Mister Universo, la aventura duraría hasta 1980.

Su paso por el séptimo arte es quizá la parte más conocida de su vida, nuevamente intervienen diversas situaciones que en conjunto le favorecen. Son ya los últimos años de los cincuenta, por un lado la lucha libre se ha instaurado como el deporte sensación desde hace dos décadas y por otro, la fama del Santo ha traspasado de las lonas a las páginas del cómic. En el cine la bonanza de la época de oro ha dado ya de sí y una preocupante escasez de estrellas y de temas inunda los estudios.

En ese contexto surge el cine de luchadores y el “enmascarado de plata” no tardaría también en imponerse como una de las estrellas más rentables. Tan rentable que en una de las peores épocas para el cine nacional, la existencia de sus filmes dio un segundo aire a la industria cinematográfica, generando innumerables fuentes de trabajo.

Sus dos primeras películas —“Santo contra el cerebro del mal” y “Santo contra hombres infernales”, ambas rodadas en Cuba en 1958— pasan con más pena que gloria. No es hasta 1961 que con “Santo contra los zombies” cambia el rumbo y además de cosechar su primer éxito es flanqueado por quien sería su mejor pareja femenina en el celuloide: la bellísima Lorena Velázquez, con quien rodará el año siguiente bajo la dirección de Alfonso Corona Blake su obra cumbre “Santo contra las mujeres vampiro”, filme con una estética cercana al terror gótico pero también inmersa en el México de la época, tan afortunada que, en sus inconsistencias, los puristas extranjeros encontraron aciertos surrealistas. Baste decir que en su exhibición en el Festival de Cine en San Sebastián fue ovacionada de pie y llamó la atención de André Techiné, crítico de Cahiers du Cinema, revista considerada como la mejor en crítica de cine en el mundo.

De ahí en adelante rodaría más de cincuenta películas hasta ya entrados los años ochenta, sobresaldrían entre otras “Santo en el tesoro de Drácula”, de 1968 (cuya versión alternativa “El vampiro y el sexo” con escenas eróticas y numerosos desnudos sólo se pudo apreciar en el extranjero); “Santo contra Blue Demon en la Atlántida”, de 1969; “Las momias de Guanajuato”, de 1970; “Santo contra las Lobas”, de 1972; la superproducción española “Santo contra el Doctor Muerte”, de 1973 y sus últimos dos filmes, “Santo en la furia de los karatecas” y “El puño mortal”, ambas de 1982. Para cuando rodó estas dos películas ya tenía un marcapasos en el corazón.

La herencia (o Santo contra George W. Bush)
Para entonces uno de sus hijos ya seguía sus pasos tanto en los encordados como en los sets, y en la última película en que interviniera Rodolfo Guzmán, abdicaría simbólicamente, cediendo a su hijo algo que más que su máscara:
“Hijo mío, te he estado preparando para que ocupes mi lugar. Te he enseñado a amar a los pobres y a los desvalidos y ahora estás listo para ayudarlos y defenderlos, para luchar por la justicia y la ley y sobre todo para ser el amigo del pueblo” (de una escena de la película “Chanoc y el Hijo del Santo contra los vampiros asesinos”, de 1982).

A la fecha sus filmes son venerados y buscados por nuevas generaciones. Su personaje ha sido objeto de constantes homenajes y referencias cinematográficas. Los más conocidos son aquellos realizados por José Buil con las películas “Adiós ídolo mío”, de 1983, y “La leyenda de una máscara”, de 1989. Lo mismo sucede con la novela de Paco Ignacio Taibo II “Amorosos fantasmas” y su posterior adaptación al cine en 1990 bajo la dirección de Carlos García Agraz, así como con “Santitos” de Alejandro Springall o bien “Del crepúsculo al amanecer”, de 1994, de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, que retoma la figura de las Mujeres Vampiro a través de la veracruzana Salma Hayek.

Otro de los homenajes fílmicos más recientes (y más extraños) es la producción canadiense “Jesucristo el cazador de vampiros”, de 2001, delirante film en el que en medio de una convención de lesbianas en Montreal, las herederas de las Mujeres Vampiro regresan del más allá para saciar su sed de sangre y sexo. Ante la cacería humana la iglesia católica solicita los servicios de Jesucristo y éste a su vez, le pide ayuda al Santo. De tal modo la dupla Jesucristo-Santo, mediante kung fu y lucha libre, impiden la masiva conversión vampírica. Filmada con un bajísimo presupuesto, y obviamente sin los permisos correspondientes de la familia del Santo (El Hijo del Santo en la presentación de su film “Infraterrestre”, de 2001, dijo que iniciaría un proceso legal por el uso “apócrifo” del nombre y la mascara de su padre) la película se exhibió en el Festival de Cannes en la edición correspondiente a 2003, despertando la simpatía y el interés del público europeo.

Procesos legales aparte, lo cierto es que existe un interés latente por el Santo, y aunque la televisión programe con frecuencia sus películas, un mercado negro de copias piratas en video y dvd se mantiene en activo, extendiendo sus redes hasta Argentina, Estados Unidos (donde al “enmascarado de plata” lo conocen como “Samson”) y España.

No es extraño que se presenten estas películas en conciertos, o por el contrario, que grupos de rock —principalmente en su vertiente surf, y principalmente Lost Acapulco y Los Ezquisitos, amén de los homenajes previos de Botellita de Jeréz y Las Víctimas del Doctor Cerebro— acompañen las proyecciones en cineclubes universitarios o espacios alternativos como el Foro Alicia. En 1999 importantes expertos y coleccionistas –René Gaviño, Christian Cymet, Roberto Shimizu, y Juan Solís- fueron consultados como parte de la investigación llevada a cabo por Rafael Aviña, Fernando Rivera Calderón y José Xavier Návar, entre otros, para la revista Somos, que auspició una exhibición gratuita de “Santo contra las mujeres vampiro” el 25 de octubre del mismo año en la Cineteca Nacional, función que registró un lleno total y un desmadre sin precedentes (no hay otra manera de expresarlo). Asimismo, quien escribe estas líneas tuvo oportunidad, hace ya algunos años, de presenciar una función en un pueblo pequeño del natal Hidalgo de la leyenda (“Santo contra la hija de Frankenstein”, de 1971) y pudo observar un público casi sumido en trance, que sólo despertaba para aplaudir y gritarle al plateado en los momentos de acción, o bien para silbar cuando Gina Romand —la rubia superior— aparecía en escena con sendos escotes y minifaldas. No parecía una película con más de treinta años de antigüedad.

Como colofón a esta serie de ejemplos, baste citar el recital de Pearl Jam en el Palacio de los Deportes, cuando casi al final del concierto Eddie Veder —vocalista del grupo— entablaba un diálogo con una máscara de George W. Bush acomodada en el pedestal de un micrófono. En ese momento del público fue lanzada una máscara del plateado al escenario, Veder inmediatamente se enmascaró con ella y lanzó un improvisado tope a la figura del presidente norteamericano y posteriormente algunas llaves de lucha libre ante la sorpresa y aclamación del público mexicano.

Se nos fue el Santo al cielo
Los inicios de los años ochenta representaron un triste pero inevitable punto de llegada en la meteórica carrera del “enmascarado de plata”. En primer lugar, el cómic realizado por José G. Cruz desapareció del mercado sin dejar rastro. Posteriormente se filman las últimas películas con la intervención del Santo, y para el año de 1982, tres despedidas marcan su retiro definitivo de las lonas y los encordados en el Palacio de los deportes, la Arena México y el Toreo de Cuatro Caminos, respectivamente.

Habiéndole retirado su licencia de luchador por un ataque al corazón sufrido en un combate, el Santo estaría alejado de los cuadriláteros, pero no así de su público. El 26 enero de 1984 en Contrapunto, un programa conducido por Jacobo Zabludowsky a propósito de la lucha libre, titulado “Circo, maroma y teatro” decide mostrar su rostro al público para sorpresa de propios y extraños. Por otro lado, monta su propio de Show de escapismo, ante la imposibilidad de luchar profesionalmente, en el Teatro Blanquita (de su propiedad en ese entonces) donde le alcanzaría la muerte la noche del 5 de febrero de 1984.

Al día siguiente sus restos mortales fueron llevados a los Mausoleos del Ángel en medio de un gentío que no cesaba de gritarle como en vida ¡Santo, Santo, Santo! El periódico deportivo La Afición consignó en sus páginas el siguiente comentario “Posiblemente sólo antes, el sepelio de Pedro Infante, recuerda una multitud igual despidiendo a un ídolo popular”; asimismo los encabezados de La Prensa rezaron “Se nos fue el Santo al cielo.”

Hasta hoy día, Rodolfo Guzmán Huerta, o Santo “el enmascarado de plata”, es una de las figuras más queridas y recordadas tanto en el mundo del deporte como en el del cine. Y no queda claro si para este culto el personaje Santo se impuso a la persona, o viceversa, si el carisma de Rodolfo Guzmán Huerta, dotó al enmascarado de la mística necesaria para convertirse en ídolo. Finalmente no fue el único luchador enmascarado exitoso, ni el único que hiciera películas (que dicho sea de paso, nunca calificarían como obras cinematográficas de calidad y sin embargo son más aclamadas que muchas obras maestras). Lo cierto es que hoy día, Santo “el enmascarado de plata” es una figura de culto, un icono de la cultura popular que ha rebasado las fronteras del espacio y del tiempo, que es venerado no sólo en nuestro país y es seguido por jóvenes que no vivieron sus glorias y apenas le han visto en películas transmitidas en televisión. El pasado 4 de febrero se cumplieron treinta años de su muerte, aunque con tal devoción y permanencia, podemos asegurar que la leyenda del Santo permanecerá en este mundo durante mucho tiempo más.

SONETOS DE LA MUERTE

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abriela Mistral (1889-1957) se dio a conocer cuando ganó los Juegos Florales de la Sociedad Chilena de Escritores, en 1914, con sus “Sonetos de la muerte”. Antes sólo era Lucila Godoy Alcayaga, una maestra rural que daba clases en un remoto pueblo de los Andes. Aunque se le premió por tres sonetos, se sabe que en total hizo doce, con el mismo tema, entre 1912 y 1915. Lo curioso es que se decidió a publicar sólo la trilogía premiada, que apareció en su libro Desolación (1924), dejando los restantes en esparcidos manuscritos.

Satoko Tamura, la experta japonesa en la Mistral, detalla cada uno de los sonetos, la historia de sus diferentes redacciones, y establece cuál es el texto definitivo de cada uno de ellos. Sin embargo, su libro no nos dice de qué tratan, si su contenido está relacionado entre sí o si se trata de poemas dispersos y sólo reunidos por el mismo motivo literario. Por alguna razón, la poetisa mandó a concurso sólo tres de esos sonetos, y no incluyó ninguno de los otros en sus poemarios posteriores.

Si leemos la trilogía, podemos notar que existe una secuencia en ellos, los tres relatan una sola historia: la de una mujer que va a ver a su amado al cementerio.

 

MÁS RESEÑAS DE PÁVEL GRANADOS: DE NUEVO RAMÓN LÓPEZ VELARDE

 

Conforme deshojamos los poemas, vemos que el amado no se suicidó (como ocurrió con el ex novio de la Mistral), sino que la mujer que habla en el poema deseó esa muerte y la precipitó gracias a los poderes sobrenaturales que posee o cree poseer. Puesto que la muerte es convocada por la amante, creo que se puede decir que estos sonetos pretenden separarse del suicidio de su antigua pareja (el ferrocarrilero Romelio Urueta, que murió en 1909) y crear una historia independiente. ¿Cómo puede ser él, si en el soneto II afirma que nunca fue suyo en la realidad, sino en el sueño?

Aún así, la autora del estudio, ve al joven suicida como el protagonista de la serie. Y la Mistral, ella maldice largamente la sensualidad de la mujer que sedujo a su amado (soneto VII): “Malditos esos labios… que aprendieron un modo de sangrar con delicia”.

Sin embargo, más allá del odio, el tema no es otro que la relación de la muerte con el amor. Son una precisión a Quevedo: no se olvida esta vida luego de pasar por el río de la muerte. Los muertos esperan una explicación, nos mandan besos que no llegan. Sus labios desechos parece que esperan aún beber de la fuente del amor. Y el amor de esta obra, qué cercano es del odio, pues la mujer que aquí habla no es más que la espectadora de una pasión ajena. Y por esta razón es que hay aquí más odio que amor en estos sonetos.

Ahora que lo pienso, nosotros somos quienes ven separados el amor y el odio, pero no esta mujer, incapaz de hacerlo: en su mente ambos sentimientos forman un ser único e indivisible, que exprime con vehemencia los corazones de sus víctimas.

Decía que los muertos claman por respuestas, los vivos nos conformamos con algunas más modestas, por ejemplo: por qué no se encuentran estos sonetos integrados a las obras completas de la autora, y no se ha terminado de explicar su sentido dentro de su poesía.

Sakoto Tamura. Los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, tr. De Roberto H.E. Oest. Madrid, Gredos, 1998. (Biblioteca Románica Hispánica fundada por Dámaso Alonso. II. Estudios y ensayos, 408)

 

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EL ZORRO EN EL ÁTICO

RUBBLE KINGS: PANDILLAS DE NUEVA YORK

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Para Kaozz (Fat Bastard), rest in power.

En 1979, una película de culto llamada The Warriors impactó al mundo representando Nueva York como una jungla infectada de bandas. Nueve años antes la verdadera historia fue mucho peor. Así comienza Rubble Kings (2015), uno de los documentales más completos y vibrantes sobre la generación de pandillas neoyorquinas de los setenta que delinearon el preámbulo del nacimiento de la cultura hip hop en el South Bronx: el infierno donde rompió la ola del pacifismo hippy.

 

ubble Kings fue dirigido por Shan Nicholson, cineasta, DJ y productor musical neoyorquino. El documental se preparó durante ocho años. Nicholson recabó el material en librerías públicas, artículos periodísticos, programas de televisión, fotografías de época, entrevistas con los sobrevivientes y sus familiares. Tuvo acceso a archivos personales cuando se ganó la confianza de los viejos pandilleros. Y consiguió el financiamiento mediante una campaña en Kickstarter.

El resultado es una pieza de alto calibre visual y narrativo. A finales de los sesenta el South Bronx pasó a ser uno de los sitios más peligrosos de Occidente, luego de que la construcción de la Cross Bronx Expressway (que conectaría Manhattan con Long Island) detonó la migración de judíos, irlandeses e italianos del barrio, pero confinó a negros, latinos y blancos pobres al abismo.

El crimen era el principal ingreso del Bronx. Un mundo en sí mismo en el que se preparaba el mayor baño de sangre en toda la historia del distrito.

Los sesenta habían muerto. El espíritu de amor y paz se difuminaba en la rabia de una generación de marginados que se apropiaron de la estética y códigos de los Hell´s Angels para bajarlos de la contracultura biker y estamparlos en los callejones, lejos de los campus universitarios y las vanguardias activistas.

“Pensábamos que la revolución iba a suceder. Sabíamos que era el fin del orden mundial”, dice el poeta y activista Felipe Luciano en Rubble Kings. Pero el aplastamiento de las Panteras Negras, el asesinato de Martin Luther King, Malcolm X y Kennedy, el racismo y la Guerra de Vietnam laceraron la utopía.

“¿Oyeron hablar de los problemáticos 60? Bueno, los problemáticos 60 dieron paso a los violentos 70”.

La resaca del sueño tuvo una de sus mayores consecuencias en comunidades como el South Bronx, que se debatía entre la crisis económica de la ciudad, una fallida renovación urbana, la corrupción policiaca, una epidemia de heroína y el olvido gubernamental. Una nueva generación de pandillas emergió como el último reducto de afirmación y autodefensa en un vecindario que parecía zona de guerra.

Nombres como Black Spades, The Savage Skulls, The Savage Nomads, The Seven Inmortals, The Dirty Ones y una de las más trascendentales, The Ghetto Brothers, comenzaron a lucirse en chamarras y chalecos como escudos de orgullo.

“Todo era una cuestión de poder. No tengo papá, mi mamá no va a decirme qué hacer. Tengo toda esta rabia. Voy a agarrar a estos tipos y harán lo que yo quiera”, recuerda Benjamín “Yellow Benjy” Melendez, fundador de los Ghetto Brothers.

Rubble Kings tiene como subtrama principal la historia de los Ghetto Brothers. Quienes fungieron como agentes de cambio entre los más de 10 mil pandilleros del South Bronx. De ascendencia puertorriqueña, Benjy fundó en los sesenta a los Guetto como una hermandad, con sus hermanos Robin y Víctor. Pero pronto la familia se extendió, cuando Benjy conoció a Carlos “Karate Charlie” Suarez, peleador de artes marciales, ex marino y ulterior leyenda urbana.

The Ghetto Brothers se caracterizaron por mantener un cruce entre el trabajo comunitario, como la limpia de espacios y expulsión de dílers, la politización (tenían contacto con las Panteras Negras, los Young Lords y el Partido Socialista de Puerto Rico) y la música.

El núcleo familiar era también una banda de soulfunk latino que editó un LP de culto: Power-Fuerza. Benjy y sus hermanos eran fanáticos de los The Beatles, y junto a un par más de compañeros ensayaban en una trastienda, influenciados por el sonido de Jimi Hendrix, Santana, Grand Funk Railroad, Aretha Franklin y la mística boricua.

Mientras el grupo hacía sus jams al aire libre para el barrio, fueron fichados por Salsa Records, donde grabaron en 1971 Power-Fuerza en una sola sesión. El disco es puro feeling rockero, soulero y latino.

 

se año la violencia llegó a una cima, principalmente por el poder territorial que propiciaba la narcosis y las armas. En diciembre, una batalla entre The Bongos, The Black Spades y The Seven Inmortals contra The Roman Kings cambiaría el panorama para siempre. Benjy envió a Cornell “Black Benji”, un negrata de 25 años, ex junkie que fungía como el embajador de paz de los Ghetto Brothers, a negociar tregua. El grupo fue acribillado. Black Benji murió y el rumor de la guerra se expandió por toda la ciudad. Las pandillas se prepararon para la sangre.

Como vicepresidente y guerrero, Karate Charlie convocó a todos los Ghetto Brothers, unos dos mil 500 solo en el South Bronx, para salir a matar.Pero la madre de Black Benji y Yellow Benjy no quería la guerra, sino la paz, algo por lo que habían trabajado durante años.

El 8 de diciembre, en el Boys Club, en el 1665 de la Hoe Avenue, los Ghetto Brothers convocaban a una cumbre histórica de pandillas para hacer un tratado de paz. Unos 40 jefes de las de peor fama expusieron sus puntos. Al final el tratado estaba firmado y la inflexión vendría de manera paulatina.

Afrika Bambaataa, quien sería uno de los DJ´s padres fundadores del hip hop, se encontraba en el Boys Club como integrante menor de Black Spades cuando se discutió el tratado. Posteriormente dejaría la pandilla y fundaría The Zulu Nation agrupando una serie de elementos que darían forma al hip hop a mediados de los setenta en el South Bronx.

Yellow Benjy murió el 28 de mayo de 2017, a los 65 años, por un infarto al miocardio. Su leyenda, junto a sus hermanos del gueto y las pandillas de Nueva York, quedará grabada en Rubble Kings para siempre.

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ophie La Belle y las ciudades en miniatura, obra de Gisela Heffes, es un breve relato sobre la aparente normalidad de la Ciudad Continental, área separada del resto geográfica, cultural y económicamente, heredera de eso que suele llamarse “Occidente”. En este territorio, quizá integrado por Europa y América del norte, todas las necesidades han sido resueltas y solo queda alimentar el espíritu a través del conocimiento. Sin embargo, esa “aparente normalidad” no logra ocultar el tufo de un régimen que intenta —y casi lo consigue— uniformar la conducta y el pensamiento de sus habitantes mediante el adoctrinamiento.

Sophie La Belle es una joven de “indudable inteligencia” que luego de estudiar en un internado en Los Alpes (ex Suiza), va a Oxford y luego a Harvard a especializarse en arquitectura y urbanismo. Como corresponde a las personas de su estatus, al terminar de estudiar se va a recorrer el mundo “exótico” (Bangkok, Hanoi, Nueva Delhi, Seúl, Shangai y Manila, incluyendo zonas del Medio Oriente y África).

De este recorrido, Sophie atesora fotografías de la miseria que reina en esos países; elige las mejores y las cuelga como “trofeos de caza” encima de la chimenea y en las paredes. La contemplación de esa galería del horror le produce cierta satisfacción: por fortuna ella es residente natural de la Ciudad Continental tras 16 generaciones ininterrumpidas.

Sophie, además, trabaja en su proyecto de tesis: “Las ciudades en miniatura, metáfora futurista en un momento en que el futuro ya no existe”. A grandes rasgos, la tesis trata de la creación de unas ciudades un poco a la manera de Ítalo Calvino en su clásico Las ciudades invisibles, pero sin la belleza ni la profundidad con que Marco Polo recrea los dominios del Khan. Bajo la premisa de que las nuevas ciudades ya no podrán ser modificadas porque han sido diseñadas a conciencia, el atlas de Sophie contiene Ciudad de los paraguas, de los Tés, de las Flores, de los Lápices, de las Sillas, de las Mariposas, de los Árboles, de las Muñecas… este trabajo académico es una representación naif de ciudades en las que nunca falta el agua, no hay malos olores, y donde la humanidad civilizada se comporta con modales de príncipes sacados de los cuentos de hadas. Son prototipos de ciudades confeccionadas a la medida por modistas en lugar de urbanistas.

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Sin embargo, al margen de la tesis de Sophie La Belle, la perfección de la Ciudad Continental no logra ocultar que sus cimientos son sostenidos por personas sin papeles –ilegales- que asean los baños, barren las calles —es decir, realizan aquellos trabajos que nadie quiere hacer— bajo la complacencia de los “Maestros Ancianos”, algo así como los infalibles “padres fundadores”.

Aunque Sophie La Belle está al tanto de todo esto, prefiere hacerse de la vista gorda por ser males necesarios, al tiempo que acude a la Casa Multimedia a recibir su adoctrinamiento semanal.

Sin embargo, más allá de las fronteras de la Cuidad Continental las cosas no marchan bien. Todos saben lo que pasa “afuera”, pero nadie tiene permitido hablar de ello en público.

El hermano mayor de Sophie viaja fuera de la Ciudad Continental en misiones secretas, sobre todo a Sudamérica, “esos páramos desolados, ajenos a cambios y al progreso, donde las leyes de la Civilización no se aplicaban”.

Al no poder revelarle a qué país viajará, solo le dice que “…lo que algunos llaman el ‘tercer mundo’ ya no es lo que era antes. Ya no es exótico ni atractivo, sino un lugar peligroso donde se organizan, y cada vez más, células terroristas de todo tipo, guerrillas y ejércitos mercenarios, tráficos de armas, niños, órganos, drogas, mujeres, deshechos nucleares, basura radioactiva y otras cosas más…”.

A pesar del panorama, ella se ríe y le dice que le gustaría sacar fotos de ese mundo. Entonces comienza el desmoronamiento del universo en miniatura de Sophie La Belle.

Gisela Heffes ha sabido retratar en muy pocas páginas el espíritu de la época: los sueños de integración global han creado sociedades cada vez más cerradas; la espada de lo políticamente correcto castiga a todos aquellos que señalan la falsedad del mundo contemporáneo; cada persona se asume como policía de las buenas costumbres y la decencia; a todos nos gusta considerar al otro como nuestro igual, pero marcando las debidas distancias.

Con el subtítulo de “Fábula urbana”, Sophie La Belle y las ciudades en miniatura es un recordatorio de que los sueños por uniformar la conducta del hombre son planes condenados al fracaso, y que las sociedades “cerradas” que aparentan felicidad, en el fondo siempre le temen a lo que sucede más allá de sus fronteras. A la manera de Game of Thrones, saben que el inverno está cerca.

O quizá llegó desde hace mucho y no se dieron cuenta.

Gisela Heffes, Sophie La Belle y las ciudades en miniatura. Literal Publishing. 2016.

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BIBIANA CAMACHO: NARRAR DESDE EL RABILLO DEL OJO

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ifícil hallar a un novelista capaz de resistir la tentación de perfilar una geografía imaginaria, tan cerca o tan lejos de la realidad aparente como sus inquietudes lo requieran. Es un espacio-recipiente para derramar al interior el cúmulo de obsesiones que, finalmente, lo hacen escribir. El caso más radical de este acto genésico es la literatura fantástica, en donde parte del código implica una refundación de todo cuanto puede hallarse en el mundo, dando espacio para concebir incluso más allá de lo probable. No son pocos los autores hispanoamericanos que han sentido este magnetismo y lo han llevado a sus obras.

La escritura de Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974) no se allana fácil a ninguna convención y luego de varias entregas de cuento y novela, alcanza su paroxismo con Lobo, una novela de exploración de los límites de la realidad a partir del internamiento de su protagonista en un sitio desértico, con el objetivo de realizar una investigación. Los hechos suceden en el escenario de una geografía arquetípica, de apariencia de realista, llamada como el título de la novela. Este espacio mental sirve a su autora para sembrar en la protagonista (y los lectores) preguntas casi olvidadas sobre la naturaleza de lo real. ¿Es verídico lo que vivimos? ¿Estás leyendo esta oración que lo enuncia?

En el avance de una trama que parece narrar hechos anodinos, con el trasfondo de un pueblo al parecer abandonado y constante flujos de migrantes que viajan hacia algún sitio (pretendidamente el “norte”), casi todos los personajes que se cruzan en la vida de la protagonista terminan ausentes, muertos o desaparecidos. Es una secuencia de horrores sugeridos, en donde la línea entre ficción y realidad nunca es clara y se abre paso a cierta lectura simbólica de los hechos que se narran. Lobo es un paseo de sombras que revuelve el consabido pacto entre autor y lector y en sus páginas todo lo que parece verídico podría ser la proyección de un holograma, que se apaga gradualmente según la protagonista se arrellana en una cama para buscar alguna resignación.

Sería tan fácil ceder a que los hechos de Lobo son “rulfianos” como sugerir alguna solución fácil propia de la televisión: que todos están muertos, que unos son espectros y otros están en vías de serlo, que todo es un sueño de la protagonista, que el lector está muerto y lo descubre cuando termina el libro, etc. Pero esta facilidad no arroja luz sobre los hechos de una novela que se lee inquietante porque nadie podría afirmar que lo narrado es lo único que sucede. Y es que a la manera de los sitios que hacen brotar aspectos insólitos de la realidad, sea por hallarse lejos de la sociedad o sea porque son lugares míticos de acceso controlado, la hacienda de El Lobo es una fisura en el tiempo y en el espacio que debe explicarse con una hermenéutica. Es un libro que debe, más que leerse, intervenirse para ser aprehendido.

El juego que propone Camacho implica leer su novela como si no sucediera nada más que lo que ahí se narra, y también asumir que nada es lo que parece. No obstante, sembrar en el lector la intuición de que la forma de la realidad es plástica y de ser una línea recta con una secuencialidad en apariencia invariable, puede transformarse a través de las palabras en una oportunidad para cuestionar lo que parece imposible de entender en otro sentido. Que una novela se proponga cometido semejante no sólo la justifica, sino que la subraya en un panorama acomodaticio de entregas infinitas para reafirmar la rotunda circularidad del cero. Esta lectura da la oportunidad, además, de confirmar que la literatura que importa no es aquella “escrita por mujeres” o de “asuntos femeninos”, sino la que suda por el lenguaje y lo hace andar en una dirección pese a cualquier inconformidad.

Me pareció natural y fue un alivio que Lobo no haya sido apenas mencionada en las listas de los mejores libros de 2017. No es posible confinarla a la producción anual. Esta es una novela expansiva y que amerita utilizarse para mostrar a los demás cómo se destruye la realidad colectiva a través de un planteamiento casual, casi etéreo.

Bibiana Camacho, Lobo. Almadía, 2017.