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NOSTALGIA DE LOS TENDEDEROS (Y DESPRECIO DE LA SECADORA DE ROPA)

Caminé incontables veces entre los pasillos iluminados, húmedos y fragantes de un laberinto efímero. Sus paredes se movían y desaparecían gradualmente. La racionalidad de su disposición me era ajena, pero no me preocupaba, ni siquiera pensaba en ella. El Minotauro no lo habitaba. Ninguna Ariadna me esperaba. Yo no usaba un hilo para encontrar la salida. Éramos el uno para el otro. Y antes de que terminara el día se borraba.

Durante mi niñez pasé mucho tiempo en casa de mis abuelos, al lado de ella había un terreno que replicaba la extensión de la casa. El terreno perteneció a mi familia varios años, debido a que estaba bardeado fue usado como jardín de fiestas y área de juego (para mi prima, mi hermano y yo). Era nuestro Edén privado. Sin embargo, en el día a día era el espacio de los tendederos. Colgada de los alambres, la ropa recién lavada pendulaba mientras le escurría el exceso de agua. Rodeada de la ropa chorreante y olorosa a detergente, me gustaba pasearme entre las frías sábanas mojadas y sentir cómo se pegaban a mi piel.

En Oxford hay tendederos, pero el tiempo y el clima no alcanzan para poner la ropa en ellos, porque el verano es corto y el resto del año llueve. Hay tendederos, pero están en las plantas bajas, en los jardines traseros (unos más grandes que otros) de las casas y departamentos. Así pues, hay tendederos en Oxford, pero no en las azoteas. Al mirar por alguna de las ventanas del departamento puedo ver techos de doble agua, sus tejas y el moho que crece en ellas. Veo árboles deshojados por el otoño, las ventanas de las casas vecinas, a veces puedo ver a alguno de mis vecinos en pijama sentado en su sala o acostado en su cama. Ellos también me pueden ver. Veo la neblina que se espesa conforme el invierno se acerca, pero no hay tendederos en las azoteas. De hecho, creo que en el edificio donde vivo no tenemos una escalera que conduzca a la azotea.

Mi Edén de ropa mojada fue vendido cuando yo tenía siete años. No recuerdo haberlo extrañado, creo que me resigné y archivé mis paseos por el laberinto conforme pasaron los años. Una vez que sorteé la adolescencia y enfilada hacia la adultez me separé de las labores domésticas, porque no estaba en casa el tiempo suficiente para ayudar, aunque de vez en cuando me tocaba hacer algo. Ahora, que en el extranjero soy la señora de la casa, extraño hasta las lágrimas poner la ropa recién lavada en un tendedero para que la seque el aire y el sol.

El clima no favorece mis anhelos y mis costumbres. El verano, o sea el buen clima, dura aproximadamente cuatro meses, de mayo a agosto. A partir de septiembre las horas de luz natural y la temperatura disminuyen acompasadamente. El remate lo da el cambio al horario de invierno. Este año el domingo 25 de octubre los relojes (al menos los electrónicos) se atrasaron una hora sin que nadie nos avisara (acá no hay recordatorios de ningún tipo, pasa y eventualmente alguien lo nota). Desde ese día hemos perdido, más o menos, media hora de luz cada semana. Y no es que el sol caliente mucho, mejor dicho, no calienta nada. La semana pasada, por ejemplo, amaneció a partir de las 7:40 y atardeció a ¡las 16:00! Por consiguiente, tuvimos sólo ocho horas de luz al día, las cuales siguen disminuyendo.

A falta ya no digamos de sol, sino de un día sin lluvia, se inventó la secadora de ropa. Mi desprecio por la secadora no obedece únicamente a mi nostalgia por un laberinto fragante y húmedo. No me gusta usarla por varias razones. En primer lugar, no usar la secadora implica un ahorro de energía eléctrica, por lo tanto, de dinero, lo cual es importante porque todo es muchísimo más caro en Inglaterra que en México. La segunda razón es que ese ahorro es ecológico. Al disminuir el consumo de electricidad se reduce la contaminación que la generación electricidad produce. Mi tercera razón es higiénica. Secar la ropa al aire libre y bajo la luz del sol es benéfico para la salud, pero con un sol menguado y con lluvia, o ante su inminencia, no me queda opción más que usar la secadora de ropa aunque la desprecie.

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Martha Patricia Reveles cree que es una elfa con pies de hobbit. Aunque extraña a sus perros, las tortillas y el mango ataulfo, la presencia constante del sol y dar clases, puede prescindir del tráfico, la contaminación y la informalidad defeña. Estudió en la UNAM (¡goya!), ha publicado, ha traducido y come chocolate oscuro todos los días.

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