La enfermedad es silenciosa sombra/ Es la oscuridad en la boca entre abierta/ de los que duermen en los hospitales.
Mediante mensajes breves, el autor denota el vacío de una casa destruida, que se sostiene desde lo que ya no está. El pasado se desgasta y nos desgasta, lo mismo que el amor, una de las piezas centrales en este libro de poemas ganador del Premio Internacional de Poesía Ramón Suárez Caamal en el 2016, y publicado este año por Cuadrivio.
Ya no hay nada que podamos esperar,/ vivir en una cama es imposible/ y sin embargo revisas por las noches/ la caducidad de los medicamentos,/ me pides que nos cuidemos por turnos el sueño./ Lloro cuando te digo:/ estuvo bien que quisiéramos ser felices.
Nuestros padres nos heredan sus nombres/ para que sobrevivamos/ a lo que ellos no pudieron […]A mis hermanos mayores,/ les pusieron dos nombres./ Mi padre los hizo sufrir por cada uno.
Esta herencia les pasó factura a cada uno de los habitantes de aquella casa. Una enfermedad que devino en detonador para este libro construido a partir de viñetas del pasado, como si la memoria fuera un rompecabezas donde el dolor se deja ver a través de la soledad.
Los poemas de este libro funcionan como un álbum de familia, estático pero doliente: la figura de la madre, la de los hermanos, el abuelo, los sobrinos, los muebles de la casa familiar descomponiéndose, las lágrimas, las pesadillas; en esta atmósfera todos —a su manera— han enfermado poco a poco, han heredado un dolor que les oprime el pecho por las noches. En esta narración familiar sobresale la figura de su padre, enfermo y muerto en la memoria, pero hasta a los muertos se les recuerda por expiación de culpa, consuelo o venganza lenta:
Mi madre decidió que mi padre fuera un muerto./ Mis hermanos y yo lo enterramos en nuestro pecho
Durante cualquier padecimiento, además del propio enfermo, los familiares también sufren, la familia lleva buena parte del proceso en la incertidumbre, en el dolor de verle padecer y saber que poco pueden hacer para curarle, porque hay enfermedades que no tienen remedio, como la enfermedad del padre. Así fue para Miranda Terrés, que en uno de los poemas de “Constelación familiar”, afirma que:
Son pocos los hombres/ que sobreviven a sí mismos./ Una enfermedad es una batalla,/ dicen los doctores.
El jardín de don Manuel/ siempre estuvo rodeado/ de agapantos y lirios./ Mi hermana y yo jugábamos entre el verde del pasto/ mientras el sol brillaba/ como una moneda de oro/ en nuestras manos.
El lirismo que caracteriza la poesía de Miranda Terrés alcanza su mayor esplendor en estas viñetas inundadas de lluvias, de agua clara que limpia malos recuerdos y pesadillas, la fantasía de los juegos infantiles, la imaginación como un recurso propio de la inocencia, es decir, la otra cara de la enfermedad:
Mi hermana y yo nos inventábamos otra vida,/ otros nombres también. / Yo fui un cazador de cocodrilos,/ un pistolero famoso;/ ella una sobre cargo/ y a la mañana siguiente una maestra de ballet.
Mis hermanos y yo asesinamos a mi padre/ Lo quemamos vivo en odio y olvido/ Porque la muerte es caminar hacia el silencio/ Hacia el reino de los oscurecidos cielos/ Mi padre fue un hombre muerto/ porque jamás tuvo algo qué decirnos.
En este libro hay todo menos silencio. Este conjunto de poemas es una muestra de que a pesar del dolor del pasado, el llanto lo lava todo, al igual que la lluvia, torciendo barquitos de papel.
Daniel Miranda Terrés, El libro de la enfermedad, Cuadrivio. 2017.