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ESTO NO ES FICCIÓN

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DÍA DE MUERTOS EN UN PAÍS DE MUERTOS

Escribo una crónica a toro pasado. Por tercer año consecutivo viajo a Mixquic a la ofrenda que sus habitantes hacen a sus muertos el 1 y 2 de noviembre, en la delegación Tláhuac del DF. Es la noche de este segundo día cuando el lugar se torna extraordinario. Los pobladores adornan con velas, flores de colores y vistosas ofrendas a sus muertos: los que yacen ahí desde hace tiempo o hace muy poco.

Por alguna razón, entre setenta y cien mil personas de todo el país visitan cada año ese cementerio para presenciar el espectáculo. Ya no es, como en antaño, una tradición silenciosa en la que el olor a incienso, el cempasúchil y las veladoras de cera invocaban a los muertos para que en una suerte de permiso celestial o infernal los incorpóreos irrumpieran el espacio terrenal desde el más allá para establecer contacto con los vivos.

Poco del misticismo de Mixquic se mantiene. La ceremonia original se remontaba al sacrifico de los enemigos capturados durante las guerras de los mixquicas con otros pueblos, ofrecidos a la deidad Miquixtli. El ceremonial terminaba con los sacrificios humanos de sus enemigos. No era una práctica sangrienta sin sentido sino un ritual sagrado para acceder a un estado superior en el tiempo, porque para ellos, la vida no terminaba con la muerte.
Pero en la ceremonia actual, la muerte se siente lejana. Lo que hay ahora, en pleno 2014, son ríos de gente disfrazados de todos los iconos del halloween cinematográfico anglosajón: Jack (el personaje de Tim Burton), Pennywise o el payaso de la película Eso (personaje de Stephen King), niños y niñas vestidos de dráculas o brujas. No falta el hombre lobo, el Jason Voorhees de la película Viernes 13, o bien, alguien luciendo el bozal del Dr. Hannibal Lecter (de El silencio de los inocentes) y hasta Leatherface (el de “Masacre de Texas”).

Por fortuna, las “catrinas” (invención de José Guadalupe Posada) también sobreviven. No falta la chica que pasó horas diseñando un vestido con amplios holanes y maquillándose la palidez de la muerte en el rostro para encarnar este personaje bautizado así por Diego Rivera en ocasión del primer libro de Posada en los años veinte.

En Mixquic, los puestos de pizzas (que no son como las italianas), los de alitas a la barbicue (que tampoco son como las gringas) o los de papas a la francesa (que tampoco son francesas) se mezclan con los de panes de muerto, las cremas de licor, el chocolate oaxaqueño, los tacos de cecina de Yecapixtla (que tampoco son de ahí) o varios antojitos mexicanos, así como los cada vez más escasos puestos con atole de amaranto, quizá la única bebida tradicional que se conserva.

El asombro asalta porque junto a un puesto donde se hace un extraño concurso entre conejos vivos que deben voltear una moneda con sus pequeños hocicos, se alza la de música pirata jamaiquina y ropa rastafari que atienden sus dueños: tres verdaderos jamaicanos que hacen rastas y se toman fotos con muchachas emocionadas.

Ya dentro del panteón de Mixquic, el ambiente es un poco más silencioso porque, en efecto, hay pobladores de piel morena, sombrero y huaraches, que velan agachados y contritos a sus muertos. Hay familias enteras orando en pequeños promontorios que se adivina, fueron de niños que partieron antes de lo que debían.

Los visitantes toman fotos de ese culto local a la muerte tratando de mantener el equilibrio entre los surcos de un cementerio que por única vez en todo el año, cobra vida. La iglesia de San Andrés Apóstol, contigua al camposanto, abre también sus puertas a todos los visitantes. No falta quien con su litro de michelada en la mano aprovecha para tomarse una foto y lucir su máscara de terror gringo usando el retablo de San Andrés como telón de fondo, o para tomársela en el contigüo ex convento declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Afuera, en la carpa al aire libre tocan lo mismo Ely Guerra que el trovador Armando Palomas.

Mi viaje hasta Mixquic ha sido largo. Tres horas desde una colonia del centro del Distrito Federal en el que hubo que abordar la Línea Dorada del Metro, secuestrada por los poderes políticos locales, lo que me obliga a bajarme en el metro Atlalilco y continuar por un camión gratuito hasta el paradero de Tláhuac, donde extrañamente se ha fincado una sucursal del centro de superación personal Inlakesh fundado por Emiliano Salinas Occelli (hijo del ex presidente de México) y en el que se prometen cursos de “liderazgo”, generando “conciencia y transformación del ser”. Poco después hay que tomar un camión que atraviese San Juan Ixtayopan en donde se puede observar en un muro un enorme grafiti con una calavera que se dibuja a sí misma con un aerosol y mazorcas en forma de caras de zapatistas rodeadas de imágenes prehispánicas.

Más adelante, en el pueblo de San Pedro Tláhuac se miran los festejos del Día de Muertos en el Embarcadero de los Reyes Aztecas. Al llegar a Tulyehualco comienzan los embotellamientos, y en Tecomitl el tránsito se paraliza, lo que me obliga a bajarme de nuevo y caminar para superar la fila de autos varados mientras observo fogatas de leña en los portones de los pobladores. Casi afuera de Tecomitl logro subirme a un nuevo autobús que ha logrado sortear el embotellamiento. Veinte minutos después estoy en la entrada de Mixquic, donde dos enormes calaveras en forma de estatuas dan la bienvenida al visitante, en una especie de viaje posmoderno al Mictlán.

No veo a los visitantes de Mixquic recordar a los propios muertos ni a los ajenos, a los miles que hay en todo el país resultado de la violencia institucionalizada. Veo a Mixquic dentro de esa extraña esfera de confort que permite al capitalino portar máscaras de terror agringado, escuchar música, tomar y comer en las calles y hablar de muertos sin ninguna consecuencia, en una fiesta que solo se parece al culto original de la deidad Miquixtli en un aspecto: la idea de que “la vida no termina con la muerte”, aunque en un país de muertos como México ya no pueda distinguirse esa línea.catrina

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