Quienes gustan de datos exactos sobre cuestiones vanas, quizá coincidan en que el primer concierto masivo realizado en la Ciudad de México sucedió el 11 de febrero de 1968 en la Alameda Central, con la presentación de Raphael. Aunque resulta poco probable que un presidente como Gustavo Díaz Ordaz comentara, refiriéndose al cantante, que “Hernán Cortés conquistó a base de espada y tú conquistaste a los mexicanos con tu voz y tu carisma”, la expresión es una muestra de lo que significó el joven cantante español que en los años sesenta, en el punto más álgido de la ola inglesa encabezada por Los Beatles, conquistó al público mexicano, convirtiéndose en un verdadero fenómeno de masas.
Raphael regresó a la Ciudad de México, tras nueve meses de ausencia, el 30 de enero de 1968. Había estado en Puerto Rico donde causó furor y tumultos. Desde que aterrizó en el Aeropuerto Central una serie de eventos, algunos desafortunados y otros pintorescos, como en una profecía que va cumpliéndose con exactitud escalofriante, fueron anticipando el clímax de la Alameda.
Mientras seiscientas jovencitas lo esperaban afuera del aeropuerto para darle la bienvenida, Miguel Rafael Martos Sánchez, nacido en 1943 en Linares, provincia de Jáen, España, parado junto con su representante y su madre, esperó en vano a que la banda transportadora le acercara sus maletas. Se temió un robo, pero al día siguiente Raúl Velasco, reportero de El Heraldo de México, desmintió el rumor. En realidad había sido un descuido de la aerolínea que comprometió hasta cierto punto la primera presentación en El Patio, el más famoso de los centros de espectáculos de los años sesenta. Fiel a su estilo edulcorado, Raúl Velasco afirmó que Raphael se había resignado a actuar esa noche en calzoncillos. Finalmente, las maletas fueron recuperadas y enviadas a México justo a tiempo.
Al día siguiente, el viernes 2, Velasco mataba dos pájaros de un tiro con su nota: primero informaba sobre la acusación en contra de Tomás Muñoz, director de Discos Gamma, por sabotear el nuevo disco del cantante, Digan lo que digan. Afirmaba que el ejecutivo español, una vez en México, había llamado a los directores de las estaciones de radio para pedir que no programaran el nuevo disco, distribuido por Capitol Records, empresa con la que sostenía un pleito legal. André Midani, director de Capitol, tras entregarle a Raphael una copia del disco que ya circulaba en la ciudad, expresó que si la competencia estaba tan segura de sus derechos de exclusividad sobre el cantante, no era motivo para sabotear su talento.
Más adelante, Velasco destacó el éxito de la primera presentación del joven de apenas 22 años, con El Patio lleno hasta las lámparas; lo más selecto de la sociedad capitalina, que podía darse el lujo de pagar 200 pesos para entrar, ovacionó de pie temas como Digan lo que digan, Cierro los ojos y Mi gran noche, al tiempo que pieles y servilletas caían sobre el escenario para agradecer el derroche de “personalidad de chamaco simpático, pícaro con un intenso dramatismo en el alma”.
Sin embargo, al reportero le pareció fuera de lugar que el cantante abusara del maquillaje y se valiera de un “sombrerito como apoyo dramático”. Es probable que Raphael, como una forma de publicitar su nuevo disco, usara el sombrero a imagen y semejanza de la portada.
Por su parte, Guillermo Ochoa, reportero de El Novedades, el 3 de febrero publicó una extensa entrevista con el cantante, a quien compara con “el flautista de Hammelin”, del mismo modo en que Carlos Monsiváis lo hace en la crónica “Raphael en dos tiempos y una posdata”, publicada en su libro Días de guardar. Para Ochoa, “parece como si un moderno flautista de Hammelin se hubiese posesionado del auditorio para contarle historias musicales con la voz, con el gesto, con la actitud, con las manos –sobre todo con las manos–, y que aquellos ratoncillos que pagaron más de 200 pesos por cabeza para verlo actuar, no quisieran salir del encantamiento”. En su abigarrada crónica, Monsiváis escribe: “[…] señores que nunca habían oído del flautista de Hammelin […]”.
“¿Quién es Raphael?”, le pregunta Guillermo Ochoa: “Yo”, responde con una carcajada. Ante la insistencia del reportero, el joven dice: “Pues un muchacho de 22 años, más o menos como los demás: mal estudiante, buen chico, simpático a veces, muy nervioso en ocasiones, antipático otras veces.” Más adelante, en un comentario admonitorio, Ochoa le dice que él posee la capacidad de dominar a la multitud, de pararse frente a ella y pedirle que se calle, y ésta lo obedece sin tirarle jitomates.
“Se dice que en España […]”, continúa Ochoa, “[…] hay tres gobiernos: el del generalísimo Franco; el del Cordobés, en materia de toros, y el tuyo en el terreno musical.” Raphael responde con prontitud: “Mis respetos para el generalísimo Franco, es magnífico.”
Al final de la entrevista, el cantante afirma que cuando canta y tiene una buena actuación, “llueve, eso no falla”.
Después, a las cuatro de la tarde, en el Salón Torreblanca del Hotel Presidente, Raphael firma el contrato más jugoso en la historia del espectáculo en México, hasta ese momento: quince mil dólares por un par de programas de televisión que se transmitirían en el Canal 2, bajo el patrocinio de la Casa Pedro Domecq. “Haré televisión para México porque la televisión me acerca y me pone en contacto directo con mis amigos de esta bella tierra.” Luego agregó: “Sé que en México todos son mis amigos: los niños, los jóvenes y las personas mayores, y sé que lo son porque me lo demuestran: cuando estoy aquí me buscan, van a verme a los sitio donde trabajo y me aplauden con calor, con entusiasmo, con gran cariño.”
Al anochecer, con el público de nueva cuenta llenando El Patio, en un ambiente donde se combinaban lociones, perfumes caros y humo de cigarrillos, un temblor sacude la Ciudad de México. A pesar del susto que debió pasar, y que tras bambalinas aliviaría con un buen trago, Raphael se comportó a la altura, al aguantar a pie firme y hacer como que no pasaba nada. Siguió cantando para evitar que un movimiento en falso desatara una estampida lo que, al final del sismo, le valió una sonora ovación.
Pinky, una vedette argentina que esa noche cerraba el espectáculo, comentó: “Cuando Raphael actúa hasta la tierra tiembla.” El sismo era otro presagio de la locura y del frenesí que se desataría en los prados del jardín más antiguo de la ciudad.
Los siguiente días, el divo de Linares, además de proseguir con sus actuaciones en el El Patio, grabó dos canciones en Chimalistac, una de ellas en la capilla de San Sebastián Mártir, para el programa Raphael en México, luego viajó a Acapulco a una sesión fotográfica y asistió a varios cocteles organizados en su honor por la socialité de la época.
Fue el 9 de febrero cuando se anunció que el intérprete de Mi gran noche actuaría en la Alameda Central, gratis desde luego, el domingo 11 de febrero. Con los Juegos Olímpicos en puerta, la Dirección de Acción Social del Departamento del Distrito Federal venía organizando conciertos en el marco de la Olimpiada Cultural en distintos puntos de la ciudad, siendo la Alameda el escenario número uno. Jesús Salazar Toledano, abogado y director de Acción Social, se anotaba un punto en lo que sería una larga y fructífera carrera como servidor público, delegado, diputado federal, directivo de Pemex, del ISSSTE, de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y de Conasupo. Bajo el mandato del célebre Óscar Espinosa Villarreal fungió como secretario general de Gobierno, y después se desempeñó como coordinador general de la campaña de Luis Donaldo Colosio.
La expectación cundió por toda la ciudad. En su crónica, Monsiváis señala que para las mayorías resultaba imposible comprar una entrada para El Patio. A través de esta iniciativa pionera en la organización de conciertos gratuitos, cientos de personas podrían disfrutar del cantante del momento. Cientos, según la mente inexperta del staff de la Dirección de Acción Social.
El programa para ese día especial no tardó en difundirse. Antes del plato fuerte, se presentaría un grupo de gimnasia rítmica de Dinamarca, el Ballet Africano, el Ballet Azteca de Amalia Hernández, un par de estudiantinas y el mariachi Vargas de Tecalitlán, que también acompañaría a Raphael.
El día 11 amaneció tan frío que un banco de niebla canceló las operaciones del aeropuerto hasta la nueve horas, pero ni una nevada hubiera impedido la llegada de cientos de personas que desde las seis de la mañana ocuparon los mejores lugares, hecho que conforme pasaran las horas, lejos de ser señal de buena suerte o bendición, se convertiría en una condena. Además del templete que se había instalado meses atrás, muy cerca del sitio donde el Santo Oficio había quemado a unos cuantos herejes, se colocaron varias filas de sillas, correctamente alineadas, y gradas metálicas al fondo, frente al kiosco aún en pie. Se tenía contemplado que Raphael llegaría a bordo de una patrulla hacia la una y media de la tarde, mientras sus teloneros calentaban el ambiente.
El show inició a las doce con los gimnastas daneses, seguidos del Ballet Azteca de Amalia Hernández. Una fotografía de Agustín Casasola publicada al día siguiente muestra en primer plano a un grupo de bailarines que hacen una rueda al ritmo de instrumentos de percusión tocados por negros coronados. El pie de foto los presenta como el “Ballet Africano”. Lo que más sorprende no es el vestuario del grupo, sino el gentío que se aprecia desde el escenario. Antes del inicio del programa, a la Alameda habían llegado entre treinta y cuarenta mil personas. Otra foto de Casasola capta a decenas de personas trepadas en los álamos, amontonados en el kiosco o acompañando a la estatua de Minerva en su pedestal. El operativo de seguridad había destacado apenas doscientos policías para mantener el orden, una misión más que imposible.
El par de estudiantinas continuaron el espectáculo, pero es muy probable que pocas personas les prestaran atención debido a los empujones que ya se suscitaban para alcanzar un mejor lugar, como ocurrió con el más famoso de los mariachis mexicanos, del que dice Monsiváis: “Ni el ser Vargas de Tecalitlán valía como muralla acústica ante un público que era turbamulta que era motín que era marejada.”
Las sillas desaparecieron debajo del gentío; una que otra voló sobre las cabezas de la multitud, otras se convirtieron en trampas mortales ocasionando varias caídas, mientras que algunos “pelafustanes” comenzaron a mojarse con el agua de la fuente de Minerva, que no tardó demasiado en convertirse en un lugar donde cientos de personas evitaron ser aplastadas, a pesar de mojarse la ropa y echar a perder los zapatos.
Poco antes de la 1:30, la brasileña Carmen Alves y el Sambrasilia Trío se esforzaban arriba del escenario. Los policías impedían que más personas subieran a las gradas y otros empujaban a la muchedumbre que amenazaba con destruir el templete.
Muy cerca de ahí, la patrulla número 5 de la Dirección General de Tránsito salió de un hotel, es probable que del Regis o del Prado. Delante de la patrulla, un grupo de cinco motociclistas abrían el paso. Las torretas y las sirenas anunciaban que Raphael, acomodado en el asiento trasero, iba camino a hacer historia.
Conforme el sonido de las sirenas se aproximaba, el público, a través de esa sensible antena que le alerta cuando algo va a pasar, exhaló un rumor sordo que creció hasta estallar en gritos, aplausos y chiflidos, dando por finalizada la actuación de los brasileños.
Desde luego, apenas se aproximó la patrulla al escenario, una turba se abalanzó, provocando que dos motociclistas chocaran entre sí. Al caer, el mofle caliente de una de las motos dejó una profunda huella en las pantorrillas de una señora, quien pagó cara su curiosidad. Otra moto, por esquivar a varias jovencitas que enloquecían al paso del vehículo, se estampó contra la portezuela de la patrulla donde viajaba Raphael. Si bien es cierto que ninguna de la crónicas de la época cuenta, por lo menos a la luz de la imaginación, qué pasaba en la mente del cantante, no resulta difícil imaginar que al principio Raphael se estaba divirtiendo, sobre todo porque su primer gesto hacia el público fue bajarse de la patrulla para subirse al cofre, extender los brazos y saludar al respetable. Vestía de negro de pies a cabeza y usaba ese peinado definido por Guillermo Ochoa como “rafaelesco”. Los ánimos se exaltaron a tal grado que policías y organizadores lo bajaron del cofre y se lo llevaron en vilo hacia los improvisados camerinos detrás del escenario, antes de que la turba lo alcanzara. “Parecía un muñeco”, cuenta Wilbert Torre en la crónica pormenorizada del concierto, publicada al día siguiente en La Prensa. Sin mordazas morales ni dejos de lo que es considerado políticamente correcto, el reportero se refiere a Raphael en estos términos: “Bueno o malo, amanerado quizás”, “Cantante amanerado que no convence a muchos”, “Voz [que] no es grande ni potente”, “Su físico no es el de un Rock Hudson.”
Mientras Raphael salía a escena, los treinta músicos de la Orquesta de Kay Pérez se acomodaron y afinaron sus instrumentos. Manuel Alejandro, el compositor de los temas que habían convertido a Raphael en una estrella, se alistó a dirigir a los músicos, quienes miraban con horror cómo la gente se arremolinaba tratando de acercarse al templete que se tambaleaba con cada embestida. Por su parte, Jesús Salazar Toledano, con la preocupación en el rostro, pedía orden al público, amenazando con que el concierto sería cancelado si no se comportaban. Era inútil: hacía falta algo más que advertencias cuando cuarenta mil personas se pisoteaban entre sí y luchaban por sobrevivir.
A eso de la 1:45, Raphael salió al escenario, provocando una cadena de desmayos que al final de la jornada ascendieron a setenta, casi todas mujeres que perdieron el conocimiento por la emoción de ver a su ídolo o debido a la falta de oxígeno. Aunque las diversas crónicas periodísticas se contradicen respecto a la canción con que inició el concierto, todo parece indicar que a una señal de Raphael, la orquesta comenzó a interpretar las notas de Al ponerse el sol. Cuando terminó la canción muy pocas personas pudieron aplaudir, no por falta de ánimos sino porque, inmersos en ese mar de cuerpos, brazos y piernas, era imposible acomodarse para agitar las manos. Luego siguió Cuando tú no estás. La primera frase de la canción es reveladora: “No sé si el mundo es el de siempre porque yo lo veo diferente.” Ante el desorden de cuerpos que se apretujaban allá abajo, para Raphael el enunciado debió de adquirir una nueva significación.
No faltaron quienes, aprovechando el desorden, trataron de subir al escenario para, en el mejor de los casos, saludar a Raphael, pero los siguientes intentos, más de cuarenta, fueron repelidos por la policía. Por su parte, los fotógrafos exigían orden y que la gente se hiciera para atrás, ya que no los dejaban hacer su trabajo. En un momento dado, el cantante pidió que todos guardaran silencio. La Alameda enmudeció de golpe. “Guardias, señores de la prensa, dejen en paz un poquito al público.” Luego encaró a la muchedumbre que lo miraba en silencio: “Les canto lo que quieran. Ustedes nada más pídanme canciones.” La respuesta fue un rugido ensordecedor.
El mariachi Vargas de Tecalitlán regresó para acompañarlo con La Llorona y Fallaste corazón, canción más triste donde las haya, escrita por Cuco Sánchez. Jesús Salazar Toledano, con un pie en el escenario, dio la orden de suspender el concierto. “Hemos cumplido; en cuanto termine de cantar con los mariachis, damos por terminado el festival.”
Y así fue. Raphael fue sacado atropelladamente del escenario, en medio de la rechifla del público. Un camión de placas FA 220 lo esperaba. Los motociclistas, ya repuestos de las caídas y los choques, le abrieron paso al camión, que fue seguido muy de cerca por la patrulla número 5 y por un Buick de color gris, en el que viajaba la madre de Raphael y su representante. El vehículo salió por Avenida Hidalgo y luego tomó la calle de Valerio Trujano. Raphael sacó los brazos a través de una de las ventanillas y no dejó de despedirse, o saludar, según se vea, a las personas que sorprendidas o eufóricas le devolvían el gesto.
Veinte minutos duró el primer concierto masivo de la Ciudad de México. El saldo: entre treinta y cuarenta lesionados, setenta desmayadas, decenas de niños perdidos, prados y flores arrasados, alambradas destruidas. El episodio sería conocido como “el torbellino de la Alameda”. Aunque por el riesgo que corría su integridad física ya no pudo interpretar Mi gran noche, ese 11 de febrero de 1968 fue, sin duda alguna, un día especial para Raphael.
yo era una niña de apenas 10 años, creo quedé en shock porque no recuerdo, que interesante crónica, gracias, ahhh y Raphael sigue siendo mi ídolo, y todavia lo sigo l
Qué bueno que te gustó la crónica, Georgina… Y Raphael sigue siendo grande.
Excelente crónica. Mi primer concierto de Raphael fue en el Teatro Ferrocarrilero, por ahí de 1977-78. Pero hubiera dado lo que fuera por haber sido testigo de este concierto. Yo apenas estaba en proceso de llegar al mundo.
Saludos.
Gracias por leerla, Carlo. Ese concierto debió ser la locura. Un saludo. Jorge VA