e estoy aproximando a ese periodo del que tanto me hablaba mi padre. “Llegará el momento en que digas antes aquí no te dolía, o antes a ti no te pasaba esto”. Hace unos días noté cierto flujo inodoro, con cierta coloración que tiraba al gris, que me salía por la uretra. Se sentía como una exhalación, como si mi pene se convirtiera en un volcán que de cuando en cuando eructara un poco de lava. Tenía una infección. Llamé al urólogo. Me recibió al día siguiente en su consultorio del Hospital Dalinde.
Diga lo que se diga, nunca es cómodo enseñarle el pito a otro cabrón cuando no se trata de comparar tamaños. Mientras redactaba la receta, me preguntó si había tendido relaciones sexuales sin protección con alguien además de mi novia. Le dije que no. ¿Seguro?, me preguntó como el cura que conoce bien a su rebaño. “¿Y ella está bien?”. Sí, contesté, sana y como si nada. Ella estaba en un tratamiento y llevábamos como quince días sin tener relaciones. La última vez, hacía más o menos cinco días, habíamos usado condón. “¿No te la habrá mamado alguien en la oficina?”. De nuevo le dije que no. Por primera vez en muchos años no había cometido una de mis tonterías habituales, como tener sexo sin protección con desconocidas.
Me entregó la receta pero fue muy enfático: si la medicina no me quitaba la infección, me mandaría a hacer análisis para no dar palos de ciego.
Transcurrió la semana del tratamiento. Mejoré pero como dijo el médico, la infección no remitió del todo. Las “exhalaciones” ya no eran tan abundantes, pero a veces sentía cierto ardor o comezón en la uretra, y ni cómo rascarme.
Volví al consultorio por una nueva receta con los estudios para determinar qué chingaos me estaba haciendo daño. Espermocultivo, Cultivo de microplasma, Anticuerpo anticlamida en semen y PCR en uretra para VPH con subtipo. Las primeras tres eran básicas, dijo, si resultaban negativas habría que practicar el PCR porque, algunas veces, ciertos virus del Papiloma causan uretritis. “Esta prueba es dolorosa, no te lo voy a negar”. No comenté más.
Como asalariado, tuve que esperar a la quincena para ir al laboratorio, mientras que mi novia, no conforme con la veda sexual, me dijo que me pusiera otra vez condón. Para un par de calientes es insoportable no tener sexo. Decidí que primero me haría las pruebas básicas, más económicas, y que sólo en caso de que resultaran negativas, pagaría la del Papiloma.
Me desperté temprano. Había que obtener la muestra de semen, así que me receté una variada sesión de videos porno que busqué, primero en YouPorn y después en XVideos. Lo más difícil es evitar que las manos toquen el semen, pero más difícil es masturbarse y llegado el momento de la verdad meter el pene erecto en un vasito de plástico. Con la muestra bien empaquetada, me preparé y me fui a los laboratorios Olarte y Akle, que el urólogo me recomendó por ser de los mejores. El lugar era bastante agradable, hasta con una fuente que seguro sirve para serenar los ánimos.
Mientras esperaba a que me llamaran, llené un formulario con mis datos personales. Llegado el momento, ya en la caja, mientras el empleado hacía la factura con los estudios, quizá la tranquilidad del lugar y la ausencia de ese olor tan característico de los laboratorios, me hicieron cambiar de opinión. Si ya estaba ahí, en ayunas, desmañanado, con el requisito de no haber tenido relaciones sexuales tres días antes, ¿qué esperaba? ¿Para que volver después y perder otra mañana? Además, pensaba en la salud de mi novia. Si tenía el virus seguro que ella también.
Le dije al cajero que incluyera la prueba del Papiloma y pagué con la tarjeta de crédito. Mientras estampaba mi nombre en el váucher, sentí que estaba firmando la declaración de independencia, o que le otorgaba el perdón a un reo peligroso.
De nuevo me senté a esperar. ¿Me atendería una mujer o un hombre? No tardó mucho en llamarme un técnico de laboratorio. Era delgado, usaba lentes y vestía bata blanca. Me saludó. Una vez dentro de un cubículo, me senté. Mientras verificaba mis datos, me llamó la atención un enorme rodillo con papel kraft, colocado en un extremo del cuarto. Pensé, no sé por qué, en una panadería.
“La prueba que le voy a practicar es muy dolorosa, no se lo voy a negar”, dijo el técnico y recordé las palabras del médico quien había dicho lo mismo: “No te lo voy a negar”.
Pensé que exageraban porque hace unos seis años me practiqué un PCR que resultó negativo. La verdad no me había dolido. Supuse que el técnico usaba esa lógica que dicta que hay que hacerle creer al cliente que se avecina la peor tormenta de su vida, pero cuando ésta llega, resulta una pinche llovizna.
Me mostró un pequeño cepillo de unos cinco centímetros de largo, parecido a los que se usan para limpiar vasos largos o biberones, sólo que a una escala más pequeña, capaz de entrar a través de la uretra. Quienes no lo sepan, la uretra en el orificio por donde sale la orina o a través de donde brota el semen.
“Se va a acostar aquí”, dijo, señalando el cheslong de exploración. Antes de que lo hiciera, el técnico cortó un pliego de papel kraft que desplegó sobre la superficie acojinada. Me recosté.
“Bájese los pantalones”. Obedecí. Miré el techo. Respiré. Escuché el sonido que hace una bolsa de celofán cuando es manipulada. Con las manos enguantadas, el hombre me tomó el pene. “Respire despacio. Así, muy bien. No vaya a levantar las piernas o a hacer un movimiento brusco porque lo puedo lastimar. Respire profundo y mantenga la respiración”. Entonces el cepillo comenzó a entrar a través de la uretra, un orificio que en mi caso no mide más de siete u ocho milímetros.
Además de ser una pendejada, decir que el dolor fue indescriptible equivale a ver una película en negro. Conforme el cepillo se abría paso, sentía dolor y ardor, y unas desesperadas ganas de mandar a todos a la chingada. ¿Cómo era posible que un conducto tan pequeño causara tanto dolor?
Pensé en la gente que sufre tortura durante muchas horas, en las cárceles, en los separos, pensé en aquellos que están secuestrados y sufren mutilaciones. Grité, no podía hacer otra cosa. De pronto todo cesó. “Se vale llorar”, dijo el técnico. “¿Cómo se siente?”. Eludí la respuesta. Le dije que me sentiría bien si ya había terminado. “Me falta sacarlo”. Y el dolor regresó, pero en sentido contrario, aunque era imposible distinguir entre arriba y abajo, afuera y adentro.
Recordé una escena de Los Borgia, cuando Juan, el hijo que se la pasa recorriendo los burdeles de Roma, contrae la sífilis. Llega el momento en que ya no puede orinar. El doctor de la corte le muestra el remedio: un cilindro de metal que se introduce por la uretra, y que, luego, mediante un mecanismo especial, se abre como un pequeño paraguas con ganchos que raspan la pus.
La Edad Media nunca se ha ido. Seguimos en ella y la prueba del Papiloma lo demuestra.
Me subí los pantalones. Si bien es cierto que no me dolía, sí sentía una leve molestia.
“Le va a arder cuando orine, incluso puede salirle un poco de sangre pero es normal. Tome mucho agua para que se alivie pronto”.
La humanidad ha enviado sondas al espacio, ha sido capaz de viajar a la Luna, ha desplegado robots que recorren la superficie de Marte e inventado supercomputadoras, teléfonos celulares, videojuegos… pero no ha podido inventar algo mejor que meterle a uno por el pito un cepillo filoso para descubrir a un virus extraño y escurridizo.