stoy enamorada de Carson McCullers. Y no es un algo pasajero. Ella es uno de los grandes amores de mi vida y lo digo con una certidumbre total. Parece que llegó un poco tarde a mi vida, pero los tiempos de la Literatura son perfectos. Había escuchado hablar de ella cuando comencé a involucrarme románticamente con ciertas autoras catalogadas dentro del gótico sureño como Flannery O’Connor, la creadora de poderosos cuentos sobre la dualidad humana como “The Life You Save May Be Your Own” (http://faculty.smu.edu/nschwart/2312/lifeyousave.htm), Eudora Welty, cuya novela The Optimist’s Daughter obtuvo el Pulitzer, y Katherine Anne Porter, que fue nominada tres veces al Nobel. Y, ya que estamos hablando de estas autoras y de ese premio, debo confesarles algo. Carson McCullers y yo estamos destinadas a conocernos. Todo gracias a mi obsesión por un autor que obtuvo el máximo galardón de literatura de cuyo nombre no quiero acordarme y, mucho menos, escribir aquí. ¿Por qué? Por una poderosa razón: Carson McCullers, ella toda. Todita.
Desde que nos presentaron hemos sido inseparables. Fue amor a primera vista gracias a La balada del café triste, libro que agrupa algunos de sus mejores relatos que son un himno a la soledad y al amor de las personas comunes y corrientes. Y de las no tan comunes y corrientes. Ella ha escrito sobre todos nosotros. Una cosa llevó a la otra y caí perdidamente rendida a sus pies por frases como: “Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas. Muchas veces la persona amada es sólo un estímulo para todo el amor dormido que se ha ido acumulando desde hace tiempo en el corazón del amante. Y de un modo u otro todo amante lo sabe. Siente en su alma que su amor es algo solitario”. O esta otra: “Todo lo que siempre había sentido estaba reunido alrededor de esta mujer. Ya no había más cosas sueltas dentro de mí, todo estaba concluido en ella”.
“La balada del café triste” que da título al libro, es una de sus obras más conocidas. Esta nouvelle nos presenta a un peculiar trío compuesto por la rica fortachona Miss Amelia, su primo, el jorobado Lymon y el antiguo marido de ella, Marvin Macy, con quien estuvo casada diez días. El desarrollo de la insidia es magistral. Ambos hombres la arruinan y ella, cegada por Lymon, lo permite. Es así que la gigante es dominada por el enano porque “el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor (…). Es solo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor”. (Y la coda que cierra, “Los doce mortales”, es memorable).
“Wunderkind” es un relato que leemos en tono autobiográfico sobre una chica que estudia música. Carson McCullers fue, como la traducción de la palabra alemana, una niña prodigio. A edad temprana estudió música en Juilliard para después abandonar esa carrera debido a una fiebre reumática. A los 24 años publicó El corazón es un cazador solitario, novela que la consagró. En este cuento, Frances, la protagonista, está consciente de que sus profesores esperan demasiado de ella y siente que no da el ancho: “Cansada, eso es lo que estaba. Y con aquella sensación de hundirse y disolverse en ondas, como la que le venía tan a menudo antes de echarse a dormir por la noche cuando había estudiado demasiado. Como aquellos medios sueños fatigosos que zumbaban y la arrastraban entre sus torbellinos”. También aparece la implacable competencia y la constante presión que se ejerce en ambientes, como los artísticos, donde la precocidad es celebrada.
El tercer cuento, intitulado “El jockey”, ahonda en la hipocresía detrás de los modales. El personaje principal, Bitsy, confronta a un entrenador, un corredor de apuestas y un hombre rico, debido a que su carrera está arruinada por la codicia ajena: “Alargó la mano a la fuente que estaba a su lado y se metió deliberadamente en la boca un puñado de patatas fritas. Masticaba despacio, con el labio superior levantado, se volvió y escupió la masa pastosa sobre la suave alfombra roja que cubría el suelo—. ¡Depravados! —dijo. Y su voz sonaba delgada y rota. Saboreó la palabra como si tuviera un sabor que le gustara—. ¡Depravados! —repitió, y volviéndose se marchó del comedor con su rígido pavoneo.”
En “Madame Zilensky y el rey de Finlandia” encontramos a una compositora finesa (“una persona algo borrosa”) que enamora al jefe del departamento de música de la universidad a pesar de que es una irremediable mentirosa patológica: “Por medio de sus mentiras vivía una doble vida; las mentiras doblaban lo poco de su existencia que le quedaba fuera del trabajo y engrandecían el pequeño andrajo último de su vida personal”
“El transeúnte” es un texto desolador protagonizado por un hombre cuya “propia vida le parecía tan solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del naufragio de los años” porque se da cuenta de que las decisiones que ha tomado han sido una mera improvisación.
En “Dilema doméstico” nos topamos con el esposo de Emily, una dipsómana que considera que “su vida interior era insuficiente sin el artificio del alcohol”. Él hace todo lo posible por solaparla (incluso cuando es culpable de lastimar a la hija de ambos) y, en esa ansiedad, subsiste el amor que siente por ella: “Sus manos buscaron la carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor”.
“Un árbol. Una roca. Una nube” cierra este libro con el encuentro entre un muchachito y un hombre viejo, que le trata de explicar lo que sabe acerca del amor:
“—Hijo, ¿sabes cómo debería empezar el amor?
El chico seguía sentado, pequeño, callado, tranquilo. Poco a poco movió la cabeza. El viejo se le acercó más y murmuró:
—Un árbol. Una roca. Una nube.”
Pero basta de hablar de amores pasados. Lo que importa en este momento es Carson McCullers y sus cuentos que se caracterizan por un estilo cargado de simbolismo insistente en generar emociones a lo largo de la lectura sin hacer a un lado las descripciones que nos alejan de lo irracional. Esta complejidad la revela como una admiradora del realismo ruso. Más que el dualismo del horror y la belleza que encontramos en la mayoría de los autores de la literatura sureña de Estados Unidos, la escritura de Carson McCullers se empeña en ser única. Y lo es. Como ella misma declaró: “Yo tengo más que decir que Hemingway, y Dios sabe que lo he dicho mejor que Faulkner”.
¡Feliz centenario, Carson!
La balada del café triste, Carson McCullers. Seix Barral.