Una golosina y un delirio. Un disparate televisivo que constituye, más que un show, toda una experiencia. Un viaje sicodélico y naiv, para el que no había que ingerir ninguna droga; para el que sólo era necesario sentarse frente al televisor durante treinta minutos y abandonarse al absurdo.
Nunca una serie televisiva fue más pop que la del Batman de los años sesenta. Ni mas descarada. Ni más divertida tampoco.
Y es que Batman tenía miles de razones para ser memorable. Supuestamente, era un cómic televisivo con su narrador omnisciente y sus onomatopeyas incluidas. Pero lo cierto es que iba más allá. Para empezar, la música, esa música surf que no tardó en convertirse en un himno del underground y la contracultura y que todos (TODOS), hemos tarareado alguna vez, que era emocionante a la vez que chistoso.
El elenco también tenía lo suyo. En sus gloriosos 120 capítulos muchas estrellas del Hollywood clásico desfilaron por ahí, casi siempre interpretando a los enemigos del dúo dinámico. Había, por supuesto, los de base, emanados del cómic (El Guasón, El Pingüino, Gatúbela y El Acertijo), pero también los que nacieron ahí en el show, todos fársicos, absurdos y sobreactuados… y condenados a un posterior olvido (El Rey Tut, El Cascarón, El Bibliófilo, La Reina de los Diamantes, Luis Lirio, etcétera). Ante tales antagonistas, las historias no se podían quedar atrás en lo demencial, y así, siempre se presentaban tramas complicadas, orientadas a la comedia, que invariablemnte llegaban a un punto en el que las vidas de Batman y Robin corrían peligro ante trampas tan mortales como ridículas. Huelga decir que los héroes siempre salían airosos (en el capítulo siguiente), casi siempre por el uso de gadgets inverosímiles, para alegría de su audiencia.
Hoy día cuesta trabajo verla y no pensar en qué tan infantil era originalmente. Por supuesto fue un show televisivo dirigido a los niños, pero no tardó en ser adoptado por los jovenes y los adultos (de hecho, la primera “Batimanía” nació entonces), y creo que mucho se debe a la erotización de algunos personajes.
Se sabe que hubo todo un revuelo alrededor de Burt Ward, el actor que hacía a Robin (y que por supuesto no era un niño), debido a lo prominente de su paquete. Asociasiones de padres de familia pugnaron -sin éxito- por que la serie fuera cancelada, ya que incitaba el despertar sexual de las adolescentes. Se sabe también que Adam West (Batman) y el mismo Ward disfrutaron como nadie su estatus de rockstars televisivos en fiestas tan demenciales como el show mismo, con sus groupies incondicionales, obsesionadas con los disfraces del dúo.
Y qué decir de las actrices Yvonne Craig (Batichica) y Julie Newmar (la primera Gatúbela), enfundadas en latex y con botas de tacón alto, siempre en poses provocativas e hiperfemeninas.
En mi caso, ambas reinaron en el Olimpo sexual de mi infancia junto a Linda Carter y La Mujer biónica. Pero bueno, eso no tiene que ver con el programa (¿o sí?).
El caso es que el Batman de los sesenta fue siempre un producto exagerado, festivo, kitsch, hecho con el descarado propósito del cachondeo (en las ascepciones española y mexicana del término). Y nada importa, creo, que tan fiel fue a la mitología del cómic.
Yo desconfío de quienes se jactan de ser fanáticos de Batman, y sólo han visto las películas de Nolan y Burton. Por su exceso de seriedad, no les concedo ninguna seriedad. De hecho, los he escuchado y leído en redes sociales, y no les creo nada. No sólo mienten o repiten datos que creen interesantes. Aburren, resultan arrogantes y antipáticos. Para ellos, el hombre murciélago es un dogma, un personaje canónico que no admite reinterpretaciones. Y lo cierto es que lo que admiran, es una reinterpretación más: un Batman moderno que es obsesivo, paranóico e infalible, además de hiperviolento; que echa mano a todos sus recursos tecnológicos y no se equivoca nunca. Y que siempre viste de negro (y ojo, a mi me encanta también, pero no lo considero el único).
Tales seguidores, dicen tener muy en alta estima los cómics del Caballero Oscuro. Pero lo cierto es que no son coleccionistas tampoco. Y lo peor, desprecian a este Batman televisivo de los años sesenta (que yo amo) por considerarlo demasido colorido, alegre, ridículo e infantil.
Fantoches, ellos se lo pierden.