a Real Academia Española define a un caníbal como alguien “que come carne de otros de su misma especie”, pero para el pueblo Fore, al centro de Papúa Nueva Guinea, la antropofagia va más allá de una simple peculiaridad culinaria: hasta mediados del siglo pasado, ingerir el cuerpo de los muertos era una práctica ritual socialmente aceptada e incluso, fomentada. Los parientes recién fallecidos eran sazonados, cocinados y devorados como parte del duelo, en una muestra de respeto, sin saber que dentro de esa carne se escondía una amenaza insidiosa, letal: Kuru.
Kuru, del vocablo “temblor”, forma parte de un grupo amplio y heterogéneo de enfermedades conocidas como “encefalopatías esponjosas”, debido al aspecto que adquiere el cerebro afectado al ser observado al microscopio. Esta enfermedad tiene un origen infeccioso, pero no es causado por virus, bacterias, hongos o parásitos, sino por entes más extraños, más sencillos y, quizá, más temibles: priones, proteínas mal plegadas capaces de dañar a las células y al tejido del cerebro y provocar una disfunción global del mismo al formar huecos diminutos en la sustancia gris que lo conforma.
Como es evidente, para el desarrollo de la enfermedad, antes debe existir un contacto con el agente infeccioso. Las mujeres y los niños, en constante convivencia con el prion al preparar los alimentos o al ingerir componentes del sistema nervioso y vísceras –reservorios naturales de Kuru–, eran las poblaciones más vulnerables a la inoculación; por el contrario, los hombres adultos, acostumbrados a comer músculo –un tejido más seguro–, se encontraban relativamente a salvo. Relativamente. A pesar de la mayor presentación en mujeres, durante el auge de la enfermedad, casi el 2% de la población total fue aniquilado –y no sólo en Fore, también en poblados circundantes, ligados incidentalmente a la enfermedad por el matrimonio entre hijos de distintas tribus. De hecho, algunas localidades perdieron a todas las mujeres adultas.
Por la naturaleza del daño, la infección tiene un curso lento. Entre el contagio y las primeras manifestaciones pueden transcurrir décadas (treinta a cuarenta años, en promedio). Los síntomas iniciales, también llamados prodrómicos, incluyen dolor de cabeza, molestias en las articulaciones, marcha anormal por afectación del cerebelo, temblor y movimientos involuntarios amplios y violentos, conocidos en medicina como atetósicos y coréicos. Posteriormente sobrevienen tres fases: la fase ambulante, cuando el paciente aún puede caminar; la fase sedentaria, cuando únicamente puede sentarse y la fase terminal, cuando ya no es capaz siquiera de mantenerse erguido de manera independiente. Generalmente, en el transcurso de un año a partir de los primeros síntomas, se produce la muerte.
Pese a la letalidad de esta enfermedad, en la actualidad no existe una tendencia internacional para buscar la cura. Esto se debe a que son pocos los casos que afectan a la población. Por ello, el único manejo es –y ha sido por los últimos cincuenta años– la prevención. Prohibiciones respecto a las prácticas caníbales existen desde la década de los cincuenta en el territorio de Papúa Nueva Guinea. Con esta simple medida, el número de enfermos se ha reducido paulatinamente desde más de doscientos por año hasta diez, siendo los últimos casos vigentes una reminiscencia de la época en la que la antropofagia ritual estaba permitida.
Queda entonces una sola moraleja: un caníbal inteligente, no come cerebro.