LA ÚLTIMA PREGUNTA

EL ESCRITOR QUE NO CREÍA EN SU TRABAJO

No se me ocurre mejor forma de comenzar este texto, que recordar a Jack Abbot, el criminal-escritor o el escritor-criminal que fascinó a Mailer y logró que el gran innovador del periodismo literario cayera rendido ante sus letras. Tanto que el autor de La canción del verdugo lo ayudó a salir de la cárcel. “Nadie que tenga ese poder narrativo merece estar encerrado”, decía Mailer mientras movilizaba a un grupo de activistas, abogados y artistas a favor de Abbot, quien gracias a Mailer publicó En el vientre de la bestia, tomo que reúne la correspondencia que sostuvieron el preso y el escritor durante algunos años.

El libro, que trata sobre la vida en la cárcel, fue publicado parcialmente y por entregas en el New York Times; el crítico Terrence Des Pres escribió en ese mismo medio que la obra era “imponente, brillante y perversamente genial; su impacto es indeleble y como reconstrucción de la pesadilla penal es absolutamente obligatoria”.

Abbot logró salir de prisión en 1981, a pesar de haber cometido varios delitos, entre ellos, el de asesinato. Con el primer pago de sus regalías, la nada despreciables suma de 15,000 dólares, contrató a un bufete de abogados que, pronto, logró ponerlo en libertad. Mailer se sentía orgulloso de la hazaña que había realizado: el sujeto que lo sedujo con su prosa, el potencial gran escritor que fue confinado a la cárcel desde que tenía trece años, al fin, podía disfrutar del mundo y el mundo de él. Tenía tanto que hacer junto a Abbot. El futuro no podía ser más que prometedor.

La prensa enloqueció ante tan inverosímil historia. Jack ocupó varios titulares de los principales medios y fue invitado a los programas de entrevistas más populares de la televisión norteamericana. La revista People realizó un extenso reportaje sobre el escritor antes recluso, quien ⎯en poco tiempo⎯ se convirtió en una celebridad.

Pero el cuento ese del escritor que, casi por error, cometió algunos crímenes, se vino abajo cuando seis semanas después de estar en libertad, Abbot asesinó a un camarero que le prohibió usar el baño del personal del restaurante en el que compartía la cena junto a dos hermosas mujeres que se habían declarado fans del que, en ese momento, se consideró una gran promesa literaria.

El ex convicto regresó a su celda para nunca salir (se suicidó en el 2002). Aquello devastó a Mailer, quien embelesado por la prosa de Abbot, se negó a ver detrás de ella: alguien que podía urdir el lenguaje de esa forma, sin duda, no podía ser un delincuente. La ceguera del talento frente a la naturaleza homicida de un hombre que pasó más tiempo en la prisión que fuera de ella.

¿Qué hay tras las fascinación que ejercen este tipo de personajes? Al parecer, quienes vivimos convencidos de que se deben respetar las reglas del acuerdo social, encontramos en este tipo de perfiles la idea de que dichos personajes tienen una vida más interesante que la nuestra. O también se puede creer que son testigos de un modo de vida al que nunca tendremos acceso por lo pruritos morales y el temor a los castigos que se infringen al violar la ley.

No obstante, sobre la figura del escritor también pende una especie de halo divino en el que se le atribuyen características que están fuera de la norma: inteligencia, buen juicio, sabiduría. El mismo Mailer llegó a decir de Abbot: “Tiene todas las características de los escritores importantes y poderosos”. ¿De qué se trata eso de ser “un escritor importante y poderoso”? ¿Son acaso las dos particularidades que te convierten en alguien incapaz de delinquir? De pronto parece como si tener habilidades para narrar te convierte en ciudadano de primera categoría o, peor aún, ser escritor te provee de una vacuna para ser responsable de cualquier acción ilegal en la que incurras.

Hace tiempo fui a una fiesta en la que hubo un robo de celulares a seis de los asistentes. Entre ellos yo. Fue fácil que las afectadas, otro detalle peculiar el que solo hubiéramos sido mujeres las que sufrimos el hurto, nos pusiéramos en contacto. Primero hubo la sospecha de un tipo que solo fue reconocido por un par de nosotras. Luego se habló de que aquel sujeto iba acompañado de dos mujeres que le sirvieron de cómplices. Y, eventualmente, se llegó al nombre de cierto escritor norteño que, según se dice en los bajos fondos, vive de hurtar dineros públicos y privados, a pesar de que una editorial reconocida le publica sus textos postnorteños.

Lo interesante de aquel evento fueron las reacciones que se desencadenaron en distintos personajes después de que la noticia se reprodujo en ciertos círculos sociales. Hubo un grupo de las afectadas que proclamamos por levantar una denuncia pública en la que se acusara a “la supuesta” cadena de creadores-delincuentes. Hay quien hizo caso omiso y prefirió “llevarse el golpe completo a casa”. Hubo quien aprovechó la ocasión para hablar mal de los implicados y contar historias anteriores (que no me constan), de otros hurtos y otros comportamientos reprobables.

Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue lo que dijeron algunos miembros de la editorial en la que publica el escritor en cuestión. Cabe aclarar que la obra de dicho autor es, en mucho sentidos, una especie de testimonio sobre lo que pasa en un mundo lado B norteño: crónicas o autobiografías noveladas sobre la vida pendenciera de cocainómanos y gomosos que, a costa de todo, consiguen sus rayas para poder surtir a empellones el culo de los travestis más folclórico de la cantina más under del pueblo más rascuacho que hay en, qué sé yo, lugares como Saltillo. Sitios que gente común y poco interesante jamás ha frecuentado.

Pues bien, ante la sospecha de que pudiera haber algún vínculo entre el autor y los actos delictivos, la editorial prefirió hacer caso omiso de acusaciones infundadas porque, bien a bien, lo único que se tenía como prueba de la participación de los supuestos amigos del escritor era el vago recuerdo de alguien en medio de una fiesta.

Hasta donde sé hubo real consternación de los miebros de la editorial ante los robos. Significó un golpe moral ante una celebración que debiera de haber terminado con grandes sonrisas y, a lo más, con grandes crudas.

No obstante, desde mi perspectiva, pienso que a estos editores le pasó lo que a Mailer: la ceguera ante la posibilidad de que ese otro no sea quien uno piensa. Las justificaciones racionales prevalecen para seguir con el día a día porque sé que ellos también son de los que piensan en la deseabilidad del verdadero Estado de derecho. Aunque lo más lamentable es esa nula capacidad de pensar que la realidad distinta.

En fin, aquel evento no cambia mi opinión sobre tan buena editorial ni sobre el mentado escritor, solo me deja una última pregunta: ¿por qué alguien que necesita lana paraquiénsabequé se roba un celular roto y amarrado con una liga (sí, en esas condiciones estaba mi teléfono)?

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