TERCIOPELO

MASTURBARSE

Nos arrellanamos en las butacas. El cine Estadio quedaba apenas a tres cuadras de nuestra casa. El póster promocional tenía a un hombre cuyo peinado no resultaba extraño, pues sostenía una bola de cristal, el ambiente era de fantasía Disney. 1986 u 87, la sala estaba completamente oscura, y mamá nos acallaba. La historia no me atrajo, hasta que apareció él, el hombre del póster…, hasta que cantó y bailó Magic Dance en medio de gnomos, y después Within you. Las caricias de su voz fluían fuera de mí, estremecedoras…

Quizá mis amigas y yo no hablamos de nuestros orgasmos porque preferimos provocárnoslos…, o quizá porque es de mala educación, o en el peor de los casos porque son cosa de la memoria. Los que provocan risa o son sucedidos por llanto suelen ser memorables…, ciertamente las mujeres con quienes he hablado al respecto narran el orgasmo como personaje menor de una narración mayor, la trama parece ser más importante que el orgasmo mismo. Recordamos la situación, al amante(s) en cuestión, los olores, la locación, si fue una sesión de horas o un breve e intenso o insípido encuentro, “venirse” no es el clímax de la historia.

“La primera vez” es una construcción masculina, la esperanza de ser el primer pene que incursiona en esa vagina. Mi primera vez fue en esa sala de cine, con David Bowie, con su voz, a mis 13 años. Supe y conocí lo que era desear a un hombre, desear su cuerpo, delgado y desnudo bajo sus leotardos ochenteros. Poseí como tesoro erotizante el casete de la película, lo tocaba en mi walkman sin cesar, y así, sin cesar, Bowie y yo nos acariciábamos. A Bowie le sucedió David Gahan en Personal Jesus y Enjoy the Silence. Masturbarse con una voz no es ni nuevo, ni raro, si no me creen pregúntenle a las monjas novohispanas, extáticas de placer cuando soñaban con la voz de su Jesús personal… Era la voz, acompañada de cuerpos andróginos, lejos de los estereotipados William Levy o Cristiano Ronaldo.

También hubo aquellos años en que las texturas del sofá padecieron mis humedades, en que los jeans ajustados daban gusto, en que hurtaba cubos de hielo, en que mezclaba sensaciones: introducir cotonetes mojados en mis oídos mientras me frotaba sobre las pantaletas, sólo por el gusto de estremecer la piel… Los hombres y sus penes duros no existían, era el territorio abierto de mis adentros y sus alrededores. Había que hacerlo a solas, disfrutando el silencio, sin contarlo. Recién ahora puedo hablar de los orgasmos con algunas amigas, con amantes, y me esfuerzo por revisitar esa memoria del cuerpo placentero.

Se ha escrito, dicho, filmado, estudiado mucho sobre que las mujeres debemos aceptar nuestros cuerpos, que la autoestima, que existe el apetito femenino insaciable siempre de moda (las bostezables películas de Lars von Trier), que fingimos orgasmos, que no los tenemos, que la salud sexual de la pareja, el sexo en pareja y, sobre todo, con la pareja es la opción… Y también está el poliamor y los swingers, y las fiestas sexuales. ¿Qué hay del solitario éxtasis?

Masturbarse es placer de una, por eso libera. Placer de la punta de los dedos, sin el pretexto del amor romántico que nos impone sus tiempos, cortapisas, rituales; ese amor es carencia, sin él somos un jardín de delicia. ¿Habrá mujer que se prefiera como amante de sí? Quiero pensar que por eso para algunas masturbarse aún sea inconfesable.

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