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SOY SUPERVIVIENTE

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12 CENTÍMETROS

Septiembre, 2010.
Entre el trabajo y la paranoia que me ha entrado los últimos días, prácticamente había olvidado la gran crisis de dolor que tuve hace mes y medio en la columna. La caída que tuve en febrero de 2009 me sigue dando lata, pero ahora sí se le pasó la mano: acabé inmóvil y llorando de dolor, tuve que salir de la casa en ambulancia, el quiropráctico me tomó radiografías y si bien encontró que mi hueso sacro ha cambiado de postura, no hay nada grave, así que estaré en terapia algunos meses. Por lo pronto, he regresado a mis tacones de diez centímetros de siempre.

Viernes, 10 de septiembre.
Acapulco. Vine a pasar el fin de semana con mis amigos de la universidad. ¡Qué manera de tomar Jäggermeister! Amanecimos en blanco, bebiendo, riendo, como siempre.

Sábado, 11 de septiembre.
Me puse el traje de baño y sentí dolor en el seno derecho, a simple vista no se me ve nada, pero sigo sintiendo la bola esa. Les conté a mis amigos más cercanos que pienso ir al doctor. Creo que tengo que hacerlo.

Domingo, 12 de septiembre.
Fin de semana increíble: pescado a la talla en Barra Vieja, sol, mar, amigos, cervezas… ¿qué más se le puede pedir a la vida? La única baja fue mi iPod, se perdió.

Miércoles, 15 de septiembre.
Hoy solo trabajaremos medio día. Debo cerrar la edición de octubre de la revista. La verdad, no me he sentido bien, estoy cansada, el seno me punza, me arde. No puedo conciliar el sueño, siento que hay un intruso dentro de mí que no me deja estar en paz, algo oscuro, feo. Me despierto varias veces durante la noche.

Nos reunimos en familia para celebrar la Independencia, pero yo estoy ida y es evidente. Mi cabeza está en otro lado. Si pudiera, me soltaría a llorar como niña de cinco años. Tengo miedo.

Jueves, 16 de septiembre.
Día libre, pero creo que preferiría estar trabajando y ocupar mi mente en otras cosas menos agobiantes. Mi sobrino de dos años está de visita, me encontró llorando en mi cuarto, se asomó debajo de mi cama y me dijo muy convencido: “Tía, no hay monstruo malo, no te preocupes”. Ojalá tenga razón, yo no sé, me da pánico que sí lo haya y sea un gran monstruo. Apenas le he contado de mis sospechas a mi mamá, no quiero que nadie sepa, no quiero que me duela, no quiero lastimar a nadie.

Jueves, 23 de septiembre.
Al fin me decidí: hoy por la tarde iré a consulta con un ginecólogo que me recomendó una amiga, le pedí a mi hermana que me acompañe.

Durante toda la semana me he estado observando frente al espejo, clavo la mirada en la parte exterior de mi seno derecho y lo toco, la bola está ahí, la siento. Me encantaría convencerme de que no hay nada, pero sé que no es así.

Seis de la tarde. Pasa mi hermana a mi trabajo para ir al doctor. Paso a la revisión de rutina, Papanicolaou y esas cosas. Acabo de decirle al ginecólogo lo que pasa en mi seno y me hizo un ultrasonido en el consultorio. Fui a quitarme la incómoda bata de hospital, de esas abiertas por todos lados que quitan la dignidad, me visto y regreso al consultorio, el doctor no tiene la mejor cara.

Me dice que en el ultrasonido encontró una masa en mi seno derecho de aproximadamente 12 centímetros… ¡12 centímetros! No puede asegurarme nada, ni que sea maligna o que no sea, pero hay características raras en ellas: es irregular, dura, está irrigada. Tengo que regresar el fin de semana al hospital para hacerme una mastografía, un ultrasonido y una telemetría (radiografía) de tórax.

Dios, si esa cosa es maligna, debo estar muriendo… ¡12 centímetros!

Salgo del consultorio con la sonrisa congelada, con ganas de llorar, de gritar, de implorar que nada malo esté pasando, pero me aguanto, me lo aguanto todo. Nos vamos mi hermana y yo, comienzo a contarle lo que me dijo el doctor mientras caminamos hacia el estacionamiento, subimos al coche y en Viaducto ya no puedo más: en medio del tránsito de las ocho de la noche, empiezo a llorar, a gritar, a golpear el volante, no puedo contenerme, no puedo. Mi hermana llora conmigo, prácticamente en silencio.

Llegamos y nos están esperando todos: mi papá, mi mamá, mi hermano, mi cuñado y mi sobrino. Supongo que ya adivinaron que las cosas no van bien por el rímel corrido, embarrado por toda mi cara, por mis ojos hinchados y mi sonrisa borrada.

No digo nada, es mi hermana quien comienza a explicarles. Me siento en las escaleras y mi papá va a sentarse junto a mí. Me abraza y recarga su cabeza en mi hombro. Lo siento tan vulnerable y yo misma soy tan vulnerable. Oigo su llanto apenas perceptible y otra vez se desata el mío, lleno de miedo, de coraje.

¿Por qué a mí?, grito.

Mi papá separa su cabeza de mi hombro y levanta los ojos, me mira con calma y me dice: Hija, esto les pasa a muchas mujeres, ¿por qué no habría de pasarte a ti?, mejor pregúntate para qué y sé fuerte. Haz solo la parte que te corresponda, cada quien hagamos la nuestra, esto se hace en equipo y claro que se va a poder.

Me deja muda, no puedo contestarle. En mi cabeza una pregunta se repite interminablemente: ¿Para qué? ¿Para qué?

Continuará.

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