20 triunfadoras, se titulaba el plato de tapa verde y contra violeta sellado por Ariola que en la casa vivía, un catálogo de miseria humana interpretado por un príncipe alcohólico que, a la fecha, se asoma como el único miembro de la Aristocracia Pop de esta nación en ruinas.
Hijo de la Reina Derrota y del Rey Desastre, el noble José José empuñó varias veces el micrófono desde el tocadiscos que tras el sofá donde me echaba a ver Don Gato había.
Yo encontraba especialmente atractiva la tonada de “Volcán”, recuerdo bien; pero no entendía las metáforas que éste y los otros 19 temas que el disco contenía abordaban (figuras retóricas plenas de aves, alpiste y jaulas).
De cualquier modo, esas historias hallaron nido –literalmente- en mi cabeza y tiempo después, cuando siendo universitario me interné en las chelerías que alrededor de la escuela existían, entreví que prácticamente toda mi generación se las sabía de cabo a rabo.
En las cantinas para adultos, supe luego, el cantante de marras sólo estaba debajo de El Rey (que no es Elvis, por supuesto).
Y a la fecha sigue siendo así. Porque mientras otros intérpretes se quedaron tiesos y olvidados en los surcos de los viniles que editaron en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, las canciones de Chepe Chepe se mudaron al cd, luego se transformaron en mp3 y finalmente se fueron a las plataformas de streaming a las que hoy día los nacidos después del VHS recurren cuando el reggaetón los aburre.
Mis encuentros con José José se hubieran quedado en esos terrenos de no ser porque hace no mucho tiempo, estado yo en mi cantina preferida del centro histérico, oyendo, precisamente, un tema del hombre de “Lágrimas” en la rockola, recibí una llamada de uno de los editores de las revistas donde colaboro; “¿puedes ir mañana a entrevistar a José José?”, me preguntó. Y ya saben lo que le contesté.
Empacho no me da al decir que me puse tan feliz tras el telefonazo que me dediqué a pedir y a pedir tragos en la barra, como si al otro día no tuviera nada importante por hacer.
Y tampoco me tiembla la mano al confesar que llegué crudo a mi cita a la mañana siguiente. De qué otra manera podía ser. El asunto es que, sin planearlo, de pronto ahí estaba, frente a mí. El Príncipe. Sonriendo franco, extendiéndome la mano e invitándome a sentarme a su lado para platicar.
No ha faltado quien me critique o se burle ante mi parecer, pero es real: a mí me importa más entrevistarme con los ídolos de la cultura popular mexicana que con los artistas más avant garde de la escena neoyorquina o nepalí.
Y haber charlado con José José se asoma, sin falla, como uno de los momentos más importantes de mi carrera como periodista.
Estando esa vez a su lado, antes de retirarme le pedí que, a sabiendas de que se erigía como el santo bebedor que más rezos recibe en México, le mandara un mensaje a mis amigos alcohólicos.
La respuesta que me dio fue tan certera que cuando la repito en reuniones de toda índole, provoca brindis que llevan a varios a destrabar el celular y darle play a las triunfadoras firmadas por aquel, el que se asumía como “El triste”.
Y es que muy serio, tomando mi rodilla con fuerza y mirándome a los ojos como si los suyos fuesen trinches perforando carne pecadora, José José aprovechó nuestro encuentro para usarme como mensajero.
Recuerdo aquel día bien fresco y no dudo al decir que las palabras que entonces José Rómulo Sosa me soltó para mis compinches, deberían cincelarse en las paredes de todos los congales de este país; en la mera entrada así como en las barras, y luego en las tasas de los baños y en los vasos de las mesas:
“Ay, dios mío. Ya no se lastimen más”.