Todavía avancé apretadamente unas cuadras esperando encontrar algún negocio abierto para rogar que me dejaran usar el baño. Imprimí velocidad al asunto. Sentí la angustia invadirme. Entonces me precipité corriendo como pingüino, como ceñido por una falda de tubo, arrostrando, crispado, luchando, sudando frío. Hasta que a lo lejos detecté una luz neón que anunciaba: Alcohólicos Anónimos, 24 horas, grupo La Progreso. ¡Puta!, pensé.
Un calosfrío me erizó la dermis. ¿En serio? Algo se removió dentro de mí además de la materia, era cierta perversidad de ocasión, cierto “oportunismo demoniaco”. ¿Me explico?
Buenos días, grité con desesperación hasta ver venir a un cabrón renqueando y aterido como una momia de Guanajuato, enfurruñado y con las greñas de arbusto y el rostro marcado por la almohada. ¡¿Qué quieres pues?! Prorrumpió amenazante.
Jefe, de inmediato me tendí, es que me vengo cagando, le expliqué contrayendo fuertemente las entrañas. Por fa´ déjeme usar su baño. Pero de repente me surgió una sonrisa guasona. Quisiera decir que sin saber por qué. (…) Lo que nunca entiendo es por qué siempre arriesgo mi salvación. No comprendo ese pulso de jugarme las cartas en una tirada o dejar pasar las oportunidades mientras atestiguo cómo voy yéndome autosuficientemente al diablo.
El verdugo espabiló como para estudiarme y creerlo: ¡Vienes hasta la madre de borracho! Bramó ofendido. Tampoco supe de dónde me surgió el ponerlo en su lugar recordándole que la Asociación estaba para ayudar a las personas con problemas relacionados con el alcohol. ¿Sí o no?, lo insté a darme la razón. Y a mí el exceso me había descompuesto el sistema digestivo. Desde luego se ofendió más pero en lugar de replicarme se contuvo y se tomó su tiempo para abrir la reja.
Me puse alerta porque esa cachaza y suspicacia de sus actos no eran nada fiables. Bueno, jijuesiete, pensé, ¿quieres agarrarme desprevenido? Pensaba que debía cuidarme de aquella ambigüedad de intención. El tipo me ofreció abiertamente el paso. Dudé antes de entrar y observé la calle solitaria. Apenas adentro de la galera el verdugo se me pegó amenazante a la cara. Olía a sangre contaminada por azúcar y a sobaco. Vestía sólo un viejo short de futbol y Calzaletas transparentes.
Adentro hacía calor.
¡¿Te quieres pasar de verga?! Rugió. ¡¿Eh?! ¡¿Te quieres pasar de verga conmigo?! Se me plantó a milímetros como si fuéramos a sacarnos un trompo. Pero quedé más alto y todavía lo miré despectivo. Incrementamos el torrente eléctrico con nuestras miradas de verduguillo siciliano. En medio de aquel trance creí descifrar el arquetipo de mi adversario. Aposté por que fuera uno de esos espíritus perfectamente asimilados por Dostoievsky, que entre más son presionados menos capaces de oponer resistencia, y en lo exterior reflejan un carácter pusilánime que en las mujeres provoca esa deliciosa languidez de la putilla. Así que a pesar de que estaba en una crisis de resistencia fisiológica, aún exploré si el paisano ascendería al siguiente nivel de mi provocación. Así que me hice el indio. Bróder, hice una pausa dramática y le recriminé con la autoridad que otorga el ostentar la verdad como un fajo de billetes en la mano. ¿Acaso nunca has necesitado que te presten, aunque sea, una maldita bacinica? ¡¿Nunca has necesitado de alguien más que no seas tú mismo?! Somos seres humanos. Somos-herma-nos.
Y entonces le provoqué un silencio contrito. Pero a mí se me escapó un gesto de sorna. Y en aquel instante creí que si este verdugo se aflojaba podría persuadirlo para que me pagara el taxi a la casa. Hay intersticios de irracionalidad en la conciencia de los hombres que pueden ser muy provechosos, es cuestión de saber descifrarlos. Pero el sujeto ante mí no era de esta categoría. Enfatizaba exageradamente con la cabeza y desplegaba un aspaviento de brazos reiterando su amenaza. ¡Al chile!
Despotricaba y me apuntaba desde lo alto con su rifle de dedos, te encierro. Ira, juró con un beso la cruz, me cae que me vale verga, te amarro un pinchi mes. Orita levanto a los batos y entre todos te apañamos. El cadenero de la doble A parecía un pollón con énfasis de cholo. Gritó dos nombres por lo bajo llamando hacia una habitación sin puerta. Supe que cumpliría su amenaza si me empeñaba en extremarlo. Me imaginé encarcelado en esta pocilga y en manos de estos cerebros fundidos. Y confundí los calambres del miedo con los de las ganas de obrar. Sin embargo persistí ante la última instancia de aquel mono. Ése, le deslicé ahora con supuesta inocencia, en serio, yo no quiero dar ningún reporte a la Central de Servicios Generales. Me cae que no quiero, lo amenacé implícitamente.
Y justo antes de que el sujeto reventara de coraje como una vesícula de sapo me transformé en sumiso otra vez. Jefe, suavicé con docilidad infantil, lo único que quiero es usar un baño. Entiéndalo, por favor, le supliqué plañidero. En el fondo, el tipo era uno de esos espíritus guangos a los que alude Fiodor, pero el tuyo dejó cundir su autoridad haciendo un minuto de silencio en el que me sobajó con pura actitud picuda. En el clímax noté cómo aquella galera apestaba a rancio. El verdugo señaló pesadamente hacia un cuartito con un pedazo de tela como puerta, sin apartar ni relajar la amenaza de su mirada sobre mí.
Rincón inmundo aquel baño. De pie ante el inodoro todavía me eché un zapateado de desesperación. Sentía que desabrocharme el pantalón me tomaba siglos. Por fin me lo bajé de golpe hasta los tobillos y como iba sentándome disparé un chorro de agua sucia orquestado con truenos, retahilas y trompetillas que sonaron tragicómicas. Pero el alijo fue sensacional. Mi vientre se desinfló como globo. Constaté la transformación y recuperé mi humanidad. Aun desde la paranoia consideré que los muchachos de la doble A podían estar preparándome una trampa a la salida. Espié recorriendo un ápice la cortina y perfilando un ojal: nada.
¿Por qué haces esto?, me confronté. ¿Cuál? Todavía me hice el occiso. Joder tu propia suerte, me planteé expedito. Reí cínicamente a coleto. Aunque en realidad me sentí muy triste porque carezco de una respuesta. Y el único argumento parece absurdo: por tener algo que contar. Para agasajar a una chica a la hora de parlar en la barra de un pub o después de hacernos el amor, para narrar a mis amigos las aventuras de El Acapulco. Eso es todo. No sé qué más decir. En casos como así uno se hace un cráneo y listo. Únicamente sabía que estaba borracho y hundido en un sarroso baño de Alcohólicos Anónimos jugando a ¿lobo, estás ahí? y arriesgándome a que me encerraran un mes sin que nadie sepa dónde quedé. Fue cuando me enteré de que no había papel de baño.
¡Chin-gá! ¡Chin-gá! Rabié en mandarín. Dio lo mismo que hacer en la calle. Al menos habría evitado meterme en líos. Sentí desesperación. Me torcí como serpiente para ver qué había sobre la tapa del tanque, para ver qué podía ver como el marinero e improvisar como papel sanitario. Y ahí estaba el short de alguien. Y fue muy mala onda lo que sucedió a continuación.
Es que no me iría sucio. La realidad era que estaba en medio de una desgracia y aquella prenda apenas fue suficiente. Me vi obligado a hacerle varios dobleces para lograr un buen resultado.
Mientras devolvía el short a su lugar reconocí que no me hacía nada feliz esta clase de fechorías. ¿Pero qué alternativa? Fue cuando la irrupción del verdugo me detonó la adrenalina.
¡¿Qué cosa pues?! ¡¿Vas a quedarte ahí todo el día?!
Sentí que acto seguido correría la cortina de golpe y me descubriría en flagrancia con ese short de quién sabe quién. El terror me paralizó. Podrían darme una paliza. Además me agarrarían con los pantalones abajo como al de Santa Julia. Pero luego de unos segundos no pasó nada y fui cordial cuando respondí “¡ya voy, ya terminé!”, y bajé la manecilla para que la descarga de agua acreditara mis palabras. Me subí los pantalones y salí transformado en el joven educado y elegante que soy en realidad.
Ésa es toda la historia. Cuando estuve a salvo me puse a imaginar el instante en que el dueño se daría cuenta de que un hijo de la chingada se limpió el culo con su short. También imaginé al verdugo enterándose retorcido de coraje, arrepentido de no haberme encerrado un “pinchi” mes. Qué cosa tan sucia, pensé.
Me alejé de aquella sucursal de la doble A echando vistas a retaguardia para advertir una posible reacción. “Cierto oportunismo demoniaco”, reviví las palabras de Kush. De esa manera resumía el género de ocasiones que se presentan cíclicamente en mi vida, como un género de provocación, de escarmiento negro, ¿me explico? No importa. Hice la parada a un taxi que surgió por la avenida Niños Héroes. Ya dije que no traía un quinto pero me urgía llegar a casa a bañarme, desayunar y tirarme a dormir.
Durante el trayecto del taxi me pregunté si ese dichoso “oportunismo demoniaco” justificaría lo díscolo y lo displicente que puede llegar a ser uno. Estaba tan desesperado por aquellos días. Aquella mañana al llegar a casa apliqué el método del “taxi corrido”.