LA LÍNEA DE FUEGO
Recuerdo que cuando iba con mi madre a ver a mi abuelo, algunas veces teníamos que ir por él a una pulquería que parecía un chiquero. Jugaba dominó o cartas con viejos que parecían pepenadores.
Mi abuelo salía sonriente y del brazo de su hija, como si no se acordara que la dejó venir al D.F. cuando apenas tenía doce años.
Yo me quedaba afuera en la puerta a esperarlos y me daba gusto que mi madre por fin encontrara a su padre. Yo nunca había sonreído de esa forma al ver al mío, siempre fue una relación lejana y fría.
Ahora que pensaba eso, me había metido a La Línea de Fuego, es una pulcata que está casi al salir del Metro Morelos. Era temprano, me senté en la mesa más grande, aunque no esperaba a nadie ni había ido a celebrar nada. “Nada qué celebrar” era de mis frases preferidas. “Nada qué celebrar”.
Así mascando mi frase predilecta tuve que ir a la barra a pedir un caguamón y pagar de inmediato, para seguir botaneando mi optimismo forrado de azulejos verdes, como en La Línea de Fuego.
Lo mejor de acá no era el decorado; después de los precios, eran los personajes, aprendes más acá en un par de horas que en ir a terapia durante un par de años.
En una mesa de al lado estaba un cincuentón platicando con una teporocha, la cual seguro dormía en el parque de enfrente. De vez en cuando sacaba un tequila de a cuartito y se servía en un caballito. Se la iba chiquitiando.
Después llegó el basurero. Pidió un litro en bolsa y se fue a seguir la faena, Minutos después entró otro basurero, saludó de mano a todos los asistentes del frente de guerra; me dio un poco de asco darle la mano pero sería más asco no dársela. También pidió para llevar y se fue dándonos las buenas tardes.
Al rato llegó un vagabundo con tres bolsas grandes de plástico, la teporocha le ayudó a cargarlas y lo llevó hacia una mesa cerca del baño. Ella le dio la bienvenida, lo besó en la frente y gestionó su plato de frijoles con epazote. También le llevó una jarra con un litro de pulque natural, le dejó servido un vaso.
La teporocha era chaparra, con panza más grande que la mía, desgreñada y usaba tenis. Parecía que comprendía los males y dolores de la gente que llegaba a la pulcata; ella debería ser la verdadera dueña, pero la vida es injusta, tenía que dormir en un cartón bajo un puente y vomitar en sus cobijas. No merecía eso después de verla atender al “Sísí”, me dieron ganas de pasar el sombrero y juntar unos centavos para ella.
Después entendí que seguro su actitud servicial se debía que había sido militante de doble A, y se le había quedado el hábito de servir café y llevar ceniceros. Pero ¡quién no iba a querer al “Sísi”! Pinche loco adorable, se la pasó mascullando, hablando a solas, sin molestar a nadie, comiendo frijoles como si fuera caviar y rascándose su calva para que callera un poco de caspa en su plato.
Fui al baño y pasé a propósito cerca del “Sísi”, estaba seguro que iba a apestar a aliento citadino, pero no olía mal, sólo escuché que, como si fuera una mosca lamiéndose sus patas, repetía: sí, sí, sí, sí, sí… Al regresar había un nuevo cliente.
El nuevo era un tipo débil, carne del Escuadrón de la Muerte, de cuerpo acabado, nariz en diagonal y molida a banquetazos. Bebió medio litro de pulque pagado con monedas de cincuenta centavos. Estuvo silencioso, viendo su vaso; se fue en cuanto terminó de beberlo. Sus costras en la cara le daban un sombreado como si fuera un personaje hecho en una computadora para un cómic.
Me paré a la rockola y puse unas rolas de los Doors, Riders on the storm, era un buen soundtrack para terminar mi tercer caguama.
La línea de fuego me hizo darme cuenta que yo era todos esos personajes que entraron y que me sorprendieron. Los espejos en esos lugares sobran. La teporocha por noble; el “Sísí” por imbécil, loco y hermoso; el basurero por mi vida que recojo a cada paso. El andrajoso con costras era mi futuro.
Bienvenido, no hay “nada qué celebrar”, sólo bebe despacio.