TODOS COLUDOS
A mí lo que no me gusta de las sociedades igualitarias es el tema de la uniformidad. Que todos debamos sentirnos igual, vestir iguales, comportarnos iguales y así, ad nauseam, de forma institucional y obligatoria. No porque no me guste la idea de que ante la ley todos tengamos las mismas oportunidades, sino porque ante los demás seres humanos lo que más nos iguala es que todos somos diferentes.
El arranque viene a cuento porque acaba de pasar San Valentín (por si no lo notaron) y en Canadá los niños festejan en la escuela confeccionando sus propias tarjetas. Antes, al menos antes de la década del 2000, elegían a quién querían regalarle, compraban sus materiales y ponían –pegajosas- manos a la obra. El resultado podía no ser muy elegante, pero era sin duda conmovedor y el objeto del afecto adolescente se sentía muy halagado.
Sin embargo, siempre había un chiquillo olvidado, una niñita pasada por alto, que en San Valentín no recibía más que las risas desde lejos de los que sí eran populares. ¿Recuerdan la tira cómica en la que “Pecas” Patty pregunta a Charlie Brown cómo recibir muchas tarjetas en San Valentín? El pobre Charlie no puede aconsejarle porque él no es de los chicos afortunados, sino de los que se quedan esperando. Patty ve pasar a Snoopy cargado de tarjetas y decide ir tras él en busca de consejo de cómo ser popular.
Esa era la realidad antes de la edulcorada era de lo “políticamente correcto”. Más adelante, los padres evitaron el pegamento en los sillones, mesas y colas de los perros al comprar cajas de tarjetas impresas que los niños se conformaban con firmar. Ahora, los maestros solicitan que cada alumno que quiera regalar tarjetas las realice por sí mismo y haga una para cada uno niño del salón. Así nadie se sentirá ignorado, todos festejarán a gusto y no habrá lágrimas. Todas las tarjetas deben estar escritas en un lenguaje “positivo”, no utilizar ese talento tan propio de los chicos de decir la verdad. En vez de escribir: “Fuiste bueno conmigo una vez y por eso me caes bien”, como hubiera sido la primera opción del autor, las buenas maneras exigen que solo diga: eres muy bueno.
En lugar de declarar: “Me gustan tus trenzas”, es menester que el protoRomeo diga que la niña “es muy lista” o alguna otra cualidad que no tenga que ver con la belleza física de preJulieta. Porque además de prestarse a que haya niños que se sientan fuera de lugar, el día de San Valentín ha sido condenado por heteronormativo. Sí, una trampa de los heterosexuales para tratar de conquistar el mundo (tardíamente), y si al protoRomeo le encanta preJulieta, tiene que aprender a frasear su gusto de manera que esto no altere la percepción de género de su colega de tercer grado. También se deben evitar los abrazos, porque el contacto físico suele traer consigo sensaciones y hay que evitar que los menores se enfrenten a ellas tan “temprano”.
La infancia es para muchos un paraíso perdido, menos por la realidad que vivieron entonces como por la idealización de una etapa en que la mayoría fuimos cuidados y atendidos por los adultos. Muchas de las experiencias que tuvimos en la infancia formaron nuestro carácter y nos enseñaron a enfrentar el miedo, la inseguridad y el dolor. Algunos nunca aprendimos y repetimos los mismos patrones, pero a falta de un grado en sicología me basaré en la observación para afirmar que la falta de una tarjeta en San Valentín no determinó que seamos adictos al azúcar o asesinos en serie, al menos en nadie que yo conozca. La experiencia de no recibir un regalo nos cayó como balde de agua fría cuando creíamos ser el centro del mundo, porque así parecía que lo éramos para mamá-papá-abuelos-tíos o quien estuviera a cargo. La bofetada de ser ignorados nos enseñó que nuestra órbita no era la única sino que había otras personas que podían convertirse en centro y estar lejos de nosotros. ¿Que si dolió? ¡Vaya que dolió! Habrá quien se secó las lágrimas, recogió sus canicas y regresó al día siguiente a jugar. También debe haber quien no quiso volver a la escuela en una semana, pero los papás lo obligaron y no tuvo más remedio. Tal vez otro no tuvo que pasar por eso porque recibió tarjetas todos los años.
Sin embargo, bajo la idea de la igualdad y de que nadie debe tener un mal rato en la infancia, ahora pretendemos cubrir el mundo con almohadones para que los niños no se hagan ni un rasguño. No sólo ponemos rueditas de equilibrio en las bicicletas, sino que los dotamos de cascos, rodilleras y coderas antes de montar en ellas. No dejamos que se enfrenten al rechazo a una edad en que asimilarán la lección y volverán al campo de juegos más sociales, sino que les decimos que todos somos iguales y por lo tanto debemos caerles bien a todos, nos deben tratar bien, decirnos cosas bonitas, si no, pierden.
Esta situación tendría la única consecuencia de crear niños insolentes si no fuera porque, además de afirmar que todos somos iguales, al mismo tiempo les recetamos aquello de que “eres muy especial”. Cada niño es único y posee algo maravilloso. Entonces los niños ya no saben si van o vienen, porque hasta donde se sabe, una cosa sí anula la otra. Si todos somos iguales, todos recibimos tarjetas.
Pero si yo soy especial, ¿en qué se nota?, ¿cómo me van a hacer sentir único? ¿Cómo voy a aprender a resolver la frustración de que, después de la primaria, nadie me volvió a regalar una tarjeta, a pesar de que soy tan especial? Si nunca me pude acercar a protoRomeo y abrazarlo como solo los niños saben, ¿cómo voy a pedir o dar un abrazo cuando el mundo se abra bajo mis pies? Con tarjetas obligatorias y sin abrazos, después nos extrañamos de que los adolescentes lidien con la frustración rifle en mano.
A mí sí abrácenme, ¿ok?