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¿POR QUÉ NO PENSARÁN LOS HOMBRES COMO LOS ANIMALES?

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Mi madre de crianza nacida en 1930 iniciaba y concluía su día acompañada de la programación en amplitud modulada; mi radio es la televisión. Desde mi infancia todas las horas del día la televisión estaba encendida, desde Bonanza, pasando por la familia Ingalls hasta la permanencia voluntaria de películas mexicanas que mi madre disfrutaba intensamente. Y la barra de caricaturas, toda, todos los días, incluso la animación rusa que aparecía en el Canal Once, fue parte de mi formación visual y auditiva.

Ahora me parece curioso el hecho de que mis padres y nosotros, sus hijos, compartimos la única pantalla de casa, ahora vivimos la milagrosa multiplicación de las pantallas, de los canales, de los contenidos de entretenimiento. Don Gato y su pandilla era sin duda una favorita de todos; Heidi y Remi impactaban a mis padres, tanta tragedia les recordaba su origen campesino, la soledad y el trabajo durante la infancia; ambas narraban sus historias personales sin el final feliz, por supuesto. Y es que mis padres conocieron y disfrutaron la televisión cuando migraron a la ciudad.

La Pantera Rosa era (y es) una extraña caricatura, liberadora, enloquecedora, su mayor encanto no es el color sino el mutismo, el narrador, las risas, la nada. Gracias al mutismo obstinado del felino protagonista las situaciones absolutamente absurdas que se tornan normales: rescatar a una princesa que no puede ser rescatada, busca un diamante en el desierto, hacerla de Robin Hood, pedir patines mágicos a un hada madrina, hacerse amigo de una báscula o emprender la lucha contra el pájaro cucú que hace las veces de alarma, sobrevivir el invierno encerrado en una cabaña con un ratón hambriento o ser atacado por un mosquito o una termita.

Hay dos capítulos que me marcaron, ambos de tema tipográfico. De hecho el origen de la Pantera Rosa está vinculado a la tipografía, me refiero a la primera aparición del personaje animado en los créditos de la película homónima de 1963; el episodio memorable se titula “Ponche Rosa”: el felino prepara la publicidad de su refresco, la tilde de la “i” en Pink es un asterisco, éste cobra vida y se torna verde, se pasea por el resto de las letras como si fuera un parque de diversiones arruinando el universo rosado de la Pantera, quien lucha contra el asterisco para someterlo y en la brega éste sufre heridas graves o parece ahogarse, entonces cuando ya habíamos aceptado el absurdo como realidad, aparece la enorme Madre Asterisco Verde con los brazos en jarras, la Pantera se ve obligada a resucitar en más de una ocasión al joven vándalo y sufrir golpizas… Por supuesto el ponche termina siendo verde.

El otro episodio que gozo en el recuerdo se titula “Rosa Psicodélico”. La Pantera vagabunda se detiene frente a una puerta con un ojo que la hipnotiza, entra en la librería donde los materiales están suspendidos, sin libreros, un hombrecito de barba sesentera y boina saca de un maletín una escalera y desparece dentro el portafolio, no sin antes obsequiarle un libro sobre los secretos lujuriosos de las panteras rosas. El encuentro amistoso con este librero convierte a la Pantera en asistente a una cirugía, el librero intenta curar a un libro cuyas letras se han desprendido, durante la operación la Pantera se desmaya de la impresión. Finalmente librero y felino pelean cuerpo a cuerpo, ambos luchan por una enorme F mayúscula que usan como escopeta… El viaje concluye cuando la Pantera, hipnotizada frente a la puerta en contemplación del gran ojo, despierta: ha tenido una revelación o un sueño ácido, y decide declinar la invitación a entrar.

La alucinación parece ser uno de los principios de esta serie sesentera, lo absurdo liberador que nos aleja de la moraleja trillada al estilo Los Picapiedra o Los Supersónicos (¡guácala!), la Pantera es solitaria y soltera, única en su tipo, ingenua, excéntrica, se encuentra al margen: sin ocupación real, aunque gusta de mimetizarse como obrero, torero, piloto; duerme, come, se divierte, usurpa casas, ropa, camas, recordemos su paseo nocturno por el centro comercial, convive con dinosaurios, con caballeros medievales… Esta realidad alucinante es atravesada por la violencia que no es menor, ni simbólica, la Pantera es atropellada, perseguida, golpeada, aporreada, sufre fracturas, cirugías, es bombardeada, electrocutada siguiendo la fórmula a la Tom y Jerry, o como le sucedía al Coyote del Correcaminos. Sin embargo, la violencia se diluye o mejor dicho se articula con la intensa alucinación, gracias al absurdo la crueldad deja de ser castigo para volverse eventualidad; las valoraciones del bueno o el malo (de nuevo a la Tom y Jerry) no funcionan con tal claridad en la dimensión rosada donde lo relativo impera: la Pantera Rosa no es ni la buena, ni la mala, es sorprendida en sus delirios y deseos que contrastan con su ligereza, esa con la que camina y se aleja del desastre creado. No puedo dejar de relacionar las plácidas sensaciones de tal levedad –de este ligero peso específico a lo Kundera– con las que también me proporciona Hora de aventura. Sin embargo, mientras la Pantera me sacude de risa aún, y me libera en escenarios de violencia controlada donde el personaje lejos está de ser héroe o villano; el mundo de Fin el Humano y Jake el Perro se enmarca en un Edén posapocalíptico donde la lucha por amar persiste, y la dicotomía de género (femenino/masculino) así como la forma de vida humana han sido trascendidos.

El absurdo que conduce a la nada es la sustancia de la Pantera: ¿recuerdan el episodio en que intenta cruzar la calle?, sólo eso, atravesar una avenida; cada tarea que emprende se agiganta y la achica, y dejamos de reconocer si la hazaña vale la pena, si siquiera es una hazaña, nos quedamos con su obstinación vacía…, y una vez lograda la meta sea cual sea el resultado ella se aleja de nosotros, nos quedamos sin aprendizaje, con lo lúdico solo, con el goce del sinsentido (perdemos de vista para qué cruzar la calle). Quizá eso explique la vigencia de esta caricatura sesentera, su compromiso con el viaje sin destino, como esos sueños lúcidos que nos sobrevienen aún, o como esos otros que cada vez más inútilmente nos provocamos.

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En un de repente está en la década de los cuarenta (nació el día de reyes de 1974), es madre soltera de un hijo que actualmente tiene 4 años y con quien disfruta plenamente aprender a ser su mamá. Imparte cursos en la carrera de letras de la UNAM (esto a veces la hace profesora universitaria, a veces no). Es feminista lo cual le ha aclarado asuntos del mundo en que vive y de cómo quiere vivirlo y compartirlo, también ha ahuyentado amistades y acrecentado otras. Cafeinómana, lectora, adicta a la imagen narrativa y escritora fragmentaria. Se considera mejor conversadora que bebedora, y mejor bebedora que lectora de modas. A pesar de lo dicho, suele recordársele por su cabellera afro.

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