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DEL TEMPERAMENTO ANACRÓNICO

Mis primeras memorias –que con el tiempo no han hecho sino volverse nítidas y elocuentes (a diferencia de lo que hice, por decir algo, la semana pasada), apuntan a una sensación muy precisa: la de vivir fuera de sitio, en una especie de lugar improbable que me hace percibir mi propia existencia como una suerte de realidad paralela. La mía ha sido siempre la vida de otro(s). Ni exilio ni insilio, sino todo lo contrario.

A la permanente sensación de soledad, que distingo desde el jardín de infantes hasta la noche en que escribo estas palabras bajo el cielo de la noche chiapaneca, se suma la certeza de que nunca he estado donde debo, no lo estoy ahora y con toda seguridad no lo estaré mañana. Por razones que escapan a mi interpretación, soy un fugitivo del sentido común.

Siendo apenas un niño, mi obsesión inmediata fue la de convivir con adultos, concretamente con los bailarines y actrices que conocí cuando chico, y cuyos comportamientos vistosos, folclóricos y abiertamente homosexuales me hicieron suponer que más allá de mis límites ocurría siempre un escenario dichoso, pleno de colores abstractos y vastos encantamientos. Por ello, hasta hace algunos años, mi objetivo fue el de establecer un diálogo con todo aquello que temporalmente me quedara lejos, pareciera difuso y del que pudiera asegurar, sin temor a equivocarme, “esto no me pertenece”. En materia de amores, amigos o mi lugar de residencia, soy un tipo obnubilado. Con un profundo sentido anticapitalista de la realidad y sus designios.

Solo bajo esa asunción es que puedo tratar comprender el hecho de vivir en un país como Argentina, que si bien es generoso en múltiples sentidos –nunca se agradecerá lo suficiente que en pleno siglo XXI una economía agroexportadora viva con fronteras tan porosas a la migración extranjera– entraña complicaciones esenciales que un mexicano viril se ve obligado a sortear, procurando, desde luego, salvaguardar el estilo.

Para la gran mayoría resulta complicado conservar la elegancia y el decoro cuando buena parte de la sociedad económicamente activa vive obsesionada por el dólar (con justificada razón, si se toma en cuenta su historia, la inflación que carcome la moneda y la coyuntura de su deuda externa con distintos acreedores). En una sociedad donde la medianía es moneda de cambio y un rasgo elemental de subsistencia, valores como la empatía y el altruismo están muy lejos de constituir los baluartes de un sociedad descompuesta, ya que el individualismo feroz-cretinizante de las clases medias obliga a un sálvese quien pueda que expone varios de los vicios más mezquinos de la especie. En tierra de piratas, la pierna más tersa es siempre la de palo.

No obstante, y a riesgo de sonar como un bellaco, mi vida en Buenos Aires me permite una libertad casi irrestricta. Con lo poco que trabajo pago mis cuentas, vivo de viaje y realizo por escrito y en la radio una de las actividades que más disfruto: condimento la plática y hablo, en honor a la verdad, de lo que se me pega la gana.

Por ello, y ante una realidad que se ve amenaza por inminentes cambios de gobierno, inflación desaforada, insatisfacción generalizada y las múltiples incomodidades propias de una sociedad capitalina, decido vivir en un país veleidoso donde he podido enajenarme a mis anchas, sin pensar más allá de un presente acidulado pero gozando intensamente de las diversas caras del subdesarrollo, ese que permite la trasnochada entre semana, las visitas peregrinas, los placeres mundanos y el amor de circunstancias, elementos constitutivos e indispensables para tejer literatura.

Por lo demás, no me cabe ninguna duda de estar nadando una vez más a contracorriente, sin meta ni direcciones precisas, en pos de otro puerto que no sea este presente.

Lo daré por bien empleado si consigo asumir que toda existencia, por el hecho de ser vivida, es un regalo feroz y trepidante (esa vida de otro es en realidad la vida mía): una estancia maravillosa a todas luces transitable.

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