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MANO DE OBRA DESCALIFICADA

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n aquellos días me aferraba a conseguir empleo desde la cabina de un teléfono público. Invertía el pequeño ahorro en tarjetas Ladatel, en ejemplares de El Universal y en pergeñar en Computrabajo. Iba por cuenta propia y sin palancas en la Ciudad de México. Aquellas sesiones telefónicas terminaban con una mentada de madre para el viejo sapo de Carlos Slim.

Volvía al cuarto de azotea que rentaba y lo que no podía faltarme era un johnson y una taza de café cargado. En esas mañanas luego de leer una treintena del Ulises me dejaba tocar por la angustia de la vida y pasadas las once mi lectura eran los clasificados. Solicitaban harta broza para auxiliar de oficina, eran chambas de cuatro horas al día con sueldos jugosísimos, canonjías para las que había que referir a la “licenciada Irma” o al “licenciado Juan”, para descubrir que en realidad se trata de vender perfumes, empacar chocolates o calzones, atender teléfonos. Pero qué clase de empleo buscaba. Estudié comunicación y egresaba de la escuela de escritura esperando que todo aquello sirviera para algo; porque en medio de la desesperación me parecía factible trabajar empaquetando calzones de ñora.

Me preguntaba dónde se anunciarían los empleos serios, las grandes firmas parecen búnker, resguardadas de gente erotizada de espetar “el licenciado no se encuentra, ¿qué se le ofrece?” Estaba convencido de que quien gozaba buen empleo en la Ciudad de México era porque tenía contactos, padrinos, relaciones. Yo conocía a pura gallada y eso me remitía fatalmente a una sensación de película de Luis Alcoriza, no sé, acaso quiero decir que padecía síntomas de vergüenza ajena, por casi todo, por la supuesta vida en serio, por la mala interpretación de patria, por esta realidad y este destino chambones. Presentía un mal gasto de la vida. Eso es todo.

Un día encontré un anuncio interesante: solicitaban chicos para atender señoras. Actué sin remilgos. Al teléfono una voz de jotito me programó un casting para aquella tarde. Me puse dos dos galán y me lancé al domicilio que me indicaron en la Nápoles. Me entrevisté con un morenito rupestre de cutis picado y facha de Ixtapasomething. Siento referirlo así pero Monsi ya sentenció que en este país rostro es destino. El sujeto me escaneó con afectación, de criterio exigente; me hizo el favor de ubicarme: Los quiero más güeros, con el cuerpo trabajado, más como estrípers.

Admití que carecía de experiencia pero advertí que aprendo rápido. Así que ahí estaba, en el departamento de un proxeneta de bajísima estofa, intentando ganarme la vida haciendo efectivo mi capital, un cuerpo esmirriado. La entrevista fue lacónica. ¿Cuánto te mide? Co-como quince centímetros, mentí evidentemente. A ver, indicó que se lo mostrara. Me sentí invadido. Como sea el ninfo se complació estudiándome el miembro. ¿No te pondrás nervioso cuando estés con las clientas? Me advirtió que no era un trabajo sencillo, que algunas eran sucias o gordas. Bueno, concluyó, ahí dentro hay una chica esperando, vamos a hacer una prueba, y me entregó un preservativo.

En la habitación había un sillón donde languidecía una muchacha enjuta y desangelada con marcas de autocastigo en los brazos velludos. La chica se desnudó y se colocó de hinojos. Desde atrás parecía un cervatillo. Bambi, pensé. Pero la pasión no despertó por más que me sacudí y fantaseé onda furry. Al cabo me puse a embestir suavemente a la guajira como si viajáramos apretujados en el metro. El empresario del sexo atestiguaba impaciente. No pude más, comencé a sudar, me descompuse, mejor admití el fiasco. El jurado no disimuló su decepción. Tiempo perdido.

Nos vestimos en medio de la opresión del fracaso. Cuando salí de aquel departamento respiré libremente. Tendría que seguir buscando algún trabajo íntegro. Está bien, concilié, la vida es así. Era una tarde fría. Los charcos de lluvia en el asfalto recortaban reflejos de cielo. Caminé hacia la estación del metro riéndome solo por semejante episodio fallido. Qué bárbaro. Qué chingados acabas de hacer, me reconvine. Pues buscar un trabajo, rezongué.

Tiempo después hallé un clasificado que solicitaba velocidad para redactar. Se trataba de una de esas empresas que realizan síntesis de noticias para gente especializada en temas diversos. Acudí a la prueba. Una ruca dictó y nosotros escribimos como el pedo. Tenía que ser sin errores. Puta. Por ir mariguano tuve que corregir gazapos a cada rato; mientras la morrita de junto aporreaba sabroso el teclado. Lo lamenté. Días más tarde se acabó la esperanza. Telefoneé indignado sólo para que me espetaran que mi puntaje de errores apenas alcanzaba el aceptado. Hice la pataleta. Azoté la bocina contra la caja de teléfono. Tú también, puto Slim. Le metí otro vergazo al cuadro metálico de comunicación y entonces me di cuenta de que la empresa telefónica a la que dejaba parte de mi dinero no era sólo Telmex, sino una firma mediocre cuyo lema era: “El de los movidos”. Ironía innecesaria.

Le metí otro madrazo al fono y mejor me largué a comer al mercado de la Narvarte. Necesitaba caminar para pensar con claridad. En primer lugar, me zurré, deja de ir mariguano a buscar trabajo. En segundo, te urge una nueva actitud; no, zanjé, necesitas un método. Motívate, man, me espoleé, mañana te pones un tacuche y vas a dejar tu currículo a los periódicos más acá, a las agencias más picudas. Hazte presente, que te vean. Recordaba las palabras de mi hermano el empresario: “Los jefes aprecian la iniciativa”.

Al día siguiente me engominé las greñas, me puse el traje de cuando hice mi examen profesional y agarré un portafolio y lo atiborré de currículos como si de veras. Pero aquella jornada no pasó del manido “déjenos sus documentos y nosotros nos comunicamos”. Lo chingón fue pasearme por sitios de negocios como por una escena de American Psycho, escuchando Blasfemous Rumor´s a todo bafle, cruzando miradas con lindas ejecutivas, sintiendo que podía formar parte de aquella elegancia y educación, de la sociedad fina, bonita, al menos como último eslabón, del anhelo de llegar a parecer, al menos, contemporáneo de los europeos y de los gringos modernos. ¿Qué más quiere uno en la vida?

Desesperado me hice maestro de español en una secundaria particular acondicionada en una casona. Era uno de esos colegios bastardos que abrigan a los expulsados de los buenos institutos. Fue imposible impartir una clase completa porque aquellos alumnos eran unas hienas y el tiempo se iba en callarlas y controlarlas. Hasta que un día las quejas inventadas colmaron la tolerancia de la directora y me confrontó: “Oiga maestro, ya párele con sus groserías en el salón. Está bien que sea de Guerrero pero esto es una escuela”.

No era la verdad expedita pero aquellos adolescentes perdidos eran como sacados de El señor de las moscas y fabulaban atrocidades en contra de su peor enemigo, el profe. En alguna ocasión desesperada se me escapó una majadería pero no fue para Casos de la vida real. La directora les daba razón porque vivía parásitamente de aquella cizaña. Renuncié aquel día. Nunca más trabajar en negocios familiares, apunté. En esa escuela todo era simulación y luego me pedían la honorabilidad que despreciaban. La epifanía me estremeció, no fuera eso mi vida, la vida, un vulgar simulacro. Debía remedirlo urgentemente porque era un estado de barbarie.

El desasosiego avanzaba. Un viernes recibí una llamada. La empresa sonaba seria e interesada en mi perfil. Me citaron para el lunes siguiente a primera hora. La nueva me insufló alegría y esperanza que me puse a festejar por anticipado y me lancé donde el Juan Sierra para celebrar. Pero el festejo se prolongó hasta la tarde del domingo cuando recordé que la vida laboral me esperaba a la vuelta de unas pocas horas de descanso. Al día siguiente acudí devastado por la resaca y apenas llegué al sitio descubrí que se trataba de otra empresa de multinivel. Maldita plaga, conjuré. Bueno, ya estás aquí, me persuadí, échale ganas.

Éramos más de cincuenta aspirantes hacinados en una sala quienes atestiguamos la irrupción de un sujeto despótico dándoselas de exigente y dinámico, que sin trámite se puso a arengarnos: “Ustedes ya son triunfadores por el sólo hecho de estar aquí esta mañana. ¿Cuántos prefirieron quedarse en cama?” Yo, admití. “En cambio ustedes decidieron hacer el esfuerzo por progresar. Dense una felicitación por ello.” Así lo hice. El directivo continuó su oratoria asistencial cuando de repente caí en un sueño profundo y al despertar me enteré de que lo tenía encima gritándome que me largara, mientras un público todo canaca corroía el interdicto con su morbo.

El fanfarrón solicitó la asistencia de esbirros en la fehaciente de lo que la empresa no tolera. Entre dos empleados me condujeron a la salida encadenado de brazos. Al principio me intimidaron pero en la puerta reaccioné y me los quité de encima con unos empujones tipo los del Enmascarado de Plata, y me puse como desquiciado a azuzar a la gente gritando que todo aquello era una vil patraña y un lavadero cerebral, que no hicieran caso al gañán aquel y que mejor buscaran un trabajo en serio, que no se metieran a una secta, que evitaran el estupro laboral, pues ahí serían exprimidos y humillados, que leyeran a los rusos.

Afuera todavía insistí en mentar madres a través del cristal hasta que me cansé y me largué para que no atraer a la policía. Me sentía volcánico pero ya ni siquiera precisaba por qué tanta furia, si porque me injuriaron, si porque me rebajé a seguirle el juego a una empresa defraudadora y no quedarme a dormir según mi conciencia, o por la frustración de no conseguir un maldito empleo y continuar protagonizando canciones lastimeras de Rockdrigo González. A lo mejor reventaba porque se cumplía a favor para quienes me auguraron fracaso en la vida. Quizá simplemente estaba lleno de ira contra mí porque a esas alturas no sabía qué demonios sucedía conmigo y ni siquiera llegaba a ser un recurso humano atractivo, para funcionar.

Me desleí con la frustración vibrante que pulula por las calles de la Ciudad de México, convertido en masa, escupí bilis, menté madres, caminé chocando contra la gente. Tienes que hacer algo antes de convertirte en el Mil Usos, me ultimé. No podía más. Ni siquiera se me antojaba beber alcohol. Sólo regresé a casa a tirarme en la cama y continuar leyendo a Joyce, a seguir con aquel pasaje absurdo en que al excéntrico Poldy se le deshace una barra de jabón de limón en las lumbares.

No se percata uno de cómo va hundiéndose hasta que la vida le revienta uno de esos cachetadones tipo los del Botija al Chómpiras, que dejan girando. Así me encontré una noche en el tuétano de la vagancia entre una bola de rufianes apostando a las luchas de brazo en un cascajo de vecindad del Centro. Ahí donde me encontraba de flaco llevaba acumulado un récord de tres victorias más una feriecita en la bolsa. Uno de mis contrincantes estaba ardido y exigió revancha, sólo que ahora con el brazo izquierdo. No pude negarme a pesar de mis reparos por una lesión en el ala zurda que nunca me atendí. Así que a pesar de que el bruto me había doblegado no dejé de arrostrar su peso con mi fuerza hasta que pac, inopinadamente me fracturé el húmero casi a la altura del codo. Del calvario y la humillación que siguieron hablaré después o nunca. Me fui a la banca durante más de un mes de reposo.

Descendí a la categoría de mano de obra descalificada.

Aquellos fueron días muertos, me llenaron la sangre de pregabalina, un fármaco para afecciones nerviosas y ansiedad. Al tiempo regresé a la Ciudad de México para la revancha con la vida y me encontré con el escritor editor Fernando Reyes, quien me habló de un proyecto que la capital traía con la Sogem y el DIF para instalar programas de educación artística gratuita para niños. Apúntate, pinche Acapulco, ya déjate de mamadas, me animó. Así terminé impartiendo creación literaria a menores de once años. No era un empleo de liga internacional pero al menos la cosa comenzó a ir mejor. Varios de esos chavales eran listísimos y algunos estaban realmente chiflados, como Sofía, una linda güerita rolliza que aprovechaba toda ocasión para recordarme cuánto la enloquecía el tocino. Mmmm, se mojaba labios sobándose la barriguita como cliché de televisión, to-ci-no, recitaba en éxtasis. Era mi favorita. A veces me ponía nostálgico mirándome entre todos esos niños, sabiendo que afuera continuaba la vertiginosa y seductora carrera hacia ningún lugar pero a toda velocidad.

Luego conseguí otro ingreso, ahora como profesor de humanidades en una preparatoria abierta. Le echaba ganas, me cae. Madrugaba para preparar mis clases aunque la mayoría de los estudiantes las despreciaban. No me importó. Me dejé de rebeldías por ahora.

En aquella preparatoria conocí a Liz Castillo, una jovencita desencajada. La introduje al mundo de la Generación Beat a través de El Camino, del bueno de Jack. Fue una temporada estable en mi vida. Tenía trabajo y una linda chica de humor siniestro y tetas caprichosas. Mientras los días pasaban rutinariamente yo me dejaba alaciar el alma por los rigores de la vida laboral y cotidiana. Posponía indefinidamente esa moción incomprensible, que más bien pertenece al ámbito de la barbarie, la búsqueda del fuego.

Quería incendiarme.

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