Lady Macbeth —(…) ve a buscar un poco de agua
y limpia de tus manos tu sucio testimonio.
William Shakespeare
I
José Saramago, en El evangelio según Jesucristo, argumenta que lavarse las manos era costumbre después de dictar sentencia. John Lawrence McKenzie, en su Comentario al evangelio según San Mateo, afirma que, el acto de lavarse las manos no corresponde a la tradición jurídica romana (para rehusar emitir una sentencia) sino que pertenece a una costumbre judía, la cual, de forma enfática señala desapego o elusión por un caso.
Nikos Kazantzakis, en La última tentación, dice que Pilato ordena que le lleven una jofaina y una jarra de agua y, desde la terraza, se lava las manos ante la judiada, pronunciado el famoso: “Me lavo las manos. No soy yo quien derrama su sangre.” Resulta irónico en Mateo que el prefecto pronunciara esas palabras y de inmediato mandara azotar a Jesús (única sentencia que dictó) para posteriormente entregarlo, a capricho de Caifás y contando con la aprobación y participación unánime del Sanedrín, al suplicio de la cruz.
Robert Graves, en Rey Jesús, recrea el asunto de esta manera, en la cual Pilato le dice al Sumo sacerdote Caifás: “Pues bien, no lo sé bien… quizá te permita, después de todo, que obres tu voluntad. Pero en tal caso, debes asumir toda la responsabilidad. Yo… para dejarlo claro emplearé una metáfora hebrea: me lavo las manos. Puedes matarlo o ponerlo en libertad, hazlo como quieras; pero si lo llevan a morir, que sea por crucifixión regular, y nada de tonterías acerca de la justicia popular.”
Giovanni Papini, en Storia di Cristo, también reproduce la escena: el prefecto, desde “un balcón que estaba sobre los arcos del atrio del pretorio”, se enjuaga las manos en una palangana frente a la turba que, a sus pies, aprueba la acción y clama eufórica: “Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” Ignoro si El evangelio según el hijo (Norman Mailer) o El evangelio de Lucas Gavilán (Vicente Leñero) contienen el acto de unas manos recién mojadas que escurren su responsabilidad sobre el aguamanil.
En el séptimo arte, dentro de los largometrajes más famosos, dicha escena se omite en King of Kings y en Jesús de Nazaret, sin embargo, sí aparece en la miniserie Jesus of Nazareth, lo mismo que en El mártir del Calvario, Ben Hur, Pontius Pilate y, en el baño de sangre de Mel Gibson, The passion of the Christ, incluso es reproducida en Jesus Christ Superstar. En la pintura, la encontramos plasmada por manos como la de Hans Multscher, Nicolaes Maes, Duccio, Fugel, Jan Baegert, Jan Lievens, Mattia Preti, Luca Giordano, Stap, Rembrandt y Tintoretto (por ejemplo).
La escena pervive en todas las manifestaciones artísticas, forma parte de nuestro ADN cosmogónico y abecé cultural, descansan sus restos en alguna cripta de nuestra psique listos para, en cualquier momento, ser exhumados. No sólo se trata de una sugestiva alegoría, de un acto inmortalizado en verbo e imagen, de toda una lección de ética, de un bello y cruel pasaje, sino que marca pauta para señalar un hecho crucial (que conforma la personalidad de un individuo) en el microcosmos cotidiano del hombre, tomar o no una decisión.
Pilato no tenía salida, la vida de un hombre estaba en sus manos, mas pudiendo evitar una injusticia, disfrazó su irresponsabilidad de falsa compasión, cedió ante el chantaje, ante la presión maniquea; urdió en el derecho la manera de que no recayera penalmente sobre él la muerte del galileo, listas sus barricadas jurídicas, se mostró condescendiente con Caifás y dictó, con la mano cobarde que señala y se esconde a un tiempo, una sentencia de muerte de forma indirecta.
La frase: “Yo me lavo las manos” es moneda corriente. Cada que podemos evitar una injusticia, un acto de corrupción o impunidad, caemos en la encrucijada, caminamos sobre la alegoría donde el cruel prefecto de Judea, el incitador y mitigador de revueltas, caminó hace veinte siglos. Las manos de Poncio Pilato son importantes por lo que significan: Donde gobierna la injusticia, el justo es un loco que merece el desprecio, el escarnio y quizá la muerte. El que dice la verdad representa un peligro, tanto para el que se sienta en el trono como para aquellos que se aprovechan utilizando el mismo sistema, a ese hay que callarlo, no vaya a venir a desenmascarar la farsa sobre la que se establece nuestra civilización pacífica, progresista e inteligente.
Pilato, un burócrata romano encargado de imponer el orden por encima de la justicia, presionado por el Sanedrín, acorralado, da a elegir a la muchedumbre entre Jesús y Barrabás, el indulto se otorga al ladrón sedicioso (Marcos y Lucas, en sus respectivos evangelios, le atribuyen ser participe en una revuelta donde dio muerte a varios hombres), el otro, aquel que predica el amor y el perdón entre los hombres, por los siglos de los siglos, irá a la cruz. Así se resuelve el caso, las manos del prefecto están, con disimulo, limpias.
II
Existen pocas fuentes históricas sobre la existencia de Pilato. Flavio Josefo, en Las guerras de los judíos, narra cómo provoca a los hijos de Yahvé a una revuelta y luego cómo sofoca cruelmente otra: “Dio señal del tribunal, a donde estaba, y herían de esta manera a los judíos, de los cuales murieron muchos por las heridas grandes que allí recibieron, y muchos otros perecieron pisados por huir miserablemente.” Por su parte, Cayo Cornelio Tácito refiere: “El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido justiciado por orden de Poncio Pilato, procurador de la Judea” (Anales. XV, XLIV).
No se sabe cómo ni cuándo murió Pilato. Fue destituido de su cargo por Vitelio en tiempos de Nerón y de Herodes Antipas; se le instó a presentar declaración ante Tiberio debido a varios disturbios y una matanza de samaritanos ejecutada bajo sus órdenes, pero se dice que el emperador murió mientras Pilato se dirigía a Roma, Calígula ascendía al poder, y el exprefecto, atemorizado por la suerte que corrieron los otros funcionarios que juraron lealtad a Nerón, marchó al exilio, otros dicen que comenzó a practicar la austeridad y dio todo a los pobres. Mas ninguna fuente es confiable, lo más probable es que nunca lo sepamos, y lo que se obvia es que él sólo supo que juzgó a un predicador (tal vez lo haya creído un sabio o un insurrecto, quizás un demente) que deseaba con locura morir en la cruz.