PRETEXTO
Hace un par de días murió Chespirito y las redes sociales se inundaron de dos opiniones generalizadas: una que defiende el genio humorístico de dicho personaje y otra que da cuenta de cómo dicho cómico-escritor- productor (y demás oficios hipsterosos) abonó con su obra al control de masas impuesto por la caja idiota comandada por Televisa.
Me sorprendió ver las reacciones. Días después de que se anunciara la muerte del Chavo se sigue hablando al respecto. Como siempre me pasa, me enteré de “chistes que se cuentan solos” (por supuesto, me refiero a esas frases prehechas que ni son chistes ni se cuentan solos), sobre la relación entre Roberto Gómez Bolaños y Roberto Bolaño, dichos que ⎯al parecer⎯ han sido parte de la cultura popular durante años, pero que yo escucho por primera vez.
En realidad, lo que me recordó la partida de Gómez Bolaños a mejor mundo fue a mi padre. Un amigo preguntó en su muro por qué había papás que prohibían a sus hijos ver El chavo del ocho y demás ocurrencias del mal llamado Woody Allen mexicano. Mi papá fue uno de esos sujetos que sintió la necesidad de guiar la mente de sus hijos a parajes más intelectuales (a veces nos leí fragmentos de Ensoñaciones de un caminante solitario de Rousseau, lo recuerdo por la portada del libro, aunque no sé ⎯bien a bien⎯ de qué se trata y, a excepción de Carta a D´Alembert, lo bon vivant y la ingenuidad de este filósofo francés me desagradan, quizá porque lo envidio profundamente).
En mi casa estaba prohibido ver Chespirito, Chiquilladas, telenovelas, beber el agua negra del imperialismo yanqui y andar de consumista pidiendo juguetes como si no supiéramos que había mucha pobreza y necesidad en el mundo. Hubo contadas ocasiones en las que algo cambió en papá y decidió sintonizar el programa. No recuerdo más de diez veces. Y tampoco recuerdo que mis hermanos y yo nos hubiéramos interesado en lo que vimos. Creo que algo de culpa le hizo pensar que éramos los únicos niños que no veíamos tele los lunes por la noche y que eso nos iba a sentenciar como unos bichos raros. El asunto es que ya éramos así desde antes, y ver o no un programa de televisión no iba a cambiar aquella condición. No me hace más ni menos feliz haber visto las creaciones de Chespirito porque no creo que una cosa tan trivial defina la vida. Hoy, mi hijo de cinco años ve, de vez en cuando, la caricatura de El Chavo y, bueno, tampoco es algo que me importe mucho.
Mi papá fue militante del Partido Comunista; llegó tarde a Tlatelolco en el 68 y quizás ese retardo le permitió vivir otros 41 años y no ser parte de las víctimas. Odió al PRI hasta la náusea. Recuerdo una vez en la que un candidato a diputado local llegó a la calle en la que vivíamos. Venía con tambora, séquito de besamanos, papelería de sus promesas de campaña y hartas ganas de saludar mano a mano a su electorado. Mi padre salió de casa y le gritó una cantidad de improperios que me hicieron sonrojar. Escuché palabras que no conocía y lo vi amenazar con sacar el coche y atropellar a la comitiva si no se iban de inmediato de la cerrada en la que vivíamos.
Papá tenía el ímpetu de un monstruo lovecraftiano: era como si alguien invocara a un espíritu del más allá; una especie de Ghouls que está dispuesto a arrasar con todo. Así que aquel candidato priísta, al ver lo que le esperaba, salió corriendo de nuestras vidas, como muchas veces lo hicimos nosotros mismos al ver en la mirada de mi padre la violencia con la que tomaba la vida.
Con él nunca fue a medias tintas: infinitamente amoroso y feliz o colérico y a punto de destruir todo a su paso. Crédulo, honesto, siempre preocupado: preocupado por el país, por nosotros, por sus padres, por el rumbo de los pacientes a los que atendía en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Preocupado por irse de casa y ansioso de marcharse al trabajo. Preocupado por salir del trabajo y ansioso de llegar a casa. Perpetuamente exaltado.
La primera vez que tuve conciencia de que mi padre era alguien más que mi padre fue cuando al entrar a la universidad le enseñé una foto de mi familia a un amigo gay: “Oye, tu papá es muy guapo”, me dijo. Jamás pensé en él como otro que no fuera ese que se encargaba de pagar la colegiatura y de hablar de política hasta que todos nos cansábamos de repetir los mismos argumentos que escuchábamos en el programa de Tomás Mojarro mientras leíamos el periódico. ¿Mi papá era guapo? Creo que sí, no estoy segura, pero me desconcertó aquella frase: frente a mí aparecieron una serie de adjetivos y de consideraciones que tenía para todos esos hombres que estaban allá afuera y que no eran mi padre.
Las separaciones dominaron nuestra vida: fui la primera en irse de casa desde muy joven y también fui la primera en muchas otras cosas. Las vicisitudes de ser la mayor y, por lo tanto, el primer gran dolor de huevos en la vida de tus padres. Durante años fuimos como dos gotas de nitroglicerina: exactamente igual de necios e imponentes. Nuestras peleas eran épicas; recuerdo la cara de mamá mientras pensaba que esa vez sí que iba a ser el fin del mundo. Nos abrazábamos profundamente en nuestras despedidas a la espera de que el nuevo encuentro fuera un poco más apacible. Nunca sucedió.
Hace poco un amigo me contó que, a veces, en medio del tráfico piensa en la muerte de su padre (quien aún vive) y las lágrimas se desbordan de las cornisas de sus ojos hasta casi impedirle seguir conduciendo. Yo también hice lo mismo: me sometí, una y otra vez, al hipotético escenario de su falta para no hundirme el día que realmente sucediera. Entonces vino el cáncer. Y todo aquello de imaginar su muerte fue en vano porque nunca supe del peso de la insignificancia de cada uno de nuestros actos hasta que llegó el momento en el que nuestra vida juntos y la de cada uno entró a una nueva etapa. Él moría mientras yo decía adiós al único mundo que había conocido hasta ese momento: el mundo a su lado.
Con la enfermedad, su voz profunda se hacía más profunda, tomaba conciencia de la gravedad de su estado. La penúltima vez que nos vimos pudo decirme, sin muchos aspavientos, que lo dejara solo, que me ocupara de mí. Y entendí que el amor es tan complejo que más vale dedicar la vida entera a saber de qué está hecho eso que hemos insistido encasillar en una versión de Disney.
Recuerdo la intensidad de la luz en el momento que murió y cómo, de pronto, al buscar señales de vida en su muñeca fue mi pulso un eco engañoso que me hizo pensar, varias veces, que todavía estaba con nosotros. Mi hermano ha dicho sobre ese instante que nunca nada será para él más triste ni más hermoso. Coincido con sus palabras.
No nos conocimos lo suficiente en lo más íntimo y, sin embargo, ahora creo que sé más de él que nunca antes. Haber sido su hija fue y será un acontecimiento extraordinario en el extenso significado que encierra la palabra extraordinario.
Es ridículo pensar que uno puede contemplar el exterior con los ojos de sus padres. Ahora puedo, puedo verlo a través de su tamiz y del mío. Un impulso donde el amor y la desolación lo cubre todo por siempre.
Mi última pregunta es que ¿si llego a vieja seré capaz de escuchar su voz tan nítida como lo puedo hacer ahora después de seis años?