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LA TRAZA DE TU RUEDO EN LA TIERRA

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Mientras escribo esto, la sostengo con el pulgar, el índice y el medio de mi mano izquierda (la tullida). Parece un mundo con morfologías extrañas; su transparencia me arroja al fondo de dos nebulosas salpicadas de nubes de polvo granate, y estrellas zarcas y verdeaguas; una lengua de anaranjado, parecida a una trenza de fuego, avanza por uno de los flancos de la canica. La solidez realza la elegancia de la esfera de vidrio, un círculo perfecto cual planeta en el que puedo perder, con ganancia, varios minutos.

Guardo esta canica con cariño; no la cambiaría por todas aquellas (cientos, tal vez miles) que antaño perdí, porque ésta vale más que un cofre lleno de centenarios, ésta, me la dio mi abuela por vena paterna, Josefina, y es lo único que de ella conservo. Era tan liviana, tan olvidadiza, que a los setenta y tantos años olvidó cumplir años y jamás supo ya nadie, empezando por ella, con cuántos contaba. Yo la conocí cuando ya había enterrado a tres de los once hijos que concibió con vida; sepultaría a otros dos, envejeciendo más de pena que de girar la Tierra.

Nunca le vi los pies desnudos. Nunca mencionó palabra acerca de mi abuelo (igual mi padre). Era pequeña, tan delgada como cabra en canícula, con arrugas sobre las arrugas, párpados sobre los párpados; sus pantorrillas, dos bambúes forrados por piel que parecía pergamino, salidos de una falda de monja; pergaminos igual los brazos que emergían de una blusa color blanco percudido, tras un babero cuadriculado de cocinera. Su nariz tenía, al flanco izquierdo, una verruga color gangrena, y otra igual, pero ésta con una cana al medio, en la barbilla. Su largo y bien cepillado pelo, albo con nubes acerinas, lo amarraba con un pedazo de agujeta a su nuca, en una desordenada, por lo mismo más realista, cola de caballo. Como pueden ver, mi abuela parecía la estampa de una bruja dibujada por Walter Disney.

Siempre se jactó de nunca haber trabajado, cosa que a sus hijos forraba de colorada vergüenza. Yo alguna vez la oí nombrarse: arrabalera, comentario que me empujó a enterrar la barbilla en el pecho. Pese a todo, era una mujer auténtica, independiente hasta su penúltimo paso; antes que la demencia senil la arrastrara a los paramos de la confusión y el olvido irreversible.

Vivió su vejez, que a algunos nos pareció que había entrado en ella hacía cuarenta años y a otros medio siglo, con una precaria economía que apenas alcanzaba a cubrir sus gastos, suministrada a cuentagotas por tres de sus vástagos. Aún así atravesaba muchas calles hasta el centro de Azcapotzalco para mendigar el pan frío de las panaderías, apartando el dulce, que al paso de los días se volvía duro, para ofrecérmelo los domingos que iba a visitarla. No pidas pan, mamá, yo traigo pan, refunfuñaba mi padre con un dejo de dolorosa humillación en la voz.

Todos los juguetes que encontraba tirados en la calle durante sus incursiones a paso torpe y entrecortado hacia el mercado, incluyendo los muñecos que mi padre sospechaba que a veces robaba a otros niños, resultaban obsequios, humildes regalos, ya fuera un amputado soldadito, un luchador de plástico con las manos mordidas, un coche sin ruedas, un trompo sin punta o hasta una Barbie desnuda y sin extremidades. Así, ya pasado un tiempo, depositó en mis manos una bolsa enorme de canicas, tan pesada que apenas podía con ella, cientos de canicas, de todas las formas y tamaños: bombochas, meteoros, agüitas, diablitos, ojos de gato, lisas, tréboles, ágatas, galaxias, viudas; algunas estaban cascadas, otras lucían intactas. Intenté una y otra vez contarlas, pero era como contar estrellas, siempre sucumbí ante la admiración a su belleza antes de llegar a cien.

Mi papá me dijo que tenía que tener cuidado con ellas, no perderlas a lo pendejo, expresó, ya que él juraba haberla visto irlas atesorando a través de las décadas. Hasta abría la trompa de los pomos de ‘bacacho’ para sacar la chiquita, relataba. Fueron días felices en el patio de la escuela, en el patio de la casa y en la tierra de las jardineras de ‘las canchitas’. Lejos de obedecer el consejo-advertencia de mi padre, fui un millonario que despilfarra sus preciosas perlas como si fuera Cristo ante los cerdos. En sólo un mes, mis arcas habían disminuido a casi la mitad, y lejos de mejorar mis lances, me había convertido en un bodrio.

No mejoré, las perdí casi todas, excepto la que guardo en una cajita de madera junto a una vieja fotografía de mi abuela; igual que la canica, la única que se salvó de los robos (en este caso familiares) y el descuido. La veo y siento como si contemplara un lejano astro con el telescopio. En ella sale de perfil, evitando el lente de la cámara, con un rostro constreñido por la indignación de ser retratada sin su consentimiento, con la cola de caballo por completo encanecida ondeando al viento; los cerros de lo lejos favorecen el gesto de desprecio y un sol que declina baña de nostalgia la foto.

Mientras meto ambos objetos en su caja, escucho los ‘chiras pelas’ de mis amigos, y los propios, aquel enunciado que pronosticaba un inminente jaque mate, luego ‘pinto mi raya’ en el recuerdo para crear una tenue trinchera de polvo frente a mi canica; ansío el triunfo para asirme también con las perlas que cayeron en el hoyo o pocito; ‘ojito de águila’ pronuncia alguien amenazando dejar caer su munición contra un objetivo inmóvil en el piso, si acierta dirá: ‘calacas’. Cierro la tapa de la cajita. Silencio. Ninguna voz sugiere: saca las ‘cuicas’.

Cuando falleció mi abuela yo tenía, creo, veintiún o veintidós años. Estaba muy preocupado por sacar adelante un ensayo sobre “La Política” de Aristóteles, un trabajo que ni siquiera era mío sino de una novia que me lo encargó para quererme más, en cierto modo. El ensayo quedó horrible, inconsistente, lleno de faltas de ortografía y serios problemas de puntuación, ilegible sintaxis; un espantoso seis, su menosprecio y falta de respeto hacia mis dotes como incipiente escritor fueron la paga, aparte de llegar rayando al entierro del semillero Panyagua.

Llegué pintando raya. La tierra de alrededor del hoyo estaba removida, por completo seca; las caras de mis familiares, aunque tristes, también denotaban su: no puedo creer que se haya muerto; y es que cuando las personas parecen olvidadas por la muerte y desde hace décadas dejaron de cumplir años, es justo que uno se admiré de su última metamorfosis de carne. Bajaron la caja, el viento agitó el polvo, y un dolor se me engarzó del ombligo a la nuca. Ruedan las lágrimas.

¿No se han fijado que los ataúdes de las viejas
son igual de pequeños que los de los niños?
Baudelaire

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Mario Panyagua (1982, Ciudad de México). Formó parte de la Compañía del Teatro Popular Universitario, dirigida por Rodolfo Alcaraz. Fue becario en Poesía del programa Jóvenes creadores del FONCA durante 2015-2016. Ha participado en diversos recitales y publicado en revistas como La Colmena, Algarabía, Monolito, Laberinto y diversas antologías. De su autoría son los libros: Pueblerío (en proceso de publicación), Una película extranjera sin subtítulos (inédito) y Los cisnes no cantan cuando mueren (del que forman parte estos poemas). Funge como cronista de la revista Metrópoli Ficción desde 2014. Actualmente se desempeña como docente en el Programa de talleres de la UACM.

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