Inicio Crónicas LA NIÑA BLANCA

LA NIÑA BLANCA

0

La Fe en tiempos de tormenta

uando una sociedad vive tiempos de catástrofe (llámese temblor, peste, guerra o crisis financiera) que pone su modo de vida en peligro, se acerca a la religión. Por medio de ella se tratan de explicar los mecanismos del caos y, en lo posible, se tratan de controlar. Cada país, colectividad o sociedad tiene una religión -o varias-, que podríamos llamar “preferente”, que es la que profesa la mayoría de los miembros de dicha sociedad: la católica en los países latinoamericanos, el protestantismo en todos sus sabores, presente en los Estados Unidos, o el sintoísmo en Japón son algunos de los ejemplos inmediatos. Sin embargo, en tiempos de incertidumbre y miedo, los dogmas de las religiones no bastan para calmar a los creyentes; ante el caos, la anarquía y la incertidumbre, casi todas de ellas le piden al feligrés resignación y templanza. Muchos, sin embargo, no se conforman, buscan respuestas más concisas, concretas; respuestas que el aparato teórico-dogmático de su religión no les da.

En estos periodos florecen las creencias “periféricas”, es decir, prácticas que si bien tienen su base en una religión establecida no pertenecen a ella. Muchas de estas prácticas no son aceptadas por la doctrina de la religión que las generó , y en muchos casos, son calificadas de herejías.

Estas creencias periféricas generalmente se forman como un amasijo de distintos cultos, y tienen como fin algo muy concreto: la manipulación, por parte del creyente, de las fuerzas divinas; es decir, el asumir un papel activo que se contrapone a la pasividad que se le pide en el dogma de su religión. El practicante de estas, cansado de las explicaciones de su iglesia, trata de controlar los mecanismos de su vida por medio de granjearse la amistad, suplicar o de plano sobornar a fuerzas de diferente orden al humano. El rabino que se interesa por la cábala, el sintoísta que invoca a los oni (demonios de la mitología japonesa), el católico que practica la santería, e incluso la solterona que pone de cabeza la efigie de San Antonio están ejerciendo una creencia periférica a su religión.

El Sincretismo, o los dioses arrendados
En el cristianismo romano este tipo de manifestaciones es recurrente. Durante dos mil años, la propagación del catolicismo se ha caracterizado por utilizar las prácticas religiosas originales de los pueblos evangelizados para, en ellas, “montar” la nueva religión. Este proceso se conoce como sincretismo, y de manera concreta se caracteriza por “cristianizar” a los antiguos dioses y por adaptar las prácticas eucarísticas de dichos pueblos e incorporarlas al catolicismo. Gracias a este proceso, la antigua religión celta donó al catolicismo dioses como Brigitte, numen de la floresta, que pasó a ser Santa Brígida. De igual manera, el árbol de navidad no fue sino consecuencia del antiguo árbol de Yule, fiesta pagana que se llevaba a cabo en el solsticio de invierno y que acabó siendo una conmemoración del nacimiento de Jesús.

Por supuesto que no todos los elementos de las religiones de los pueblos gentiles eran asimilados por el cristianismo. Algunas de dichas prácticas, tales como la chamanería o los sacrificios -animales y humanos-, fueron tenazmente combatidos por los evangelizadores. Estas prácticas, las no asimiladas, continuaron llevándose a cabo de manera secreta, y fueron el caldo de cultivo para el nacimiento de las llamadas prácticas “paralelas”.

Un ejemplo de ello es la Santería, hoy tan de moda en Latinoamérica. Cuando los esclavos negros del pueblo Yoruba (Civilización africana que sobrevivió hasta bien entrado en el siglo XVI, ubicada en la actual Nigeria), fueron traídos a América, se les evangelizó. Ellos, para no perder su antigua religión, asimilaron a sus dioses con santos cristianos. Así, Changó, numen del trueno, pasó a representarse como Santa Bárbara; Elegüa, del destino y los caminos se asimiló en San Pedro y San Antonio, etcétera.

La característica de estas creencias paralelas es que veneran y actúan con fuerzas que en el catolicismo son calificadas como demoniacas u oscuras, pero que en la religión de donde provenían eran naturales y veneradas. Así, los conceptos del mal o la muerte, que en las religiones paganas eran tomados en cuenta como parte del universo, al pasar al catolicismo adquirieron carga negativa. Este es el caso de la creencia de la Santa Muerte.

La huesuda en el santoral
La Santa Muerte es un culto que si bien ha existido desde hace mucho tiempo en la sociedad mexicana (con diferentes manifestaciones), ha tomado fuerza en los últimos años. Las razones de ello se pueden intuir en el aumento de la inseguridad en el país -consecuencia tanto del narcotráfico y del aumento en el crimen organizado como de la pobreza imperante y creciente-, y en el desasosiego que el panorama de fin de siglo le presenta al mexicano en los aspectos familiar, laboral y comunitario. La Santa Muerte, antes un numen propio de gente marginal -prostitutas, proxenetas, delincuentes y pordioseros-, ha sido adoptada por cada vez amplios sectores de la población. La razón primera de la popularidad de la también llamada Niña Blanca es la inmediatez: todos tenemos conciencia de la muerte. La segunda es el poder que se le atribuye, pues La Muerte es capaz de intervenir en asuntos amorosos, pasionales, financieros o pendencieros. Es capaz de traer al amante de vuelta; de traer prosperidad; de velar por quienes se encomiendan a ella o de derribar a los enemigos. En la ciudad de México, cada día hay más altares callejeros dedicados a su veneración, y cada vez mayor número de personas, sin importar estrato social, profesión o formación, se declaran sus fieles.

Una flaca historia
Curiosamente, el culto mayoritario del país, el de la Virgen de Guadalupe, está estrechamente ligado al de la Santa Muerte. Tanto que, quizá si se le diera la vuelta a la tilma de Juan Diego no sería raro encontrar a la dama de la guadaña sonriendo. Esto es porque tanto la virgen del Tepeyac como la muerte son dos rostros del culto a la tierra.

En la religión mesoamericana la muerte estaba presente. En el panteón Mexica, los amos de la muerte eran dos: Mictlantecutli y Mictlanticihuatl, ambos representados como esqueletos descarnados. Ellos eran los amos del inframundo, y de ellos dependía el destino de las almas de los difuntos.

Sin embargo, es probable que el culto de la Santa no proceda de estos dioses, sino de la diosa de la Tierra: Coatlicue. En el museo de Antropología e Historia de México se puede ver un monolito que la representa decapitada, con dos serpientes saliéndole del cuello cercenado y con diversos atributos de la muerte, tales como huesos y cráneos. Esta representación tan siniestra –por lo menos para el hombre occidental–, es fácil de explicar: para los mexicas, como para todos los pueblos agrícolas, la tierra era dual: por un lado era la madre generosa, la que proporcionaba los frutos y el alimento, y por el otro era la madre terrible, la devoradora de los hombres, la que mandaba los temblores y las sequías, la que contenía a las potencias inframundanas y la que recibía a los muertos. De ahí lo terrible de su representación y la veneración y el espanto que causaba.

Cabe mencionar que la diosa Coatlicue tenía varias advocaciones, o avatares, o “caminos”. Una de sus representaciones era Tonantzin, la madre hermosa y cálida, dadora de vida, que era venerada en el cerro del Tepeyac, al norte de la Ciudad de México.

Una vez que México es conquistado militarmente en 1521, llegan los evangelizadores españoles a realizar la conquista espiritual. Para ello, en la mayor parte de los casos, se utilizó el proceso de sincretización mencionado anteriormente. Casi todos los dioses precolombinos pasaron a ser santos cristianos; así, Tlaloc, patrono de la lluvia, pasó a ser San Isidro Labrador; Xipe Totec, el señor desollado, pasó a ser el sangrante Cristo de la pasión; algunas características de Tlazolteotl, la comedora de inmundicias, patrona de los amores carnales, pasaron a María Magdalena. Coatlicue – Tonantzin pasó a tener características de la Virgen María, así que los Evangelizadores crearon toda una nueva leyenda: la de las apariciones en el Tepeyac descritas en el Nican Mopua (1551). Tonantzin, la tierra maternal, pasó a ser Guadalupe.

Sin embargo, no todas las características de Tonantzin-Coatlicue pudieron ser adjudicadas a la Virgen de Guadalupe, pues mientras que para los mesoamericanos la muerte era un proceso natural, indisoluble de la vida, para el cristianismo era consecuencia del pecado original, y por lo tanto, antinatural y perversa. Las significaciones más “oscuras” de Coatlicue- Tonantzin fue suprimidas en la Virgen de Guadalupe, pero renace en épocas posteriores en la figura de la Santa Muerte.

En realidad, para la creencia católica, la pasión de Jesús en el calvario fue la manera de vencer a la muerte. En muchas de las representaciones de la cruz se ve un cráneo en la base de ésta. (De hecho, Gólgota significa “Calavera”). Este cráneo es el de Adán, puesto en las iconografías como recordatorio al fiel de la hazaña del Nazareno: vencer a la muerte, la carga que toda la humanidad tiene que soportar desde el pecado original.

Así es como, aún en el cristianismo, la inclusión de una realidad tan evidente como la muerte no podía ser omitida. Los hidalgos Españoles que venían al nuevo mundo en busca de fortuna tenían un santo particular que tenía estas funciones: El Santo de la Buena Muerte. Para el católico español del siglo XVI haía diferencia entre una buenamuerte y una malamuerte. La primera ocurría cuando el moribundo tenía tiempo de ser atendido en sus últimos ritos y en su confesión, mientras que la segunda era la muerte imprevista, traicionera, que no daba tiempo de arrepentirse de los pecados. La buenamuerte era la llave al cielo, mientras que la malamuerte era el camino a la condenación.

De esta manera, los hidalgos en sus aventuras de conquista le rezaban al Santo de la Buena Muerte para no ir al infierno. Este santo no ha sido el mismo siempre, pues desde el siglo XVII el papel de dicho santo ha caído en distintas figuras de veneración: San Pascual Rey, el Justo Juez, la Presagiadora, San Bernardo; todos ellos santos no reconocidos por la curia católica, pero venerados por la sociedad colonial.

La diferencia entre una buena y una mala muerte aparecería en el moderno culto a la Santa Muerte, aunque con otra connotación.

“La muerte es mi amiguita”
…solía decir Chelita, una sexoservidora madura, regordeta y alegre, que desempeñaba su profesión hace algunos años en el barrio de la Merced. Algunos días después de que hiciera esta declaración, dicha mujer fue asesinada a puñaladas en un hotel de la zona.

Esta historia tiene como cometido el ilustrar el ambiente en el que el culto a la Niña Blanca se desarrollaba: entre personas que viven en los bordes de la sociedad, con actividades que implicaban gran riesgo físico. Las prostitutas, los niños de la calle, los policías y los criminales se contaban entre sus más fieles seguidores.

Los fieles de la Niña Blanca afirman que el culto aparece en los años sesentas en el estado de Hidalgo, y que su expansión se dio, en la ciudad de México, a partir de su santuario más importante, ubicado en el barrio de Tepito, uno de los más peligrosos de la capital. Lo que se puede apreciar es que este culto en México siempre ha existido, solo que en ciertas épocas los atributos de la Santa Muerte han recaído en otros inquilinos del santoral, tales como San Judas Tadeo, el Ánima Sola o la Sombra de San Pedro. Fue, sin embargo, a partir de 1967, en que el culto de la santa muerte toma la forma en que se conoce en la actualidad.

La propiedad más importante de la Santa Muerte -aunque ní por asomo la única-, era la de protección. La segunda era la de brindar una buenamuerte, es decir, el proporcionar un deceso rápido y sin dolor. Las otras, quizá son las que se atribuyen de mayor o menor manera a distintos santos: traer al amor perdido, proveer de buena suerte, hacer prosperar los negocios, etcétera.

El culto a la Niña es fácil de seguir: basta un altar con su efigie (con diferentes colores dependiendo de lo que se le pedía), velas, unas manzanas, dulces y juguetes, y sobre todo, mucha fe. La flaca puede vestirse de colores para la ocasión: Es negra su túnica cuando protege, o cuando ataca a un enemigo del fiel; es roja cuando trabaja en asuntos de amor y pasión; amarilla cuando se le pide prosperidad, y blanca cuando se le pide sabiduría y consejo. A la Muerte se le atribuye una personalidad ambivalente, pues si bien es generosa con sus protegidos, también puede ser celosa y vengativa. Cualquiera que le haga una promesa y no la cumpla, o que venere a otras deidades siendo feligres de la flaca, corre el peligro de perder un ser querido.

En estos tiempos convulsos, su culto se ha extendido. En esta realidad del principios del siglo XXI, de constante amenaza y desasosiego, la Niña Blanca se ha multiplicado en tatuajes, piercings, playeras, y dijes. Ha desplazado a los santos “de emergencia” (Es decir, aquellos a los que se les pedían cosas desesperadas, tales como San Judas Tadeo o el Santo Niño de Atocha) en las creencias de la sociedad. Sería ocioso reflexionar (y hasta inquietante), el hecho de que la expansión de esta creencia se debe a que salió de la esfera de lo marginal o si esta esfera se ha expandido. Lo cierto es que en muchas esquinas, pechos y corazones, la dama de los ojos grandes está presente.

Para saber más, consígase el fascículo 76 de Arqueología Mexicana, donde se reseñan puntualmente los orígenes cristianos del culto a la Santa Muerte.

 

Fotografía tomada de: http://masdemx.com/2016/08/el-culto-a-la-santa-muerte/

SIN COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Salir de la versión móvil