LA “REPRESENTACIÓN PROHIBIDA”*
El pasado mes de mayo, un grupo de niñas presentó en Guadalajara una peculiar coreografía para un concurso de baile: usando trajes militares seudonazis desplegaron una bandera con una enorme esvástica al centro, mientras lo que parece un discurso de Hitler resonaba al inicio y al final del número, y dos “soldados” hacían el saludo romano. Un grupo de chicas vestidas de blanco representaron a los judíos asesinados durante el Tercer Reich. Como la polémica no se hizo esperar en redes sociales, el organizador explicó que la competencia consistía en presentar episodios históricos mediante coreografías, que no es una apología del nazismo sino una simple representación de “un episodio histórico”: el Holocausto.
Bien, la polémica no es un tema menor. El problema con la representación del nazismo es la delgada línea que la separa de la “reproducción del horror”, y aún más, el nacionalsocialismo plantea en sí mismo el conflicto de la representación, como apuntó Jean-Luc Nancy en “La representación en el dispositivo ideológico del nazismo”. El formato del concurso de baile es casi perfecto desde el punto de vista del propio nazismo:
“…el nazismo cultivó la representación en todos sus aspectos, los del arte monumental y del desfile así como los de la ‘representación del mundo’ […] a propósito de la cual, en el Mein Kampf, Hitler desarrolla la importancia política capital de una ‘visión’ presentable a las masas y que no queda confinada en un discurso filosófico. Se trata de eficacia mediática sin lugar a dudas: pero más aún, se trata de un mundo que se pueda poner ante los ojos y volver presente en su totalidad, su verdad y su destino, y por lo tanto de un mundo sin fallas, sin abismo, que no esté privado de visibilidad”.
Les he pedido a varias personas que vean el video: especialistas en genocidio, danza, derechos humanos, a judíos, descendientes de alemanes no judíos, amigos varios. Las reacciones varían, aunque hay un desconcierto común: el final. El despliegue de la bandera inmensa y los dos “soldados” haciendo el saludo romano en medio de aplausos. Es confuso, cuando no escandaloso. La doctora Ana Arzoumanian, experta en el tema de genocidios, me dice: “Esa bandera que se despliega al final y la derrota de las niñas en blanco hablan claramente de esa ‘victoria nazi’ […] siempre hay que ser cuidadoso con los modos de representación de los horrores y los delitos de este tipo”. La escritora Daniela Pasik comenta: “La música no es triste, es heroica, en un baile protagonizado por nazis. ¿Que otros temas eligieron? ¿Alguien eligió, por ejemplo, la esclavitud desde el punto de vista del esclavista? ¿O Hiroshima desde el punto de vista de los que deciden tirar la bomba?”. Para un amigo, el hecho de que pueda bailarse este tema es algo bueno, que no sea un tabú, y si no fuera por el desafortunado final, no ve que la intención sea glorificar al nazismo.
Si seguimos lo que la coreógrafa del grupo de niñas afirma, y apenas conocen el tema, entonces cayeron “en la reducción de la representación a la sola (aunque bienintencionada y casi siempre involuntaria) reproducción del horror” como dice Victoria Souto Carlevaro, y tampoco es menor. El asunto no es que no se hable del nazismo, el quid de la cuestión es el cómo; el problema es que se haya hecho por medio de la utilización de sus propios emblemas, con un despliegue corporal “típicamente nazi”: uniformes, pendones, insignias, desfile… y que los judíos representados aparezcan despersonalizados, inefables, consumidos por esa enorme esvástica que los devora al final. La sobrerrepresentación del nazismo gana en este pequeño baile colegial.
La dominancia nazi en el conjunto del número está latente: bandera desplegada, saludo romano, discurso de fondo, aplausos. La muerte queda del lado de los soldados nazis, la víctima es una representación que no alcanzamos a ver realizada, la puesta en escena del nazismo reproducida (involuntariamente, si se quiere) de nuevo. “Está contado como si fueran dos partes en conflicto (pelea entre pares) y no una parte que masacró a la otra (genocidio)”, me dice Pasik.
Dice Nancy:
“Por tanto, el exterminado es aquel al que, antes de morir y para morir como quiere el exterminador ―es decir, de acuerdo con su representación―, se le vacía de la posibilidad representativa, es decir en definitiva, de la posibilidad de sentido, y que de este modo llega a ser, más aun que un objeto (que habría dejado por completo de ser hombre y que sería un objeto para un sujeto), otra presencia amurallada en sí frente a la de su verdugo.”
¿Cómo representar la Shoah o las otras persecuciones sin caer en la trampa del dispositivo nazi? Un simple giro de la coreografía habría valido, “representar la irrepresentabilidad” que propone Nancy, “prohibir” el sentido de la puesta en escena del verdugo, su dominancia, su potencia aniquiladora, dentro de la propia puesta en escena.
Veo fotos de Dylann Storm Roof, el asesino de nueve personas en Charleston, Carolina del Sur. En una que tomaron de su perfil de Facebook se lo ve portando una chaqueta con dos banderas cosidas, la de la antigua Rhodesia (hoy Zimbabwe) y la bandera sudafricana bajo el régimen del apartheid, ambas consideradas símbolos de la “supremacía blanca” por los grupos de odio que siguen desplegando este dispositivo. Una representación de sí mismo como supremacista blanco vuelta materialidad. De la esvástica en un escenario al asesinato hay una distancia enorme, pero hacer aparecer los emblemas, su teatralidad, obviando el porqué y a costa de qué fueron construidos como símbolos, es banalizar el alcance de las prácticas genocidas vigentes en muchos lugares del mundo. O los actos de odio xenófobo. O los juegos macabros de niños que “representan” secuestros y violaciones.
“Es preciso: éste sería el primer axioma ético. El criterio de una representación de Auschwitz sólo se puede encontrar en semejante abertura ―intervalo o herida―, no mostrada como un objeto, sino inscrita directamente en la representación y como su propia nervadura, como la verdad sobre la verdad”.