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EL ESPÍRITU DEL FAMOSO: UN PERFIL DE OCTAVIO GÓMEZ

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e pide que le tire un golpe al rostro y lo hago. Él tiene más de setenta años, yo tengo treinta y seis. Hace un movimiento simple, da un paso atrás, y mi puño se pierde en el aire. Enseguida tiro otro recto, ahora con la zurda, busco su cara, pero el Famoso lo esquiva y me conecta un gancho al hígado. Su cuerpo tiene bastante elasticidad. Octavio Gómez es un artista cuya obra fue narrada mediante el baile sobre la lona. Repetimos el movimiento, ahora de forma lenta, para que él me pueda explicar el movimiento que hizo.

“Yo estaba muy joven y era muy necio, no entendía nada de lo que se me decía,” dice Octavio Gómez con el compás de las piernas abierto, apenas lo suficiente para sentirse cómodo y la guardia arriba. Me está hablando del momento de su vida en que comenzó a practicar meditación y yoga.

“Hoy ya no quiero la fama, esas son cosas del ego”. Si lo miras bien algo en su cabellera conserva restos de su antiguo color negro. Vestigios de la oscura y abundante mata del Famoso. Ahora lleva siempre el pelo muy pegadito, y los años han pintado su cráneo de blanco. Usa lentes y siempre viste pants. Algo tiene de sabio al andar, al hablar de una forma tan prudente. Su cuerpo está macizo. “Yo tuve un gran maestro, llamado Efrén Rubio. Él me decía; así como boxeas vive, aléjate de lo negativo.”

Octavio observó, durante los entrenamientos, que su compañero Efrén el Alacrán Torres, hacía Yoga con un maestro hindú. Se acercó a ellos, y de inmediato se puso a aprender aquel extraño arte. Mientras lo practicó no perdió ni un solo combate. Luego el maestro partió hacia sus tierras.       

Octavio Gómez no tuvo la suerte de ser campeón del mundo. Es el mismo caso que con esos artistas que son muy, muy buenos, y nunca alcanzan la gloria. Al menos no en vida.

Octavio era buen y valiente boxeador, de movimientos finos y de una técnica particular. Mi amigo, el escritor y ex boxeador Pterocles Arenarius, quien tuvo la suerte de subirse al ring contra Octavio como esparrin, dice que el Famoso no peleaba así al inicio de su carrera, que era más bien medio bronco, y se fue puliendo, hasta boxear por nota.

Octavio abandonó la secundaria para comenzar a entrenar box en un gimnasio de allá por la Merced. Llegó gracias a que su padre lo mandó por un bote de pintura para el negocio de rótulos que mantuvo durante años a la familia. Creció en la calle de Ribero, en pleno corazón tepiteño. En aquel entonces aquella esa calle era el lugar donde uno podía encontrar sexoservidoras. Octavio les hacía mandados, les avisaba cuando su padrote andaba cerca, les compraba cosas en la farmacia o algo de comer a cambio de una propina.

Luego de su primer combate por los Guantes de oro, una de ellas lo llamó para darle su merecido premio. Como amateur peleó en 124 ocasiones y perdió seis.

Conocemos a los escritores seducidos por el box, y citamos sus nombres de memoria, Hemingway, London, Piglia, Garibay. Pero hay pugilistas, en la otra esquina, seducidos por las letras. El Púas Olivares, el Finito López, Pterocles Arenarius, y el buen Famoso son sólo algunos ejemplos. Octavio también tiene una rola de su propia inspiración, que pudiera ser una breve biografía de su vida. El Famoso sabe tocar muy bien la guitarra. Hizo guiones para teatro, salió en el cine, por ejemplo con Ismael Rodríguez en Nosotros los feos. Y durante algunos años tuvo una intensa amistad con la cocaína.

“No he sufrido golpes graves,” dice mientras presume su rostro sin una sola de esas cicatrices escandalosas que acostumbran crecer en el rostro de los pugilistas. “Y es gracias a mi técnica, que es ochenta por ciento defensa, y veinte ataque. Para cuidar la integridad del boxeador.”

Si buscas en Internet Movie Data Base lo que aparece del Famoso es: “Octavio Gómez “Famoso” is an actor, know for Pandilleros asesinos (1990), En pacto de hombres (1990), AND The legend of the Mask (1991). Lagunilla mi barrio (1981).” En realidad hizo más de veinte películas.

Octavio cuenta con cierto dolor en las palabras que no ganó un campeonato del mundo porque su condición física no le daba. “Algunos boxeadores llegan al quinto round y apenas comienzan a calentar, yo para entonces ya empezaba a cansarme”.

Hace más de veinte años que no prueba una gota de alcohol. Fue dos veces campeón de los Guantes de oro, en 1961 y 1962, en peso mosca Campeón nacional amateur tres años consecutivos, a partir de 1962 hasta el 64.

La segunda vez que nos vimos nos ayudó, a Miguel Musálem, a Adrián Parisi y a mí a filmar escenas de un mocumentary llamado Mundo Máscara; él y Pterocles narraron una pelea inexistente, pero inolvidable en la lucha libre mexicana. Se entregó y fue puntual. Lo disfrutaba. Quién sabe si esa película vea la luz un día.

Tres veces le he hecho la misma pregunta y tres veces he obtenido la misma respuesta. ¿Quién es el boxeador más completo que has visto? La respuesta es, Rubén Olivares. Ellos dos se enfrentaron encima del ring: el Púas ganó por nocaut en el quinto asalto.

Octavio confiesa que se dejó caer. “A mí no me daban los pulmones, y Olivares apenas estaba calentando, ya mejor vi el golpe y aproveché para dejarme caer.” Alguna vez Olivares me dijo que siempre discuten sobre esa pelea. Fueron grandes amigos y compañeros de parranda. “Nadie tenía las cualidades de Rubén. Yo te puedo enseñar box, porque fui disciplinado y aprendí, pero él no puede enseñar lo que sabe, aunque quiera, ¿cómo enseñas a pelear a un león?”

Distraído por los humos de la fama descuidó el hogar. Cuando se dio cuenta, Cuauhtémoc, su hijo, estaba metido en las drogas. Octavio decidió dejar todo y abocarse a salvare a su vástago. Adiós a las giras, al dinero, las mujeres, los aplausos y los escenarios. Adiós a todo eso. Llevó a su hijo a un grupo de autoayuda y se dio cuenta que él era quien debía estar ahí. Entrenó con Cuauhtémoc hasta llevarlo a disputar un campeonato del mundo en Asia. A su hijo, las perras adicciones lo habían mordido fuerte y recayó, y no fue el gran boxeador que se le veía, ese gran boxeador que pudo llegar a ser. “Los curas venden a dios, es su mercancía. Pero eso que ellos venden no es. Dios son los mejores pensamientos del ser humano.”

Seguro que muchos años después, y ya encima del ring, mirando de frente a su rival, Octavio recordó la tarde en que su padre lo mandó por un bote de pintura. Porque el padre del Famoso fue rotulador. Esa tarde Octavio conoció el box. El ritmo lo atrapó. El ritmo que cada hombre posee y que lo hace único sobre esta tierra. El ritmo, el estilo, esa forma particular de moverse. Ritmo en los que saltaban la cuerda. Y se les unía el compás de los que golpeaban la pera fija. El sonido casi silencioso de los que hacen sombra. La cadencia de los que aprenden a caminar sobre la lona. La armonía de soltarle chingadazos al costal. La consonancia de los que hacen abdominales con la gobernadora. El trazo que hace el cuerpo contra las cuerdas al ir esquivando golpes. Y el en medio de aquella sinfonía sonó la voz de un hombre, un pregón que advertía: ¡Dieeez seguuuundos!

Y todos aceleran el ritmo. Se entregan por completo. Lo dejan todo en este breve espacio de tiempo. Todos se vacían en el esfuerzo que representa la entrega absoluta. Y otra vez el pregón. ¡Tieeeempooo!

Remate de un pera fija. ¡Puum! Y silencio. Sí, el ritmo atrapó a Octavio. “Entré y no salí hasta ahora,” dice el Famoso.

“No me arrepiento de nada de lo que hice. No es uno culpable. Aparentemente es un triunfo la fama, y no, es una cárcel.” El abuelo de Octavio Gómez murió guiado por la mano del alcohol. “El box es también el dominio de uno mismo.”

Durante su infancia su ídolo fue el Chango Casanova. Cada vez que Octavio se acercó a aquel legendario boxeador, fue ignorado. Aquel niño que fue Octavio no entendía por qué pasaba aquello, no sabía mucho del ego. En cambio, cuando se acercó a saludar al Ratón Macías, su suerte fue distinta. ¿Y tú quién eres?, le preguntó el Ratón. Pues el Famoso, contestó Octavio provocando la risa del ídolo tepiteño.

Su padre lo bautizó con aquel mote, porque todos sus hijos llevaban uno. Quizá fue porque la partera que lo trajo al mundo, le vio una luz a aquella criatura.

“Si logras dominar tu cuerpo, será más fácil dominar tu mente”. El maestro de yoga del Famoso fue el segundo guía espiritual con el que se topó. Pero aún no se encontraba listo para la iluminación. “No le entendía nada, me lo impedía la vanidad de sentirme mejor, de que yo el Famoso y la chingada”.

El aspecto del Famoso es tranquilo, dice que antes sólo hablaba con puras groserías. “Yoga es un yugo, un nudo para conectarse. Yoga es hacer un nudo con dos lazos buenos”.

Contak Box es una A.C. que preside Octavio Gómez y en ella se trata de dar difusión al box a través del método que practicó y difundió el Famoso. Varios de los miembros fueron alumnos suyos, entre otros son su cómplices, Raúl Alejandro Velázquez y Noé Robledo.

Principalmente trabajan en la zona oriente del Estado de México. Durante las exhibiciones se puede apreciar el trabajo que hacen varios municipios con jóvenes de distintas edades y sexos.

El Famoso está con ganas de publicar sus textos, crónicas y cuentos acerca de box, ojalá encuentre un editor pronto.

“Disfrutar lo que tengas, eso es bienestar.”

 

Fotografía de El Famoso tomada de: https://literaturafotografiatepito.blogspot.mx/2011/12/

 

 

 

JOHNNY CASH: EL ESPIRITUAL

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n una casa junto a las vías del ferrocarril, en una familia dedicada al algodón y otros procesos agrícolas durante la Gran Depresión, nació Johnny Cash, un 26 de febrero de 1932.

El futuro “rey del country” —nativo de Kingsland, Arkansas— tenía 6 hermanos y se dedicó primero al campo, además de trabajar ocasionalmente en una fábrica de automóviles, operar radios para la Fuerza Aérea y vender artículos de puerta en puerta.

Cash resumía sus creencias espirituales con una frase: “Aún soy cristiano y lo he sido durante toda mi vida”.

Eso no significa que su relación con la fe no fuera dinámica, intensa e incluso contradictoria. Había vivido un periodo de adicciones al alcohol y los barbitúricos, y se identificaría por interpretar oscuras canciones de criminales violentos y adictos que también lo popularizaron en sus famosos conciertos en algunas de las cárceles más peligrosas de los Estados Unidos.

Un periodista había escrito al respecto: “[Cash] cree lo que dice, pero eso no lo hace un santo”. Otros incluso se atrevían a definirlo como “una contradicción ambulante”.

Aunque la epifanía para vencer su adicción ocurrió en una gruta de Tennessee en 1968, donde el cantante expresó sentir la presencia de Dios gracias a una luz que lo guió fuera de la oscuridad, la espiritualidad de J.R. —como lo llamaban en casa— tenía profundas raíces familiares.

El abuelo de Cash fue granjero y predicador itinerante a fines del siglo XIX en el sur de Estados Unidos. Cash lo recordaba como “un hombre que montaba a caballo y llevaba un arma, y que nunca ganó un centavo por sus prédicas”.

Johnny Cash vivió una infancia nutrida de canciones góspel y radio. La primera que recordaba era “I Am Bound For The Promised Land”, un himno sobre una tierra donde no habría pena, llanto, enfermedad ni muerte, y Jesucristo reinaría para siempre. Muchas canciones seminales de los músicos sureños que alimentaron el blues, del hillbilly y del rockabilly provenían de la cultura algodonera.

El joven intérprete fue influido por las habilidades musicales de su madre (quien tocaba la guitarra y cantaba) y el gusto de ella por la música religiosa, así como por el recuerdo de su otro abuelo, John L. Rivers, maestro de música y cantante principal de su iglesia.

Cash acompañaba con su voz a su madre desde los cuatro años, en el porche frente a su casa. De hecho, antes de vender más de 90 millones de discos globalmente, se había planteado ser cantante de góspel. El anhelo nunca lo abandonó y, tras su renacimiento en la fe, Johnny grabó un álbum de espirituales tradicionales titulado My Mother´s Hymn Book, como homenaje a los himnos que aprendió en su niñez.

 En este disco, cuarta parte del boxset Unearthed, lanzado en 2004 luego del fallecimiento de Cash, se incluyen su versión de esa primera melodía de infancia (“What would you give?”), espirituales negros como “I shall not be moved”(sobre la fe inquebrantable), clásicos de southern gospel como “Where we´ll never grow old” (sobre la vida eterna), populares himnos protestantes como “I´ll fly away” y otras como “I am a pilgrim” (con referencias a la mujer que tocó el manto de Jesús).

 Cash era una voz y un ritmo desde pequeño. Cantaba en la casa, en el porche, en el campo, en todas partes. Cantaba con su hermana Louise. Cantaba hillbilly, novelty y gospel. Cantó al mudarse a Dyess, a 250 millas de su primer hogar, siguiendo el sueño familiar de la política agraria del New Deal y sus esperanzas de trabajo para los campesinos del sur estadounidense.

En recuerdo de su hermano Jack, quien había fallecido tras un terrible accidente mientras trabajaba con un molino, la familia cerraba la tarde de trabajo agrícola con “Life`s Evening Sun is Sinking Low”. La primera vez que su madre escuchó su voz de adulto barítono le dijo a Johnny: “Suenas exactamente como tu abuelo. Dios ha puesto su mano sobre ti, hijo. Nunca olvides el don”.

Desde entonces, Cash se consideró más un portador que un poseedor de su voz.

Pero no sólo las reminiscencias de su infancia dan cuenta de la espiritualidad de Cash. Algunas de sus grandes canciones, largamente vivas en la música del siglo XX, se sostienen en la vida, la fe y los milagros experimentados por el intérprete.

Resalta especialmente “Man in Black” (1971), una melodía de protesta en el contexto de la Guerra de Vietnam que enlistaba las razones del color de su atuendo e incluía en el corazón de su letra: “I wear the black for those who’ve never read/Or listened to the words that Jesus said/About the road to happiness through love and charity (…) Why, you’d think He’s talking straight to you and me.”

También sobresalen la emblemática “God´s Gonna Cut You Down”, un potente tono confesional que llama a la redención y la justicia con base en el mensaje de Jesús; “Why me, Lord”, nacida de la inquietud por las bendiciones recibidas o“Just as I am”, sobre la expiación del pecado. Entre los afamados covers que Cash cantó, destaca su homenaje más contundente a los himnos tradicionales protestantes, “Amazing Grace”, una pieza compuesta en el siglo XVIII por John Newton, un antiguo marino y traficante de esclavos que se convirtió en poeta y clérigo tras salvarse milagrosamente de un naufragio.

Cash grabó su propia versión de este himno de redención basado en los Evangelios de Lucas y Juan en su álbum Sing Precious Memories, dedicando la canción a su querido hermano mayor Jack.

La familia Cash solía cantarla en los campos de algodón y el intérprete la incluyó en su repertorio mientras recorría las cárceles estadounidenses a fines de los 60, porque la consideraba un himno liberador para el espíritu de la gente.

Al final de su vida, cuando Cash pasaba lista para agradecer las bendiciones que había recibido, la restauración de su vida tras sus adicciones y el fuerte vínculo con la naturaleza que sintió desde niño, escribió:

“Puedo sentir los ritmos de la tierra, el crecimiento y el florecimiento y el decaimiento y la muerte en mis huesos. Cuando apretamos nuestras manos de noche en la mesa y pedimos a Dios el descanso y la restauración, ése es el tipo de restauración de la que hablo: Mantenernos como uno con el Creador. Descansar en los brazos de la naturaleza.”

 

LA PULPA DE LA FICCIÓN DE LA VIDA

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uando volví a la ciudad y me invitaron a impartir clases en la universidad donde estudié, parecía que mi vida por fin cobraría cordura e iniciaría un camino de orden y prosperidad. Era una oportunidad para aprovecharse pero a la vuelta de un año me encontraba sentado en un gabinete del Vips frente a Carolina, escondidos en la zona infantil del restaurante, discutiendo acerca de abrir nuestra relación amorosa luego de ser sólo profesor y alumna. Comenzaba a ser un secreto a voces. Me recargué sobre la pared y subí un pie al sillón y me saqué el popote de la boca con mucho estilo.

—¿Estás segura?

La estudié. Estaba recostada sobre la mesa con la barbilla afincada sobre sus manos. Comenzó a revelárseme el arranque de la famosa película de Quentin Tarantino. La escena en que Calabacito y Conejita Acaramelada discuten acerca de asaltar la cafetería en que se encuentran. Así como Carolina y yo, ponderando un paso definitivo, hartos de escondernos. En el caso de los personajes, atosigados de arriesgar el pellejo asaltando vinaterías. Como Calabacito, alguien aquí debía jugar el rol sensato. Me correspondía. Porque dentro de pocos años cumpliría cuarenta y tarde o temprano la vida exige seriedad. Además ya me había gastado el tiempo más juvenil y había conseguido nada. No podía seguir jugando.

—¡Claro! No viviré según la gente.

Carolina se refería a que estaba desesperada y a que la vida se le ponía seria a grandes zancadas. Quería escapar de algún modo. Para ella todavía existía tiempo para alocarse, para ir y volver. Y quería que la acompañara. El problema es que no sé negarme a la belleza. Me observó enderezándose como una cuija que otea sus intereses.

—¿Tienes miedo?

—¿Miedo? —repliqué—. Na.

Espacio y silencio. La vi descansar. Entonces supe que era mía. O mejor dicho, que yo era suyo. Lo que sí, que se la había robado al mundo, a sus pretendientes, a su generación, porque le llevo casi veinte años de diferencia. Me abstraje y perdí la mirada. Mascullé.

—No, no es miedo. Es…

—¿Qué? —me traspasó con sus ojos de calamar.

Aquí debía responder que hasta entonces había construido mi vida a partir de apetitos; pero que ahora me había propuesto elegir positivamente con la razón e inclinarme hacia el deber. Y que su dulce presencia de nereida al otro lado del gabinete venía a estropear mi denuedo moral.

Luego de presentársela a mi padre me auguró: Te van a romper la madre. Era la verdad. Todos lo sabían. También debía confesar que aún sostenía una relación con Marisela aunque fuera en lontananza. Que sería difícil porque era incondicional. Y ya dije que no sé decir no. Es una perversión. Una prostitución. Que por ello vendría mucho dolor. Porque mis decisiones están sostenidas sobre una pulpa blanda, el mero afán de emular las historias del cine y de los libros. Pero que en el fondo del pantano donde habita el monstruo egoísta, la verdad era que no me perdería de Carolina en esta vida ni en ninguna de las eras ni de los mundos. Y ahí estaba ella como depositada por las huestes celestiales, para mí, pedida y otorgada, esperando mi respuesta.

—¿Ajá?

—¡Eso! —retomé casual—. Que ya es hora de agarrar la sartén por el fuego.

Carolina procesó la respuesta con media sonrisa. Acostada sobre la mesa alargó su brazo haraganamente y arrastró su copa con los restos de espuma de un smoothie, atrapó el popote con los labios y se puso a soplar haciendo un gorjeo de burbujas sin perder de vista mi reacción, mi supuesta autoridad. Mierda. Cuando hacía ese género de ocurrencias me daban ganas de desnudarla y machacarla ahí mismo.

La verdad es que estaba nervioso. Por el exceso de café. Porque faltaban minutos para tener que volver a la universidad a la clase de las 13:00. Porque estaba haciéndome pendejo universalmente ante mi sino. La diferencia de edad terminaría separándonos. El infierno de celos que me provocaba me convertiría en un animal tarde o temprano. Botaría mis deberes y terminaría por olvidarlos para entregarme al gozo y al despilfarro. Porque aprendí a detectar una circularidad en el devenir de mi destino y ahora puedo prever cuando se acerca una situación que determinará el resto de mis días. Pero es que hay otro problema. Pertenezco a la clase de gente que averigua si hay agua en la fuente dando un impulsivo salto al interior. Y aquí tenía otro momento así. Y lo único que se me ocurría era narrarle la escena de Calabacito y Conejita Acaramelada.

—Sabes. Me siento como en la escena de Pulp Fiction. Al principio.

—¿Cómo?

Hubo un tiempo en que Tarantino no se encontraba entre las referencias de Carolina. A veces era como tener un hermoso espécimen llegado de otro planeta. En el fondo me diñaba a la paciencia de narrarle el mundo, la vida antes de la inteligencia artificial y los espacios virtuales. Había algo sistémico en su forma de vivir y sentir. Una materia humana en bruto a mi disposición para moldearla bajo los imperios de la belleza. ¿De qué más? Le expliqué la composición de aquel escollo dramático al que me refería. Encuadré con las manos.

—Una cafetería tipo Denny´s. Los Ángeles California —enlacé el entorno como con una cinta al dedo y entonces le pedí que nos aproximáramos para susurrarle—. Yo soy Pumpkin. Tú eres Honey Bunny. Somos amantes y cómplices. Asaltantes de licorerías.

Carolina respingó maliciosa y adoptó un perfil bajo, de criminal, escondiéndonos de las meseras, de toda esa gente que se oponía y criticaba nuestra relación.

—¿Captas el simbolismo? —me excité.

—¡Sí!

Me aceleré como Tim Roth encarnando a Pumpkin. Subí más la pierna como el más displicente del barrio.

—Pumpkin —le expliqué despacio como en cátedra— quiere ponerse sensato y dejar de arriesgar la vida en cada asalto. Mientras Honey Bunny le recrimina que siempre cambia de parecer. Que más bien parece un pato.

—¿Cuac?

Señalé a Carolina exultado pero fríamente como diciendo you got it, you fucking got it, baby.

En este punto una mesera se acercó a la mesa con la jarra de café para ofrecerme más. Igual que en la película, advertí. Ella sintió aparecer a la mujer del servicio por detrás y comprendió la coincidencia. La tipa llenó mi taza compitiendo con la atención que prodigaba a Honey Bunny. Cuando la mujer se fue, Caro y yo reanudamos nuestra complicidad con un guiño.

—La cuestión —continué— es que Pumpkin está explicándole con un comparativo las nuevas formas de robar un banco con un inocente celular. Pero Honey Bunny cree que él quiere robar un banco. Se hacen pelotas y Calabaza aclara que sólo quería decir que asaltar un banco sería más fácil que robar vinaterías. Pero ella todavía se asegura preguntándole: “¿Entonces no quieres robar un banco?” No, insiste el otro y añade: “Esos tipos se pasan veinte años encerrados en prisión o mueren”.

—Pero Calabaza tampoco quiere robar más tiendas de licores —Carolina interrumpió recordándome que podíamos entendernos a la perfección.

—Tanto así —dije— que Conejita le pregunta: “¿Qué otra cosa nos queda? ¿Un trabajo regular?” Y en ese momento Pumpkin se echa a reír y responde: “No en esta vida”.

—Entonces qué —apremió Carolina algo enfadada y volviendo a la realidad de nuestro dilema.

—Hagámoslo —le dije, y para hacer el instante de la toma de decisiones más fiel a la escena, llamé a la mesera y le pedí la cuenta sin que dejara de verme como si yo fuera un chacal con una niña apresada entre fauces. Igualmente había sugerido un colega académico al cuestionar cómo podía un profesor a quien se le encargaba impartir materias de reflexión para el sistema educativo jesuita, aprovecharse de una muchacha básicamente desorientada.

Entonces Carolina me habló con la persuasión gélida de un experto cerrador de negocios internacionales.

—Escúchame. Al único que tienes que darle una explicación es a mi papá. De mi mamá yo me encargo. El resto no importa.

Fue cuando a lo lejos me llamó la atención un gabinete apretado de empresarios o políticos engolosinados con mi joven acompañante.

Nos trajeron la cuenta. Faltaban cinco minutos para la una de la tarde. Me sentía como un bárbaro eligiendo la vida por instinto. Pero qué más. Había rogado a Dios por una mujer hermosa y ahora la tenía frente a mí. ¿No era lo que deseaba? Asumiría el papel de quien se juega su última juventud aunque sabe que saldrá perdiendo, con la entereza de un cinismo vital, que es la pulpa de la ficción de mi vida.

—¿Y en qué termina la historia de Bunny Honey?

—Que un segundo antes de levantarse del asiento, sacar las pistolas y amagar a la gente del restaurante, ella le recuerda: I love you, Pumpkin.

Carolina se adelanta.

I love you, Honey Bunny.

Y como en la escena de la película, desde cada lado de la mesa nos lanzamos buscando los labios uno del otro y nos prendemos en un beso medular. La abracé para indicrle al oído que replicase los diálogos. Nos levantamos de la mesa decididos a cruzar frente a los viejos tiburones que la codiciaban con miradas mórbidas. Fue cuando les grité:

—¡Everybody cool, this is a robery!

Los viejos guangos se quedaron con la cara de pendejos.

Susurré al oído de Carolina su parlamento mientras nos dirigimos a la salida a pagar la cuenta. Ella recitó planamente como quien replica en misa.

Any of you, fucking pigs, move, and i will execute every mother fucker from last one at the out.

Sonreí lleno de fuerza. En mi cabeza hice surgir la introducción de esa guitarra súrfer de Dick Dale. Así me arrojé a la vida con Carolina R. S. Salimos corriendo del Vips como en la escena final de El Graduado. Nos deslizamos furtivos hacia el estacionamiento. Subimos a mi coche. La besé. Huimos.

CONEXIÓN DISPERSA, POR AMOR A LA RADIO

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La radio fue alguna vez el medio de masas por antonomasia, por encima de la televisión. Incluso cuando en la mayoría de los hogares el aparato televisivo ya ocupaba un lugar preponderante, la radio continuó siendo más escuchada que vista la televisión.

Con el nuevo siglo y el cambio de paradigmas en la comunicación, la irrupción de internet y las redes sociales y el cambio de hábitos de consumo, tanto la radio como la televisión han dejado de ser los medios masivos de comunicación que un día fueron.

Aunado a lo anterior, la posibilidad de hacer “televisión” desde un canal de Youtube, transmisiones en vivo por Periscope, Facebook live u otras plataformas, ha terminado por alejar a la gente de la pasividad que da el sentarse frente al televisor, acompañado de la familia o los amigos, para sustituirla por la interactividad que da el hacerlo en las plataformas mencionadas.

Incluso se puede hacer un buen “programa” o transmisión con un teléfono celular y no se necesita de toda una infraestructura cara y ostentosa para transmitir lo que uno quiera.

Lo mismo pasa con la radio. Cualquiera puede grabar un podcast y “colgarlo” en cualquier plataforma y éste se escuchará en cualquier lugar del mundo, sin que quien lo haga haya tenido que invertir en una gran cabina radiofónica, sin antenas, sin ondas hertzianas.

Todo esto viene a cuento porque el colectivo Conexión Dispersa lleva ya unos meses haciendo radio amateur. Cerca de 20 personas que aman la radio y hacer radio, aman la música y disfrutan compartirla con los demás. La mayoría de ellos convocados por la iniciativa de Israel Rodríguez “El Produ”, quien fue el primero en “explorar” el funcionamiento de la aplicación de Spreaker, plataforma donde se hospeda la Conexión..

Empezaron haciendo radio a manera de homenaje a los locutores que han escuchado. Muchos de ellos no escucharon Rock 101, Radioactivo, la vieja La Pantera en AM o la WFM de González Iñárritu y Charo Fernández; muy seguramente muchos de ellos no escucharon a Luis Gerardo Salas, Lynn Fainchtein, Fernanda Tapia, Jaime Pontones, Jordi Soler, por mencionar sólo algunos; La mecánica del concepto, En los cuernos de la luna, Con los pelos de punkta, Salsabadeando, y tantos y tantos programas que hicieron la delicia de la juventud de fines de los 80 y principios de los 90.

En Conexión Dispersa el promedio de edad de los conductores es de 30 años, pero como muchos jóvenes que inician en cualquier actividad, además de brío, derrochan candor, frescura, desfachatez, sin prejuicios y mucho amor, en días en que parece que lo que abunda es odio e intolerancia hacia el que piensa diferente.

Charla deportiva, lunes 19.30, el nombre lo dice todo; No muy punks, lunes 21.00, charlas con los personajes del underground y la contracultura de la ciudad de México; El Gueto, martes y jueves 14.00, hip hop y reggae; El Inconforme, martes 21.00, el programa para levantar la voz; Cáñamo radio, miércoles 4.20 pm, la voz de la cultura cannábica; Refresh, miércoles 20.00, mucho baile, cero estrés; La Ruleta, miércoles 22.00, temas de actualidad y un playlist atemporal, revista radiofónica; Caótico, jueves 19.30, el caos musical como norma; Ídolos, jueves 21.00, homenaje radial a los ídolos musicales y cinematográficos; El House, viernes 18.00, el programa más barbaján de la radio; Los Calientes, viernes 20.00, sexo, sexo, sexxxo; Epheméris, sábados 12.00, las efemérides musicales de la semana; Ahí les va, sábados 16.00, ; Política y confort, domingos 20.00, el nombre lo dice todo; La Voz en Off, domingos 22.00, alucinógeno y alucinante viaje musical que compite con la Hora Nacional.

Esta es la oferta de Conexión Dispersa, la radio en donde convergen lo diferente y lo diverso. Esperemos que el colectivo mantenga esa frescura, brío y candor que hasta ahora los caracteriza y que su proyecto se siga escuchando por muchos años más, refrescando “el cuadrante” de la radio en vivo por internet.

Conexión Dispersa se puede escuchar en la plataforma Spreaker:

https://www.spreaker.com/user/conexion-dispersa/

GLORIA FUERTES, A TIENTAS Y A DESTIEMPO

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ún no tengo una explicación contundente para justificar que el feminismo actual del ámbito hispanoparlante, no haya reparado en la vida y obra de la escritora Gloria Fuertes (Madrid, 1917-1998). Lo mismo su homosexualidad, ejercida durante y contra el franquismo, que su poesía, siempre fuera del canon, a ratos facilona y no pocas veces desaseada, la erigen como una figura señera a rescatar lo antes posible.

Debido a la fecha de su nacimiento, Fuertes vive de manera consciente las turbulencias de Europa: la Guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Ambos eventos marcaron con fuego su vida y su obra, escrita a media luz, casi en secreto, en cafés hospedados en buhardillas madrileñas, en los que se leía poesía al alimón, por poetas no reconocidos, por lo común fuera del circuito más selecto de la poesía europea de la primera mitad del siglo XX.

Y es que luego del conflicto, una vez que España logró estabilizarse, se hizo visible una generación de escritores que decidieron permanecer en la Península, en parte abanderados por escritores favorecidos por el régimen fascista como Ernesto Giménez Caballero, predilecto de Franco hasta que termina por cansarse de sus quijotadas, por lo que decide enviarlo como embajador de España en otros países. Fuertes, pródiga en líneas autobiográficas, en versos adoloridos por un pasado vivido a tientas y a destiempo, confiesa que padeció el hambre y carencias de lo básico; que el amor de los hombres nunca le fue favorable y que volvió a nacer cuando el cuerpo de otra mujer se le presentó como un refugio. Ahí brota la Gloria Fuertes que ganó celebridad durante la posguerra.

Resulta especialmente notorio que no son demasiadas las obras de Fuertes que pueden hallarse en las librerías. A fecha reciente, se publicó una antología que es la mejor forma de abrirse paso entre sus versos: El libro de Gloria Fuertes. Antología de poemas y vida (Blackie Books, 2017), en una cuidada edición con iconografía incluida de Jorge de Cascante. Es de celebrarse que el catálogo de Blackie Books, proclive a subrayar el humor en intersección con la literatura, de súbito publica la antología de una poeta que amerita un lugar más esmerado en la tradición hispánica.

Debe decirse que la escritura de Fuertes siempre despertó sospecha entre los poetas más exquisitos. Su pasión por la literatura infantil y su modo brusco de escritura, plagada de rimas fáciles e imágenes prescindibles, hicieron a más de uno arquear la ceja para poner en entredicho si en realidad era poeta, o si no era nada más que otra grafómana como habrá miles. A mi modo de entender, este debate aún no se resuelve. Leemos a Fuertes como una excéntrica que nunca halló su sitio en la literatura española contemporánea.

Consta que José Hierro, poeta de sensibilidad sin sospecha, hizo una primera lectura meditada de su obra y escribió sobre Fuertes un poema que ganó alguna notoriedad. Este reporte de entusiasmos ayudó en el descubrimiento de las líneas más sensibles de Fuertes, para quien resultó fundamental que Hierro se pronunciara de manera entusiasta sobre su poesía.

Además de lo anterior, la publicación de tres de sus títulos por la editorial Cátedra —Obras incompletas (1980), Mujer de verso en pecho (1983) y Historia de Gloria (Amor, humor y desamor) (1983)— zanjó la murmuración alrededor de su obra al concedérsele atributos de ser una poeta urbana, de inspiración coloquial y gesto sonriente. Esta editorial es la casa de las obras más relevantes de la cultura hispánica y de la cual forman parte, entre otros, autores mexicanos como Juan Rulfo, Octavio Paz y, más recientemente, Guillermo Samperio en su faceta de cuentista. La inclusión de Fuertes a ese catálogo es un hito de reconocimiento que no debe echarse en saco roto.

Los suyos son los versos de una mujer que escribió cuando nadie creía en su capacidad para las palabras, y que en la emergencia de atender un nicho que le proveía de la subsistencia (la literatura infantil), debió entregarse a programas televisivos con parafernalia infantil y demás actos encaminados a consolidarse como una escritora que dedicó su vida a los niños. Esto sucedió a regañadientes, dicho por ella misma en alguna página de la antología que se comenta.

Para suerte suya, una estancia para ejercer la docencia en los Estados Unidos le permitió ampliar su obra más personal y, de paso, reencontrarse con el amor con la norteamericana Phyllis Turnbull, fallecida antes que Gloria para su depresión más absoluta.

Antes hice referencia al feminismo de Fuertes por su tenacidad para enfrentarse al rechazo del momento. Los días que vivió, lo mismo en defensa de la literatura que de la feminidad a su modo, no fueron fáciles. El oficio de las letras aún era dominio de los hombres, salvo por las excepciones más célebres (Son Juana, Santa Teresa de Ávila, etc.). Además, la elección de amar a una mujer no se digería fácil en medio de un franquismo ultracatólico y cerrado al exterior. Aquella elección era una condena de muerte, pese a que muchos escritores y artistas ejercían una sexualidad lejos de las enseñanzas de la iglesia católica, que por entonces gobernaba de la mano del Dictador.

Hay rencor en sus poemas, lo mismo que esperanza por otro futuro posible a partir de cierta capacidad para sortear las dificultades con una sonrisa. Su obra y su modelo de vida se imponen como necesarios por su manera intransigente de enfrentarse a una realidad que se muestra como un muro. El rescate de su obra atiende no sólo a la necesidad de articular una defensa del feminismo en el tiempo —de este que importa porque se abre paso con obras, y no sólo a gritos—, sino también por la necesidad de reivindicar a la poesía como un bien colectivo y nunca propiedad de unos pocos.

Fuertes escribió contra el esnobismo, la modorra que generan los amaneramientos, las academias como factor de inmovilidad. Escribió contra todo lo que se mostró ante sus ojos, empezando por el espejo. La poesía de la calle y los cafés, de los hoteles y las oficias del desempleo, es tan necesaria y posible como aquella que festeja las glorias de Apolo y los festines de las sirenas ante la mirada de dioses de la antigüedad que nadie conoce. La poesía de Gloria Fuertes es un desempolve de una escritura que funda espacios en el mundo, todos necesarios, antes que sólo enunciarlos a través de la forma bizarra de un conteo de sílabas. Fuertes nunca escribió con la calculadora a la mano.

Entonces ahora más que nunca, en que los medios digitales se erigen como un canal indispensable para la circulación de la cultura, el rescate de una poesía terrenal, lejos de cualquier aspiración de trascendencia, se vuelve alimento para la clase de talentos que se agazapa por la inseguridad de mostrarse a los otros. Fuertes nunca tuvo miedo y después de su muerte la leemos, tan contemporánea y tan nuestra.

 

Gloria Fuertes. El libro de Gloria Fuertes. Antología de poemas y vida. Madrid: Blackie Books, 2017. 490 pp.