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ESTO NO ES FICCIÓN

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GUERRERO: GUERRA PERMANENTE EN EL PARAÍSO

”Hemos oído aquí que dicen que son huesos
de gente lo que está aventado el mar.
Eso dicen. Pero también el mar está aventando
zapatos de mujer y de niño, huaraches.
Eso hemos visto, pues”.
Carlos Montemayor, Guerra en el Paraíso

“Por esta brecha se llega al pueblo donde nació Lucio Cabañas”, me dijo el ingeniero Pino, representante de la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), con quien subí a El Paraíso, esa localidad del municipio de Atoyac de Álvarez, en Guerrero, que da vida, junto a otras regiones a Guerra en el Paraíso, una de las novelas más emblemáticas sobre el México contemporáneo, que cuenta la historia de Lucio Cabañas y la guerra sucia que el ejército mexicano emprendió contra los alzados de la década de los 70 en esta zona del Pacífico Sur.

Corría 2008 y yo estaba encargado de la Dirección de Difusión de la Secretaría de la Reforma Agraria federal. Era responsable de dar a conocer los proyectos productivos de jóvenes emprendedores en el sector rural, mujeres en el sector agrario y del Fondo para Apoyo a Proyectos Productivos Agrarios. Lo mismo viajaba a documentar la cría de camarón en Tamiahua, al norte de Veracruz; la cosecha de maíz en Salvatierra, Guanajuato; que proyectos de mofles para tractores en Nueva Italia, confección de vestidos en Cherán o siembra de guayabas en las cañadas de Tierra Caliente, todos en Michoacán, bajo los ojos vigilantes de La Familia Michoacana, hoy Caballeros Templarios.

Los ejidos son la parte más olvidada del campo mexicano. Se ubican en zonas a las que muchas veces no se puede llegar por carretera. No faltó la ocasión que tras videograbar cría de ganado en la punta norte del estado de Puebla, tuve que enviar a mi camarógrafo en balsa por el Río Pantepec al municipio vecino, Francisco Z. Mena, para que llegara antes que yo.

Fue en esos viajes que conocí varias zonas de Guerrero, entre ellas, Chilapa, en la entrada de La Montaña, donde tenía que filmar un proyecto de jitomate por goteo. Hoy, esa zona y otras, han intensificado sus siembras de amapola. En Tierra Colorada, ya del lado de Acapulco, conocí a mujeres entusiastas tratando de sacar adelante proyectos de siembra de maracuyá, una fruta brasileña. Del otro lado, en la Costa Grande, conocí parte de las sierras de Ayoyac, Tecpan, la de Coyuca, y San Luis La Loma, donde mujeres sobrevivían haciendo pan o bordando. Hoy ese pueblo, en disputa entre los Caballeros Templarios y las fuerzas de Rogaciano Alba –cacique de Petatlán-, está semidesierto. Sus pobladores se desplazaron para evitar ser uno de las decenas de secuestrados o decapitados que abundan por la carretera que va de Zihuatanejo a Lázaro Cárdenas, Michoacán, lleno de militares y narcos.

Mientras pienso en esta región no puedo dejar de recordar las líneas de Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor, donde se lee: “Es necesario reforzar la zona de Petatlán, de Zacatula y de la Unión. En poco tiempo esa zona será más peligrosa por su fácil acceso a Michoacán y por el crecimiento del narcotráfico”.

Viaje a El Paraíso
Fue en aquel 2008 cuando conocí El Paraíso, donde en los setenta un montón de guerrerenses conformaron el Partido de los Pobres, comandados por Lucio Cabañas, un profesor formado desde su infancia en la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, ubicada al otro lado de Guerrero, en el municipio de Tixtla, en la región de La Montaña baja, cerca de Chilapa.

Mi misión en El Paraíso consistía en documentar un proyecto productivo que estaba teniendo cierto éxito en la zona: la creación de fertilizante a partir de gusanos sembrados en enormes camas de estiércol y cuya defecación a su vez arroja perlas de nitrógeno altamente valoradas económicamente por su efectividad como abono orgánico.

Luego de muchas horas de grabación para documentar también otro proyecto de miel silvestre, un montón de hombres, duros, quemados por el sol, pusieron en el patio de una casa un cartón de cervezas para agradecer mi visita. La cerveza, para quien no viva en la sierra de Guerrero, representa una especie de suero que insufla vida. Eso sin contar un fabuloso caldo de gallina que sus mujeres me ofrecieron.

Sentado ahí, escuché decir al ingeniero Pino que los pobladores acostumbraban extender en esa zona de arboladas sierras y cañones, cientos de metros de alambre de púas de un cerro a otro para que helicópteros y aviones de reconocimiento del ejército se estrellaran así como hacen las moscas en una telaraña. Un par de años después, un amigo, piloto aviador, desertor del ejército, me dijo que aquello era cierto. “Por eso no hay tanto gobierno por acá, casi nadie sobrevuela o viene por carretera”, me dijo Pino, mientras esperaba que yo y mis colaboradores comenzáramos a emborracharnos. De pronto, caí en la cuenta que yo era ese gobierno y que esperaban a que bajara la sinuosa carretera hacia Atoyac para que formara parte, como los cientos de carros que pueden verse en el desfiladero, del panteón de los autos que se habían “accidentado”.

–Si desea retirarse, “licenciado” –me dijo Pino mientras los demás hombres se reían de mi incipiente borrachera –puede hacerlo cuando usted quiera…
–Pues de aquí no me voy si no es con usted, ingeniero –alcancé a reaccionar.
No se esperaban la respuesta.
–Ah qué licenciado, usted me salió más cabrón que bonito…

Quizá mis sospechas son infundadas pero horas más tarde, cuando logré llegar a la siguiente cita en San Luis La Loma para filmar unos proyectos de producción de pan, de costura y de cosecha de mangos, un grupo de 10 ó 15 pobladores ya me esperaban armados, listos para subir por mí hasta El Paraíso, pues pensaban que me habían retenido allá. Previamente, habían telefoneado a la Ciudad de México para decirle a la SRA que su “enviado” no bajaba de la sierra de Atoyac.

Siete años después, y en esta etapa de mi vida en la que la literatura ocupa todo mi tiempo, me vuelvo a encontrar con Guerrero en el camino. Esta vez, estudiantes de la maestría en Humanidades de la Universidad Autónoma de Guerrero me invitaron a dar un par de charlas en Chilpancingo y en Tixtla, donde se encuentra la Normal Rural de Ayotzinapa, esa misma de donde salieron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, así como un montón de profesores que se juegan hoy la vida a diario contra caciques y narcos para darles clases a niños y jóvenes de las regiones más pobres del estado. Y sí. Ahora que vuelvo a pisar el Pacífico Sur, veo que muchas cosas han cambiado, y en el fondo, siguen siendo las mismas.

Ayotzinapa, la guerra en el paraíso continúa
Para Adolfo Castañón, Guerra en el Paraíso, la obra cumbre de Carlos Montemayor, descompone la vulgata oficial y las verdades del periodismo que niegan realidad al otro, en el sentido foucaultiano, es decir, al guerrillero, al campesino. Para Castañón, la novela de Carlos Montemayor es “un enigmático espejo narrativo cuya pluralidad misma inhibe cualquier lectura edificante”.

Dicha apreciación es correcta. Cada una de sus páginas representa el pasado, el presente y desgraciadamente el futuro de un Guerrero que se sumerge en la marginación, en la lucha permanente contra la opresión, y el saqueo de sus más preciadas riquezas, naturales y humanas.

Por esa razón, visitar de nuevo Tixtla, me trajo asimismo el fantasma de un desencuentro personal. En aquel 2008, durante esos viajes a Chilapa, curiosamente a unos metros de la Normal Rural de Ayotzinapa, un tráiler invadió mi carril y tuve que volantear, cayendo a la cuneta y averiando la barra de acero que sostenía el chasis. Por supuesto, la Secretaría pretendió cobrarme el desperfecto. Siete años después, me encontraba en el mismo lugar para dar una conferencia sobre literatura y narcotráfico, en la Facultad de Antropología Social de Tixtla, contigua a la Normal de Ayotzinapa.

Hablar ahí de narcotráfico parecía una locura, pero los estudiantes fueron los primeros en pedirlo. Una semana antes, habían encontrado a unos metros de ahí a más de 10 cuerpos decapitados y calcinados, algo cada vez más cotidiano en Guerrero. Descubrir la necesidad de teorías que expliquen lo que les pasa es algo vital para los guerrerenses, así que no me sorprendió su calidez. Lo que no me esperaba era que entre los asistentes estuviera Ernesto, sobreviviente a los dos ataques a los 43 estudiantes de Ayotzinapa del 26 de septiembre de 2014. Ernesto esperaba a que yo terminara para comenzar a dar su testimonio de aquella noche funesta donde policías-sicarios del municipio vecino de Iguala dispararon contra ellos.

Hablar con él me impactó. No era la primera vez que yo escuchaba de viva voz pormenores del caso. En la Ciudad de México, ex alumnos míos de la Universidad del Claustro de Sor Juana habían logrado llevar a los padres de los normalistas a las instalaciones de esa institución, pero al no conseguir apoyo logístico, los reunieron en un café de la calle de Regina.

En ese café, Clemente Rodríguez, el padre de Christian Rodríguez Telumbre, uno de los desaparecidos, explicó que dejó de brindar educación a sus tres hijas para que su primogénito, de 19 años, pudiera entrar a la Normal Isidro Burgos: “No le podíamos dar una escuela mejor pero yo me sentí orgulloso porque en mi familia no había profesionistas”. Iba a ser la primera vez que en todas sus generaciones alguien iba a estudiar. Cuando el padre de Christian se enteró de la desaparición, se plantó frente al cuartel militar de Iguala. Ahí le respondieron que “afrontara las consecuencias” de lo que su hijo “andaba haciendo”.

Aquel soldado se refería al activismo social de los estudiantes de Ayotzinapa. No sabe que en todas las normales rurales del país no solo se imparte una formación académica sino se enseña a trabajar la tierra, a visitar las comunidades, a practicar el deporte y la cultura, e inmiscuirse en los problemas de sus alumnos, por qué un niño no aprende, por qué va desnutrido.

Todo eso debe resolverlo un maestro rural y eso deriva en un activismo. Sin embargo, mucha gente ha querido creer que los de Ayotzinapa fueron desaparecidos por otra cosa: por nexos o filtraciones de la delincuencia organizada. Los que opinan esto resultan “más papistas que el Papa”, pues el propio Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, señaló en conferencia de prensa del 27 de enero de 2015, que “en consecuencia, la Procuraduría no puede decir que ninguno de ellos (los normalistas) pertenecían a un grupo delictivo. Incluso… yo creo que la mayoría de ellos eran jóvenes más deseosos de ser maestros y estudiantes que de cualquier otra cosa…”

En su oportunidad, el también sobreviviente y vocero de los normalistas, Omar García, también ha aclarado esa teoría. “Es más fácil que nos infiltre el gobierno que el crimen organizado”, le dijo a RompevientoTV, agregando que los normalistas siempre tuvieron actividades de boteo y tanto Guerreros Unidos como Los Rojos –los dos derivados del Cártel de los Beltrán Leyva– los quitaban constantemente de carreteras tanto en Tixtla, Chilapa o en la Costa Grande, diciéndoles que si no se metían con ellos, los narcos no se meterían con los estudiantes. ¿Entonces por qué ese cambio súbito en la actitud de los cárteles guerrerenses hacia los alumnos de Ayotzinapa? Ellos mismos no se lo explican.

“A nosotros nos encañonan desde el principio, a las dos semanas de que llegamos a la escuela, y en parte es para medirnos”, explica Omar García.

¿Y entonces por qué, de la nada, les dispararon los policías coludidos con Guerreros Unidos? Esa misma pregunta le hago a Ernesto, quien sobrevivió metiéndose debajo del camión que los transportaba luego de intentar junto a otro de sus compañeros empujar la patrulla que les cerraba el paso, y me responde lo mismo: “Ni nosotros mismos sabemos…”

Ernesto me cuenta que cuando vio que una bala impactó en la cabeza de su compañero Aldo Gutiérrez, se refugió debajo del autobús. Cuando cesaron los disparos les reprochó a los policías que recogieran los casquillos. De él es la voz que se escucha en un video: “¿Por qué recoges los casquillos, cabrón…? ¡Por qué los recoges, hijo de tu puta madre! ¡Sabes lo que hiciste, maldito perro!”

Estas frases fueron suficientes para ser acusado de saber demasiado de cartuchos y armas. Y sí lo sabe, porque desde los 17 años, Ernesto fungió como policía comunitario en su natal Tixtla para proteger a su comunidad de los narcos, recibiendo capacitación de la policía establecida. A Ernesto también le escucho decir que para los de Ayotzinapa ni el comunismo ni el socialismo animan sus pasos. “Ésta es otra época”, me dice, “más compleja”.

Ernesto me da otro dato. Antes de la desaparición de sus 43 compañeros, la PGR tenía abierta una averiguación contra la Normal sobre narcotráfico. La fiscal que lleva el caso le dijo que ésta no había procedido a lo largo de cuatro años porque no habían podido recabar ni una sola prueba.

Mientras tanto, los padres de los normalistas están destrozados. El padre de Christian me cuenta: “He andado en los cerros y la gente está intimidada y no nos dan ni una sola pista porque saben que también los van a matar. Ni siquiera una denuncia anónima. A los normalistas los quieren tachar de narcotraficantes. Su único delito fue buscar conocer los libros, las letras”.

Y con ello, no puedo dejar de recordar un pasaje de Guerra en el Paraíso: “Ya ves lo que nos dijo Eulogio, que a los Tonantlin de Citlala, por haberse ido a quejar a Iguala, cuando regresaron el alcalde Pineda los fusiló en la plaza del pueblo, como escarmiento”.

Buscar la paz sin encontrarla
Pocas semanas después de aquella conferencia que di en Tixtla, la Secretaría de Cultura de Guerrrero me invitó a participar en las Caravanas Culturales por la Paz que buscaban llevar espectáculos musicales y artísticos, así como charlas de escritores en los municipios con mayor incidencia delictiva de Guerrero, desde los peligrosos Teleolapan y Chilapa, hasta los no menos violentos, Atoyac y Tecpan.

Acepté de inmediato. En la selección de destinos, me toca visitar la Costa Chica. En el viaje me acompaña el poeta oaxaqueño Ibán de León. Partimos de Acapulco hacia Marquelia muy temprano, como primer destino. Vamos en convoyes de seis o siete vans con una patrulla de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil de Guerrero, a la vanguardia, con torreta en todo lo alto. En la retaguardia, nos sigue una ambulancia muy bien equipada con paramédicos que no se nos despegan para nada.

En Marquelia se nos unen dos poetas defeños pero que viven en Guerrero: Raciel Quirino y Emiliano Aréstegui, quien reside en Cuajinicuilapa, donde se registró una balacera durante un desfile de un jardín de niños y cuyo video fue subido a redes sociales donde una niña le pregunta a quien graba: “¿Se murió mi mamá?”, mientras quien la cuida busca guarecerla de la lluvia de balas.

En Marquelia la tensión se siente en seguida. Poco antes de llegar, en un retén militar, el ejército nos baja en busca de armas y droga, a pesar de que viajamos en vehículos oficiales del gobierno del estado. En la entrada de Marquelia, los convoyes de la Marina recorren la calle principal. Veo a una oficial, armada con G-3, a bordo de pesados camiones castrenses. Los policías municipales no están menos armados. Son chaparritos y apenas aguantan el peso de las M-16 que les cuelgan del hombro.

La gente en Guerrero desconfía de todo lo que sea gobierno. Y eso nos pasa factura. Los que leemos apenas si tenemos público. Incluso es poca la gente que asiste al concierto de los soneros Mono Blanco. Desconfían. Y tienen razón. Traen el fantasma de la guerra sucia, de la eterna guerra entre el ejército y quienes se rebelan contra la injusticia y la pobreza. Se vive Ayotzinapa como si se viviera la lucha de Genaro Vázquez o la de Lucio Cabañas. Y es que cómo explicar este pasaje de Montemayor que supuestamente ocurrió en 1974 pero que suena plenamente a 2014: “Pero hay celdas en otra parte, abajo, cerca de unas máquinas o de unos hornos, algo así, porque hacen ruido todo el tiempo. Solo se escucha ahí ese ruido y se está con mucho calor, con una luz muy débil, como una especie de humo. Ahí van los que considera desaparecidos el ejército mismo. Siempre hay ruidos de máquinas y gritos de los presos que fueron arrojados ahí, torturados. Los soldados le llaman a esas celdas “el infierno”. Ahí estaba yo”.

Y ahí, aún con un clima tenso, los visitantes pedimos conocer la hermosa playa de Marquelia, tan hermosa como la misma bahía de Acapulco o Zihuatanejo, un paraíso que el país y el gobierno estatal han decidido ignorar.

Al otro día, muy temprano nos dirigimos a Ometepec, ya más cerca de la frontera con Oaxaca. Ahí también se siente tensión, pero el municipio se las arregla para llevar a estudiantes de secundaria a escuchar algo de literatura. Al grupo se suma Iris García Cuevas.

Leemos y algunos jóvenes sonríen, otros bostezan, quizá a uno que otro le interesa lo que decimos. Afuera, soldados custodian la entrada del palacio municipal de Ometepec, con los dedos listos, puestos en el gatillo.

Como en Marquelia, en Ometepec buscamos un lugar donde tomar una cerveza. Es un simple cuarto con tres mesas y una rocola. Juega América contra Chivas y después de un rato, entran varios hombres al lugar. Dos de ellos se acercan. Nos chocan los puños como si fuéramos grandes amigos. Dicen que se ponen a mis órdenes.

–Soy el abogado del ISSSTE de aquí –me dice uno de ellos, con más facha de maleante que de burócrata. Su compañero se pone agresivo. Me pregunta qué hacemos en Ometepec, que cuánto tiempo pensamos quedarnos. Dice una cosa más que no alcanzo a oír. El supuesto abogado le tapa la boca.
–Ya déjalos. ¿Que no ves que son gente de bien? Ya vámonos…

Apenas se retiran, el lugar se vacía. Yo aprovecho para aprender a bailar cumbia de la Costa Chica con la dueña del lugar, una señora de unos 60 años, que parece festejar que aquellos hombres se hayan ido.
De Ometepec cruzamos la frontera de Guerrero para presentarnos en Pinotepa Nacional, en Oaxaca, pero algún conflicto burocrático nos empuja hasta Santa María Huazolotitlán, a unos 20 kilómetros de Pinotepa. Ahí, el contraste con Guerrero es abismal, comenzando por los policías municipales que lucen relajados con sus simples carabinas y revólveres calibre .38. Los estudiantes de secundaria sonríen, participan, disfrutan de las actividades, de los bailes regionales, de los espectáculos infantiles que les lleva la caravana.

El pueblo es el lugar de nacimiento de Misael Habana, director de Comunicación Social del gobierno guerrerense, quien nos explica que Huazolotitlán luce bien porque la mayoría de sus habitantes emigraron a Estados Unidos hace mucho y esa inyección económica los ha blindado. Y en efecto, las casas del pueblo tienen lo mismo arquitectura californiana y texana que chimeneas y albercas. El experimento de la caravana funciona: los estudiantes nos ponen atención, preguntan en qué consiste la poesía y teorizan los posibles finales del cuento que les he leído. Acercan libros, libretas y hasta mochilas para que se los firmemos. Una niña asegura que quiere ser escritora.

Quizá tenemos suerte. Quizá la paz solo reine en este pueblo, pues Oaxaca también ha recibido el embate de los Díaz Parada o de Los Zetas. Tenemos suerte. Y por eso nos damos la oportunidad de recorrer el pueblo completo. Ponemos sillas afuera del único depósito de cerveza del lugar, La Cervecería Tío Cun. El pueblo es una fiesta porque ha ido a tocar La Luz Roja de San Marcos, el grupo de cumbia más famoso de Guerrero.
Parece una contradicción, la fiesta guerrerense solo puede festejarse fuera de Guerrero. Y tiene lógica. Guerrero es un paraíso secuestrado por demonios, militares, políticos, narcos, que se afanan en perpetuar una guerra que debió haber terminado hace mucho, cuando Genaro o Lucio dieron la vida por mostrarle al mundo la marginación, la pobreza y represión que viven muchos hombres y mujeres en esa región. La guerrilla debió terminar al alertar sobre estos rezagos ancestrales. Pero no sucedió, Metlatónoc y Cochoapa el Grande, siguen siendo dos de los municipios con mayor pobreza del país.

El odio, el desprecio, los intereses particulares y la guerra, han perpetuado una de las mayores contradicciones que vive el suelo mexicano: convertir un paraíso como es Guerrero en un permanente campo de guerra. Y al parecer, no hay quien pare esa inercia.

LOS VALIENTES SASTRES DE LA MAFIA/2

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SEGUNDA PARTE
***

Varios minutos más tarde Cristiani se puso de pie chasqueando los dedos. Medía apenas un metro sesenta y siete, pero su porte erguido, su fina elegancia y su penacho añadían fuerza a su presencia. Había además un destello de luz en sus ojos.

—Creo que se me ha ocurrido algo —anunció lentamente, haciendo una pausa para dejar que el suspen-so creciera hasta captar la atención de todos—. Lo que puedo hacer es un corte en la rodilla derecha que coincida exactamente con el de la rodilla izquierda dañada y…
—¿Te has vuelto loco? —interrumpió el sastre mayor.
—¡Déjame terminar, imbécil! —gritó Cristiani, azotando su puño contra la mesa.

Luego continuó:

—Después puedo coser ambas rodillas con bordados decorados que coincidan exactamente, para luego explicarle al señor Castiglia que será el primer hombre en esta parte de Italia en vestir pantalones diseñados a la última moda, con las rodillas bordadas.

Los demás escuchaban asombrados.

—Pero, maestro —le dijo uno de los sastres más jóvenes en tono cauto y respetuoso—, ¿no se dará cuenta el señor Castiglia, cuando usted le presente esta nueva moda, de que nosotros mismos no estamos vistiendo pantalones que sigan esta usanza?

Cristiani levantó las cejas levemente.

—Buen punto —admitió, y una ola de pesimismo retornó a la habitación.

Pero segundos después sus ojos destellaron de nuevo, y exclamó:

—¡Pero sí estaremos siguiendo esta moda! Haremos cortes en nuestras rodillas y los coseremos con bordados similares a los del señor Castiglia.

Y antes de que los hombres pudieran protestar, añadió:

—Pero no cortaremos nuestros propios pantalones. ¡Cortaremos los pantalones que guardamos en el armario de las viudas!

Inmediatamente todos voltearon hacia el armario cerrado en la parte trasera del taller dentro del que colgaban docenas de trajes usados anteriormente por hombres ya muertos. Esos trajes que las acongojadas viudas habían entregado a Cristiani para que no les recordaran a sus difuntos esposos, con la esperanza de que fueran donados a desconocidos que anduviesen de paso y se llevaran los trajes a pueblos lejanos. Cristiani abrió la puerta del armario, tomó varios pantalones de los ganchos y los arrojó hacia sus sastres, urgiéndolos a probárselos. Él mismo se hallaba ya de pie, con su ropa interior de algodón blanco y ligas negras, buscando un pantalón que pudiera acomodarse a su menuda estatura. Cuando lo consiguió, se deslizó adentro, trepó a la mesa y se paró como un orgulloso modelo frente a sus hombres.

—Vean —dijo señalando el largo y el ancho—: un entalle perfecto.

Los otros sastres también empezaron a hacer lo mismo. Pero ya para entonces Cristiani estaba parado en el piso, con el pantalón afuera, cortando la rodilla derecha del pantalón del mafioso para reproducir el daño hecho a la izquierda. Luego aplicó incisiones similares a las rodillas del pantalón que él había elegido para sí.

—Ahora presten mucha atención —llamó a sus hombres.

Con un movimiento de la aguja enhebrada con un hilo de seda aplicó la primera puntada al pantalón del difunto, atravesando el borde inferior de la rodilla con una pasada que hábilmente unió al borde superior. Era un movimiento circular que él repitió varias veces hasta que logró unir firmemente el centro de la rodilla con un diseño bordado, pequeño y curvado, como una corona de la mitad del tamaño de una moneda de diez centavos. Luego procedió a coser el lado derecho de la corona: una costura de menos de un centímetro, ligeramente decreciente e inclinada hacia arriba sobre el final. Tras reproducirla en el lado izquierdo del zurcido, erigió la minúscula imagen de un ave con las alas extendidas, volando directamente hacia quien la viera. Era un ave semejante a un halcón peregrino. Cristiani había creado así un modelo de pantalón con un diseño alado en las rodillas.

—Bueno, ¿qué piensan? —preguntó a sus hombres, dando a entender que no le interesaba realmente lo que estuvieran pensando.

Mientras ellos se encogían de hombros y murmuraban algo por lo bajo, él continuó perentoriamente:

—De acuerdo, rápido. Corten las rodillas de los pantalones que están vistiendo y cósanlas con el diseño bordado que acaban de ver.

Sin esperar oposición —y sin recibirla— Cristiani se inclinó para concentrarse en su propia tarea: terminar la segunda rodilla del pantalón que él mismo habría de vestir y empezar luego con el pantalón del señor Castiglia. En este caso, Cristiani planeaba no sólo bordar un diseño de alas con un hilo de seda que coincidiese exactamente con el color usado en los ojales del saco, sino insertar un trozo de seda en el interior de la parte frontal del pantalón. Quería extenderse desde los muslos hasta las pantorrillas, para proteger así las rodillas del señor Castiglia del roce y disminuir la fricción contra los zurcidos mientras Castiglia desfilara en la passeggiata.

Las dos horas siguientes todos trabajaron en enfebrecido silencio. Mientras Cristiani y sus sastres aplicaban el diseño alado a las rodillas de todos los pantalones, los aprendices ayudaban con las alteraciones menores: cosían botones, planchaban puños y se entregaban a otros menudos detalles que al final dejaran los pantalones de los difuntos tan presentables como fuera posible. Cristiani, por supuesto, no permitía que nadie además de él manipulara la vestimenta del mafioso. Cuando doblaron las campanas de la iglesia marcando el final de la siesta, Francesco Cristiani escudriñaba con admiración la costura que había hecho y agradecía en silencio a su tocayo en el cielo, san Francisco de Paula, por su inspirada guía con la aguja.

Ya se sentían los ruidos de actividad en la plaza. Los campaneos de los carros jalados por caballos, los gritos de los vendedores de comida, las voces de los compradores que iban pasando por el camino empedrado frente al pórtico de Cristiani. Las cortinas de la tienda del sastre acababan de abrirse, y mi padre junto con otro aprendiz fueron destacados en la puerta con instrucciones de avisar tan pronto tuvieran a la vista el carruaje del señor Castiglia.

Adentro, los sastres estaban en fila detrás de Cristiani. Se sentían hambrientos, fatigados y nada cómodos dentro de sus pantalones de muertos con rodillas aladas. Pero la ansiedad y el temor que inspiraba la reacción de Castiglia a su nuevo traje de Pascua dominaban sus emociones. Y sin embargo Francesco Cristiani parecía inusualmente calmado. Además de su pantalón marrón recientemente adquirido, cuyas piernas tocaban sus zapatos abotonados con bordes de tela, el sastre vestía un plisado chaleco gris sobre una camisa a rayas de cuello blanco, adornado por una bufanda borgoña con broche de perla. En su mano, sobre un gancho de madera, sostenía el traje de tres piezas del señor Castiglia que momentos antes había cepillado suavemente y planchado por última vez. El traje aún estaba tibio.

***

Veinte minutos después de las cuatro de la tarde, mi padre entró corriendo y, con un chillido que no podía ocultar su pánico, anunció: “¡Sta arrivando!”. Un carruaje negro tirado por dos caballos se detuvo repiqueteando frente a la tienda. El cochero, armado con un rifle, descendió de un salto para abrir la puerta. De allí apareció la oscura silueta de Vincenzo Castiglia, quien rápidamente dio los dos pasos que lo separaban de la acera. Lo seguía un hombre, su guardaespaldas, con un sombrero negro de ala ancha, una capa larga y botas abrochadas. El señor Castiglia se quitó su fedora gris y con un pañuelo limpió el polvo del camino de su frente. Estaba entrando en la tienda cuando Cristiani salió a toda prisa para saludarlo.

—¡Su maravilloso traje de Pascua lo espera! —proclamó Cristiani sosteniendo el gancho en lo alto.

Castiglia examinó el traje sin pronunciar comentario alguno. Luego, después de rechazar cortésmente el ofrecimiento de whisky y vino de parte de Cristiani, indicó a su guardaespaldas que lo ayudara a quitarse el saco para probarse su indumentaria de Pascua. Cristiani y los demás sastres aguardaban muy quietos, observando cómo la pistola en la sobaquera de Castiglia se balanceaba al extender sus brazos y recibir el chaleco plisado gris, seguido del saco de hombros anchos. Conteniendo el aliento en el momento de abotonar el chaleco y el saco, Castiglia giró hasta ubicarse al frente del espejo de tres cuerpos que había al lado del probador. Admiró su reflejo desde cada ángulo y volteó hacia su guardaespaldas, quien asintió con un gesto. Por fin el señor Castiglia comentó con voz de mando:

—¡Perfetto!
—Mille grazie —respondió Cristiani inclinándose ligeramente mientras retiraba el pantalón del gancho y se lo entregaba.

Castiglia pidió permiso para ingresar en el probador y cerró la puerta. Algunos sastres empezaron a dar vueltas por el cuarto, pero Cristiani se mantuvo firme, silbando suavemente para sí. El guardaespaldas, todavía con su capa y su sombrero puestos, se había sentado cómodamente en una silla con las piernas cruzadas. Fumaba un cigarrillo. Los aprendices se reunieron en la trastienda, a excepción de mi nervioso padre, quien permaneció en el salón, ordenando y reordenando pilas de materiales en un mostrador mientras mantenía un ojo pegado al probador.

Nadie dijo ni una palabra durante más de un minuto. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los que hacía el señor Castiglia al cambiarse de pantalón. Primero se oyó el golpe seco de sus zapatos cayendo al piso, y luego la leve fricción de la fina tela elegida para su traje. Segundos después un fuerte estruendo hizo estremecer la división de madera: presumiblemente Castiglia había perdido el equilibrio cuando se paraba en una sola pierna. Tras un suspiro, una tos y el rechinar de sus zapatos de cuero, volvió el silencio. Pero entonces, de repente, una grave voz detrás de la puerta bramó:

—¡Maestro!

Y luego más fuerte:

—¡¡¡Maestro!!!

La puerta se abrió de golpe, revelando el airado rostro y la encorvada figura del señor Castiglia. Con sus dedos señalaba sus rodillas dobladas y el diseño de alas en el pantalón. Luego, balanceándose hacia Cristiani, volvió a gritar:

—Maestro, ¿che avete fatto qui?

El guardaespaldas se levantó de un salto, con la mirada puesta en Cristiani. Mi padre cerró los ojos. Los otros sastres dieron un paso atrás. Pero Francesco Cristiani siguió de pie, impasible a pesar de que el guardaespaldas se había llevado la mano dentro de la capa.

—¿Qué ha hecho? —repitió Castiglia aún con las rodillas arqueadas, como si sufriera de parálisis.

Cristiani lo observó un par de segundos y finalmente, con el tono autoritario de un maestro enseñándole a un alumno, le respondió:

—¡Oh, qué decepcionado estoy! Qué triste e insultado me siento de que usted no sepa apreciar el honor que estaba tratando de brindarle porque pensé que lo merecía. Pero lamentablemente estaba equivocado.

Y antes de que el confundido Vincenzo Castiglia abriera la boca, continuó:

—Usted me exige saber lo que hice con su pantalón sin darse cuenta de que yo he querido presentarle el Nuevo Mundo, que es adonde pensé que usted pertenecía. Cuando entró en la tienda para su primera prueba el mes pasado, usted parecía muy diferente de la gente retrógrada de esta región. Tan sofisticado. Tan individualista. Usted había viajado a América, me dijo, había visto el Nuevo Mundo, y yo asumí que estaba en contacto con el espíritu contemporáneo de la libertad. Pero me equivoqué. Nuevas ropas, en realidad, no rehacen al hombre en su interior.

Dejándose llevar por su propia grandilocuencia, Cris-tiani volteó hacia su sastre mayor, que se hallaba más cerca de él. Impulsivamente repitió un viejo proverbio del sur de Italia que lamentó haber dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.

—Lavar la testa al’asino è acqua persa (Lavar la cabeza a un asno es un desperdicio de agua) —entonó Cristiani.

El pasmo se esparció por toda la tienda. Mi padre se escabulló detrás del mostrador. Los sastres de Cristiani, horrorizados ante tal provocación, temblaron al ver que su rostro enrojecía y sus ojos se entrecerraban. Nadie se habría sorprendido si el siguiente sonido hubiera sido el disparo de una pistola. En efecto, hasta el mismo Cristiani bajó la cabeza y pareció resignado a su suerte. Pero extrañamente, habiendo ido demasiado lejos como para regresar, Cristiani repitió sus palabras sin considerar las consecuencias:

—Lavar la testa al’asino è acqua persa.

El señor Castiglia no respondió. Resopló, se mordió los labios, pero no dijo ni una palabra. Quizá nunca antes había sentido semejante insolencia de nadie, y menos aún de un pequeño sastre. Castiglia estaba demasiado sorprendido como para actuar. Incluso su guardaespaldas parecía paralizado, con una mano todavía oculta bajo su capa. Tras unos pocos segundos de silencio, los ojos de la cabizbaja tez de Cristiani se levantaron tímidamente, y vio al señor Castiglia de pie con los hombros caídos, la cabeza ligeramente inclinada y la mirada perdida y llena de remordimientos. Castiglia miró a Cristiani y pestañeó. Finalmente dijo:

—Mi difunta madre usaba esa expresión cuando yo la hacía enojar —les confió a todos.

Tras una pausa, añadió:

—Ella murió cuando yo era muy joven.
—¡Oh, cuánto lo siento! —dijo Cristiani al notar que la tensión se disipaba en el ambiente—. Espero, sin embargo, que acepte mi palabra de que nosotros sí tratamos de hacerle un bello traje para la Pascua. Sólo estaba muy decepcionado de que no le gustase su pantalón diseñado a la última moda.

Mirando otra vez sus rodillas, Castiglia preguntó:

—¿Esto es la última moda?
—Sí, así es —reafirmó Cristiani.
—¿Dónde?
—En las grandes capitales del mundo.
—¿Pero no aquí?
—No aún —dijo Cristiani—. Usted es el primero entre los hombres de esta región.
—¿Pero por qué tengo que empezar yo la última moda en la región? —preguntó Castiglia con una voz que ahora sonaba inse gura.
—Oh, no. Realmente no ha empezado con usted —lo corrigió Cristiani—. Los sastres ya hemos adoptado esta moda.

Y levantando una de sus rodillas, dijo:

—Véalo usted mismo.

El señor Castiglia bajó la mirada para examinar las rodillas de Cristiani y luego giró para inspeccionar la habitación entera. Al chocarse con la mirada de los demás sastres, éstos fueron levantando sus rodillas y asintiendo uno tras otro, señalando el ya familiar diseño alado del ave infinitesimal.

—Ya veo —dijo Castiglia—. Y veo también que le debo una disculpa, maestro. A veces le toma tiempo a uno darse cuenta de lo que está a la moda.

Estrechó la mano de Cristiani y le pagó. Pero como al parecer no quería quedarse un minuto más en ese lugar donde su ignorancia había sido expuesta, el señor Castiglia llamó a su obediente y mudo guardaespaldas y le lanzó su traje viejo. Vistiendo el nuevo, con el diseño alado en ambas rodillas, e inclinando el sombrero en señal de despedida, el señor Castiglia se dirigió a su carruaje. Mi padre ya le había abierto la puerta de la tienda de par en par.

GLORIA

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Una mítica figura de la música popular mexicana se esconde de la justicia durante una temporada mas no logra eludir la ley; al poco tiempo cae presa y luego de un turbio proceso donde el sexo y la corrupción son moneda de cambio, el personaje libra las rejas para resurgir como el Ave Fénix y conquistar al público. Años después, su trágica historia es trasladada a la pantalla grande por gente profesional y de amplia experiencia en la industria. El resultado sorprende hasta a los más exquisitos, pues la mayoría de snobs supuso que se trataba de un cine de cuarta, populachero y comercial. Por supuesto, la estrella musical a la que nos referimos es Alberto Aguilera, mejor conocido como Juan Gabriel, y la película en cuestión se titula Es mi vida, secuela del Noa Noa, biopics que narran cronológicamente la etapa inicial en la carrera del Divo de Juárez, ambos filmes dirigidos por Gonzalo Martínez, cineasta de culto egresado del prestigioso VGIK, el Instituto de Cinematografía de Moscú, de donde importó el realismo de la escuela rusa para implementarlo en sus obras (lamentablemente el estilo no fue lo único que Martínez adoptó de los soviéticos sino también la afición a beber como cosaco, pues terminó su vida conduciendo ebrio y en sentido contrario por la carretera al Ajusco). Si Eisenstein se atrevió a retratar a los indios oaxaqueños como monjes siberianos, nosotros en venganza hicimos que Juanga pareciera un mariachi moscovita.

Dos décadas después la historia se repite, con sutiles diferencias. El cantautor es ahora una mujer, mas sigue siendo víctima de atropellos por culpa de sus preferencias sexuales; y en este caso Gloria Trevi no se interpreta a sí misma, sino que por el contrario, está amargamente arrepentida de haber cedido los derechos de sus canciones a los productores, ya que le molestó el tratamiento del guión a pesar de salir muy bien librada. Tal vez el día que la aludida entienda los mecanismos de la ficción agradecerá la extraordinaria personificación de Sofía Espinosa, a diferencia de Sergio Andrade, quien seguramente no quedará nada contento con la magnífica actuación de Marco Pérez.

Por supuesto, Gloria es una película cuya anécdota central no depara ninguna sorpresa pues los eventos que le ocurren a los personajes fueron repetidos hasta el cansancio en los medios de comunicación y en cualquier sobremesa de México durante mucho tiempo (al fin es posible escribir una reseña sin tener que mencionar ni media línea sobre de qué va la reseñada). De tal modo, la dificultad de mantener la tensión sin vueltas de tuerca ni giros de trama resulta encomiable. Sabina Berman merece sin duda los elogios que ha recibido por el guión de Gloria, no tanto por su audacia ni por la fuerza de sus diálogos, sino por saberse apegar a las reglas dramáticas elementales, algo que muy pocos guionistas en este país saben hacer.

El éxito artístico de la película, sin embargo, tiene sus bemoles. O más bien, la ausencia de ellos. La fortaleza de la historia y la contundencia del argumento le hicieron olvidar al director suizo que se trataba de la biografía de una cantante muy popular. Durante largos tramos de la película las melodías de la Trevi dejan de oírse, concentrados en las vicisitudes y peripecias del clan. Con un repertorio tan vasto, no se comprende la escasez de números y menos aún la falta de un productor musical importante, un especialista que hiciera sonar las canciones de la regiomontana a nivel de estudio. Se entiende que un director de cine extranjero tuviera una mejor perspectiva de los hechos sin pasiones nacionalistas, pero los productores olvidaron que el principal requisito de un director de cine musical es tener oído, muy deficiente en el caso de Christian Keller, a quien no le hubiera venido mal estudiar el trabajo de Clint Eastwood en Jersey Boys, Luis Valdés en La Bamba, o de plano el interminable catálogo del cine nacional que incluye todos los estilos (rancheras, danzones, rock & roll) con resultados dispares en cuanto a calidad pero casi siempre efectivos en términos de taquilla. La música siempre vende.

Hay que agradecer a la compañía Río Negro que haya resucitado el género. El resultado es alentador y a pesar de la pésima distribución y la mala leche de los piratas que violaron el acuerdo de no meterse con el cine mexicano, la taquilla no ha sido desastrosa. Tal vez con un poco de suerte pronto veamos en pantalla a un cantante grupero drogadicto que pierde la vista, un rockero iconoclasta que muere aplastado en el terremoto del 85 o la historia de un Don Juan yucateco que supera su estatura para conquistar a las mujeres de medio México.

LOS VALIENTES SASTRES DE LA MAFIA

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PRIMERA PARTE

Existe un leve desorden mental, endémico en el negocio de la sastrería, que comenzó a tender sus hilos en la psique de mi padre durante sus días de aprendiz en Italia. Por entonces él trabajaba en el taller de un artesano llamado Francesco Cristiani, cuyos antepasados varones habían sido sastres durante cuatro generaciones sucesivas y, sin excepción, habían exhibido síntomas de esta enfermedad ocupacional. Aunque nunca ha atraído la curiosidad científica —y por lo tanto no puede clasificarse con un nombre oficial—, mi padre describió una vez esta enfermedad como una suerte de prolongada melancolía que a veces estalla en arrebatos de mal humor.

Es el resultado, sugería mi padre, de excesivas horas de una lenta, laboriosa y microscópica labor que puntada a puntada —centímetro a centímetro— va abstrayendo al sastre en la luz que se refleja sobre la aguja que destella dentro y fuera de la tela. El ojo de un sastre debe seguir la costura con precisión, pero su pensamiento está libre para desviarse en diferentes direcciones: examinar su vida, reflexionar sobre su pasado, lamentar sus oportunidades perdidas, crear dramas, imaginar banalidades, cavilar, exagerar. En términos simples, el hombre, al coser, tiene demasiado tiempo para pensar.

Mi padre servía como aprendiz todos los días, antes y después de sus clases en el pueblo de Maida, en el sur italiano. Él sabía que algunos sastres podían quedarse sentados durante horas, acunando una prenda entre sus cabezas gachas y sus rodillas cruzadas, cosiendo sin esforzarse ni moverse excesivamente, sin un soplo de oxígeno fresco con qué aclarar sus mentes. Y luego, con inexplicable inmediatez, podían ponerse en pie de un salto y estallar en furia ante cualquier comentario casual de un colega, así fuese sólo una frase trivial sin intención de ofender a nadie. Cuando esto ocurría, mi padre solía refugiarse en una esquina mientras los carretes y los dedales de acero volaban por la habitación. En el caso de que el airado sastre fuera acicateado por sus insensibles colegas, hasta podía buscar el instrumento más terrorífico dentro del taller: las tijeras, largas como un par de espadas.

También había ocasionales disputas entre los clientes y el propietario, el ufano y diminuto Cristiani, quien se enorgullecía enormemente de su ocupación y creía de sí mismo y de los sastres bajo su supervisión que eran incapaces de cometer un error. Y si así fuese, él no estaba dispuesto a aceptarlo. Una vez un cliente entró a probarse un traje nuevo, pero no pudo ponerse el saco porque las mangas eran muy angostas. Francesco Cristiani no sólo descartó disculparse con él. Peor aún, se comportó como insultado por la ignorancia del cliente sobre el exclusivo estilo de la casa Cristiani en moda masculina.

—¡No se supone que deba pasar sus brazos por las mangas del saco! —le dijo en tono autoritario—. Este saco está diseñado para ser usado sobre los hombros.

En otra ocasión Cristiani se detuvo en la plaza de Maida después del almuerzo, dispuesto a escuchar una banda durante su concierto de mediodía. De pronto se percató de que el nuevo uniforme entregado por él al tercer trompetero mostraba un pliegue detrás del cuello cada vez que el músico se llevaba el instrumento a los labios. Preocupado porque alguien pudiera darse cuenta y fuese a criticar su calidad como sastre, Cristiani ordenó a mi padre —por entonces un flacucho muchachito de ocho años— deslizarse detrás del estrado y, con furtiva fineza, jalar el borde inferior de la chaqueta cada vez que el bulto apareciera. Una vez terminado el concierto, Cristiani ideó un medio sutil por el que al fin pudo recuperar y reparar la chaqueta.

***
Por aquel entonces, primavera de 1911, ocurrió una catástrofe en la tienda para la que parecía no haber solución. El problema era tan serio que la primera idea que se cruzó por la cabeza de Cristiani fue dejar el pueblo por un tiempo en vez de quedarse en Maida y enfrentar las consecuencias. El incidente que provocó tal pánico había sucedido en el taller de Cristiani el sábado anterior a la Pascua, y se resumía en el daño accidental pero irreparable causado por un aprendiz a un traje nuevo confeccionado para uno de los más exigentes clientes de Cristiani. Era alguien que estaba entre los más renombrados uomini rispettati de la región. Hombres popularmente conocidos como la Mafia.

Antes de percatarse del accidente, Cristiani disfrutaba de una próspera mañana en su tienda recibiendo el pago de varios clientes satisfechos que habían ido llegando para la prueba final de sus trajes. Eran los trajes que vestirían al día siguiente en la passeggiata de la Pascua: el evento de exhibición más esperado del año por los hombres del sur de Italia. Mientras las modestas mujeres del pueblo pasarían el día después de misa colgadas de sus balcones —a excepción de las más atrevidas mujeres de inmigrantes norteamericanos—, los hombres pasearían por la plaza, conversando tomados del brazo, fumando y examinando meticulosamente el corte de los demás trajes. A pesar de la pobreza del sur de Italia, o quizás a causa de ella, había un excesivo énfasis en la apariencia —parte del síndrome fare bella figura de la región—, y muchos de los hombres que se congregaban en la plaza de Maida, como en docenas de lugares similares por todo el sur de Italia, eran insólitamente versados en el arte de la sastrería fina.

Todos podían evaluar la hechura de un traje ajeno en segundos, apreciar cada diestra puntada o elogiar el dominio de la tarea más difícil para un sastre: el hombro, del que más de veinte partes del traje debían colgar en armonía y permitir fluidez de movimiento. Casi todo hombre de respeto, al entrar en un taller para elegir la tela de su nuevo traje, sabía de antemano las doce medidas principales de su cuerpo, empezando con la distancia entre el cuello y la cintura de la chaqueta, y terminando con el ancho exacto de las perneras, por encima de los zapatos. Entre estos hombres había muchos clientes que habían tratado con la empresa familiar de los Cristiani durante toda la vida, como antes lo habían hecho sus padres y abuelos. En efecto, los Cristiani habían estado haciendo ropa para hombres desde 1806, cuando la región estaba bajo el control de Napoleón Bonaparte. El día en que el cuñado de Napoleón, Joaquín Murat, instalado en el trono de Nápoles, fue asesinado en 1815 por un escuadrón de tiradores españoles borbones en la villa de Pizzo —unas millas al sur de Maida—, el guardarropa que Murat dejó tras de sí incluía un traje hecho por el abuelo de Francesco Cristiani.

Pero ese Sábado Santo de 1911, Francesco Cristiani afrontaba una situación en la que de nada valía esa larga tradición familiar en el negocio. En sus manos sostenía un pantalón nuevo, con un corte de dos centímetros y medio en la rodilla izquierda. Era un corte hecho por un aprendiz que había estado manipulando descuidadamente unas tijeras sobre la mesa en la que habían colocado el pantalón para la inspección final de Cristiani. Aunque a los aprendices se les recordaba repetidamente que no debían manipular las pesadas tijeras —su principal misión era pegar botones y coser bastas—, algunos jóvenes violaban inconscientemente la regla en su afán por adquirir experiencia como sastres. Pero lo que magnificaba el delito del joven en esta ocasión era que el pantalón dañado había sido hecho para alguien a quien todos llamaban el mafioso, cuyo nombre era Vincenzo Castiglia.

Castiglia era un cliente primerizo proveniente de la cercana Cosenza. Y era tan desfachatado sobre su profesión criminal que mientras le tomaban las medidas para el traje, un mes atrás, le había pedido a Cristiani un espacio amplio dentro del saco para llevar la pistola en su sobaquera. Aquella vez el señor Castiglia había hecho también otros requerimientos que ante los ojos del sastre lo elevaron a la categoría de un hombre con un alto sentido de la moda: alguien que sabía exactamente lo que podría favorecer su corpulenta figura. Castiglia había pedido que las hombreras del traje fueran extra anchas para dar a sus caderas una apariencia más estrecha. Además había procurado distraer la atención de su protuberante barriga ordenando un chaleco plisado con anchas solapas en punta, y un agujero en el centro para que él pudiera pasar una cadena de oro unida a su reloj de bolsillo adornado con diamantes.

El señor Castiglia también especificó que las bastas de su pantalón fueran volteadas hacia arriba, de acuerdo con la última moda del continente. Y al asomarse al taller de Cristiani, había expresado su satisfacción al observar que todos los sastres estaban cosiendo a mano y no empleando la ya por entonces difundida máquina de coser que, a pesar de su velocidad, carecía de la capacidad para moldear las costuras y los ángulos de la tela. Según Castiglia, esto sólo era posible en las manos de un sastre talentoso. Inclinándose con respeto, Cristiani le aseguró que su casa de moda jamás sucumbiría a la desgraciada invención mecánica, aunque las máquinas de coser ya fueran ampliamente usadas en Europa y América. A la mención de América, Castiglia sonrió y dijo que había visitado una vez el Nuevo Mundo y que tenía varios parientes establecidos allí (entre ellos estaba un primo, Francesco Castiglia, que años después, al empezar la era de la prohibición, lograría gran notoriedad y riqueza bajo el nombre de Frank Costello).

En las semanas siguientes, Cristiani dedicó casi toda su atención a satisfacer las especificaciones del mafioso, y dijo que se sentía muy orgulloso de los resultados. Hasta el Sábado de Gloria, cuando descubrió el corte de dos centímetros y medio que atravesaba la rodilla izquierda del nuevo pantalón del señor Castiglia. Vociferando angustiosa y furiosamente, Cristiani muy pronto obtuvo la confesión del aprendiz, que admitió haber estado cortando retazos de tela en el borde del molde donde se encontraba el pantalón de Castiglia. Cristiani se detuvo en silencio, aturdido durante varios minutos, rodeado por sus igualmente preocupados y mudos asociados. Él podía, por supuesto, huir y esconderse en las colinas. Tal vez ésa fuese su primera reacción. Pero también podía devolverle el dinero al mafioso, explicarle lo sucedido y ofrecerle al culpable aprendiz en sacrificio para que sus hombres diesen cuenta de él.

En este caso, sin embargo, existían circunstancias especialmente disuasivas. El culpable aprendiz era el sobrino de María Talese, la esposa de Francesco Cristiani. Ella era la única hermana del mejor amigo de Cristiani, Gaetano Talese, quien por entonces trabajaba en América. Y el hijo de Gaetano, ese aprendiz de ocho años llamado José Talese —quien habría de convertirse en mi padre—, estaba llorando convulsivamente. Mientras Cristiani trataba de consolar a su arrepentido sobrino, su mente seguía buscando una solución. No había manera.

En las cuatro horas que quedaban antes de la visita de Castiglia era imposible hacer un segundo pantalón aunque tuvieran todo el material del mundo para hacerlo. Tampoco había modo de disimular el corte en la tela, aun con una maravillosa labor de zurcido. Sus compañeros insistían en que lo más sabio era cerrar la tienda y dejar una nota para el señor Castiglia alegando enfermedad o alguna otra excusa que demorase la confrontación. Cristiani les recordó que nada ni nadie podría absolverlo si dejaba de entregar el traje del mafioso a tiempo para la Pascua. Estaban obligados a encontrar una solución al instante, o al menos en las cuatro horas que quedaban antes de que Castiglia arribase.

Mientras el campanazo del mediodía tañía desde la iglesia en la plaza principal, Cristiani anunció con su voz más lúgubre:

—No habrá siesta para ninguno de nosotros. Éste no es momento para comer ni para tomar un descanso: es momento de sacrificio y meditación. Así que quiero a todos donde están, pensando en algo que pueda salvarnos del desastre.

Fue interrumpido por los gruñidos de los demás sastres, que se resistían a tener que perder su almuerzo y su descanso vespertino. Pero Cristiani se impuso y envió de inmediato a uno de sus hijos al pueblo para avisar a las esposas de los sastres que no esperasen el retorno de sus maridos hasta que cayera la noche. Después indicó a los otros aprendices, incluido mi padre, que corrieran las cortinas y cerrasen las puertas frontal y trasera de la tienda. Durante los siguientes minutos, el equipo entero de doce hombres y niños se congregó calladamente tras los muros del oscurecido taller, como si participasen de una vigilia.

Mi padre se sentó en una esquina, aún estremecido por la magnitud de su falta. Cerca de él se sentaron los demás aprendices, irritados con él, pero obedientes a la orden de su maestro de permanecer en confinamiento. En el centro del taller, sentado entre sus sastres, se hallaba Francesco Cristiani, un pequeño y huesudo hombre de diminuto bigote, sosteniendo su cabeza entre sus manos y levantando la mirada cada pocos segundos para dar un vistazo al pantalón que yacía frente a él.

CARIÑO COMPRADO

2

QUERIDO CARLOS:

Empezar esta carta con una disculpa es de mal gusto pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? La manera como ocurrieron las cosas fue el motivo principal de mi arrebato. Tú eres un hombre de negocios, seguro que lo comprenderás. Yo vivo al día, por lo que el más mínimo ofrecimiento de ahorro o descuento me llama como abeja en un campo de margaritas. Y no me vas a negar que la publicidad es tan fuerte como un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial. Te mueve el tapete. El ofrecimiento de internet de gran velocidad y llamadas ilimitadas por 400 pesos no es algo que pase todos los días. Sé que la competencia te ha jugado malas pasadas pero creo que ya estás acostumbrado: así son los negocios.

Desde que llegué al módulo de Izzi me atendieron como deberían de hacerlo en todos lados: el ejecutivo llenó la solicitud y hasta me ofreció un café. Uno busca eso, cierta deferencia. Alguien dijo una vez que Dios está en los detalles.

El hombre, muy formal, quedó de indicarme el día y la hora en que irían a instalar la experiencia Izzi (lo de la experiencia es exageración mía, Carlos). El ejecutivo escribió para decirme que un técnico me visitaría entre las 2 y las 6 de la tarde. Y no te creas que no pensé en ti: tantos años juntos no se olvidan así de fácil. ¿Te acuerdas cuando mi laptop se quemó de pronto? ¿Quién me ayudó cuando más lo necesitaba? Solo tú, que me diste la oportunidad de llevarme un modelo más moderno sin exigirme nada a cambio, incluso a precio especial por ser cliente de muchos años. Visto así, me siento un desagradecido.

El día de la visita tenía sentimientos encontrados. Como a las dos y media me llamó el técnico. Que ya iba en camino. Le dije que si no estaba la portera me llamara otra vez para abrirle. Me emocioné, ya me veía bajando archivos a toda velocidad sin dejar de jugar FIFA en línea. Media hora después el técnico llamó de nuevo. Le dije que ya bajaba. Me interrumpió diciendo algo sobre la llave de la azotea. Que alguien le había dicho que no se podía subir. Mi corazón latió fuerte. Esto no podía estar pasando. Bajé lo más rápido que pude. El técnico estaba afuera de su vehículo, como acomodando la escalera. En mi ingenuidad pensé que se alistaba para atenderme.

—¿Qué pasó? —le pregunté.
—Que dice el portero que no hay llave.

Lo raro es que donde yo vivo no hay portero, sino porteras. Recordé que la mujer que cubre el turno de la tarde estaba de vacaciones. En su lugar se queda un hombre, quien limpia el vestíbulo y luego se va. Ahí estaba él. Le pregunté por la llave.

—La tiene la señora Lupe. Todo lo que quieran hacer tiene que ser en la mañana.

Le expliqué que necesitaba la llave para que instalaran el internet. Me respondió que él no era el portero y que no tenía la llave.

Llamé directamente al encargado de mantenimiento. Le expliqué el asunto y me dijo que en quince minutos llegaría alguien con la llave, información que transmití al técnico. Lo noté raro.

—Vengo solo y tengo que buscarle lugar al coche. ¿Dónde lo puedo dejar?

Iba a decirle que ese era problema suyo pero me contuve. Le expliqué dónde podía estacionarlo, y me contestó con esa frase lapidaria cuyo significado equivale a descender al Hades: “Ahorita regreso”.

Subí a mi casa, confiado en la palabra del técnico. Izzi no me podía quedar mal. No le podían hacer esto a Diego Luna, que con tanta gracia anuncia la revolución telefónica y de internet en México. Encendí la computadora para buscar el correo y llamar al centro de atención. En eso me llegó un mensaje al celular: “Como no estuviste en tu domicilio para recibir al técnico reagendaremos la visita. Buenas tardes”. No lo podía creer. Luego, en la bandeja de entrada había un correo nuevo, también de Izzi, donde decía lo mismo: que yo era un informal.

Llamé a las oficinas. Según la publicidad, un ser humano siempre contestaría el teléfono, nada de máquinas ni esperas inútiles. Entonces quedé solo en un laberinto de menús, a merced de ejecutivos que no sabían de qué les hablaba, me retuvieron en la línea, uno de ellos me colgó y otro me comunicó a Cablemás, donde me dijeron que ellos no daban servicio en la Ciudad de México. Era el colmo, Carlos. Tras repetir por quinta vez lo que había pasado, una ejecutiva me ofreció disculpas, hizo el intento por convencerme de que no cancelara en servicio, ofreciéndome la luna y las estrellas, pero era demasiado tarde. Me mantuve fiel al dicho “lo que mal empieza, mal acaba”. Si este era el comienzo, ¿qué pasaría después cuando me quedara sin servicio o me cobraran indebidamente algo no solicitado? Entonces, para terminar el asunto le dije: “Prefiero seguirle pagando a Carlos Slim”. Así fue, Carlos, de veras. La sola mención de tu nombre le sonó a maldición, como si hubiera pronunciado el nombre prohibido de Dios.

Todavía me siguen llegando correos de Izzi, pidiéndome que lleve unos documentos para terminar el trámite de la portabilidad. Te digo, Carlos, se traen un relajo que no veas. Te escribo hasta ahora porque no tenía cara para contarte lo que había pasado. Hasta pensé que estabas enojado conmigo. Me animé cuando hace unos días, como regalo de inicio de año, recibí tu correo en el que me decías que por ser cliente Infinitum las llamadas locales y a celular son ilimitadas, así como de Lada Internacional, y hasta un año gratis de Clarovideo.

¡Cómo son las cosas! Gracias a una triste llave de azotea me salvé de cometer una tontería. Fue un arrebato, Carlos, y la emoción desbordada no nos deja pensar con claridad.

Te saluda afectuosamente,

Jorge Vázquez Ángeles