Inicio Blog Página 75

IN THE SHIRE

0

IMPULSOR

Para Matías que es una estrella.

Mi niñez transcurrió en una ciudad a la que no dejan de crecerle edificios, avenidas y personas. Me gusta presumir que aprendí a caminar sobre la avenida Reforma de la mano de mi joven abuela, ella me cuidaba y me llevaba (casi) a todas partes. Una de las visitas obligadas era el banco donde se pagaba mes con mes la hipoteca de la casa de mis abuelos. Estaba sobre Reforma. Mi abuela también me introdujo a la vida citadina, yo la acompañaba al mercado, a cobrar la renta de la casa en Lago Ontario (o sea, en Tacuba) e íbamos cada 28 de octubre a escuchar misa en San Hipólito. Aunque no faltaba el dinero, tampoco sobraba, así que buena parte de los trayectos los hacíamos en camión y metro. Creo que esas primeras incursiones urbanas en compañía de mi abuela me insuflaron el gran amor que le tengo a las ciudades, a caminar por sus calles y al transporte público (por controversial que sea), así como entrenaron mi sentido de la orientación.

Durante mi infancia no sólo tuve la suerte de participar en incursiones por la ciudad, sino que con mis padres salí varias veces de viaje a visitar a nuestra cuantiosa parentela desperdigada por el territorio que llamamos provincia. De alguna manera esas travesías me ayudaron a comprender que el mundo era más grande que mi casa y mi colonia, que otras personas habitaban el mundo, además de mi familia, quizá me dieron el impulso para aceptar vivir fuera de mi país.

Sin embargo, en esos viajes nunca me percaté de cómo mi hermano y yo éramos vistos y tratados por los adultos de esos lugares que no eran nuestra casa. Algunos eran parientes, unos jugaban con nosotros y otros no, otros nos daban regalos, algunos dulces y galletas y otros nos dejaban jugar, pero no nos causaba gran preocupación. Solamente a los adultos se nos ocurre fijarnos en el modo en que otros adultos reaccionan ante la presencia de los infantes, porque estas criaturas están tan absortos en ser niños que nosotros les importamos en la medida en que necesitan o (sobretodo) quieren algo. Yo soy una mujer adulta que siempre observa el comportamiento de los niños y de los adultos (se trate o no de sus padres o parientes) hacia los primeros, lo hago porque constantemente evoco mi infancia y con más acuidad si hay chamacos cerca de mí.

Las últimas dos semanas un niño de casi dos años y su mamá nos visitaron en Oxford. Su estancia me consintió el honor no sólo de ser testigo del comportamiento y la espontaneidad del chamaco, sino que me permitió observar en primera fila la reacción y conducta de varios adultos. Cabe acotar que mi principal referencia sobre los niños en estas tierras había sido lo que me contó una amiga. Ella ha vivido en Oxford por casi cuatro años, pero no es inglesa. El año pasado tuvo una linda bebé y un día mientras ella, su esposo y la bebé hacían fila en la caja del supermercado una persona, inglesa ella, les hizo la plática mientras pasaba el tiempo y se aproximaban a pagar. ¡Fue la primera vez en tres años que alguien les dirigió la palabra en una fila y todo porque traían un bebé con ellos!

Yo misma pude comprobar que la presencia de un niño sirve como un impulsor de la conversación casual y la sonrisa (espero) espontánea y sincera en estas tierras de fanáticos del cricket. Pude probarlo en el lugar donde vivo. Mi esposo y yo rentamos un departamento en el segundo piso de un pequeño edificio y las escaleras son la única vía para llegar a él, no hay elevador y eso dificultó cada regreso porque había que, al menos, subir la pañalera, desarmar la carriola y subirla y, por supuesto, subir al chamaco sin desarmarlo. En dos ocasiones distintas, con varios días de separación, dos vecinas nos encontraron en la entrada realizando la operación carriola. En ambos momentos, las dos saludaron, sonrieron, una le dijo algo sobre su mamá al niño y la otra se ofreció a ayudarnos. ¡Cosa jamás vista! ¡En todo un año que he vivido acá me han saludado pero no se han ofrecido a ayudarme cuando me ven con mil bolsotas del mandado, ni me han hecho la plática!

Cuando salimos a la calle varias veces me ofrecí a empujar la carriola, de este modo pude observar que, por un lado, las calles del centro de Oxford están inclinadas y que sin freno el cochecito se mueve peligrosamente hacia el flujo de vehículos. Por otro lado, la gente me dejaba pasar al ver la carriola, veían al nene y me sonreían o viceversa. En dos tiendas departamentales pude atestiguar como las vendedoras lo miraban sin reserva, le sonreían embelesadas y le dirigían palabras de aprecio. Otro día, en el autobús, una señora le dijo algo acerca del chamaco a la mamá y, en otro autobús, un hombre que estaba sentado en el asiento opuesto comenzó a hablarle en tono bastante amigable al niño. Casi en todos los lugares que visitamos el niño llamó la atención, con excepción de aquellos donde había otros chamacos.

El punto más alto de esta experiencia fue un día que fuimos a Londres y al chamaco lo vistieron con abrigo, bufanda y boina inglesa (flat cap por acá). Causó sensación. Por ejemplo, mientras caminaba de mi mano por Baker Street dos mujeres sentadas en una cafetería nos sonrieron y luego dijeron (leí sus labios): “So, cute”. Es innegable que el niño se veía encantador, pero también cierto es que resultó una linda novedad porque acá los niños pequeños no usan boinas inglesas, yo no he visto ninguno.

No sé a qué obedezcan las reacciones hacia el niño. No sé si dentro de la contención de la personalidad (¿la cultura?) inglesa (suponiendo que todas esas personas son inglesas, porque nuca se sabe) se vale ser cariñoso y amigable con los infantes. Estoy segura de que no se debe a la escasez de infantes en tierras inglesas, porque aquí niños hay, situación que no sucede en otros países europeos. Quizá se deba a lo que Gaby Hinsliff apunta en Remaining childless can be wise and meamingful, retomando el comentario del Papa Francisco acerca de no tener hijos, esto es, los infantes dan esperanza, juventud y riqueza a la sociedad:
http://www.theguardian.com/commentisfree/2015/feb/13/remaining-childless-wise-pope-should-know?CMP=fb_gu

Además, me parece enigmático que la presencia del chamaco aprobara las sonrisas y la conversación hacia el adulto que lo acompañara ¿Por qué les resulta más fácil socializar si un niño preside el encuentro? Por otra parte, no creo que el niño recordará a las personas con las que se encontró en Inglaterra o este viaje. No obstante, sinceramente espero que de alguna manera esta experiencia abone para que en él crezca la certeza de que el mundo es más grande que su casa, que muchas personas habitan el mundo.

VHS

0

TÍVOLI Y LA PORNOGRAFÍA DEL PODER

La película se la lleva Lyn May, para lo que no tiene que actuar, sino basta y sobra con que sea ella misma. Hace del vedetismo un arte en el escenario, tras bambalinas y en público. Pero Tívoli es mucho más: se trata de un retrato del poder de obscena actualidad.

El director, Alberto Isaac, nos presenta un objetivo explícito: mostrarnos la pérdida de un “ambiente” de la ciudad, el del teatro de variedad, heredero de la carpa con espectáculo desnudista y de chiste pelado. Ambiente que se pierde para dar paso al de los cabarets de producción onerosa y pretensiones primermundistas. La tesis es polémica, falseable en lo sociológico o histórico, pero cinematográficamente es plausible.

La historia es sencilla y sin final feliz: la zona perimetral de la avenida Reforma Norte, llena de vecindades y casuchas de lámina y cartón, debe ser demolida para construir edificios y centros comerciales. Ahí está Tívoli, el teatro del barrio, y éste es el intento del dueño, los artistas y asistentes por salvar su fuente de trabajo.

Sin embargo, hay también un objetivo implícito: mostrarnos la atmósfera de lo que no desaparece, que es el régimen de la corrupción. Lo que se pierde con la desaparición de este teatro no es solamente el desnudismo y los chistes vulgares, sino un espacio de catarsis en el que el pueblo puede reírse a carcajadas de la sátira política del presidente de la República y toda su corte.

Fuera del teatro, la película retrata el mandarinato de la alta burocracia con toda su prepotencia; la colusión de contratistas con funcionarios públicos mediada por los entres y moches; la organización laberíntica de la gestión pública con la antesala de la antesala de la sala de espera y su correspondiente salida hacia ningún lado; los liderzuelos que lucran con la necesidad de los desamparados; las desapariciones forzadas impunes, y la subordinación de la prensa y la televisión a los intereses del gobierno.

En el contexto de los gobiernos de Luis Echeverría y de Ernesto Uruchurtu, nos muestra que modernidad y conservadurismo no se excluyen, sino que conviven en un proyecto urbanístico de exclusión social y reforzamiento del clasismo. La corrupción es más obscena que un split de Lyn May y más vulgar que cualquier chiste de Polo Polo.

En su doble moral, la élite aparece no solo como ratería organizada, sino como consumidora en lo privado de lo que censura y proscribe en lo público. Sus miembros no son más virtuosos que la plebe, sino más mustios, con shows de carpa privados en las salas de sus casas blancas como exotismo popular, y consumidora de pornografía y drogas en burdeles exclusivos.

Destacadísima, brillante actuación de Alfonso Arau en el papel de “Tiliches”, que nos demuestra distintas facetas de la comedia: cuenta chistes, actúa en sketch, parodia y baila. Pero se trata de un personaje redondo: cábula, pendenciero, provocador a capela y luchador social. En cambio, Carmen Salinas lleva un papel secundario y prescindible. Está muy lejos de llegar a ser la célebre “Corcholata”, salvo por un revire altisonante, preciso y contundente.

Pero no se crea que Tívoli se trata de un cine panfletario o de pretensiones de denuncia o intelectualidad crítica del poder, aunque Carlos Monsiváis sea coautor de un mambo, el de “La Corrupción”. Se trata de una película sumamente entretenida, musicales de y con Pérez Prado incluidos, que no forma parte del cine de cabareteras que le precede, pero tampoco del de ficheras que le es posterior.

No es un catálogo de albures, pero hay muy buen humor; no hay mujeres hermosas que pagan pecados, pero está Lyn May en todo su esplendor libre de toda ropa y culpas; no hay galanes al rescate ni héroes que se sacrifican, como tampoco están los ñeros de barrio que cumplen sus fantasías sexuales o se vuelven ricos por un golpe de suerte.

Los personajes populares se nos muestran ambivalentes, con ambiciones e ímpetu de revancha o desquite, pero también solidarios y desmadrosos, que al final no pueden más que rayar con un clavo un carro de lujo o sonarse a golpe limpio con quienes identifican como los autores de su condición.


Tívoli, México: 1975
Duración: 127 min.
Director: Alberto Isaac
Guión: Alfonso Arau y Alberto Isaac
Música: Dámaso Pérez Prado
Fotografía: Jorge Stahl Jr.
Reparto: Alfonso Arau, Pancho Córdova, Lyn May, Carmen Salinas, Héctor Ortega, Ernesto Gómez Cruz, Francisco Muller, Dámaso Pérez Prado
Productora: Corporación Nacional Cinematográfica (Conacine) / Dasa Films S.A.

TERCIOPELO

0

EL CUERPO XXXS

Hace unos días mi amiga B nos compartió una publicación cuyo tema era el cuerpo femenino (B tiende a provocarnos individual o colectivamente, una de las mejores expresiones de su cariño intelectual). El artículo referido quería tratar de nuevo el que parece seguir siendo el punto fundamental de la agenda feminista y femenina: el cuerpo de las mujeres. Si continuamos hablando de él como materia en disputa seguramente se debe a que sigue sin ser nuestro cuerpo, es decir, sin pertenecernos como un bien enajenado, o sin ser nuestro para habitarlo. En tal texto se afirmaba que las mujeres éramos libres y que la expresión innegable de tal libertad era que podíamos si así lo decidíamos mutilarnos (cirugía plástica a la Meg Ryan o a la Uma Thurman, quesque no), o consumir (maquillaje, medias, ropa despiadada con las carnes).

F es diseñadora gráfica, coser le ha revelado un mundo femenino en la sierra de Puebla. “Inditex, me dijo, redujo de nuevo sus tallas”, (¿de nuevo?). Que la misma talla no te quede en la misma marca pasados los años se llama vanity sizing o inflación de talla, es decir: hacer que los números de talla sean para cuerpos cada vez más pequeños. El grupo Inditex posee Zara, Pull&Bear, Massimo Dutti, Bershka, Stradivarius, Oysho, Zara-Home y Uterqüe. El cuerpo de las mujeres que comprábamos en esas tiendas recibió un ultimátum (otro) para mantenerse dentro de sus parámetros de consumo. En 2014 la marca J. Crew dio a conocer la talla XXXS (S= small, pequeño; XS= más pequeño; XXS= mucho más pequeño…), numéricamente S= 4 y XXXS= 000. Ultimátum de la desaparición.

La mujeres incluso somos libres de figurar como locutoras -merced a entallados jeans, oxigenada cabellera y tetas D o doble D- en el panel de expertos en futbol. Los medios visuales son democráticos, no hay mujeres con alopecia, ni con cortes punk o desafiantes, mucho menos con carnes y, en México, hay que imponer una piel que pase por blanca y cabelleras que pasen por rubias, a esto se suma la fascinación por la juventud cifrada en las veinteañeras… Mi cabellera afro simplemente no figura y ha sido incomprendida por casi todos los estilistas durante décadas, y el esfuerzo por incluirla —créanlo lo intenté— en el reducido catálogo de modelos femeninos no vale la pena. Mi afro es espléndido y único.

Me he cansado de escuchar la frase “No te arregles para ÉL (y no me refiero a dios, aunque Él también está incluido), arréglate para ti”, es una frase que se balancea apenas en el trapecio, a riesgo de caer en el modelo de mujer complaciente. ¿Qué presupone la palabra “arreglarse”?, será que estamos de hecho desarregladas, es decir, sin arreglo o compostura. Y por qué “arreglarse” implica vestir a la moda (caber en las diminutas tallas de Zara o Bershka), plancharse a la moda el cabello o la cara, contar calorías; por qué arreglarse significa consumir y ese consumo nos iguala. L, una mujer de sensual rotundidad, casi muerde las palabras “Me choca, todas son igualitas”.

La libertad ha sido desplazada, inutilizada. Envejecer, hacer crecer nuestras barrigas sin calificativos en este entorno, exhibir mi afro, más que audacias son esfuerzos de autoimaginación.

¿Será acaso que dilapidamos la herencia libertaria incapaces de imaginarnos el presente?

METROPOL

1

TRABAJAR EN SOLITARIO

Por azares del destino, y debido a mi temperamento y ascendente zodiacal, durante la mayor parte de mi vida he contado con la bendición de no tener que trabajar. Sin embargo, y como prueba de que el laburo no puede ser sino una maldición en sentido bíblico, hubo un tiempo muy breve de mi vida en que me desempeñé como community manager en una empresa de publicidad argentina, gremio al que tengo por uno de los menos honrados del planeta y en el que sin lugar a dudas trabajan algunos de los tipos más sobrados y cretinos de la Tierra: los directores creativos.

En mi descargo, debo decir que el poco tiempo que duré hice el trabajo mal y de malas, ya que si bien mi manejo de redes (Twitter, Facebook y Tumblr) tenía algo de estilo para los prehistóricos estándares de 2009, era más bien un inepto; por lo que pronto asumí una receta que debería estar tatuada en el pecho de todos los holgazanes verdaderos: si hay que trabajar bajos las órdenes de pendejos más pendejos que uno, debe evitarse a toda costa el contacto con publicistas.

De manera continua me pasaba de lanza, no asumía mis responsabilidades y, por si fuera poco, se me apareció la mayor amenaza a la que puede enfrentarse un mexicano de la clase trabajadora en la Argentina: el colombiano recién llegado, de temple servicial y obediente, que suele hacer lo que a un mexicano le lleva tres días en apenas dos horas y media, de manera solícita y buen talante, lo que excita la mezquindad de los patrones. En Buenos Aires es apreciada la mano de obra colombiana por efectiva, agradecida y luchadora.

Por ello, más que extrañarme, me pareció muy natural que luego de una semana cuando pudo apreciarse el nivel de mis capacidades por oposición a los de una recién egresada oriunda de Calí, fueran muy claros al momento de despedirme, diciéndome “vos no volverás acá nunca” (con lo poco que pagaron, pude pagarme un vuelo a Nueva York).

Esa última intentona por enfrentar cara a cara al mundo laboral –el periodismo cultural es otra cosa– me demostró algo que suele olvidarse por su naturaleza milagrosa: trabajar por cuenta propia, una vez que se ha pasado el nivel básico de esquizofrenia, permite una libertad irrestricta que obliga al hombre a un contacto directo consigo mismo, propiciando un diálogo que de otra manera sería imposible y no admite equivalencias con ningún emolumento. Es mucho más sano, barato y efectivo dialogar con uno mismo (o para el caso, con los vecinos) que invertir el dinero bien habido en una incómoda terapia.

Aquel que trabaja por su cuenta, así no disponga de seguro social, sexo oficinista ni el aliviane del aguinaldo, posee el arcano privilegio de mirar al mundo y sus circunstancias de costado, lo que constituye un privilegio exclusivo para comprender los oscuros entramados de la sociedad capitalista: solo quien instaura su propio tiempo para usufructuar a plenitud sus beneficios sabe lo que valen las cosas y sus empeños, porque la vida humana pautada de manera categórica no es otra cosa que un tortuoso escalafón hacia la muerte.

Cierto: no todos los espíritus están preparados para tomar las riendas de su vida y mucho habrá de escucharse todavía aquella cobarde cantaleta que asegura que hace falta mucha plata para pagarse la vida.

Lo que dicta la experiencia, si uno se asume espartano y aprende el arte del sibarita sin varito, es que hay muchas más cosas en la Tierra, Horacio, que las que tanto cacarea tu porfiada filosofía.

MARTITA, UN TAXISTA Y EL COMPLOT MONGOL

0

Hay días en que todo puede salir mal e inesperadamente todo sale bien.

Así le pasó a Filiberto García el día en que lo llamaron para que investigara sobre una intriga internacional en el Barrio Chino y se enamoró de Martita. Todos tenemos una Martita, pensé cuando leí El Complot Mongol, esa persona en la que constantemente estamos pensando mientras trabajamos en la oficina, o bien, investigando un complot que involucraba gringos, rusos y chinos. Conocí a mi Martita no en una tienda china, sino afuera de una librería y no era una mujer sino un hombre. Pero esta no es la historia que quiero contar, sino la de las Martitas que todos tenemos en algún lugar, sea en el Barrio Chino de la ciudad de México, afuera de una librería, al otro lado del mundo o, como en este caso, en Estados Unidos.

Hablamos por teléfono, era hora de comer, y como habitualmente lo hacemos quedamos de vernos para comer en algún sitio. Así acordamos el lugar y la hora, en pocos minutos me estaría deleitando boca y estómago. Eran aproximadamente las tres de la tarde, tomé un taxi en la del Valle y le pedí que me llevara a Xola. Era época navideña, así que había un poco de tráfico, principalmente nos retrasó una venta de arbolitos en la calle.

Aproveché el tiempo para sacarle plática al taxista, como acostumbro hacerlo. Me gusta la facilidad con que algunos taxistas conversan con uno, como dos amigos en un café poniéndose al día. Hay algunos más renuentes que otros pero, en general, los hombres al volante buscan una buena charla, más si ésta viene de una mujer. Así me he enterado de grandes historias, algunas desconsoladoras y otras increíblemente raras. Ese día me tocó al volante un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, que luego de la charla sobre el clima y el tráfico, me preguntó a qué me dedicaba, a esto suelo responder que corrijo libros y les regreso la pregunta para saber más sobre ellos.

El taxista me contó que él había trabajado varios años en Houston, haciendo diferentes cosas pero que lo habían regresado. Sentí el tema familiar, pues tengo varios parientes que dedicaron buena parte de su vida a trabajar en Estados Unidos y que volvieron sin nada. Le pregunté qué hacía de taxista, por qué no había seguido allá, y me contó, en pocas palabras, que las cosas estaban difíciles y que nunca se sintió arraigado a ese país tan distinto en costumbres al nuestro. De inmediato imaginé las carencias que debió haber sufrido, claro, esto fue pura imaginación mía, pues él no comentó nada más al respecto.

Me dijo que estaba en el taxi porque apenas si había terminado la secundaria y que a su edad ya no era fácil conseguir un trabajo. Asentí. Le pregunté que si no extrañaba el gabacho y me respondió que ya se había hecho de nuevo a la vida en México y que no le iba mal en el taxi, además, que tenía una novia aquí. La mula no era arisca, la hicieron. Cuando comenzó a hablar de su novia, pensé “aquí viene enseguida el comentario sobre lo mal que le va con su mujer, que está pensando en dejarla o que quizá ya está saliendo con alguien más”, porque también de estas intimidades se entera uno en los taxis. O bien, que comenzaría a hacer comentarios coquetones, de esos que a algunas personas les salen muy bien, usando su mal de amores para conseguir una aventura. Pero este no fue el caso. Si alguien me hubiera dicho que estaba a punto de vivir en ese taxi una de las experiencias más gratas que mezclan vida y libros posiblemente no le hubiera creído.

El Complot Mongol, de Rafael Bernal, es una de mis novelas favoritas. Es la primera novela policiaca que leo de principio a fin sin despegar los ojos y en un tiempo realmente corto, porque es una historia divertida, irónica, pero también romántica. Porque tiene un protagonista espectacular, Filiberto García, un hombre tosco, ex revolucionario venido a matón que trabaja con la policía, que pinchea todo el tiempo y que lo único que tiene de manso son los ojos de gato; que viste traje de gabardina, sombrero texano y zapatos de resorte, y que se ve envuelto en la investigación de una intriga internacional. Una figura retorcida que vivió la Revolución y que de ella nada le quedó más que la cruda de una revuelta y que, sin embargo, le dejó vivo el corazón.

Pero como iba diciendo, el taxista tenía una novia aquí. Y antes de que yo pudiera agregar algo, me dijo, “pero allá tenía una novia chinita que me gustaba mucho” y los ojos se le iluminaron de la única forma que imagino se le podían haber iluminado a Filiberto cuando pensaba en Martita. Ante su comentario, imaginé las cualidades físicas que suelen caracterizar a las mujeres asiáticas, aquella exaltada elasticidad que muchos de mis amigos añoran (Y nunca se les ha hecho con una chinita) y que el porno ha sabido explotar al por mayor.

¿Y qué pasó con ella?, le pregunté. “Pues mire, anduvimos tres años y todo iba muy bien, hasta que me vine a México.” Y ¿por qué no se la trajo? “Pues al principio sí quería, pero qué iba a hacer yo con ella aquí, si no habla español.” Ah, ¿entonces usted habla inglés? mmm ¿o chino? “No, hablo poco y muy mal inglés, pero ella tampoco lo habla.” ¡¿Entonces?! “Pues mire, si yo le quería decir algo le hacía así…” En ese momento el hombre, que me veía por el espejo durante el trayecto, a la par que no perdía de vista el camino, comenzó a hacer señas con las manos, se señalaba la cara, el pecho y hacía unos gestos extraños que ningún lenguaje debe incluir. ¿Era ése el lenguaje del amor? O tal vez era tan avanzado que excedía mi comprensión, pues yo no logré entender nada de lo que el señor estaba haciendo.

Pero, a ver, ¿cómo?, o sea, ¿nunca se hablaron?, ¿en tres años? “No. No necesitábamos hablarnos.” Entonces imaginé otra vez lo buenas que deben ser las chinas en sus cosas para no necesitar hablar con un novio en tres años. (Lengua china mu difícil, mu difícil. Hay mu chos calateles que aplendé, señol Galcía… Mu difícil).

“Nos conocimos en una fiesta. Ahí estábamos los dos y ninguno platicábamos con nadie, nos acercamos y de pronto ya nos habíamos agarrado de la mano y nos empezamos a besar. Y pues estaba muy guapa la chinita.” (Mu bonita Martita, muubonita. Decía el chino Santiago). Eso se parecía a mis fiestas de la secundaria, pensé. “Nunca le pedí que fuera mi novia, de ahí en adelante comenzamos a salir y anduvimos tres años.” Yo seguía sin poder dar crédito a lo que el taxista me estaba contando, no parecía estar choreándome porque la mirada que tenía al pensar en su Martita simplemente no se puede fingir. A un hombre realmente enamorado se le nota en los ojos, como dicen, de borrego a medio morir.

Ahí estaba yo, entonces, con Filiberto García. Nadie hasta el momento me había parecido siquiera el reflejo de ese hombre que en el trabajo, en medio del caos de la ciudad, pensara con tal añoranza y deseo en su Martita. (Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón!). Y a mí que tanto me gusta esa novela, me invadía una felicidad de las buenas. Y como buena romántica, insistí, ¿por qué no se la trajo? “Hablábamos por teléfono?…” ¡Momento! ¡¿cómo iban a hablar por teléfono?! “Bueno, hablábamos y no, una amiga nos hacía el favor de traducirnos, yo hablaba con la amiga y ella le decía lo que yo le decía.” Ah, ok. “Pero no tenía mucho caso estar así, mire, yo ya conocí acá a mi novia y estoy a gusto con ella.” Sin embargo, la mirada de aquel hombre al hablar de su actual pareja no era ni el rastro de la de Filiberto.

Qué mal, pensé yo. Y como en mi cabeza seguía latente la imagen de Filiberto pensando en Martita, le dije al taxista, le voy a recomendar una novela, se llama El Complot Mongol, verá que se sentirá identificado con el protagonista. Le dije a grandes rasgos de qué se trataba la novela, haciendo énfasis en la relación de Filiberto y Martita, en que se ubicaba en la ciudad de México y en lo hilarante y conmovedor que resulta imaginarse a aquel personaje tosco pensando durante la chamba de pistolero en su Martita. Rápido el taxista me pasó un pedazo de papel que traía en la puerta del coche, no sé si era un ticket o qué, no me fijé, y una pluma y me dijo que le apuntara el nombre “El complot mongol, de Rafael Bernal”, apunté yo, y le dije que no estaba caro, que le costaría unos cien pesos más o menos.

El hombre me preguntó que eso dónde lo conseguía. Le dije que en cualquier librería lo podría encontrar. Con cierto desconcierto me preguntó otra vez que dónde, que dónde había librerías. Le dije que en Miguel Ángel de Quevedo había varias. No pasó tiempo para que su mirada de desconcierto regresara. “¿Pero cómo, viene en disco o qué?, ¿en DVD?” y me di cuenta que me había entendido telenovela cuando dije novela. “No, no, es una novela escrita.” “Ah, ya, ¡un libro!” “Así es.” Justo en ese momento habíamos llegado a donde mi Martita me esperaba. Le pagué y me dijo a modo de despedida y con una emoción de niño “Verá que lo voy a comprar y me voy a acordar de usted cuando lo lea.”