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LA MANCHA DE SANGRE

Es una historia sencilla y hermosa. Un amor de cabaret, puro y sincero. Desinteresado y noble como el que más. Ella es dama de salón y él un joven provinciano recién llegado a la capital en busca de ganarse la vida.

Camelia no es una belleza espectacular como las que nos muestran las películas de rumberas. Ella, como sus colegas meseras y que fichan, son mujeres ordinarias, algunas pasadas peso, otras chaparritas, algunas un poco feas, pero todas con una gran actitud como para hacer sentir bien a la clientela.

Guillermo llega al antro, no en busca de baile, compañía femenina o unos tragos de alcohol, sino con la única intención de calmar su hambre. La cocina es un expendio de tortas y café. Y Camelia se ofrece a pagar su cuenta cuando se hace un pequeño escándalo porque no puede pagar.

Sí. Es un cabaret, venden tortas, asisten muertos de hambre, las mujeres fichan pero también invitan y es una película mexicana como ninguna otra. Adolfo Best Maurgard, el director, nos muestra una Ciudad de México libre de puritanismos y mojigaterías, donde el cabaret no guarda relación con lo pecaminoso ni lo arrabalero con la perdición y el castigo.

Es 1937, tres años después de La mujer del puerto, de Arcady Boytler, y Best Maugard nos cuenta lo que es el cabaret de una manera completamente distinta a como lo hará el cine de rumberas poco después, a partir de Siboney, de Juan Orol y con María Antonieta Pons, con aires de turismo internacional de gran clase.

El lugar está en una barriada, de una calle no identificada, escasamente iluminada y que no llega ni a banqueta. La fachada no tiene luces ni nada espectacular, apenas un letrero que dice: “La mancha de sangre”. Ahí asisten hampones, vivales y también obreros. Nada tiene que ver tampoco con las vecindades donde viven esos personajes de barriada llorones, desgraciados y cristianos ejemplares, como los que hicieron célebre a Ismael Rodríguez, ni con los malvados químicamente puros que en esas historias ponían a prueba las virtudes teologales de los pobres.

El cabaret no es más que una cantina con meseras que acompañan a los comensales a solicitud de ellos, sea para tomar o bailar. El interior está bellamente decorado con algunos murales, como uno dionisiaco en el que se embriaga una mujer desnuda. Y la música corre a cargo de un pianista, tríos de boleristas o una pequeña orquesta danzonera.

Las mujeres están físicamente lejos de la belleza, pero tienen toda la actitud para hacer sentir bien a la clientela. Son soberanas, dueñas de sí mismas y borrachas por convicción. Más que acompañantes, son amigas, confidentes… camaradas de los hombres.

Stella Inda, en el papel de Camelia, luce modesta en cuanto atractivo. Será en su papel como la madre de Pedro, en Los Olvidados (Buñuel, 1950), cuando luzca de mejor forma. Pero eso sí, derrocha personalidad. Tiene un aura de liderazgo entre sus colegas y llena con su presencia el ambiente del lugar.

En La mancha de sangre no hay víctimas. Las mujeres sufren por amor o desamor, pero no por explotación ni mucho menos por culpa. Lo que acuerden ellas con quien las administre, es un asunto del negocio. Nada más. Si le quieren dar el dinero que ganan a algún hombre, muy su asunto. Trabajan para pagar sus cuentas y comprarse vestidos elegantes. Se embriagan por gusto, más que por fichar. La que quiere, baila como perra frotando su pelvis sobre algún parroquiano que sea de su agrado.

Best nos deja ver varios detalles que hoy resultan curiosos, como pequeños encantos propios de la época: la vendedora de perfume, que por cinco centavos deja una gota sobre el pañuelo o por veinticinco rocía el rostro de los de la mesa con una bombilla. Un chambelán, se pedía. Aparecen algunos otros personajes que todavía resultan familiares: el de los toques y el bolero. ¿Qué es lo que se tomaba entonces? Lo común, ponche. Seguramente con aguardiente. También cerveza embotellada, tequila y, en plan de lujo, brandy, servido en copitas.

Camelia y Guillermo acuerdan una cita romántica: fuera del cabaret, en el jardín de Garibaldi. Sin buscarlo, un fotógrafo se presenta ante ellos para retratarlos. La ocasión lo amerita. De ahí queda un hermoso recuerdo, la fotografía que ella le dedica: “Del infierno del cabaret al cielo de tus brazos”.

La leyenda dice que el gobierno de Lázaro Cárdenas prohibió esta película, que se estrenó hasta 1943 y se exhibió unos cuantos días con bajo perfil, y que entre los privilegiados que antaño la vieron se encontraba el escritor Salvador Elizondo, para quien fue una experiencia cuasimística. El hecho es que se dio por perdida la cinta desde entonces hasta que la filmoteca de la UNAM la restauró en 1993.

¿Por qué Elizondo se expresó tan efusivamente de la película? Un desnudo completo, desfachatado e impúdico en pantalla, no habrá sido cualquier cosa en esa época. Muy anterior al muy artístico de Ana Luisa Peluffo —sólo topless—, en La fuerza del deseo, considerado convencionalmente como el primero del cine nacional hasta 1955.

La escena es ciertamente sorprendente. Ocurre en la habitación del administrador de Camelia, Gastón, quien se embriaga junto con un grupo de ladrones y cabareteras sobre su cama y en el piso. Piden a una de ellas, de aire extranjero, como el propio anfitrión, que proceda a bailar “la dancita aquella”, que realiza sobre una mesa y con un cedazo.

El final es incierto. La última escena es solo audio, música; la imagen se perdió, lo que le da mayor encanto y de lo que puede suponerse un final feliz como lo más probable. No sabemos, tampoco, si hay alguna parte que se haya perdido en su totalidad. Es muy posible.

En cuanto a su narración, tal vez la película no está exenta de lo ficticio, acaso por la ausencia de clasismo, tan característico de nuestra sociedad pasada y presente, que apenas asoma en una línea: “Veo que le gusta la hembra, amiguito. Pues eso cuesta dinero”, pero la historia acabará por desechar esa condición.

Dirección: Adolfo Best Maugard
Producción: Francisco Beltrán, Miguel Ruiz Moncada
Guión: Miguel Ruiz, Adolfo Best Maugard
Música: José Gamboa Ceballos
Sonido: Eduardo Fernández, Carlos Flores
Fotografía: Agustín Jiménez, Ross Fisher
Montaje: Miguel Ruiz Moncada
Elenco estelar:
Estela Inda – Camelia
José Casal – Guillermo
Heriberto G. Batemberg – Gastón
Manuel Dondé – Príncipe
Duración: 70 minutos.

JUGUETE RABIOSO

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EL RADICAL OTRO

A P, con respeto, aunque no vaya a leerlo.
A K por la colaboración para esta entrega.

P da vueltas al quiosco de la plaza una, dos, tres. Vueltas lentas, es mayor y los años de vida en la calle le han pasado factura ―F estima que P tiene 73 años, pero nadie lo sabe de cierto―, además cojea de la pierna derecha. Estira un poco los brazos mientras camina, algo de calistenia para contrarrestar el rato que ha pasado sentado leyendo contra una pared. P lee mucho, a veces en voz alta. Lo conozco desde que tengo memoria, ahora lo observo y pienso que en P hay un límite, una renuncia radical que estira la autonomía a un punto de inflexión donde no es ni subordinación ni soberanía. Su renuncia es absoluta, si cabe.

F le cuenta a mi amigo K (quien ha hecho la labor de entrevistador en campo) que P procede de una familia “acomodada”, que es ingeniero y abogado, e “iba a ser médico también”. Aparentemente no platica con nadie, con F sí, y según él P llegó a la situación en la que se encuentra porque “sus hermanos lo traicionaron”, al parecer lo perdió todo y se tiró a la calle. F asegura que P no tiene ningún trastorno mental, es lúcido y no ha perdido la memoria. No es un vagabundo propiamente dicho, vive en indigencia en un territorio que ha delimitado sistemáticamente luego de escaparse de un albergue, dice F.

Todos en el barrio conocen a P, no sale del zócalo, nunca. Cuando quiere cigarros, va a los portales, otea el perímetro, pide sin dejar que se los enciendan, él decide quién y en qué momento le encenderá uno de los muchos cigarrillos que ha colectado. ¿De qué vive? De lo que la gente le da, no hace chambitas ni mandados, tiene una dinámica bien establecida que no altera: ahora da vueltas alrededor del quiosco mientras la gente va y viene.

F tomaba fotos en la plaza, que iba a revelar no sé dónde y que vendía después, cuando no todo mundo traía una cámara en el teléfono; hoy la tecnología de los celulares lo ha relegado y es “franelero”. F y P habitan la calle y transitan sus márgenes de formas diferentes, la precarización los toca de modos distintos también. P hizo una fuga total desde el complejo entramado de los afectos y las decisiones personales, pero si “lo personal es político” como dijera Carol Hanisch, habría que ver su indigencia como el extremo de los alcances de la lógica del capital, de la competencia sin tregua, de la hiperproductividad y el hiperconsumo internalizados de una forma ominosa, difusa, difícil de delimitar: cuando perdió lo que poseía, lo que era y su lugar en las relaciones de poder de las que era alguna parte, se desposeyó él mismo. Ese temor de vacío frente al convencimiento de que producir, consumir, tener, dominar, acumular es la vida.

¿Por qué digo que P está parado en un vórtex donde no hay subordinación ni soberanía?, porque P ha salido no sólo del radar, sino de la vida social: no vive según las “reglas del juego” fijadas por eso que llamamos sistema, pero también se ha despojado de la voluntad de hacer o participar de la comunidad de un modo alternativo que incluya al otro. Él es una alteridad radical y es ahí justamente donde obliga a observar una ética para el resto, la de reconocerlo en esa otredad extrema, aun si él no devuelve ese reconocimiento. Aun si él ha decidido no pertenecer, no intercambiar, no jugar ni competir: se ha entregado a la vulnerabilidad de una presa sin resguardo ante sus depredadores.

P encarna, acaso, la contrahegemonía más pura y al mismo tiempo su agujero negro.

LA ÚLTIMA PREGUNTA

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DE CUANDO LA ÉTICA NO SE ENCUENTRA EN NINGÚN LADO

Joseph Roth es quizás uno de los escritores más afamados de la historia de la literatura. Con una pluma febril, Roth no solo narró con maestría la situación social de entreguerras de la Europa Occidental con ese ojo clínico y apasionado que tienen los buenos periodistas, si no que se convirtió ⎯junto a Robert Musil y Hermann Broch⎯ en uno de los autores más emblemáticos de la literatura Centroeuropea del siglo XX.

Quien no haya leído a Roth no comprende buena parte de lo que pasó en el mundo en el siglo pasado, y no estar enterado de la culminación de muchos de los pronósticos de Nietzsche sobre el ocaso de Occidente es estar como cuando Fox sugirió no leer noticias porque las cosas que pasan en el mundo están bien feas.

Pues bien, Roth era así de gran escritor, así de gran periodista y así de alcohólico. Escribió una oda al borracho titulada La leyenda del santo bebedor, una historia autobiográfica de un tipo que malvive en el París de la Segunda Guerra Mundial al lado de una botella del más barato de los aguardientes. Nunca he leído ni una sola reseña o ensayo sobre este escritor en el que se desacredite su trabajo por su adicción; de hecho, La leyenda… es, quizás, el testamento literario de este grandísimo creador. Así, el hecho de ser alcohólico no lo dota de complejidad ni de maestría narrativa (aunque algunos forevers piensen que con chupar y haber publicado en algún pinchurriento suplemento literario los convierte en escritores), ni tampoco le impidió seguir con su oficio.

¿A qué voy con todo esto? Hace unos días me enteré de un desplegado que pagó en enero el señor dueño de TV Azteca (a través de Jaime Ramos Rivera, Director general de comunicación corporativa de Grupo Salinas), acusando a Santa Denise Dresser de andar perjurando en contra de Salinas Pliego, ya que en su última columna del 2014, la paladina máxima de la democracia mexicana acusó al también dueño de Elektra de que si es prestanombres, de que si la licitación con la que ganó el permiso para la explotación de la señal que hoy aloja a TV Azteca fue lo más cochino que se ha visto en un proceso de licitaciones en el país, etcétera, etcétera, etcétera.

El desplegado pagado por el Grupo Salinas se deslinda de tan terribles dichos y finaliza con la siguiente cita: “Sorprende, sin embargo, que con la agudeza de la señora Dresser nunca haya sugerido investigación o duda sobre el proceso que vivió la familia Junco cuando el señor Alejandro Junco de la Vega despojó –robó según algunos- a su propio padre las acciones de El Norte, que dan origen a Grupo Reforma. Y ya que estamos en el hábito de las preguntas ¿Por qué la señora Dresser nunca indagó este tema? ¿Será que teme que esta información sobre su jefe pudiera dar pie a que se haga público el proceso mental que sufrió hace un tiempo, y que fue ampliamente detallado en redes sociales, que la llevaron a internarse en un hospital de Los Ángeles por intento de suicidio? ¿Será que la señora Dresser desea ocultar que muchas de sus inquisidoras preguntas y reflexiones provienen más de un estado emocional alterado que de periodismo serio? Esas preguntas también merecen, para su público, una respuesta clara”.

Como este tipo de acusaciones, muchos periodistas en el país han sido señalados de cometer faltas que los colocan en una supuesta situación frágil para desempeñar su oficio: que si Santa Carmencita no tiene título profesional ni cédula ni nada. Que si Pedro Ferriz le puso el cuerno a su mujer. Que si Eduardo Ruiz Healy es un golpeador de mujeres. Y así la lista.

Lo interesante aquí es que la narrativa es muy distinta cuando esos defectos tienen que ver con otro tipo de personajes públicos, sobre todo si se trata de la vituperada y caduca clase política: que si Fox toma chochos, que si Calderón es alcohólico, que si Peña tiene cáncer y ya pronto se nos va al Reino de los cielos. Entonces esas condiciones de “decadencia” y “degradación” se vuelven una amenaza de seguridad nacional. Si son ellos, los periodistas, los que se ven aquejados por un resbalón ético o moral, eso no importa porque su trabajo, que es el de comunicar, no se ve amenazado por eso que en ellos son problemitas sin importancia.

Lo anterior me suena absolutamente descabellado, es decir, hay un torrente de rencor que vuelve “los pecados” de primer y segundo nivel dependiendo de tu hacer en la vida. Sí, es cierto que quienes nos gobiernan y quienes tienen que ver con la política son, en el 99.9% de los casos, mierda líquida, pero eso no significa que los periodistas no lo sean; o que en ese 99.9% no haya alguien que se conduzca con rectitud; o que esos periodistas que han muerto en pos de dar a conocer lo que realmente pasa en sus municipios con respecto al tema de las drogas y las autoridades sean más que héroes; o algunos de ellos hayan estado enredados en esa cadena de corrupción.

Lo que quiero decir con todo esto es que, en realidad, lo que priva es un discurso de odio en el que se privilegian, siempre, los poderes fácticos, que en este país ya no solo tienen que ver con los empresarios o con los dueños de los medios de comunicación, sino con quien controla las drogas y a los políticos que coadyuvan a que la situación de ingobernabilidad en términos del tráfico de drogas, armas y personas persista.

¿De qué me sirve saber que la Dresser se quiso suicidar cuando el nivel de crecimiento económico ha sido ajustado, por segundo año consecutivo, a la baja? ¿Qué mejoras hay en las condiciones de mi entorno, de la calle en la que vivo y en la que han asaltado a la mayoría de mis vecinos, el rectificar que a Calderón sí le gusta mucho empinar el codo acompañado de un buen tequila? ¿A qué abonan estas descalificaciones y estas exposiciones de las vidas privadas de los actores públicos de nuestra sociedad? La neta, no creo que más que a engordar las carteras de los dueños de los medios, quienes siguen con éxito la máxima esa de: “Al pueblo, pan y circo”. La forma más inmediata de trascender siempre está en la descalificación del otro. Y en este caso, quien saca provecho de esa situación son, otra vez, los dueños de los medios a través de sus también desacreditados peones, es decir, los opinionólogos y comparsas.

México hoy está concebido en rabia, en odio y en hambre, sí, pero la rabia, el hambre y el odio que importan son las de los ciudadanos, no los de la narrativa inventada por el círculo rojo, quienes están ahí, peleándose con uñas bien afiladas en manicures de salones de Polanco que el 95% de la gente no puede pagar. En la agresión de las altas esferas de poder, digamos políticos, periodistas, analistas, etcétera, siempre hay una embestida enmascarada: condenan en otros lo que hacen ellos mismos.

Es lamentable sentarse en una mesa donde las opiniones que emiten los ciudadanos giren en torno a lo que dijo en la mañana Carmencita o, los más grillos e institucionales, en el comunicado de prensa de Manlio Fabio Beltrones, porque los dos polos están plagados de una realidad que no es la nuestra, que no está construida con nuestro sentir, ni con nuestra cotidianidad ni con nuestros ojos. Esas pláticas son tan absurdas como imaginar a alguien, que ha leído a Roth y le ha gustado, descalificarlo porque escuchó en una mesa así, muy crítica, muy de intelectuales, que la obra de dicho escritor es menor debido a su alcoholismo.

Decía Rochefoucauld: “Cuando nuestro odio es demasiado profundo, nos coloca por debajo de aquellos a quienes odiamos”. ¿Qué mejor resumen de la dialéctica que hay entre medios y política que la formulada por el escritor francés?

Al fin, todos, una misma mierda.

Hoy, por cierto, no tengo última pregunta.

FRANK SINATRA ESTÁ RESFRIADO

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Segunda Parte

Al lunes siguiente, un día poco californiano, nublado y frío, más de un centenar de personas se reunieron en el interior de un estudio blanco de televisión, una sala enorme dominada por un escenario, también blanco, paredes blancas y docenas de fotos y de luces colgando: parecía un quirófano gigantesco. En esta sala, aproximadamente en una hora, la NBC iba a grabar un espectáculo de sesenta minutos de duración que sería televisado en color en la noche del 24 de noviembre y que sintetizaría, lo mejor posible, los veinticinco años de carrera de Frank Sinatra como artista. No sondearía, como se decía del siguiente documental de CBS, el sector privado de la vida del artista. El espectáculo de la NBC tendría una hora de duración, en la que Sinatra cantaría algunos de los éxitos que lo llevaron de Hoboken a Hollywood; un espectáculo que únicamente sería interrumpido por algunos cortos y por los anuncios de la cerveza Budweiser. Antes del resfriado, Sinatra estaba muy excitado por este espectáculo; veía la oportunidad de atraer no sólo a los nostálgicos, sino también de dar a conocer su talento a los partidarios del rock and roll. En cierto sentido, presentaba batalla a Los Beatles. Los comunicados de prensa realizados por la agencia de Mahoney subrayaban esto diciendo: “Si usted está cansado de los cantantes adolescentes que llevan la melena tan espesa que se puede ocultar en ella una caja de melones… sería estimulante que considere el grado de diversión de un programa especial titulado Sinatra: El hombre y su música”.

En esos momentos, en el estudio de la NBC de Los Ángeles había una atmósfera de expectación y de tensión a causa de la incertidumbre sobre la voz de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle ya habían llegado y algunos estaban templando sus instrumentos en la blanca plataforma. Dwight Hemion, un joven director de pelo rubio que había sido elogiado por su espectáculo televisivo sobre Barbra Streisand, estaba sentado en la cabina de dirección situada sobre la orquesta y el escenario. Los camarógrafos, el equipo de técnicos, los guardas de seguridad y los publicistas de la Budweiser estaban también esperando entre los focos y las cámaras, así como una docena o más de secretarias del edificio, que se habían escapado para poder presenciarlo todo.

Unos minutos antes de las once corrió la voz, a lo largo del interminable pasillo que conduce al estudio, de que se había visto a Sinatra en el estacionamiento y que parecía estar bien. Hubo gran alivio entre los allí reunidos; pero cuando la delgada figura elegantemente vestida se fue acercando, advirtieron con consternación que no se trataba de Frank Sinatra sino de su doble, Johnny Delgado.

Johnny Delgado anda como Sinatra, tiene su misma conformación de cuerpo, y desde algunos ángulos faciales se le asemeja. Pero parece un tipo algo tímido. Quince años antes, al principio de su carrera, aspiró a un papel en De aquí a la eternidad. Lo contrataron y más tarde descubrió que tenía que ser el doble de Sinatra. En la última película de éste, Asalto al Queen Mary, historia en la que Sinatra y algunos cómplices intentan asaltar al Queen Mary, Johnny Delgado le sustituye en algunas escenas en el agua; y ahora en el estudio de la NBC su cometido consistía en estar de pie bajo los calientes focos marcando las situaciones de Sinatra a los camarógrafos.

Cinco minutos más tarde entraba el auténtico Frank Sinatra. Su cara estaba pálida, sus ojos azules parecían algo acuosos. No había conseguido librarse del catarro, pero de todos modos iba a intentar cantar, porque el programa estaba muy ajustado y en ese momento estaban en juego miles de dólares entre la orquesta, los equipos y el alquiler del estudio. Pero mientras Sinatra caminaba hacia la pequeña habitación de ensayos para calentar su voz, miró hacia el estudio y vio que el escenario y la plataforma no estaban juntos, como había requerido específicamente; apretó los labios y apareció claramente contrariado. Unos momentos después se oyeron desde la salita de ensayos sus puñetazos sobre el piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, que le decía suavemente:

–Procura calmarte, Frank.

Más tarde llegaron Jim Mahoney y otro hombre, y se habló de la muerte de Dorothy Kilgallen, acontecida por la mañana temprano en Nueva York. Había sido una ardiente enemiga de Sinatra durante años, y él, actuando en su centro nocturno, se había metido bastante con ella. Ahora, a pesar de haber muerto, no ocultó sus sentimientos.

–Dorothy Kilgallen ha muerto –repitió al salir de la salita al estudio–. Bueno, supongo que tendré que cambiar todo mi número.

Cuando entró en el estudio todos los músicos cogieron sus instrumentos y se quedaron rígidos en sus asientos. Sinatra se aclaró la garganta unas cuantas veces y luego, después de ensayar algunas baladas con la orquesta, cantó Don’t Worry About Me a su satisfacción. Como no estaba seguro de cuánto tiempo le duraría la voz se volvió impaciente.

–¿Por qué no grabamos esa matriz? –dijo dirigiéndose a la cabina de cristal donde Dwight Hemion, el director y su personal estaban sentados. Todos tenías las cabezas bajas observando el cuadro de mandos.

–¿Por qué no grabamos la matriz? –volvió a preguntar Sinatra.

El director de escena, que estaba cerca de la cámara con los auriculares puestos, repitió las palabras de Sinatra por el micrófono que le comunicaba con el control.

–¿Por qué no grabamos esa matriz?

Hemion no contestó. Posiblemente el interruptor estaba desconectado. Era difícil averiguarlo a causa de los reflejos oscuros que las luces producían en los cristales.

–¿Por qué no nos ponemos chaqueta y corbata –siguió Sinatra, que en ese momento llevaba un jersey amarillo de cuello alto– y grabamos esto?

De pronto se oyó, muy calma, la voz de Hemion desde el altavoz:

–Está bien, Frank, ¿le importaría repetir…?
–Sí, me importaría –replicó Frank con brusquedad.

El silencio de Hemion, que duró uno o dos segundos, fue interrumpido nuevamente por Sinatra, que dijo:

–Cuando dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez…

Y siguió metiéndose con Hemion, renegando de la falta de técnicas modernas para la organización de este género de espectáculos; luego, tal vez para no malgastar su voz inútilmente, se calló. Y Dwight Hemion, muy paciente, tan paciente y sereno que parecía no haber oído nada de lo dicho por Sinatra, esbozó la primera parte del espectáculo. Y Sinatra, unos minutos más tarde, leyó las frases introductorias, frases que seguirían a Without a Song en los letreros para apuntar que se colocaban junto a las cámaras.

El show de Frank Sinatra, Acto I, página 10, toma primera –anunció, con la claqueta delante del objetivo, un hombre que se retiró en seguida.
–¿Han pensado alguna vez –empezó Sinatra– qué sería el mundo sin una canción? Sería un sitio bastante aburrido, ¿verdad?

Sinatra se interrumpió.

–Perdón –dijo-, Dios santo, necesito beber algo.

Ensayaron otra vez.

El show de Frank Sinatra, Acto I, página 10, toma segunda –gritó el tipo saltarín de la claqueta.
–¿Han pensado alguna vez qué sería del mundo sin una canción…?

Esta vez Frank Sinatra leyó todo seguido sin pararse. Después ensayó algunas canciones, interrumpiendo a la orquesta una o dos veces cuando cierto sonido instrumental no era de su agrado. Era difícil predecir cuánto resistiría su voz, pues era todavía pronto; hasta ahora, sin embargo, todo el mundo parecía satisfecho, en particular cuando cantó Nancy, una vieja canción sentimental muy popular, escrita poco más de veinte años antes por Jimmy van Heusen y Phil Solvers, inspirada en la mayor de los tres hijos de Sinatra cuando tenía tan sólo unos pocos años.

Nancy tiene veinticinco años. Vive sola. Su matrimonio con el cantante Tommy Sands terminó en divorcio. Su casa se encuentra en un suburbio de Los Ángeles y en estos momentos participa en su tercera película y graba además en la casa de discos de su padre. Se ven diariamente; y si no, él le telefonea cada día, aunque esté en Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra empezó a hacerse popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo escuchaba en casa y lloraba. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se marchó de casa, Nancy era la única que se acordaba de su padre. Lo vio también con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y con otras muchas.

Algunas veces había salido formando pareja con él… Nancy lo ve cuando va de visita a casa de su primera mujer, Nancy Barbato, hija de un estuquista de Jersey City con la que Sinatra se casó en 1939 cuando ganaba veinticinco dólares en la semana cantando en The Rustic Cabin, cerca de Hoboken.

She, takes the winter
and makes summer…
Summer could take
some lessons from her…

La primera señora Sinatra es una mujer excepcional que no ha vuelto a casarse (como ella misma explicó una vez a una amiga: “Cuando se ha estado casada con Frank Sinatra…”). Vive en una magnífica mansión de Los Ángeles con la hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura entre Sinatra y su primera mujer, sino tan solo un gran respeto y afecto. Siempre ha sido bienvenido en su casa, e incluso se dice que acostumbra a llegar a cualquier hora, atiza el fuego de la chimenea, se estira en el sofá y se queda dormido. Frank Sinatra tiene la suerte de dormir en cualquier sitio, cosa que aprendió cuando viajaba en autobús con sus conjuntos musicales; en esa época también aprendió a dormir en smoking sin arrugar la chaqueta y conservando el pliegue de los pantalones. Pero ya no viaja en autobús, y su hija Nancy, que de niña se creía olvidada cuando él se dormía en el sofá en vez de dedicarle su atención, se ha dado cuenta de que uno de los pocos sitios del mundo donde Frank Sinatra podía encontrar un poco de recogimiento, donde su famosa cara no iba a ser mirada fijamente ni provocaría reacciones anormales en los demás, era el sofá. También se dio cuenta de que las cosas corrientes han eludido siempre a su padre: su infancia ha sido una infancia de soledad y de lucha para ganar la atención. Desde que lo ha conseguido, nunca más ha tenido la posibilidad de estar solo. Cuando miraba por las ventanas de una casa que tuvo una temporada en Hasbrouk Heights, Nueva Jersey, vislumbraba a veces las caras de los adolescentes que le espiaban, y en 1944, después de haberse mudado a California y haber adquirido una casa protegida por un seto de tres metros de altura a orillas del lago Toluca, descubrió que el único método para escapar del teléfono y otros asaltos era quedarse en un bote en el centro del lago. Sin embargo, según Nancy, ha intentado vivir como todo el mundo. El día de la boda de su hija lloró, porque es muy sensible y sentimental…

–¿Qué diantre estás haciendo allá arriba, Dwight?

Silencio desde la cabina de dirección.

–¿Tienes una recepción o algo parecido, Dwight?

Sinatra estaba en el escenario con los brazos cruzados y miraba furioso a Hemion. Había cantado Nancy con lo que probablemente le quedaba de voz ese día. Los números siguientes tuvieron unas cuantas notas roncas y por dos veces se le rompió la voz. Pero Hemion estaba incomunicado en la cabina. Bajó luego al estudio y se dirigió a Sinatra. Unos minutos después los dos se fueron a la cabina. Le puso la cinta a Sinatra. La escuchó unos minutos y en seguida empezó a sacudir la cabeza. Después dijo a Hemion:

–Olvídalo, olvídalo. Estás perdiendo el tiempo. Lo que hay allí –dijo Sinatra señalando su imagen que cantaba en la pantalla de la televisión– es un tipo acatarrado.

Luego se marchó de la cabina y ordenó que se cancelara todo y se aplazase la grabación hasta que se encontrara bien.

Inmediatamente la noticia se esparció como una epidemia entre el personal de Sinatra, luego en Hollywood, más tarde por todo el país, llegando al bar de Jilly, y también a la otra orilla del río Hudson, a las casas de los padres de Frank Sinatra y de sus amigos de Nueva Jersey.

Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se encontraba malísimo, el viejo Sinatra le contestó que él se encontraba aún peor: que la mano y el brazo izquierdo estaban tan entorpecidos por un trastorno circulatorio que casi no podía usarlos, añadiendo que ello podía ser el resultado de haber golpeado demasiado con la izquierda, cincuenta años antes, en sus días de peso gallo.

Martin Sinatra, un pequeño siciliano tatuado, de tez colorada y ojos azules, nacido en Catania, había sido púgil bajo el nombre de Matty O’Brien. En aquellos tiempos y en aquellos lugares, con los irlandeses que mandaban en los bajos estratos de la vida ciudadana, no era raro el caso de los italianos que tomaran esos nombres. La mayoría de los italianos y de los sicilianos que habían emigrado a América a finales del siglo pasado eran pobres e incultos; eran excluídos de los sindicatos de la construcción, dominados por los irlandeses; eran amedrentados por la policía irlandesa, por los sacerdotes irlandeses y por los políticos irlandeses.

Una excepción notable era Dolly, la madre de Frank Sinatra, una mujer alta y muy ambiciosa, que sus padres habían traído a América de dos meses. El padre era litógrafo en Génova. Más tarde, Dolly Sinatra, con su cara colorada y redonda y sus ojos azules, era a menudo tomada por irlandesa y sorprendía a muchos por la rapidez con que lanzaba su pesado bolso contra el primero que dijera “wop”.

Valiéndose de su habilidad política dentro de la máquina democrática del norte de Jersey, Dolly Sinatra iba a convertirse en una especie de Catalina de Médicis del Tercer Distrito de Hoboken. En periodo de elecciones se podía contar con que ella conseguiría reunir hasta seiscientos votos en su barrio italiano, y en esto se basaba su poder. Cuando dijo una vez a uno de los políticos que quería que su marido ingresara en el cuerpo de bomberos de Hoboken y éste le contestó: “Pero, Dolly, no hay ninguna plaza vacante”, ella rebatió:

–Hágala.

Y la hicieron. Algunos años más tarde pidió que el marido fuera ascendido a capitán de bomberos, y un buen día recibió una llamada telefónica de los mandamases políticos que empezó:

–Enhorabuena, Dolly.
–¿Por qué?
–Por el capitán Sinatra.
–Oh, por fin lo han ascendido. Muchas gracias.

Seguidamente llamó a la estación de bomberos de Hoboken.

–Quiero hablar con el capitán Sinatra –dijo.

El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole…

–Marty, creo que tu mujer se ha vuelto loca.

Cuando él tomó el auricular, Dolly lo saludó:

–Enhorabuena, capitán Sinatra.

El único hijo de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por poco se muere el 12 de diciembre de 1915. Fue un parto difícil y durante sus primeras horas en la tierra recibió unas señales que llevará hasta la muerte: las cicatrices del lado izquierdo del cuello fueron el resultado de la torpeza del médico al usar los fórceps. Sinatra decidió no borrarlas con la cirugía estética.

Después de cumplir los seis meses fue criado casi exclusivamente por su abuela. La madre tenía un empleo en una firma importante. Era tan hábil en dar baños de chocolate que prometieron enviarla a la fábrica de París para dar clases. Algunas personas recuerdan a Sinatra como el chico solitario que se pasaba las horas muertas en el porche con la mirada perdida en el espacio. Sinatra no fue nunca un golfillo de los barrios bajos; nunca estuvo en la cárcel, e iba siempre bien vestido. Poseía tantos pantalones que algunos en Hoboken le llamaban “Slacksey O’Brien”3.

Dolly Sinatra no era de ese tipo de madres italianas que se quedaban satisfechas tan sólo con la sumisión y el buen apetito de su vástago. Esperaba mucho de su hijo. Era siempre muy severa. Soñaba que se hiciera ingeniero aeronáutico. Una noche descubrió las fotos de Bing Crosby pegadas en las paredes de su dormitorio y se enteró de que también su hijo quería ser cantante; se puso furiosa y le tiró un zapato. Más adelante, consciente de que no había manera de hacerle cambiar de opinión –“se parece a mí”–, lo animó en su idea.

Muchos chicos italoamericanos de esa generación tenían los mismos sueños. Eran fuertes en la música, débiles en las letras; no ha habido ni un solo gran novelista entre ellos: ningún O’Hara, ningún Bellow, ningún Cheever, ningún Shaw. Sin embargo, podían establecer comunicación con el bel canto. Esto entraba más en su tradición; no hacía falta ningún título de estudios; podían ver sus nombres en neón: Perry Como… Frankie Lane… Tony Bennett… Vic Damone… Pero nadie lo veía con más claridad que Frank Sinatra.
A pesar de que estaba trabajando casi todas las noches en The Rustic Cabin, se levantaba al día siguiente para cantar gratis en la radio de Nueva York y atraer más la atención. Más adelante logró un empleo de cantante con el conjunto de Harry James, y fue entonces, en agosto de 1939, cuando Sinatra obtuvo el primer éxito con un disco: All or Nothing at All. Les tomó mucho cariño a Harry James y a todos los miembros de la orquesta, pero cuando recibió una oferta de Tommy Dorsay –que entonces tenía probablemente el mejor conjunto del país–, Sinatra aceptó.

Le pagaban ciento veinticinco dólares por semana, y Dorsay sabía cómo promoverlo. Sin embargo, Sinatra estaba muy deprimido por tener que dejar la orquesta de James, y la última noche que pasó con ellos fue tan memorable que, veinte años después, hablando con un amigo, se acordaba aún de todos los detalles: “El autobús salió con todos los chicos sobre la medianoche. Les había dicho adiós y me acuerdo de que estaba nevando. No había nadie alrededor y me quedé solo en la nieve con mi maleta, siguiendo con la mirada las luces posteriores hasta que desaparecieron. Luego comencé a llorar e intenté correr detrás del autobús. Había en ese conjunto tanto esfuerzo y tanto entusiasmo, que sentía dejarlo…”

Pero lo hizo. Como seguiría dejando también otros puestos cómodos, siempre en busca de algo más, sin perder nunca el tiempo, intentando hacerlo todo en una generación, luchando con su propio nombre, defendiendo a los débiles, aterrorizando a los poderosos. Le pegó un puñetazo a un músico que había dicho algo en contra de los judíos; sostuvo la causa de los negros dos décadas antes de que esto se pusiera de moda. Arrojó también una bandeja de vasos a Buddy Rich por tocar los tambores demasiado fuerte.

Antes de cumplir treinta años, Sinatra había regalado mecheros de oro por valor de cincuenta mil dólares y vivía el sueño dorado de los emigrados a Norteamérica. Hizo su aparición cuando DiMaggio estaba callado, cuando sus paisanos estaban melancólicos y a la defensiva por la presencia de las tropas de Hitler en su tierra nativa. Con el tiempo, Sinatra se convirtió en el único miembro de la Liga Contra la Difamación de los Italianos de Norteamérica, un tipo de organización que no hubiera progresado mucho entre ellos porque, según dicen, siendo individualistas rara vez están de acuerdo: magníficos como solistas, pero no tan buenos en el coro; fantásticos como héroes, pero no tan admirables en un desfile.

Cuando eran usados muchos nombres de italianos para distinguir a los pandilleros en la serie televisiva de Los intocables, Sinatra dejó oír con fuerza su desaprobación. Sinatra, y también muchos otros miles de italianos, se resistían cuando Joe Valadri, un delincuente de poca monta, era presentado por Bob Kennedy como una eminencia de la mafia, mientras en realidad, por lo que se pudo deducir de las declaraciones de Valadri en televisión, era evidente que estaba menos enterado que la mayoría de los camareros de Mulberry Street. Muchos italianos del círculo de Sinatra consideraban que Bobby Kennedy era un policía irlandés de más talla que los que había conocido Dolly Sinatra, pero que infundía el mismo pavor. Se dice que Bobby Kennedy, junto con Peter Lawford, se volvió arrogante con Sinatra tras la elección de John Kennedy, olvidando la contribución de Sinatra, tanto en la recaudación de fondos como en la influencia sobre muchos votos de los italianos antiirlandeses. Se sospecha que tanto Lawford como Bobby Kennedy intervinieron en la decisión del difunto presidente de hospedarse en casa de Bing Crosby en vez de en casa de Sinatra, como se había planeado en un principio. Una contrariedad que Sinatra no olvidará nunca. Desde entonces, Peter Lawford ha sido excluido del clan Sinatra en Las Vegas.

–Sí, mi hijo es como yo –dice con orgullo Dolly Sinatra–. Si se le contraría nunca lo olvida. Pero –aclara en seguida– no consigue hacer nada que su madre no quiera. Incluso ahora lleva la misma marca de prendas interiores que le solía comprar.

Hoy Dolly Sinatra tiene 71 años, uno o dos menos que Martin, y durante todo el día hay gente que llama a la puerta trasera de su casa pidiéndole consejos o buscando su influencia. Cuando no recibe visitas o no está en la cocina, se ocupa de su marido, un hombre callado pero testarudo, y le hace apoyar el brazo dolorido en la esponja que ha colocado en el brazo de su butaca.

–Oh, este hombre ha ido a incendios terroríficos –dijo Dolly a una visita, señalando con gestos admirativos al marido sentado en su butaca.

Aunque Dolly Sinatra tiene 87 ahijados en Hoboken, y sigue yendo a esa ciudad durante las campañas políticas, vive ahora con su marido en una bonita casa de dieciséis habitaciones en Fort Lee, Nueva Jersey. Esta casa fue regalada por el hijo, hace tres años, en sus bodas de oro. Está amueblada con gusto y está repleta de contrastes entre lo piadoso y lo mundano: fotografías del Papa Juan y de Ava Gardner, del Papa Pablo y Dean Martin; varias estatuas de santos y agua bendita, una silla con autógrafo de Sammy Davis Jr. y botellas de whisky. En el estudio de joyas de la señora Sinatra hay un magnífico collar de perlas que acaba de recibir de Ava Gardner, a quien quiso muchísimo como nuera y con la que todavía mantiene contacto y menciona a menudo. Colgando en una pared hay una carta dirigida a Dolly y a Martin: “Las arenas del tiempo se han convertido en oro; sin embargo, el amor continúa desplegándose como los pétalos de una rosa en el jardín de la vida de Dios… Que Dios los proteja por toda la eternidad. Le doy las gracias, les doy las gracias por el don de la existencia, su hijo que los quiere, Francis…”.

La señora Sinatra habla por teléfono con su hijo al menos una vez por semana. Hace poco Sinatra le sugirió que cuando fueran a Manhattan hiciera uso de su apartamento en la Calle Setenta y Dos Este, cerca del río. Está en un barrio caro y elegante de Nueva York, aunque en la misma manzana haya una pequeña fábrica. Dolly Sinatra se sirvió de esta oferta para tomar represalias contra su hijo por algunas declaraciones no muy lisonjeras que había hecho sobre su infancia en Hoboken.

–¿Qué? ¿Quieres que vaya a tu piso, a aquella pocilga? –preguntó–. ¿Crees que quiero pasar la noche en aquel horrible vecindario?

Frank Sinatra comprendió al vuelo y dijo:

–Mil perdones, señora Fort Lee.

Después de haber pasado toda la semana en Palm Springs, Frank Sinatra, muy mejorado del catarro, volvió a Los Ángeles, una bonita ciudad de sol y sexo, un descubrimiento español lleno de miseria mexicana, un país estelar de hombrecitos y de mujeres esbeltas con pantalones muy ceñidos que entran y salen de sus descapotables.

Sinatra regresó a tiempo para ver junto con su familia el documental tan esperado de la CBS. Cerca de las nueve de la tarde llegó en coche a la casa de su ex mujer Nancy y cenó con ella y sus dos hijas. El hijo, al que ven raramente, estaba fuera.

Frank Jr., de veintidós años, estaba de gira con un conjunto y viajaba a Nueva York, donde estaba contratado en Basin Street East con la orquesta de los Pied Pipers, con los que Frank Sinatra había cantado con la banda de Dorsay en 1940. Hoy en día Frank Sinatra Jr., nombre que le puso su padre en honor de Franklin D. Roosevelt, vive casi siempre en hoteles, cena cada noche en su camerino del club nocturno y canta hasta las dos de la madrugada, aceptando amablemente, dado que no tiene más remedio, la inevitable comparación. Tiene una voz suave y agradable que con el ejercicio está mejorando. Es muy respetuoso con su padre; habla de él con objetividad y, a veces, con arrogancia contenida.

Según Frank Jr., refiriéndose al principio de la fama de su padre, ha habido “un Sinatra de recortes de periódico” que tenía el propósito de “apartar a Sinatra del hombre corriente, de las cosas cotidianas; de repente ha surgido el magnate fogoso, el Sinatra súper normal, no súper hombre, sino súper normal. Y este es –seguía diciendo Frank Jr.– el error, el gran camelo, porque Frank Sinatra es normal, es un tipo con el que cualquiera puede toparse al volver la esquina. Sin embargo, hay otro factor, el disfraz súper normal que ha influido tanto en Frank Sinatra como en cualquiera que vea uno de sus programas televisivos o lea un artículo sobre él…”

“La vida de Frank Sinatra en los comienzos era tan normal –dijo–, que nadie en 1934 hubiera creído que este chiquillo italiano de pelo rizado se convertiría en un gigante, en un monstruo, en la gran leyenda viviente… Conoció a mi madre –Nancy Barbato, hija de Mike Barbato, estuquista de Jersey City– en un verano en la playa. Y ella conoció al hijo de Martin, un bombero, en un verano en la playa de Long Branch, Nueva Jersey. Los dos son italianos, los dos son católicos, los dos son unos tortolitos de clase media baja, es como un millón de películas malas protagonizadas por Frankie Avalon…

“Tienen tres hijos. El primero, Nancy, fue el más normal de los hijos de Frank Sinatra. Nancy fue cheerleader, iba a campamentos de verano, conducía un Chevrolet, tenía la clase de desarrollo más fácil, centrado en el hogar y la familia. El siguiente soy yo. Mi vida con la familia es muy, muy normal hasta septiembre de 1958, cuando, en completo contraste con la educación de las dos chicas, me mandan a una escuela preparatoria. Ahora estoy lejos del círculo más íntimo de la familia, y nunca he recuperado mi posición desde entonces… El tercer hijo es Tina. Y para ser totalmente honesto, no sabría decir cómo es su vida…”

El show de la CBS, narrado por Walter Cronkite, empezó a las diez de la noche. Un minuto antes de eso, la familia Sinatra, que había terminado de cenar, giró las sillas para ponerse de cara a la cámara, unida por el desastre que podía suceder. Los hombres de Sinatra en otras partes de la ciudad, en otras partes de la nación, estaban haciendo lo mismo. El abogado de Sinatra, Milton A. Rudin, fumando un cigarro, estaba mirando con ojos atentos, una alerta legal en la mente. El programa también iban a verlo Brad Dexter, Jim Mahoney, Ed Pucci; el maquillador de Sinatra, “Shotgun” Britton; su representante en Nueva York, Henri Gin, su camisero, Richard Carroll; su agente de seguros, John Lillie, su mayordomo, George Jacobs, un guapo negro que, cuando recibe a chicas en su apartamento, pone discos de Ray Charles.

Y como sucede con buena parte del miedo de Hollywood, la aprensión por el show de la CBS demostró carecer de razón. Fue una hora enormemente halagadora que no hurgó profundamente, como insistían los rumores, en la vida amorosa de Sinatra, o la mafia, u otras zonas de su provincia privada. Si bien el documental no era autorizado, escribió Jack Gould en el New York Times del día siguiente, “podría haberlo sido”.

TERCIOPELO

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HÁGASE DESPUÉS DE LEERSE
Mariana Ozuna Castañeda

En Culiacán, una mujer se masturba en la sala de cine durante la exhibición de 50 sombras de Grey… Otra novela que brinca de la letra impresa a la pantalla grande. Múltiples clamores se levantan a favor y en contra del fenómeno de las sombritas: que si es de “buen gusto” (descubrí que es un eufemismo de mojigatería); que si el protagonista se parece a Enrique Peña Nieto (comentario de la miope y barbera Shanik Berman, y que no sé si es a favor o en contra); que si existe mucha y buena literatura erótica y pornográfica (La historia de O de Pauline Réage), y cine como El imperio de los sentidos, o Perfect blue de Satoshi Kon, para qué leer esa novela “espanta burgueses” (dijo mi amigo JA enajenado literario, cinéfilo y melómano); que está llena de clichés, cuyas actuaciones son pésimas, que…, y a esto se suman los memes que ridiculizan la película.

El fenómeno de las sombritas reconoce el poder consumidor del deseo femenino, somos sujetos sexuados consumidores (¿ávidas?), cuya libido será pastoreada hacia los campos de la industria editorial, fílmica, o de producción de objetos eróticos. Con todo, este fenómeno puede significar la posibilidad de reconocerse sexualmente para muchas mujeres, saber de su deseo y explorarlo “a salvo” y con el beneplácito social. Porque el fenómeno Grey está dentro de los planes —como bien diría el Guasón interpretado por Heath Ledger—, coincide con la visión estereotipada de la sexualidad femenina: ingenua, inexperta, que requiere conducción masculina hacia su propia satisfacción, “nada de perversión y mucho de sumisión”, insiste JA.

Otro producto erótico para mujeres que eriza las nucas de muchos se llama yaoi. Mientras los ejemplares de la novela de E.L. James pueden encontrarse en los pasillos de los supermercados, el yaoi es prácticamente desconocido para la mayoría de las mujeres, algunas lo consideran pervertido, inmoral, de mal gusto, indecente, sucio, enfermo, y por eso atrae…, nada de eso, el yaoi es también estereotipo.

Me topé con el yaoi hace una década (¿hace tanto?), de manos de una estudiante de comunicación de la Universidad del Claustro de Sor Juana, ella, divertida, leía yaoi en el transporte público, feliz ante los suspiros de impaciencia y las miradas de escándalo de los pasajeros: “¡Las señoras, me echan unos ojos!, pero no les molesta la página 3 del Ovaciones ni las revistas de encueradas”, me decía sin rubor en sus mejillas. Lo permitido se identifica con lo aceptado.

El yaoi es un género de cómic japonés destinado para el consumo femenino, que narra amores entre dos varones. Tanto los varones como los amores son idealizados: hermosos ellos, suaves, dulces, tiernos hasta en el climático instante de la penetración, generalmente omitido. Hay diversos subgéneros, la constante es la narración romántica ideal donde uno de los personajes interpreta al experimentado varón, que curiosamente es el activo; mientras el otro es un joven, inexperto y pasivo que será iniciado —y aceptado amorosamente— en la sexualidad gay.

Ni Gray con sus sombras, ni el yaoi con sus hermosísimos amantes gay aportan perversión, sino sumisión; no se atreven a salir del cinturón de protección para las mujeres: el amor, el verdadero domesticador de la sexualidad femenina, el único, más barato y occidentalmente distribuido y aceptado calzón de castidad. A pesar de todo, quizá gracias a las sombritas o al yaoi algunas se encaminen fuera de los senderos prediseñados para el consumo y la contención, quizá de eso se trataba el tocamiento en Culiacán (con albur), de salirse del sendero, extraviarse y explorar, explorar.