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JUGUETE RABIOSO

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VIOLENCIA DE ORIGEN

“¡Pórtese bien!”, “Uy, este útero parece de señorita”, “Por mí no relajes, pero si te lastimo es tu culpa”, “¡Usted qué sabe, señora!”.

Estos días he conocido testimonios de mujeres de distintas edades y contextos que parieron en hospitales del Seguro Social mexicano, sanatorios particulares o fuera del país; partos naturales, cesáreas, o que se practicaron abortos; intervenciones médicas que salvaron las vidas de sus hijos o que las pusieron en riesgo. En la minoría de los casos, las cosas salieron bien de inicio a fin. En la mayoría, estas mujeres y sus parejas o acompañantes tuvieron que pasar, sobre todo en el sistema de salud pública, por verdaderos calvarios de negligencia, maltrato verbal y prácticas médicas abusivas. Muchas de estas mujeres se sintieron violentadas y humilladas por parte del personal hospitalario en algún punto de su embarazo o durante el parto, más de una me dijo que el tacto es vejatorio. Más pobres, más marginadas: más violencia. Historias de horror.

Esto se llama violencia obstétrica, no es una percepción exagerada de mujeres “sensibles”, ni consecuencia repentina de los huecos en los servicios de salud, aunque su precariedad pudiera identificarse también en el entramado de la violencia obstétrica: es una realidad sistémica, de base. Y hay que rastrearla desde abajo para encontrar sus entronques más amplios: el patriarcado, la supremacía del discurso médico ―inscrito en ese patriarcado―, que niega la voluntad de las pacientes, se apropia particularmente del cuerpo y la subjetividad de las mujeres y las somete a tratos de violencia, infantilización y cosificación alarmantes, agravados con discriminación y racismo; la burocratización de la salud, la medicalización del sujeto biosocial, el capitalismo, etcétera.

En contraparte, existe un movimiento de salud reproductiva extendido en el mundo, que se asume como holístico y se confronta con la tecnificación del parto: “parto humanizado” ―cuyo ideólogo contemporáneo identificable es el médico obstetra Michel Odent―, el cual contempla prácticas de parto, posparto y crianza que respeten los derechos de la mujer (sus necesidades y emociones) y del hijo, y atienda las recomendaciones de la OMS en materia de obstetricia, como: no considerarla enferma, no forzar el parto, no practicar cesárea si la mujer no lo desea y no hay riesgos, informar a detalle y con claridad a la mujer de su situación, permitirle opinar y respetar sus decisiones, permitir la entrada del padre o un acompañante, no separar a la madre del hijo de inmediato, lactancia sin interferencias, etc. Fomenta el parto natural, cuando es posible, en casa con asistencia de parteras y doulas. Apela, en general, por restituir el derecho de las mujeres a decidir sobre sus maternidades y necesitar menos de la intervención institucional, en un escenario en el que la medicina interfiera respetuosamente cuando es necesario.

Es cierto, en varios casos en los que algunas mujeres habían preparado partos en casa con parteras, las complicaciones hicieron que tuvieran que acudir al hospital. La intervención médica fue fundamental para que hoy sus hijos estén con ellas. Es cierto, también muchas mujeres y niños han muerto en partos en casa por razones que pudieron evitarse con mínima intervención médica o higiénica, aunque hoy el mayor número de muertes maternas se da en los centros de salud. No se trata de ver como binomio dogmático el parto institucionalizado vs. parto en casa con asistencia de parteras y ver quién gana, sino de pensar cómo las ventajas, las revisiones y los replanteamientos de una práctica pueden confrontar y contribuir a desmontar los vicios de la otra, y romper el cerco que el patriarcado, el capitalismo y la discriminación han levantado en el sistema de salud y las escuelas de medicina, violentando insistentemente a las mujeres y sus cuerpos (sobre todo las más pobres y marginadas) y despreciando conocimientos tradicionales, en lugar de asimilarlos y complementarlos.

En Argentina han logrado hacer ley estatal el parto humanizado para todas las mujeres en instituciones de salud (al menos en el papel) [http://www.msal.gov.ar/vamosacrecer/index.php?option=com_content&id=390:ley-nacional-no-25929-ley-de-parto-humanizado&Itemid=225]. No es un regalo del Estado, es el producto de una lucha de la que muchos entienden poco o de la que no sabían siquiera que existía, y la consecuente vigilancia de su cumplimiento. Detrás del parto humanizado hay mujeres y varones que preguntan de entrada si es el hospital el lugar adecuado para parir, quién y cómo debe prepararse para atender a las mujeres embarazadas; visibilizan, denuncian, se enfrentan. Es una lucha por autonomía y respeto, con la que buscan desmontar, muy de a poco y con muchos obstáculos, un aparato violento y productor de subjetividades desde su base primigenia: el nacimiento.

*En México, el 30 de abril de 2014 se aprobó incluir a la violencia obstétrica en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. La tipificación en los códigos penales sigue en debate: http://comunicacion.senado.gob.mx/index.php/informacion/boletines/12513-senado-aprueba-sancionar-violencia-obstetrica.html
*Violencia obstétrica en México: http://cisav.mx/violencia-obstetrica-en-mexico/
*El “parto humanizado” en México no constituye una ley particular, aunque se conozca de su existencia: http://www.spps.gob.mx/avisos/1628-parto-humanizado.html

EL DÍA QUE PLAGIÉ

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A María Eugenia Merino y Verónica Murguía.
Todo por el plagio de Pérez-Reverte,
caso que Verónica ya dio por cerrado:

Pienso que un creador plagiado, luego de superar el duelo por el trago amargo, debe sentirse orgulloso y moralmente superior al menos durante dos minutos (máximo diez, ojo) ante quien le ha robado su creación. Es motivo de halago el saber que una idea propia fue considerada por alguien más como para adueñársela. Claro está, el bribón se convierte en culpable de dos actos que lo vuelven despreciable: hurtar algo ajeno y luego hacer malabares para demostrar que es suyo, no del autor original. Ello se convierte en una aceptación implícita de inferioridad por parte de quien plagia. Pero dado que una creación literaria o artística que valga siempre termina por trascender a la vida del autor, resulta ocioso pensar en la fama terrenal cuando el conjunto de la obra se sostiene por sí mismo. Agotado el preámbulo, es momento de hacer pública una confesión.

Mi plagio lo descubrió María Eugenia Merino hace 12 años cuando llegó a su fin el ciclo en el que tomé una clase con ella. Las atenuantes pueden ser muchas, pero sí, sí fue un plagio. Lo que estaba en juego era una calificación semestral. Todo había comenzado con una lectura que gocé ampliamente, La balada del café triste, de Carson McCullers. Después habría que entregar un ensayo de cinco cuartillas, algo que no fuera sólo un reporte de lectura. Por aquellos años el tiempo me rendía poco, casi nada; cruzaba la ciudad para llegar en tiempo a tomar mis materias. Lograba librar casi siempre la distancia, pero por alguna razón olvidé que la Ley de Murphy goza de manifestar su maldad con soltura en días cruciales. Las trayectorias de los eventos que estuvieron dormidos por largo tiempo decidieron despertar de manera simultánea para pelear por el mismo instante, como dos mozalbetes que pretenden quedarse con el balón que encontraron en el terreno baldío. El trabajo de fin de semestre debía entregarlo un martes a las cinco de la tarde. Cosa curiosa, la semana previa un viaje de trabajo se prolongó hasta el domingo. Luego el lunes optó por sumar percances menores que exigieron minutos valiosos. Llegó el martes, y apenas había escrito dos cuartillas de las cinco solicitadas. La hora de entrega se acercaba. Entonces hubo que apresurar la salida de mi despacho, conducir por el Periférico que a esa hora todavía estaba tranquilo y pensar en algo durante el camino. Finalmente llegué a la Escuela e hice escala en el café-internet de enfrente (las tablets no habían salido al mercado y el internet inalámbrico era lentísimo). Escribí poco más de una cuartilla con los apuntes que había reunido durante la lectura. El tiempo seguía su marcha. Busqué en la red algunos resúmenes acerca del libro, al tiempo que revisaba las páginas web sobre McCullers y su obra. La angustia salía de su condición incipiente y amenazaba con abandonar el cascarón en cualquier momento. Fue cuando una de las búsquedas desplegó en la pantalla un trabajo universitario en inglés, bastante completo y sólido. Brisa fresca. La cuartilla y media que me faltaba se convirtió en un frenético trajín que incluyó traducción simultánea, mecanografía cardíaca y consulta bibliográfica. Mientras mis dedos oprimían el teclado cual secretaria ejecutiva, llegó a sentarse junto a mí a una compañera de clase, la noté inquieta. Apenas y nos saludamos; ella se concentró en el monitor. Hacia las 16:55 terminé de traducir el texto que la chica estadounidense compartió amablemente en el ciberespacio. Imprimí ahí mismo el texto, quizás un par de veces, pues las hojas se atoraban en los rodillos de la vieja impresora. De cualquier modo con el hallazgo completé las cinco cuartillas. Esa misión parecía cumplida. Entregué en tiempo y forma el trabajo.

La semana siguiente un compañero de clase me dijo que la maestra necesitaba hablar conmigo, agregó que era muy importante. Acudí al llamado. Ella estaba en su pequeño privado, muy seria. Sin decir nada me devolvió el texto, en el que había escrito primero un “diez”, tachado con rojo y arriba “cero” (o cinco, no recuerdo bien). Junto a mí estaba la compañera preocupada que había visto en el negocio con internet. La maestra indicó que ambos estábamos reprobados, pues se le había hecho muy extraño que en dos estilos tan distintos (mi compañera de clase era poeta) apareciera la misma frase con referencia a un evento que al resto del grupo le había pasado desapercibido en el libro. En efecto, esa compañera encontró la misma página web y también eligió traducir. La amenaza era que podrían darnos de baja, pues el tema del PLAGIO era imperdonable en una escuela que había sido fundada gracias a una Sociedad Autoral cuyo espíritu era justamente el respeto al Derecho de Autor. La anécdota –vergonzosa, sin duda– terminó con una segunda oportunidad. La maestra nos calificaría sobre un tabulador menor al 10, a cambio debíamos repetir el trabajo con el doble de cuartillas. Es decir, fue un castigo meramente escolar, eso sí, nada grato dado el contexto.

Mientras reflexionaba sobre la nueva entrega solicitada tuve tiempo de hacer memoria en cuanto a mis plagios anteriores. Lamento reconocer que sumaba tres. El primero se remontaba a mis años en la primaria, cuando se estrenó Star Wars en México. Al día siguiente de ir al cine mi papá nos llevó como cada mes a la peluquería Le Parisien, esa que estuvo junto al Teatro de los Insurgentes, en la esquina con Mercaderes, frente al Vips en el que los motociclistas de onda solían reunirse para tomar sus malteadas en la segunda mitad de los años 70. El plagio consistió en un corte de cabello. Pedí al peluquero que me dejara como Han Solo, es decir, de raya en medio. Incómodo de que me peinaran en el kínder con la raya de lado, era momento de tomar una decisión sobre mi aspecto, así que con mis seis años cumplidos como aval de autodeterminación, mostré al hombre de las tijeras la sección del periódico donde venía la cartelera de cine y le di a entender que pusiera manos a la obra.

Mantuve ese mismo estilo de corte hasta quinto de primaria, pues en sexto ingresé a la selección de basquetbol y la banda elástica de toallita que usaba en la frente como el héroe de la época y estrella de los Lakers, Kareem Abdul-Jabbar, no se llevaba con mi peinado. Ese fue el segundo plagio.

El tercero data de 1985, y nuevamente tuvo que ver con la peluquería. Esa vez era Alex Lifeson, el guitarrista de Rush. Me pareció adecuado replicar el corte de cabello con el que aparecía su foto al interior del álbum Power Windows. El basquetbol ya lo había dejado por la paz y para entonces jugaba tenis. Según yo, mi look fue una buena decisión. Me sentía más seguro para acercarme a las adolescentes del club. Todo lo demás fue mera anécdota, excepto un amor que duró varios meses. Desde mi opinión, había logrado ligarla por ese corte de cabello, pero luego ella me dijo que en realidad le gustó de mí el passing-shot con el que gané un set a su hermano, poco mayor que yo. Fue cuando entendí que no era necesario imitar a nadie para obtener lo que uno quiere en la vida (y eso que todavía no había visto ninguna película de Woody Allen; apenas tenía 13 años y al genio de Brooklyn lo descubrí hasta los 15, aunque sí solía leer la tira cómica del periódico dominical basada en él). El plagio de aquél corte de cabello sólo sirvió para una ilusión personal que no me llevó a nada, más que a unos cuantos cuchicheos a mis espaldas, y ya.

Uno se traslada poco a poco hacia la parte contraria, la que despierta gula y ambición entre los hinchas que pueblan las partes altas de las tribunas. Primero fueron los escenarios. Hablo de un paso efímero y nada trascendente por la escena rocanrrolera, en el que mi presencia si acaso causaba un poco de cólera entre los greñudos que se fusilaban mis riffs y composiciones. De un momento a otro cumpliría 17.

Por aquellos años Alex Otaola estudiaba en el Estudio de Arte Guitarrístico. Era buen cómplice de la misma locura musical que me envolvía. Un tipo original, de una pieza. Lo malo fue cuando tuvo el desatino de invitar a nuestra banda a un nuevo-rico de Copilco-el-Bajo, que terminó por arruinarlo todo. El junior sedujo con algunas groupies de su barrio al buen Alex –no el de Rush–, pero al cabo del tiempo le dio baje con un combo cerebro-bafle Peavey y a mí un proyecto musical que nada logró con él. En efecto no eran composiciones como para presumir, pero al menos había originalidad y riesgo. Yo solía oponerme a tocar covers, pero el nene de Copilco-el-Bajo que hurtó el ampli al Alex buscaba sólo la fama y presumir en la prepa que formaba parte de una banda. Los videos con conciertos de Iron Maiden o la película The Song Remains de Same, de Zeppelin, me ayudaron a comprender que había una enorme distancia entre lo que tocábamos y el verdadero Rock. En contraparte un grato recuerdo de aquella época fue cuando el mismo Otrarrola se refirió a mis composiciones musicales de una manera que hubiera parecido burla, pero ahora entiendo que fue un halago. “Luis es como Zeppelin, compone varias rolas malas para que le salga una muy chingona”. Vale, eran comentarios de adolescentes. Pero un buen día Marcelito, mi mejor amigo y miembro honorario de la banda (además de mecenas de nuestro primer estudio de ensayos), me dejó saber que el junior de Copilco-el-Bajo me tiraba mala vibra. No entendí a qué se refería, de hecho supe el significado de “mala-vibra” hasta el siguiente año; entenderán ustedes que lo mío era el tenis, escribir algunas rolas que se olvidarían con el tiempo y soñar historias –muchas veces en voz alta– que ahora convierto en películas, libros y series de televisión. Ese fue el primer descalabro que experimenté con el Plagio: George Lucas, Kareem Abdul-Jabbar y Alex Lifeson me habían pasado sus respectivas facturas.

De cualquier modo la vida en algún momento devuelve el equilibrio que cada ser vivo se merece y hoy día Otaola es uno de los mejores guitarristas del país. Por otra parte, este que escribe tiene la fortuna de contar historias a millones de personas a través de las pantallas y, bueno, el plagiario de Copilco-el-Bajo, cuyo botín sumó proyecto rocanrrolero infantil más un amplificador Peavey de 2 piezas, tiene una barriga pronunciada, muchos dolores de cabeza y el olvido más grande que sus nostalgias, según me han contado. La mezcla “escasotalento + muchoEgo” son a menudo causas de los eventos más tristes de la vida terrícola. Claro, uno lo ve así porque es marciano. Pero como en esta región del Sistema Solar se predica con el ejemplo y los menos de diez minutos propuestos para creerse mucho se agotan, dejemos en paz y para siempre al nuevo-rico de Copilco-el-Bajo.

Después de eso me han plagiado algunas cosas más, ninguna realmente grave. Por ahí las iniciativas que uno empuja a veces se convierten en algo grande, y otras se desvanecen pronto. A fin de cuentas ¿de quién es una Idea? A veces coinciden éstas en circunstancias y lugares muy distintos pero en momentos casi simultáneos. Por ejemplo, una novela que inicié en 2004 preferí dejarla incompleta durante largo tiempo, pues la premisa y trama eran casi idénticas a la película Dolls de Takeshi Kitano, que vi en 2005, sólo que en vez de Japón, propuse un barrio de Magdalena Contreras cerca del bosque Los Dinamos. Habría sido una vergüenza enfrentar otra experiencia tan embarazosa como la de esa cuartilla y media que traduje de un texto de internet por la cual estuve a punto de ser expulsado de una escuela donde se forman escritores. Me da terror imaginar si hubiese entregado a la editora que por entonces me asesoraba, una novela que en las primeras diez cuartillas pareciera la versión charra del citado filme japonés.

Cada vez que pienso en el plagio también recuerdo el apartado correspondiente al tema que se redactó en el Convenio de Berna de 1896, revisado, actualizado y enmendado 8 veces hasta la versión vigente que data de 1979. El derecho moral y el derecho patrimonial corresponden al autor de una obra intelectual. Más allá de una desmesurada ambición, mirar el texto u obra como algo que trasciende el chabacano asunto monetario, no lo exime de su condición mercantil, dado el contexto social en el que aparece. No podemos ignorar el código socialmente aceptado para incorporar al terreno “Legal” una obra de arte, y que incluye el intercambio económico. Más allá de si el responsable de la creación pensó en recibir o no una retribución monetaria, por más hippies que pretendamos ser, en lo general el mundo funciona así (particularidades debe haber miles). Pero en el supuesto de que el creador acuda al terreno del altruismo, al menos hay una consideración que lo puede salvar del anonimato: El derecho moral. Dicho de otro modo, la huella de quien transformó una idea en algo reconocible por al menos uno de los cinco sentidos y que dará la batalla contra el tiempo (hasta el arte efímero puede caber en esta suposición). No se trata de un Absoluto. En efecto, hemos llegado a los límites de la ridiculez, y hoy día uno ya no se sorprende de encontrar pequeños establecimientos de comida Cocina de Autor conformada por platillos que nuestras abuelas preparaban con mejor sazón y sin fines de lucro.

Demos un salto enorme hacia atrás e instalémonos en la Edad Media, o en la era presocrática, si es que insistimos en el eurocentrismo. ¿Cómo saber los nombres de creadores si no era usual registrar contratos en las notarías y los códigos de barras o tridimensionales ni existían? Hoy día carecemos de testimonio que nos indique la autoría de obras generadas entre Olmecas, Persas o antiguos asirios. Tal vez una aportación del Renacimiento que debamos agradecer es la autoría como un tema que fortalece el individualismo en su fase temprana, aunque luego la visión mercantilista llevara al rango de virtud la ambición desmesurada.

Se critica a los autores que se preocupan demasiado por el derecho patrimonial de sus obras. Casi no se habla de las instancias que lucran sin decoro con la creación de dichos autores. Se habla mal de los No-Famosos que reclaman el reconocimiento a sus creaciones. Se defiende mucho a los Famosos que tratan con desdén a esos No-Famosos. Luego vienen textos, pronunciamientos mañosos y hordas de lameculos, para hacer quedar como arribistas y trepadores a los que genuinamente sólo quieren que se reconozca la originalidad de una creación. Por otro lado, está ese otro sector culturoso del que emanan los oportunistas y que todo el tiempo están buscando sus quince minutos warholianos. Basta acudir a una inauguración de Galería o Museo, a cualquier Premier de película o eventos afines para encontrar hasta en los bocadillos a seres ansiosos de salir en la foto, de ver su nombre “publicado” donde sea.

Aquella película de Robert Alman, The Player (El Ejecutivo), quizá sea propicia para considerar de una buena vez lo que implica andar por el mundo como tipo cool sigloveintiunero: un abusivo productor de Estudio mainstream hollywoodense que asesina al guionista para no darle el crédito –ni el pago– de una historia. El pez grande se come al chico, y quizás así ha sido desde que éramos peces. Pero podría ser momento de dejar de comportarnos como tiburones dado que es una especie muy arcaica y pensar que, como animales más evolucionados, algunas veces hasta pensamos. Poco después, comencé a redactar nuevamente el reporte de lectura, ahora sí, completamente original.

Luego de todos estos años, además de invitar a que se evite el plagio en cualquiera de sus formas, recomiendo la experiencia de leer a Carson McCullers o Verónica Murguía, y también a Antonio Muñoz Molina o Juan Marsé; así evita uno la soberbia de Pérez-Reverte y su ejército de bots en Twitter.

VHS

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VAHO, LA CIUDAD SIN AGUA

La Ciudad de México es un continente; es decir, un espacio territorial diverso, heterogéneo y superpoblado. En ella varían los ecosistemas: el clima, el paisaje y la cotidianeidad de sus habitantes. Una de las imágenes menos relacionadas con ella, es la de un desierto. Por el contrario, la pensamos comúnmente como un tumulto de gente, construcciones, automóviles y vendimia. Pero Vaho (Alejandro Gerber, 2009) inicia precisamente con un gigantesco espacio deshabitado en el que sólo hay tierra seca.

La película nos dice que es un lago que secaron, pero no especifica cuál. (¿Privatizan el agua en nuestros días?) Sólo podemos suponer que es cerca de Iztapalapa, puesto que ahí transcurre el resto de la película, y que posiblemente se trata de una parte de la conurbación con Texcoco, en el Estado de México. Éste es el mérito de Vaho, mostrarnos una Zona Metropolitana del Valle de México, ya no una Ciudad de México, distinta a cómo se le piensa y, sobre todo, retrata, donde una gran parte de su población, quizá la mayoría, habita en periferias en los cerros circundantes. Al menos así lo viene siendo desde hace 25 años, pero el cine ha hecho poco o nada por mostrárnoslo.

La chilangópolis que aquí se muestra, poca o ninguna relación guarda con esas avenidas céntricas que vimos en Los Caifanes (Juan Ibáñez, 1967), por donde ahora pasa el Turibús y las Ecobici, ni con los lugares comunes de barriada: Tepito, Lagunilla y anexas, reiterados en tantas y tantas cintas, como tampoco con esa zona de confort del tipo Sexo, pudor y lágrimas (Antonio Serrano, 1999). Vaho tiene como referente, más bien, a Perfume de violetas (Marisa Sistasch, 2001), sobre unas chavas de secundaria en Santa Úrsula. Y acá vemos calles y lugares poco reconocibles para quienes no son del rumbo: las torres de alta tensión en Luis Manuel Rojas, el Metro Constitución de 1917, la cima del Cerro de la Estrella o la Calzada Ermita Iztapalapa a la altura de Santa Cruz Meyehualco (que me parece que llegó a verse en Mecánica Nacional, de Luis Alcoriza, 1971).

Iztapalapa es otro planeta y es gigantesco. Pero en él se desencuentran y reencuentran sus oriundos de vez en tiempo. José, Felipe y Andrés son tres chavos que acaban de pasar la adolescencia. Rondan los 20 años y están en el momento en que se enfrentan a sus primeros fracasos y frustraciones propios, que resultan de malas decisiones, errores, mala fortuna o condiciones adversas. Aunque hijos únicos de familias monoparentales, no son universitarios y no hay mucho en el umbral de su porvenir: uno aspira a ser viene-viene, otro a ser conchero en algún tianguis del rumbo y otro trabaja en un café internet, pero padece una culpa desde su infancia que no lo deja en paz.

La gran familia mexicana aquí ya no existe, sino en fragmentos. A sus propios fracasos y errores, los jóvenes padecen también los de sus padres: sus limitaciones, sus temores, sus vicios o su tendencia a la autodestrucción. Sin embargo, pese a que se reconoce mucha soledad en los personajes, no hay sufrimiento. No hay probrecitos en la película, como tampoco alguna alegoría de lo sórdido, aunque hay un par de escenas con sabor a Ripstein.

Gerber no juega con morbo ni alienta estereotipos o prejuicios. En ningún momento asoma la delincuencia, por muy inhóspitas que parezcan las calles, como tampoco la compra, venta o consumo de drogas ilegales. No aparecen malandros en motoneta, como tampoco antros cutres con cumbias o reggaetón. En cambio, nos deja ver el alcoholismo, la corrupción policiaca y, sobre todo, que Iztapalapa es un lugar donde la gente trabaja, estudia y se esfuerza por salir adelante todos los días.

Pero Iztapalapa está lejos de ser el reino de la buena onda. Ahí está el desorden en la urbanización, la escasez del agua, los pleitos por ella, el desperdicio de ella, el agandalle, y, en el peor de los casos, el linchamiento como método de impartición de (in)justicia, propio del pueblo bueno en el México bárbaro. Antaño amigos y compañeros de la secundaria, la historia de los tres queda marcada desde entonces por esa ejecución, cuando querían ser novios de la misma niña y Felipe, para ocultar su travesura, acabó por iniciar un rumor que acabó por culpar al velador de la escuela de haber abusado de ella.

La historia no es sencilla y está narrada diacrónicamente. En tres épocas: 1964, el presente y ocho años antes del presente. Hay que verla al menos un par de veces para acabar de comprender su espiral y elíptica, que le da aires de cine de arte y festival. Inicia y termina mostrándonos ese paisaje desértico, con una imagen no carente de metáfora: la fundación de un mito, con el hallazgo de un bebé que sobrevive amamantándose del pecho de su madre muerta de sed, ahí, en medio de la nada.

Pero el mito fracasa. No obstante la proclividad de la credulidad religiosa de mucha gente dispuesta a interpretar cualquier incidente como una presencia de lo sobrenatural y una ventana de oportunidad para el milagro, el intento por presentar como un santuario el lugar donde el niño fue hallado y hacer de su madre fallecida una santa, no resulta. “Putas no sirven para cuidar santos”, sentencia el padrastro a la madre adoptiva, en referencia a su profesión, de fama pública, y la escasa aportación pecuniaria de los peregrinos.

El final no es feliz ni trágico. “Tú no tienes la culpa de que yo tenga recuerdos”, es la respuesta que recibe Felipe para su expiación de su culpa tras confesar su secreto. Los jóvenes no tienen más que seguir con sus vidas lo mejor que puedan y se reconocen a la distancia durante la representación de La Pasión de Semana Santa, que aquí aparece como seguramente es: un amasijo kitsch, caótico, atropellado, tumultuoso y bizarro.

Allá en lo alto, en lo más alto, en un peñón donde vive y ejerce su oficio la madre adoptiva de aquella criatura que halló en el desierto, una casa de techo con varillas cubiertas por envases de refresco, por las noches la Ciudad de México se ve como un océano de luces. Es como verla desde fuera, más que desde arriba.

TERCIOPELO

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EL VARÓN INMÓVIL
Mariana Ozuna

La conmemoración del 8 de marzo sigue agitando con sus ondas nuestros barquitos de papel: mesas redondas, seminarios, reuniones académicas, efemérides en las redes sociales, y el tufo de convertir por medio del consumo este día en otro 10 de mayo: ofertas en spas, tiendas departamentales, salones de belleza. El 10 de mayo, los electrodomésticos para las mamás, quienes han de encargarse por siempre de las labores de casa; el 8 de marzo es para “consentirse una”, comprando y embelleciéndose para complacer…

He escuchado a muchos hombres etiquetarse como feministas, incluso sumarse a marchas, o proferir expresiones contra el sexismo y el patriarcado. La cuestión es que se suman, se adhieren o solidarizan, incluso con frases curiosas como “sí, pobres de ustedes”, “la tienen más difícil porque son mujeres”, “es que eres mamá y así está cabrón”… A veces a estos hombres, conocidos o amigos casi todos ellos, les pregunto qué están dispuestos a transformar con su feminismo simpatizante, y ahí todo se pone vago, aparece la “ayuda”. Ellos están dispuestos a ayudar en la casa, a ayudar en la crianza, a ayudar cocinando, a ayudar…, y claro, como es una ayuda pues a veces se puede y a veces no. La responsabilidad es de la mujer a cargo.

Asumir su papel como varones en la crianza tanto como para organizarse y exigir condiciones laborales que les permitan compartir con sus hijos más horas, lo veo difícil. Reunirse con otros hombres para estudiar y comprender de qué manera quieren ser hombres, lo veo difícil. Es un lugar común entre mujeres decir que los hombres no hablan, como lo es entre los varones decir que nosotras nos excedemos en parlotear. El punto es que los movimientos obreros, los movimientos sociales encabezados por hombres son parte de la historia mundial, pero cuando se trata de cuestionar los beneficios de la servidumbre femenina, parece que hay poca inspiración o interés.

En su cara se dibuja la perplejidad o la incomodad al menos, cuando a mis amigos o amantes les pregunto ¿cómo piensas participar en la crianza de tus hijos (los que expresan que sí quieren ser padres)?, ¿te harías cargo de lavar la ropa siempre? (y siempre es siempre, per secuela seculorum), ¿pedirías un día en el trabajo so pretexto de estar enfermo para asistir al festival de la primavera? La paternidad es un vínculo que transformaría en pocas generaciones las relaciones entre hombres y mujeres: los niños modelan su masculinidad a partir de sus padres, si el padre espera ser servido y lo es por las mujeres, su hijo imita esa conducta…; mientras las hijas ven en la relación con el padre el modelo de relación para con los otros hombres.

La pregunta que cada día se responde mejor y tristemente es una a la que se enfrentan tantas mujeres (estuve tentada a decir que todas, pero no hay espacio para defender ese todas) es: ¿quién se hace cargo de los cuidados de tu padre (del padre del varón, claro está) si enferma? Y ahí, en lo mórbido y en los cuidados en general los varones insisten en “no sé cómo”, en “es que en el trabajo no puedo salirme antes”, “es que llego cansado y todavía tener que…”, “es mi papá, ¿cómo voy a bañarlo, mi hermana mejor?”, “es la casa de mi mamá y a ella le gusta atenderme, así es ella”. Claro por ahí hay los que lavan, planchan, cambian pañales, cuidan a sus papás, son los escasos, basta revisar nuestras historias familiares sin ir a estadísticas (porque de esto no se hacen estadísticas). Y quizá usen el verbo “ayudar”, o quizá lo celebren todo el tiempo (el otro extremo que he de confesar me sulfura): “yo soy el que cocina en casa, yo sí le cambio los pañales a mi hijo, yo lo llevo al baño…”, tanto lo dicen que hay que agradecérselo todo el tiempo.

La parte de movimiento del movimiento feminista, la que se refiere a acciones concretas y cotidianas es menos popular entre los varones feministas; es preferible adherirse, ser solidario desde el pensamiento, estudiando la teoría de género, en medio de la irrevocable cotidianidad de beneficios a los que no renuncian. Hay también los que me sorprenden, los que se hacen víctimas (esa postura tan estudiada por el feminismo), y estos varones son víctimas ¡del patriarcado!, y nos exigen que “los comprendamos”, para ellos es difícil ser hombres en este su mundo de competencia y ferocidad, donde el tamaño sí importa, ellos, las nuevas víctimas…

Por ahí, hay los que hablan de sí (grupos y seminarios de nuevas masculinidades), transforman su manera de estar en el mundo, y lo hacen haciéndolo, arriesgándose, planteando lo cotidiano como espacio modelable, confrontando a otros hombres y no a las mujeres como suelen hacerlo los feministas adheridos. El feminismo se trata también de un mirarse honesto, constante, crítico. Y los varones son los únicos que podrían llevar a cabo esta tarea consigo mismos, dejar el observar inmóvil y convertirse en su personal movimiento.

IN THE SHIRE

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HIGH STREET (DULCES, EXÁMENES Y CAFÉ)

High Street es una calle estrecha y medianamente larga. En cierta medida en ella están presentes de manera condensada algunos aspectos fundamentales de Oxford: el transporte, la universidad, la vida cotidiana y el turismo.

Si se camina del Jardín Botánico hacia el centro, sobre la acera izquierda, se encuentra una tienda de plumas finísimas. El otro día en uno de sus aparadores he podido ver la edición la pluma Mont Blanc dedicada Nelson Mandela. Pocos metros adelante está una tienda, de varias en la ciudad, donde venden juegos de mesa (pasatiempo que no logro comprender totalmente aunque vivo con un ludópata) y, especialmente, venden juegos de ajedrez en diversos tamaños y presentaciones, uno de los más peculiares es aquel donde todas las figuras tienen forma de los personajes de Alice in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas).

No muy lejos está una barbería, que tiene un poste de barbero (ese cilindro que parece un enorme caramelo tricolor), y uno de tres, quizá cuatro, restaurantes carisísimos de la zona. Aunque Oxford sea al mismo tiempo una de las capitales del conocimiento y una ciudad pequeña, eso no invalida la presencia palpable de las diferencias entre las clases sociales. En Inglaterra, tradicionalmente una High Street es el espacio urbano donde se localizan las tiendas más caras o exclusivas. En el caso de Oxford, restaurantes y boutiques de ropa tan bonita pero tan fuera de mi presupuesto, se entreveran con los edificios de la universidad, las cadenas de cafeterías y los comercios orientados a saciar el apetito memorafílico y consumista de esos seres casi extraterrestres, los turistas.

En la acera opuesta al Jardín Botánico, de lado derecho, al pasar Magdalen College, una tienda de souvenirs antecede a dos de productos de belleza y a la dulcería Hardys, mi más reciente descubrimiento. Tengo poquito más de un año viviendo en Oxford, pero apenas hace un mes entré a la dulcería de High Street; lo hice porque a las visitas hay que procurarles sus antojos en la medida de lo posible. Antes la idea había pasado por mi cabeza y la deseché, porque me gustan mucho los dulces y no estoy en una condición metabólica que me permita esas indulgencias, o sea tengo hipotiroidismo y mi metabolismo es lento como tlaconete.

Hardys recupera el encanto de una dulcería británica. Se nutre de la nostalgia por una época dorada (como la infancia), quizá sea la nostalgia por los años previos a la Segunda Guerra Mundial y el infierno de los bombardeos alemanes. Los vendedores de Hardys usan camisa blanca, corbata y un largo mantel color vino. Los altísimos estantes de madera oscura están repletos de cajas y tarros que ofrecen, del suelo al techo, una gran variedad de dulces: pastillas para refrescar el aliento, caramelos, cacahuates, arándanos y pasas cubiertas de chocolate, bombones, chicles, licorice de diferentes sabores (para salir del paso diré que se parece a un chicloso pero no lo es) y chocolates (mi droga favorita), por ejemplo, tienen uno relleno de salsa Tabasco que no me atrevido a probar todavía.

El día que entré por primera vez compré como mujer hipotiródica en dulcería porque tienen chocolate oscuro (estamos hablando de un 70% de puro cacao al menos) y dulces sin azúcar. Semanas después descubrí que también tienen unos dieciséis o más tarros llenos de diferentes gomitas sin azúcar y me dejaron probar los que yo quisiera. Me conquistaron.

Cuando se sale de Hardys, de regreso a High Street, una queda más o menos de frente a la Examination Schools (o las Escuelas de Exámenes) de la Universidad de Oxford. Esta colocación de la tienda de dulces y del lugar más temido por los estudiantes me sugiere un oxímoron, dulces y exámenes, dulces exámenes. De camino hacia el centro y para deleite de los cafeinómanos y de los bebedores del té (¿téinomanos?, ese hábito es un deporte nacional en el Reino Unido), se hallan dos cafeterías y casas de té importantes por ser tradicionales en ambos lados de la calle. A la derecha está Queen’s Lane Coffe House, que fue fundada en 1654 y se dice que la casa de café más vieja de Europa. Cabe mencionar que de la cafetería viene el nombre de la parada de autobuses de varias rutas, incluida Londres, cuidadosamente distribuidas a esa altura de la calle.

La otra cafetería y casa de té se encuentra a la izquierda, The Grand Café tiene una fachada inconfundible, cuatro columnas azules con capiteles dorados, y un interior de inspiración art decó. Fundado en 1650, de este establecimiento se dice que es la primera casa de café en Inglaterra. El conflicto salta. No sé qué casa sirvió café por primera vez, pero lo cierto es que la primera que el café se vinculó al estudio en Inglaterra fue en Oxford.

Metros adelante, tras pasar a la derecha University College y Queen College a la izquierda, sobre este lado se halla la entrada a la iglesia de St Mary donde más de una vez he entrado a sentarme.