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LOS RESTOS DEL DÍA, DE KAZUO ISHIGURO

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azuo Ishiguro (1954) pintó esta novela con una paleta de muy pocos colores opacos. Sin embargo, logra muchos matices, aun cuando el objeto de su retrato es un alma pequeña y sin demasiadas complejidades: Stevens, un mayordomo de los años 50 que recuerda nostálgicamente su vida de tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque, decir pocas complejidades es poco exacto. En realidad, lo que logra esta novela es hacernos ver lo que el narrador no alcanza a ver.

Un fenómeno al que no somos ajenos, pues al contar nuestras vidas los demás saben de inmediato mucho más que nosotros mismos. Y lo que alcanzamos a ver aquí es: la ideología de un sirviente, la justificación de un personaje que sirve a un inglés traidor a su país, simpatizante de los nazis.

Es cierto que el narrador lo mira con frialdad, diría uno que con demasiadas inteligencia, pero ante todo con una actitud que justifica tanto las actuaciones de su patrón con la servidumbre propia.

Como la novela se narra durante un viaje, el autor deja sus mejores colores para el mundo exterior de Inglaterra: los ríos, el cielo, los bellos caminos. Lo que no hace más que acentuar el contraste.

Si bien la prosa de Stevens es limpia e inteligente, en realidad no es un libro placentero de leer, ni sé si yo repetiría esta experiencia. Esta alma pequeña, ¿dice algo más de lo que dice?

Conforme he reflexionado en esta novela, me digo que sí, que se trata de un personaje a la altura de Meursault, el extranjero de Camus, o de Pascual Duarte, el de Camilo José Cela, ya que su condición existencial manifiesta algo que es un símbolo. Es el tema de la complicidad.

Stevens, al servir con corrección y “dignidad” (como dice mucho en este libro) a su señor, ¿es un cómplice?, ¿tiene coartada?, o bien, en esa delgada franja, ¿queda del lado de acá en la inocencia? No siempre tenemos conciencia del objeto de nuestra servidumbre.

Es incómodo pues no es una novela exculpatoria. Stevens viaja, va en busca de una antigua compañera de trabajo, piensa ofrecerle una colocación con el nuevo patrón, un estadounidense con ideas modernas (¡servir a un americano!, no hay de otra).

Nunca, a lo largo de la novela, pues está llena de cavilaciones sobre la condición de la servidumbre, se piensa en el amor, aun cuando Stevens lee novelas románticas. Pero al llegar con su vieja compañera, se le revela que entre ambos existió la posibilidad del amor. Y pasa lo de siempre: que el destino nos dice: aquí esta el amor y no lo vemos, aquí está la felicidad y la pasamos de largo.

Lo dice el destino insistentemente, de muchas maneras. Y claro, lo que nos recuerda este libro es que no lo comprendemos porque no hablamos la misma lengua que el destino.

Kazuo Ishiguro. Los restos del día / The Remains of the Day (1989), tr. de Ángel Luis Hernández Francés, 1ª ed. mexicana. Mexico, Anagrama, 2017.

MEDELLÍN POR ENCIMITA. ESTAMPAS DE UN VIAJE RELÁMPAGO

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edellín es una ciudad llena de hermosas piernas femeninas que yo usaría de bufanda sin importar si llueve o hace calor. Medellín es una ciudad en donde abunda el pollo empanado, y también las arepas. Aquí se bebe Colombiana en envase de vidrio. Medellín huele a marihuana. En Medellín los tres millones de parceros que no andan en auto, se suben al bucéfalo, andan en escúters, motos y bicicletas. A los que no tienen casa les dicen gamín.

La gente en el metro de Medellín no se empuja para entrar y tampoco si ven un asiento libre. No hay ambulantaje en los vagones. En algunas líneas hay una voz, que antes de llegar a cualquier estación, te dice algunos de los sitios de interés que hay alrededor.

Medellín tiene algo en común con algunas calles de la Ciudad de México: el mal gusto musical. Teniendo paisajes y ritmos tan chingones y no se les ocurre un mejor modo de adornar su vida que con pinche música de banda y Vicente Fernández.

En Medellín si pides café, te sirven una taza de café con leche, si quieres un café solo, debes pedir un tinto. En las farmacias de Medellín existen las mismas marcas de productos que hay en la CDMX: Durex, Axe, eGo Colgate, Lubriderm.

Por esta calle de aquí y la de más allá se han disparado armas de fuego. Es una ciudad intensa, desde que su nombre suena algo de pólvora, coca y sexo flota en el aire.

En Medellín llueve al medio día y luego vuelve a hacer un calor insoportable. Medellín tiene parques llenos de prostitución desde que el sol se larga. Medellín es un ave Fénix que cada noche vuelve a nacer.

Medellín tiene casinos tristes donde los perdedores deambulan aventando sus pocos pesos. Donde los más jóvenes aprenden lo que es ganar fácil. O perder todo rápido. Los hot dogs, los perros, de esta ciudad son gigantes y llevan queso derretido y col.

Medellín es encantadora, pero bulliciosa. Llena de vendedores ambulantes que ayudan a que el paisaje sea más encantador y desquiciante a la misma vez,

Medellín, acelerada, pero también profundamente pachanguera.

*

Un aroma familiar me llama en medio de una avenida congestionada. No, no puede ser. Sigo el aroma como si fuera el sexo de una de las mujeres que he amado. Quizá lo estoy confundiendo. Cruzo una calle y voy directo a un pequeño carro que se ubica en la esquina de 1 de mayo y Carrera 50. No me equivoqué. Es imposible que algo más tenga este particular aroma. Es tripa friéndose.

Chinchurria le dicen. La cortan en pequeños trozos. La dejan sobre una plancha hasta que se dora. La chinchurria no se sirve en tortillas en estas latitudes, sino en un vaso de plástico idéntico al que usamos en México para las nieves. Limón, sal, ají y una arepa.

El carrito lo arrastra y atiende una señora enfundada en el blanco impecable que distingue a los cocineros, llamada D. “Nos quieren sacar del centro.” Dice D., refiriéndose al conflicto entre las autoridades y los vendedores callejeros. “¿Y mi familia? ¿No van a comer?” D. vive lejos del centro de Medellín, en Playón, en la comuna número dos, como a una hora de camino.

Playón de los Comuneros. Barrio fundado a finales de los sesentas con carpas bajo las cuales dormían familias de trabajadores que venían a este lugar a sacar material de playa. El mismo donde las mujeres lavaban su ropa contra el cuerpo de algunas rocas de buen tamaño. La policía les derrumbaba el rancho, como llaman a esas casas ilegales. Les advertían que no lo volvieran a hacer, y la gente volvía a levantar su rancho en otro lado a las pocas horas.

Regresa de madrugada a su casa, y no pasa mucho tiempo cuando ya debe estar de pie otra vez. A la una de la tarde debe estar lavando el carrito en el que trabaja. Lo deja cerca de donde vende, sería imposible transportarlo todos los días desde su casa.

El drama es el mismo de aquí a la Ciudad de México y hasta la Patagonia; los pobres no tienen empleo y, cuando lo buscan por su lado, el gobierno les dice que no. Que necesitan un permiso. “Yo les digo que no tengo permiso porque no me lo dan, ya lo pedí.”

“Yo misma me enseñé a hacer todo. No tenía otra forma de vivir. Me puse en las manos del Señor.” Ya lleva nueva años y medio en este negocio.

*

El sudor que produce nuestro cuerpo mientras cogemos, es distinto al que expulsamos cuando hacemos deporte. El sudor del sexo es más ligero. Acaso más denso, pero liviano como el éter. El sudor del sexo contiene el semen de nuestros ancestros y algo de polvo cósmico. El sudor del sexo nos limpia de la desolación. Exfolia el amargo de los amores imposibles.

Todo esto lo pienso mientras miro mis gotas de sudor cayendo sobre las deliciosas nalgas de una negra. Si pudieran ver su cinturita. Sus labios son dulces. Parecían el mismísimo mar a la hora de succionar, el mar más embravecido y el más calmo.

Estuve frente a su sexo, hincado, como quien entra a la basílica de Guadalupe el día de las procesiones religiosas. Sonriente. Mientras eso pasaba fui como una leve brisa que se dejaba caer junto a las luces de toda Medellín.

En el Metro las piernas no me dejan de temblar. Aún las gotas de sudor escurren por mi frente. Siento náuseas. Las mismas náuseas de la heroína y la piedra, de cuando te metes mucha coca y alcohol y buscas la soledad para vomitar. Porque ya no te cabe más placer en el cuerpo. Las mujeres que me rodean en el vagón son hermosas, pero ya no las necesito. Ni siquiera les pongo mucha atención.

A media hora de haberla visto salir del cuarto de hotel, mis manos y mi boca seguían llenos de ella, de sus deliciosas nalgas. Su cuerpo fue el festín de no creer en la pinche muerte.

*

Ya sé que no se puede ni se debe comprar cocaína en países ajenos. Pero soy adicto desde los dieciseis años, desde que podía jugar basquetbol ocho horas seguidas como fiel obrero del balón. Y como buen adicto, no sé aguantarme las ganas. Llevaba veinte minutos en suelo colombiano y ya estaba pidiendo veneno. Se lo pedí al único colombiano que estaba a mi alrededor, el chofer del taxi.

“Mire qué bonita es mi ciudad desde acá arriba”, me decía él mientras avanzábamos por una vía rápida. Yo sólo podía ver luces en la piel de la oscuridad, y no quería ver la hermosura de Medellín hasta no darme un pase, Jesús mío. Todo el tiempo, todo el mundo que se mete coca en México sueño con el paraíso colombiano. Veinte dólares por dos bolsas con carita sonriente, bolsas que vienen envolviendo un popote cortado con bisturí para que sirva para lo que sirven, para inhalar. Cada bolsa con gramo y medio. Suficiente, al menos de aquí a mañana.

Dejo caer un madrazo de polvo sobre la cómoda y me doy cuenta que es suficiente para armar no una raya, sino un azotador. Me dormí como a las cuatro luego de unas cuantas chelas. Desperté como a las diez con un hambre digna del realismo mágico. Y me inhalé una raya de cocaína cuyas proporciones no podría si quiera imaginar García Márquez. El hambre no se fue, comí bien. Salí a conocer Medellín, una urbe incrustada en la cordillera de los Andes.

Iba completamente drogado y contento.

El 2 de noviembre de 1675 se hizo efectiva la orden real y nació la Villa de la Candelaria de Medellín, que se llamó así en honor a la insistencia de Pedro Portocarrero y Luna, conde de Medellín, poblado de la región de Extremadura, al sur de España. El nombre de esta ciudad proviene desde los lejanos tiempos en que Cristo aún no pisaba este mundo. Quintus Caecilius Metellus Pius, fue el cónsul romano que fundó el pueblo de Extremadura, unos 79 años antes de Cristo. Gracias a su fundador recibiría el nombre de Metellinum.

Siempre tengo un hambre milenaria y kilométrica. Puedo comer todo el día. Entro al primer lugar con mucha gente que aparece en el horizonte. Pido mondongo. Esa maldita atracción que tengo por las vísceras, proporcional al repudio que les tienen los falsos seguidores a Bourdain. Esos seres llenos de prejuicios gastronómicos.

El mondongo es la panza de la res. Lo mismo que en México, la panza cortada en trozos y puesta a hervir para que nos brinde sus virtudes y cualidades. El caldo del mondongo es amarillo y se sirve con verduras.

Desde la parte baja de la ciudad uno alcanza a percibir que Medellín es una ciudad color ladrillo. Imagínense Ecatepec o Chimalhuacán, pero de otro color, uno más estético. Lo digo, porque desde abajo parece que el color todo lo uniforma y no existen los pobres. Pero cuando viajas en Metro Cable te das cuenta de que de este lado de la ciudad hay casas sin techo, abandonadas y algunas con techos de lámina. Desde las alturas, como hace dios, podemos mirar la pobreza.

Son dieciseis comunas en total las que existen en Medellín. Durante el mandato de Pablo Escobar fue en esas zonas marginales donde más se dispersó la violencia. Por estas calles anduvo el ejército colombiano, pero también los combos, grupos de jóvenes dedicados a disparar armas para proteger su zona, su cuadra. Trabajaban para los grandes cárteles.

Llego al Parque Biblioteca Presbítero José Luis Arroyave, un lugar amable donde la luz entra por todos lados gracias a los ventanales. Fabricada con espacios que recuerdan a los contenedores de un ferrocarril y con un horario más accesible que me recordó un poco a la Vasconcelos en Buenavista, pero en pequeña.

El Parque Biblioteca no es un lugar solemne ni exclusivo. Todo mundo se desenvuelve con familiaridad. Es uno de los esfuerzos más sobresalientes por recuperar la paz en esta zona. Los horarios son extendidos y la programación incluyente. Sólo cierran dos días durante todo el año, con el objetivo de estar disponibles la mayor parte del tiempo. La Biblioteca Vasconcelos cierra hasta el día de la Virgen de Guadalupe.

Daniela, la mujer que me atendió, me dice que hay un grupo de transexuales que hacen teatro y le pido que me contacte con ellos para hacerles una entrevista. Pero al otro día debo abandonar Medellín y el contacto no llega a tiempo. Lástima.

A mí lo que más me gusta es no hacer nada. Estar drogado y caminar o sentarme en un parque a no hacer nada. Así conocí a una chica venezolana que vende bebidas de parque en parque. Arrastra un carro de súper lleno de termos con bebidas frías y calientes. También vende pan. Me cuenta que llegó con su familia a Colombia, pero ahora vive sola. Se levanta a las seis de la mañana y sale con su carro para volver hasta la siete de la noche. Todavía quiere estudiar. Me vende un tinto y una bola de masa dulce.

Me doy un pase e intento conciliar el sueño, pero no puedo. Se me antoja algo dulce, entonces recuerdo que saliendo del metro Estadio hay un local donde venden helados y bebidas. A penas son las diez de la noche. Lo encuentro abierto pero ya sólo sirven bebidas envasadas. Desde antes de llegar la vi al otro lado de la entrada del metro.

Acechante, con shorts cortísimos para que sus largas piernas queden a la vista, una ombliguera y una ansiedad bruta que no se puede disimular. Me siento en las escaleras del metro a tomarme un refresco. Nomás rascándole los güevos al tigre. Se cruza la calle y fija su mirada en mí. Me duele el cuerpo después de la zarandeada con la negra. Pienso en preguntarle a esta chava cuánto cobra, pero mejor me hago güey y camino hacia el hotel.

Camino sobre carrera 70 y encuentro un puesto de comida callejera que me atrae. Vi varios puestos, algunos vendían hamburguesas o perros, arepas, costillas de cerdo, o tacos al pastor. Pero este puesto es el que más comensales reunía. Y eso nunca falla. La muchedumbre podrá elegir mal a un candidato o un equipo de futbol, pero para comer no se equivoca. Me parece que fue entre la 44 y la 43. Se trata de la mejor arepa del mundo. Lleva carne deshebrada, huevo, chicharrón y otras cosas que ya no recuerdo.

No tenía sueño y quería pasar a un baño. Así que me metí a un casino. Primero me senté en las tragamonedas. Dos, cuatro, seis veces y nada. Pero no importaba, no quería ganar. Así que fui a la ruleta. Sólo había otro tipo sentado junto a mí. No tenía cara de ser arrullado por la buena suerte. Parecía que escapaba de algo peor que su poca fortuna en el juego. Gané y él y la chica del casino se reían de que no paraba de ganar, en cuanto perdí me retiré. Ya estaba cansado. No era mucha mi ganancia, acaso unos mil quinientos pesos mexicanos.

Al otro día estaba triste. No quería irme de una ciudad con tantas mujeres hermosas y con una coca tan rica.

Podía comer pollo empanado toda la vida si fuera necesario. Me acabé lo que quedaba de polvo de un solo jalón. Me acordé de la negra que me cogí y salí a caminar sin rumbo.

Mi vuelo salí en la madrugada, así que me comí otra arepa completa, me bebí una Colombiana y esperé a que llegara el taxi por mí.

 

 

EUSEBIO RUVALCABA, RETRATO DE UN BRÓDER

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o conocí cuando yo tenía doce años. Levanté un libro suyo del sillón de mi tía Pavis. Un hilito de sangre. Y me lo chuté de un jalón. En ese instante mi vida dio un vuelco. Se abrieron puertas que yo desconocía hacia dónde me llevarían. Hasta entonces mis lecturas estaban nutridas por el Sensacional de maistros, el de Lucha Libre y el de Futbol, el Así soy, ¿y qué?, la sección de deportes de La Jornada, el Esto y el Mil Chistes. Luego de terminar mi primera lectura de Un hilito de sangre, me prometí hacerme amigo del autor. Y lo hice, pero muchos años después, y gracias a otro amigo.

Me masturbé varias veces leyendo un Hilito de sangre, releyendo cuando el personaje manosea a la cieguita en la terminal de autobuses y cuando encuentra a su tía desnuda. Lloré cuando matan a Kung-fú, su mejor amigo, y se le acaban todos los trucos. Viví en carne propia la desolación de mirar el amanecer desde avenida Juárez. Más veces de las necesarias. Me identifiqué cuando confiesa que Osbelia no es su novia, que ni siquiera tienen güevos para hablarle. Es decir, que con ese libro conocí el significado de la literatura.

Eusebio debe significarse puerta en alguna lengua extinta. Porque eso fue para muchos escritores nóveles, una puerta. Que conducía a conocer un oficio y desarrollarlo más allá de las adversidades de la vida cotidiana. En otras palabras, rifarse un tiro con las letras y la vida al mismo tiempo.

Eusebio Ruvalcaba fue la puerta para leer a Carson McCullers, a Josefina Vicens, a Yourcenar y Duras. A Vicente Gallego, Joseph Roth, Norman Mailer, a Juan Luis Panero y a sus hermanos, a Tadewz Rozewikz. Era difusor de lo que le gustaba, por eso nos recomendaba leer Llueve Lluvia, del desconocido, pero brutalmente talentoso, Ángel Trejo. El Complot mongol, de Rafael Bernal, a Luis Ignacio Helguera, a J.M. Servín, a Rolando Rosas Galicia, a Eugenio Partida. Él fue el primero al que yo escuché hablar de la fuerza con la que venía la literatura del norte.

Un día Humberto Ramón Levete fue a mi casa y me preguntó si conocía a un tal Eusebio Ruvalcaba. Humberto traía un periódico bajo el brazo donde se anunciaba un taller de Creación Literaria. En la colonia del Valle. Estaba bien pinche caro, hasta inscripción cobraban. A mí no me alcanzaba mi presupuesto de yónki y vendedor de tacos de guisado para pagar esa cantidad. Mi respuesta fue, “Vas, Eusebio es un cabrón.”

Yo tenía 24 años. A Humberto lo había conocido en otro taller, el de Luis de la Peña, en la Casa de la Primera Imprenta de América. El taller había llegado a su fin. Luis fue generoso con nosotros, más de la cuenta. Humberto y yo queríamos probarnos en otra liga. A ver si era cierto que la armábamos.

El progreso de Humberto como escritor fue notable en cuanto cayó en manos de Eusebio. Sus lecturas eran más avanzadas, profundas, y su prosa iba encontrando ritmo, cause. Una tarde me llamó para decirme que el taller de Eusebio cambiaría de sede y de costo. Tardé en ir varias semanas. Su nueva sede se encontraba en la colonia Obrera, en Manuel Gutiérrez Nájera, número 111. Escribí un poema largo titulado Días extraños, y me lancé a probar suerte. Le gustó tanto mi trabajo a Eusebio, que nos invitó un trago en una cantina cerca del metro Chabacano, en donde sirven mariscos de botana. Yo sentía que era Lionel Messi y acaba de conocer a Pep Guardiola. Nada más lejos, que yo de ser el Messi de las letras mexicas, pero eso sentí.

Desde el principio Eusebio fue generoso conmigo. A los pocos meses me llamó a sentarme a su lado, en medio de esas borracheras maratónicas que seguían a las sesiones del taller. Eusebio pasó su mano sobre mi hombro y me dijo; “Desde hoy tienes la beca Eusebio Ruvalcaba, y ésa es más chida que la del FONCA, porque nunca se acaba”. Brindamos, y a partir de ese día, yo no pagaba sesión.

Mi manera de corresponder fue llevando poemas. Cada semana y sin falta. Escribía diario, como él mismo nos sugería a todos. Qué pinche ingrato soy. Pobre Eusebio, tener que leer aquellas pinches líneas llenas de quejas. El caso es que me eligió para hacer una antología que sólo incluiría a tres poetas. Dos de Torreón y a mí. Carlos Velázquez y Carlos Reyes eran los otros. El libro tardó en salir porque a nadie le gustaba. Nadie quería entrarle al toro. Publicar a dos güeyes que sólo figuraban en sus terruños y a un completo desconocido. Los tres con poemas impublicables en cualquier lugar e idioma. Pero Eusebio algo nos vio. Y Carlos Sánchez, en su editorial La Cábula, hizo lo que nadie. Sacó 500 ejemplares de aquella cosa extraña llamada Tres poetas perros. (Eso, querido Eusebio, no se me olvidará jamás. Me presentaste a dos grandes carnales de la vida, como si supieras desde siempre, que esos güeyes y yo olíamos al mismo azufre, a la misma pinche cloaca. Seguro el aroma te era familiar.)

El taller de la Hermandad de la uva, así lo bautizamos, en honor a la obra de John Fante y a la cantidad de botellas que nos bebíamos cada semana, tenía mucho talento, y una rara combinación de edades que nos unía más. Los más jóvenes eran Axel, de quien no recuerdo su apellido, y Rodrigo Cervantes. Estaba Humberto, Pablo León, Leticia López, Diana Violeta Solares y su hermano Marco. Víctor Pavón, Ernesto Lechuga y Paco Valencia eran la parte de más experiencia. Citlalli Fuentes, era como la jefa de grupo. Jorge Octavio, Jorge Landeros, son todos los que recuerdo en este instante. Fue la primera etapa del taller. Digamos que Eusebio era el director técnico y Jorge Borja el capitán del equipo. Hoy, Borja es quien conduce el taller que sigue vivo. El legado de Eusebio. Aunque Eusebio nunca fue fan de los premios literarios, de su taller salieron varios. Y seguro, bajo el comando de Borja, saldrán más.

Durante esa primera etapa del taller nos reuníamos en el departamento del Tío Pelucas, el querido Rafael Ríos. Un salsero de corazón y amante, como casi nadie, de la poesía. Eusebio lo que más compartía eran amigos. A sus amigos nos compartía a sus otros amigos. Cuando se abría la primera botella comenzaba la parte más interesante del taller. Eusebio a veces hablaba de algún tema, o leía poemas de alguno de sus poetas favoritos.

Todos los que sabemos quién es Eusebio, sabemos que lo que más amaba era la música. Él hacía música de otro modo distinto al que sus padres. Encontró el ritmo embravecido y desparpajado, vital, el ritmo de su sangre apretando las teclas con velocidad, marcando letras, comas, puntos, espacios. Y comenzaba la sinfonía de palabras bailando alrededor de su cabeza. La urdimbre.

Eusebio nos orientaba con comentarios y lecturas. Nos animaba a no caer, a soportar las críticas e intentarlo una y otra vez. Nos bajaba los humos, pero nos alentaba a seguir. Hasta que saliera. No era complaciente, pero sabía encontrar virtudes en todos los textos, algo que era rescatable y a partir de lo cual se podía comenzar a trabajar. Nunca menospreciaba ninguna observación. Siempre tenía el oído dispuesto para escuchar nuestras desgracias. Mucho de él hay en mí. Le molestaba hablar de letras, de libros, si en esto olfateaba pretensión de parte de su interlocutor. A mí me sucedió varias veces, te cambiaba el tema. Prefería hablar de la vida cotidiana, de cómo conseguías comida, de cómo te sentías antes de cerrar los ojos por la noche. Nos dio mucho a los que estuvimos cerca de él. Lo único que no pudo contagiarme fue su humildad.

Era duro, implacable, cuando había que serlo. A mí me consintió por años, mis textos siempre corrían la suerte de salir ilesos y con comentarios generosos. Pero como en todo acto eusebiano, había un truco. Luego no hubo clemencia. La exigencia era máxima. Yo había cambiado la poesía por la narrativa, y los halagos se acabaron. Comenzaron a lloverme críticas de Eusebio, duras y tupidas. Y cometí el error de pensar que era personal.

Yo había ganado un premio de poesía. Mi soberbia no necesita premios, pero si los tiene mejor. Eusebio me puso a prueba. Me llevo contra las cuerdas. Dude si seguir. Yo quería dinero y reconocimiento, y eso la poesía no se lo brinda a cualquiera. Dejé de escribir años. Y en ese tiempo Eusebio se alejó de mí. No porque no escribiera. Porque seguro notaba que me estaba traicionando. O quería ver hasta dónde llegaba, a ver si era cierto que me quería rifar contra las letras y la vida. Fueron varias las veces que llegué destruido a su taller luego de noches y noches de consumir drogas duras. El taller ya estaba en un café en el centro de Tlalpan. Varias veces me roló una lana. Me la mandaba con Borja. Mi aspecto era fatal, mugroso, delgado, siempre con los ojos rojos.

Al final regresé a escribir, pero entre Eusebio y yo algo se había roto. Los chismes, las calumnias, mis patrañas, todo se conjuntó para que nos alejarnos. Pero el cariño seguía.

Nos aventamos un último trago en una cantina cerca del Zócalo. Yo había programado, a petición suya, una especie de homenaje a Silvestre Revueltas, llegamos media hora tarde. Pero de haber sabido que era el último trago, ni siquiera hubiéramos llegado. Total, ninguna feria vale un céntimo junto a la presencia de Eusebio.

*

Eusebio, una de las últimas veces que te vi fue para decirte que mi madre había muerto. Lo lamentaste honestamente, y me abrazaste, como el padre que eras a veces conmigo. Me golpeaste varias veces la nuca, como si fuera un niño, y guardaste silencio mirando a tus adentros.

Alguna vez yo estaba consumiendo piedra en el baño de mi casa y te marqué para decirte que eras mi padre. Que así de mucho te quería y que te extrañaba. Suspiraste. No sabes cómo me dolía estar lejos de ti.

“Si dudas entre un adjetivo y otro, no pongas ninguno.”

“Sé lo más breve que se pueda, no hagas párrafos largos, no eres Melville. Primero aprendamos a escribir párrafos pequeños.”

“Chingo a mi madre, si no, un día agradecerás que ésa vieja no te haya pelado.”

“No escribas de los bisteces en el sartén, sino del cochambre, de lo que se queda pegado, de eso que duele y no quieres hablar.”

“No juzgues a tu padre, Negro, al tiempo, mi estimado, al tiempo lo entenderás.”

“No uses punto y coma, si no sabes cómo hacerlo. Mejor quédate con los puntos y seguidos y las comas.”

“La primera regla es desconfiar, de todos y de todo.”

“Tu mamá es jefa absoluta. Mis respetos.”

“Escribe, todos los días, que chingue a su madre el diablo.”

“No le hagas caso a nadie. Respecto a tus textos, sólo tú decides.”

“Si a Napoleón lo engañaba Josefina, uno qué puede esperarse.”

“Las mujeres tienen otro tipo de inteligencia a la nuestra, una superior, nunca les vas a ganar. Ellas siempre llevan ventaja.”

Esas son tus voces que recuerdo más. Y por supuesto, “Negro de mi alma.” Y remarcabas; “Eres Negro de mi alma, ¡te das cuenta?” Todos los días leo tu libro Primero la A, y a veces un poema o Con los oídos abiertos, son todos tus libros que tengo conmigo.

Perdí el póster que me firmaste de cuando estuviste en el Alicia. Perdí mi ejemplar de Un hilito de sangre, mi primera edición que tardaste ocho horas en firmar porque te cagaban esas idolatrías hacia tu obra. La dedicatoria decía, más o menos así: He visto a un hombre destrozar un auto con sus propias manos, he visto a un hombre tocar los 24 caprichos de Paganinni frente a la tumba de mi padre, he visto a un hombre declararle su amor a una mujer frente a un altar, este libro no vale nada. Un abrazo. Y al final, del lado derecho, tu firma. Perdí mi ejemplar de Una cerveza de nombre derrota, el que te pedí que firmaras en donde viene el texto que habla de defender la soltería a toda costa.

Pero me quedan todas las veces que me dijiste, así no se escribe. Y todas las veces que nos reímos juntos. Y todo tu cariño.

Todos los días te invito a dar rol con mis perros, a ti y a Chipote.

Me acuerdo lo jefe que eras con el Yo-yo, un día te regalé uno. Me mostraste tu bolsita de gamuza, de la que hablas en el Hilito de sangre. Y de verdad llevabas tesoros en ella.

Me acuerdo el día que me pediste que me robara una estatua de Mozart, porque tú no podías hacerlo. Cuando me saludabas con esa forma tan particular de tronar los dedos con mi mano prensada entre la tuya. El último correo que me mandaste fue de agradecimiento. Me acuerdo del día que cociné mole verde en tu casa. Y me dijiste, “Sólo por eso, te respeto.”

Y la navidad a la que me invitaste con tus hijos, tu nieta y tu mujer, Coral. Una vez me diste libros a vender, El hilito y El argumento de la espada, “Para que saques una feria”, me dijiste. Todos los regalé. Otro día me diste $500.00 baros para ir con Belén, el día de mi cumpleaños. Y otra vez me disparaste unos tragos, cuando cumplí 30, en un bar sobre avenida Zaragoza, y me presentaste una súper chava.

No se me olvida nada. Bueno, sí, a veces se me olvida que la vida es una broma, como que dos más dos son cuatro.

HISTORIA FOLLETINESCA

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a estrella de Carlos Obregón Santacilia comenzó a eclipsarse hacia 1934, con la llegada de quien se convertiría, un año después, en su más acérrimo enemigo: Mario Pani. Considerado como uno de los modernizadores de la arquitectura mexicana, junto con Juan Segura y José Villagrán, entre otros, Obregón Santacilia, produjo obras “neoclásicas, neocoloniales y racionalista; siendo al mismo tiempo tanto un precursor como un arquitecto moderno[1].

Obregón Santacilia empieza a trabajar en 1922, diseñando el Pabellón de México en Río de Janeiro; posteriormente lleva a cabo las obras de remodelación de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1923), y las del Banco de México (1928).

Por encargo de José Vasconcelos construye la Escuela Benito Juárez —calle de Jalapa, colonia Roma—, ejemplo ecléctico de la búsqueda de una identidad nacional. Hacia 1929 realiza una de sus obras más reconocidas e importantes: la Secretaría de Salubridad, en Paseo de la Reforma y Lieja, donde combina elementos coloniales y californianos con una pátina de art decó.

En 1932 demuestra su gran olfato como arquitecto: el malogrado Palacio Legislativo del francés Émille Bérnard, cancelado por la revolución mexicana, se encuentra abandonado a su suerte. Del lujoso edificio sólo se levantó la estructura de acero para la cúpula que, tras años de abandono, poco a poco va siendo objeto de saqueos y rapiña; de las placas de mármol italiano no queda ni un zoclo y algunos vivales, a punta de soplete[2], se dedican a despojar de la estructura decenas de vigas de acero.

A punto de ser demolida la estructura y rematada como fierro viejo, Carlos Obregón Santacilia se acerca a uno de los hombres más influyentes de la época, mismo que se convertirá en su mecenas y quien provocará una de las disputas más sonadas en la historia de la arquitectura mexicana: el ingeniero Arturo J. Pani, ministro de Hacienda del gobierno de Abelardo L. Rodríguez.

La idea que Obregón Santacilia pone a su consideración es sencilla: utilizar el armazón existente para construir un monumento a la Revolución. Un comité integrado por Plutarco Elías Calles y el presidente Rodríguez aprueba el proyecto, que inicia en 1933 y se concluye cinco años después.

Es historia bastante conocida que las estatuas que adornarían el Palacio Legislativo fueron repartidas en varios sitios: los leones de la entrada principal del Bosque de Chapultepec, originalmente rematarían la soberbia escalinata de la “casa” de los diputados y senadores; el águila que a duras penas se puede apreciar en lo alto del monumento a la Raza, coronaría la cúpula; las esculturas de la Paz, la Elocuencia, la Juventud y la Verdad hoy reposan en el Palacio de Bellas Artes, otra obra que don Porfirio ya no pudo inaugurar.

Pero volvamos al año 1934.

El joven Mario Pani, sobrino de Arturo J. Pani, regresó a su patria luego de estudiar en la Escuela de Bellas Artes de París, que, a juzgar por el trato que años después le brindarán sus colegas, resultaba una escuela cuyos planes de estudio eran más afines a la realización de ejercicios plásticos y compositivos (lo que se denomina “formalismos baratos”) y por ello, anticuados para la realidad mexicana.

Para contextualizar la llegada de Pani a México, cabe mencionar que Juan O ‘Gorman ya había construido, en 1932, la casa-estudio de Frida Kahlo y Diego Rivera, en San Ángel, siguiendo los preceptos de Le Corbusier, figura prohibida, justamente, en la Escuela de Bellas Artes parisina.

Mario Pani sufrirá durante algunos años del mismo síndrome que aqueja a aquellos que tras marchar al norte, una vez vueltos al terruño, son vistos como ajolotes: no son peces, tampoco reptiles, sino todo lo contrario.

El tío Arturo lo presenta con Carlos Obregón Santacilia, quien lo acoge con cariño, lo lleva de paseo para mostrarle los alrededores de la ciudad, y le muestra un terreno junto a su propia casa, donde Mario Pani diseña una casa que bajo el nombre de “Maison au Mexique”, presenta en la escuela para titularse como arquitecto.

Mientras tanto, Obregón Santacilia está construyendo la casa de Alberto J. Pani, en Paseo de la Reforma, y un par más, para los hijos del ingeniero, así como un hotel en las calles de París y Paseo de la Reforma: el Hotel Reforma.

Con sus ahorros, el ya para entonces ex-ministro de Hacienda, piensa en su vejez y en el futuro de los suyos. Sin embargo, algo pasa en la relación del mecenas y su arquitecto favorito. Para desconcierto del joven arquitecto Pani, su tío le dice que se haga cargo de los Hoteles (además del Hotel Reforma, están pensando en la construcción del Hotel del Prado, en avenida Juárez).

Pani se siente inseguro: no puede hacerle eso a Obregón Santacilia, pero el temple del tío es mayor cuando le dice que “yo estoy sumamente disgustado con este señor, no me gusta lo que está haciendo, no me hace caso, lo vas a hacer tú”[3].

Mario Pani, a los 24 años de edad se hace cargo de la obra más importante del año.

La reacción de Obregón Santacilia (de 39 años de edad) no se hace esperar. Como Arturo J. Pani no lo recibe, acude a la Sociedad de Arquitectos Mexicanos donde reclama el robo del proyecto. Manuel Ortiz Monasterio, presidente de la Sociedad, se ve forzado a renunciar al aceptar que antes de reunirse con la comisión de Honor que analizaría el caso, ha hablado en privado con Mario Pani.

El enfrentamiento sube de tono cuando Obregón Santacilia publica un desplegado el sábado 7 de noviembre de 1936 donde muestra los planos de cimentación del edificio, y en el que afirma que él es el autor del “partido arquitectónico”, es decir, de la disposición espacial final.

Además, acusa que no es posible que un “extranjero” le quite el trabajo a un mexicano. Será hasta 1940, fecha en que Pani ingresa a la Escuela de Arquitectura de la UNAM como maestro de composición, que dejará de vérsele como un extranjero arribista.

Es de esperarse que las relaciones del ingeniero Alberto J. Pani muevan la balanza en favor de su sobrino, quien hace hasta lo imposible para modificar el proyecto y mejorarlo.

Más tarde, Mario Pani comienza a ganar concursos nacionales y extranjeros, y con ellos, fama y respeto entre el gremio: La casa de España en México, el Monumento a Martí en Cuba (obtiene el tercer lugar), el Monumento al Himno Nacional.

La constante, además de los triunfos de Pani: Carlos Obregón Santacilia siempre ocupa los segundos o terceros lugares, y no pierde oportunidad de golpear a Pani a través de los periódicos, tildándolo de formalista, hueco, “afrancesado”.

Quince años después, el pleito no se ha olvidado. En plena construcción de Ciudad Universitaria, en noviembre de 1951, Carlos Obregón Santacilia publica Historia folletinesca del Hotel del Prado, en el que vuelve a acusar a los Pani del despojo iniciado con el Hotel Reforma y que en el Prado adquiere tintes de comedia: el proyecto queda inconcluso por cuestiones financieras y es terminado, finalmente, por el propio Obregón Santacilia, quien modifica, a su vez, el proyecto de su rival.

De los varios proyectos que no se llevan a cabo en Ciudad Universitaria sobresale el Aula Magna, de Carlos Obregón Santacilia y Mauricio Gómez Mayorga; quizá “la enemistad entre el primero y Pani hubiese influido para que esta dupla de arquitectos no entregara oficialmente un proyecto, hecho que impidió asimismo la construcción de un edificio que a todas luces era fundamental en el conjunto”[4].

De los señalamientos que hace el bisnieto de Benito Juárez (la madre de Obregón Santacilia era la nieta mayor del Benemérito), el caprichoso destino parece haberle dado una oportunidad de venganza al vilipendiado arquitecto: en algunos artículos habla de lo peligrosos que resultan los rascacielos de Mario Pani.

El 19 de septiembre de 1985, el fallo de la naturaleza es inapelable.

 

 

[1] Antonio Toca Fernández. Arquitectura en México. Diversas Modernidades. IPN, 1996. Página 11.

[2] http://www.uam.mx/e_libros/biografias/OBREGON.pdf, página 7.

[3] www.tesisenred.net/bitstream/handle/10803/6080/03CAPITULO1.pdf

[4] www.journals.unam.mx/index.php/bitacora/article/download/25199/23687+Proyectos+desconocidos+de+la+ciudad+universitaria&hl=es&pid=bl&srcid=ADGEESj1HIcfL3rrRV1krBrSrOaomgi6bmxRquTMItC6T04G8EJO_lywwS7wrITZ41woaJYwGh3UvTdj9ZEVrd_VYfahflFuDIWMeMHL78Pz-KQpmaLL8Jakj1Kr78jDlVqyI9E8aNoQ&sig=AHIEtbShXI8uKDZdhJCaBUBf9K75ZbNHZA&pli=1

CHARLES ADDAMS Y SU FAMILIA MUY NORMAL

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o es coincidencia que en una calle llamada Elm vivieran dos personajes que en contextos distintos enarbolaron la bandera de lo bizarre, lo macabro y el humor negro: Freddy Krueger, protagonista de A Nightmare on Elm Street, y el dibujante estadounidense Charles Samuel Addams. Nacido el 7 de enero de 1912 en Westfield, Nueva Jersey, al joven Chas le atraían los ataúdes, los esqueletos y las lápidas, materia prima de los dibujos que realizaría años después.

Su padre, arquitecto de profesión, le inculcó la pasión por el dibujo sin sospechar que estaba dándole las herramientas que le darían de comer y que lo volverían famoso, sin tener que pasar por el trago amargo de una mala decisión vocacional.

Si los niños suelen rayar las paredes para manifestar algún desacuerdo o frustración, Charlie no lo hizo en la suya, ubicada en el 552 de la calle Elm, sino en otra, abandonada, de estilo victoriano, dibujando esqueletos en los muros que fue encontrando.

La incursión le costaría un breve arresto a la edad de ocho años pero la recompensa fue mayor: dentro de esas paredes encontró la semilla de un mundo que poco a poco iría cobrando forma —o quizá debería decir un mundo deforme, torcido, de valores invertidos—, y en el que habitaría una de las familias más famosas de las tiras cómicas y después de la televisión: los Addams.

Mientras estudiaba en la Grand Central School of Art, un día de 1931, Charles fue hasta las oficinas de The New Yorker para dejar la viñeta de un limpiador de vidrios en un rascacielos, clásico ejemplo de un one liner joke, un chiste que se explica a través de una sola línea. Se olvidó de anotar una dirección para que pudieran buscarlo por si acaso les interesaba su trabajo, y el día que regresó a que se lo devolvieran, meses después, con el aplomo de quien se sabe ignorado, se encontró con la noticia de que el cartón les había gustado.

La sorpresiva muerte de su padre lo orilló a dejar la escuela para aceptar un trabajo propicio: retocador de fotografías de cadáveres en la revista True Detective, famoso pulp donde aparecerían los primeros relatos de Dashiell Hammett y Jim Thompson.

Al mismo tiempo seguía mandando cartones a The New Yorker en los que iba surgiendo ese estilo que mezclaba lo macabro y lo siniestro que fue fascinando a los lectores, inclusive a los niños.

La edición del 9 de agosto de 1938 fue significativa para su trabajo: con la publicación de un cartón en el que un vendedor de aspiradoras muestra las ventajas de su producto, a los veintiséis años de edad Charles acababa de inventar a los primeros miembros de la familia Addams, aunque de momento no se dio cuenta.

En el dibujo aparece una mujer vestida de negro y su mayordomo barbado, el antecedente del futuro “Largo”. Harold Ross, el fundador del semanario neoyorquino lo animó a que desarrollara esa familia oscura que vive en una casa victoriana derruida llena de telarañas y murciélagos, que se siente viva contemplando los días tormentosos, que decora árboles de navidad deshojados y cuyos hijos juegan a decapitar muñecas en guillotinas en miniatura.

Sin embargo, Chas no abusó de su creación ni se dedicó a administrar el éxito: de las más de mil viñetas que dibujó a lo largo de su carrera, sólo en 150 aparecen los Addams.

A raíz de la serie de televisión de los años sesenta, su creador tuvo que bautizarlos con los nombres que todos conocemos: Gomez (Homero), Morticia, Uncle Fester (Tío Lucas), Lurge (Largo), Grandmama (Abuela), Wednesday (Merlina), Pugsley (Pericles) Coussin It (Tío Cosa) y Thing (Dedos).

La canción en español hablaba de “esta familia muy normal”, que en realidad se burlaba de los valores tradicionales de una de las sacrosantas instituciones estadounidenses.

En la tierra de lo políticamente correcto nadie notó la sátira de su autor.