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COGIENDO EN LA NUEVA INTERNACIONAL

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Soy un fan malito de escritores malditos. No soy un maldito. Soy muy malito. Y es que esto que pueden leer, o no, ocurrió hace tanto tiempo que incluso podría estar hablando de otra ciudad, de otro país e incluso de otra persona.

Era 1996 o 1997, no recuerdo con exactitud y tampoco tiene importancia, la revista Moho presentaba su más reciente ejemplar, o era simplemente una fiesta organizada por Guillermo Fadanelli con y para los amigos, acompañados de Sekta Core y, creo, Los Exquisitos.

El DF era otro. Recién gobernaba la izquierda, esa de Cuauhtémoc Cárdenas. El 14 en Garibaldi era famoso porque en su escenario se llevaban a cabo espectáculos de sexo en vivo entre hombres y mujeres, entre hombres y hombres, y a veces entre hombres y animales.

Los cabrones que se subían al escenario a coger eran, por lo general, tipos de piel morena, el gesto hosco pero infantil y el cabello pelado a lo casquete corto, suficiente para saber que salían de sus mazmorras militares a buscar un poco de diversión nocturna. Y como El 14, en Garibaldi en esos días se abría antro tras antro para “dar” espectáculos de sexo en vivo. La Nueva Internacional no era la excepción. Por el rumbo de La Merced estaba La Chaqueta y otro más que no conocí. En la esquina de Perú y Eje Central El 33 era cosa aparte, se erigía veinticuatro horas continuas día tras día para albergar a la comunidad gay que prefería el subterráneo mexicano y no los antros entonces pomadosos de la Zona Rosa. En El 33 terminamos departiendo muchas ocasiones, esa gente mohosa y underground, de fines de los noventa, en una ciudad que comenzaba su transformación a una peor o mejor, cada quién sabrá.

En fin, era 1997 o así y la revista Moho presentaba un nuevo número en La Nueva Internacional, sobre Eje Central, en pleno corazón de Garibaldi, un Garibaldi rudo y sucio, apestoso y violento, pero no para el conocedor. No era esa porquería que hoy en día quieren presentar como un sitio amigable para el turismo internacional. En sus plazas no había más que talón y robo a incautos. Robaban entonces, siguen robando hoy, más dentro de las cantinas famosas que afuera, en la plaza.

La Nueva Internacional era un enorme galerón como de 200 metros cuadrados ubicado entre el hoy ya también desaparecido Bombay y la Plaza de Garibaldi. Al centro se ubicaba el escenario y en las orillas, contras las paredes laterales y externa las mesas y sillas. En la pared del fondo estaba la barra y a sus costados los baños. Casi podría decirse que era un urinario con servicio de bar. Por las tardes era un lugar poblado de borrachos del rumbo. Por las noches los soldados que no alcanzaban lugar en El 14 se refugiaban en las fauces de La Nueva Internacional. Ignoro si antes hubo una La Internacional, quizá sí.

Eso de coger en el escenario de los antros ante la babeante concurrencia se había puesto de moda en unos cuantos meses, 1997, 1998, repito. Algunos aventurados escribieron sobre eso en sus columnas y crónicas de los suplementos culturales de los diarios de entonces. El rumor se esparció como las cenizas del volcán Popócatepetl que desde entonces amenaza a los chilangos con una gran explosión. Así se pobló la vida de Garibaldi con jóvenes aventureros, universitarios, desempleados, soldados y la misma fauna que siempre ha poblado Garibaldi, incluidos sus turistas arrojados.

Pues bien, en aquella noche La Nueva Internacional, atestada y en el cual al entrar un golpe de olor rancio y fuerte alertaba los sentidos y daba la bienvenida, tuvo lugar uno más de los actos de sexo en vivo de moda por aquellos tiempos.

Recuerdo que tocaron uno o dos grupos, mi memoria es brumosa pues ya bebía más de un par de cervezas y, como he dicho, hace tanto tiempo, que mi cerebro me traicionaría si afirmara otra cosa.

Lo que no es borroso es que saltaron a la pista de baile al centro del galerón cuatro o cinco mujeres en tangas y sin sostén. Unos meseros colocaron sillas al centro, como si se fuera a tener lugar aquél juego infantil de las sillas, en que uno de los participantes que no alcance asiento al final de la música sale derrotado.

Al principio las mujeres hicieron esperpénticos bailes seudo eróticos, apoyadas en algunos de los tubos que se erigían al centro de la pista. En un momento posterior, el presentador llamó los comensales, animándolos a pasar al escenario para tener su dosis de minutos cogiendo con las mujeres, todo frente a la babeante concurrencia.

Si intentara inventar una explicación a por qué me subí no la encontraría. Simplemente subí al escenario. Seguro estaba caliente. Seguro, segurísimo, que no tenía una mujer con la que coger de forma regular. Seguro que me había aburrido de chaquetas. Seguro que quería ser parte de ese momento de la ciudad y sus antros y su vida nocturna. Seguro que me dotaba de adrenalina, esa sustancia que he dejado de buscar para sustituir por pastillas para dormir.

En fin, me subí, una tipa me eligió, me sentó en una silla no sin antes bajarme los pantalones y subirme la camiseta. Sacó un condón de una bolsita que le colgaba del cuello. Abrió el condón y me lo colocó, diestra. Me dio un par de chupadas para estimular a mí de ya por sí ansioso miembro. Se sentó sobre mí, de espaldas, se metió el asunto bien metido en su vagina aguada. Y se movió, arriba y abajo y en círculos. Algo sonaba. Alguna música que tampoco recuerdo. Sólo veía luces de colores en el techo, oscuridad a los lados, otras tres parejas cogiendo en la pista de baile, más allá oscuridad, alaridos. El relajito no duró mucho, tampoco puedo recordar cuánto exactamente. El animador convocó a una nueva ronda de comensales a subir. Varios se acercaron.

Al levantarme, la tipa me retiró el condón y pude ver cómo mi globito, ese que yo había visto salir de su envoltura, fue a dar a la verga enhiesta -a la que le colgaba un prepucio horripilante- de una cabrón cuyo rostro y complexión no recuerdo. Sí recuerdo claramente como ella estiró el elástico del preservativo, cómo se lo metió en la verga y cómo lo sentó y como ella se metió y se moontó en él. Con mi condón usado.

Si yo había pensado en que lo que acababa de hacer era algo así como extremo, al ver al tipo cogiendo con mi condón usado no pude menos que pensar que acaba de salir de misa de diez.

Me senté en mi lugar, acompañado de no recuerdo qué amigos, quizás los de entonces y los de siempre.

Este texto me lo pidió en un inicio Armando, el amigo que organizaba las fiestas de Moho, conseguía los grupos, cobraba las entradas, vendía las revistas, para una revista que nunca vio la luz. Él me vio subir a la pista, pero estoy seguro que no vio que el condón que yo había usado se lo pusieron a otro tipo. Decía que hace años me pidió este texto que ahora tú lees porque la revista Generación está por publicar un número sobre escritores malditos y porque al editor de Metrópoli Ficción le ha gustado para su publicación en su portal.

Yo no he podido olvidar el anécdota del todo. A veces quiero pensar que nunca hice eso. Pero hay testigos de que lo hice. Así, que con este malito recuerdo aquellos tres minutos de estúpida fama underground en la pista de La Nueva Internacional, allá en el Garibaldi de 1997. Y quizá comiece a olvidar ese hecho ahora que lo he escrito. Tú puede que al cerrar esta revista, o cerrar la ventana de tu nevegador, ya lo hayas olvidado. Y harás bien.

CIUDAD DE MONSTRUOS

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Reseña de la serie Gotham de Warner Brothers

En español, Gótica se refiere a un tipo de novela en donde lo ominoso es la regla. En dichas historias, jóvenes inocentes son pasto de monstruos infernales, nobles endemoniados, monjes lujuriosos o fantasmas enfurecidos. Sus escenarios son cárceles, castillos lóbregos y ruinas que nadie quiere visitar. En resumen, lo gótico en la literatura condensa las pesadillas más oscuras de la mente humana.

Ciudad Gótica es también el nombre que los traductores le dieron a la urbe en donde Batman combatía a sus enemigos, aunque en realidad, Gotham –el nombre original en ingles–, se refiera más a un juego de palabras que significa “Ciudad Maldita”. Imaginada por Bob Kane, Gotham es el escenario en donde los horrores modernos asechan a sus víctimas; sin embargo, no son estos entes sobrenaturales, sino seres humanos poseídos por otro tipo de demonios: locura, ansia de sangre, sed de poder, ambición, violencia por la violencia. Estos nuevos monstruos son más aterradores en la medida en que se parecen más a nosotros.

GOTHAM, la nueva serie de Warner Brother, producida por Scott White y que ya va en su segunda temporada, narra los inicios de la carrera policial de James Gordon (un correcto Ben Mckenzie) justo en el momento en el que Martha y Thomas Wayne, millonarios de la ciudad, son asesinados frente a su hijo. Bruce Wayne (David Mazouz), quien con el tiempo se convertirá en Batman, entabla una extraña amistad con el joven policía que será el motor dramático más importante de la serie.

Esta nueva interpretación –propiamente, una precuela–, del origen de uno de los superhéroes más famosos de la DC está basada en varias de las sagas más importantes del murciélago, destacando Gotham Central. En ella hacen su primera aparición la mayoría de los personajes que conforman la mitología del personaje: Harvey Bullock (Donald Louge), el policía corrupto que se redime ante el ejemplo del incorruptible Gordon; Renee Montoya (Victoria Cartagena), la investigadora de Asuntos Internos que acosa al futuro comisionado debido a que este tiene una relación con Bárbara Kean (Erin Richards), su antigua amante; Alfred Pennyworth (Sean Pertwee) quien al mismo tiempo funge como maestro y sirviente del joven millonario. Cada uno de los personajes está tratado con respeto a su esencia –aunque con evidentes cambios en su construcción original con el fin de que pudieran ser coherentes con esta nueva historia–, y tejidos con sutileza, haciéndolos entes complejos y llenos de matices.

Sin embargo, en donde la historia de Gotham alcanza sus mejores momentos es en el retrato de los villanos, esos que hacen de la ciudad la más violenta del mundo. Los guionistas de la serie acertaron al preferir abordar a algunos de los oponentes secundarios del murciélago, despojándolos de cualquier rastro de chabacanería para convertirlos en peligros auténticos. Robin Lord Taylor interpreta a un Oswald Cobblepot –el futuro Pingüino–, que con inteligencia y crueldad logra escalar hasta la cima de crimen organizado; Cory Michel Smith es Edward Nygma, forense de la policía y amante de las adivinanzas que con el tiempo transmuta en un temible psicópata; John Doman es Carmine Falcone, el capo mayor de la ciudad, quien es retratado como un real factor de poder político que lo mismo puede ser magnánimo que terrible; por último, Jada Pinkett Smith interpreta a Fish Mooney, subalterna de Falcone, quien intentará arrebatarle a sangre y fuego. Aparecen también, aunque menos desarrollados argumentalmente, una muy joven Poison Ivy (Clarie Foley) y Nichloas D´Agosto como un Harvey Dent al que le faltan años para ser desfigurado. Por último Catwoman, interpretada por la bella Carmen Bicondova, aparece en sus épocas de delincuente juvenil haciendo amistad –y algo más– con el prepúber Bruce Wayne.

En resumen, aunque muchos fanáticos del Caballero de la Noche encontrarán numerosas incongruencias entre la historia de Gotham y la mitología original de Batman, la serie es una magnifica interpretación en clave noir de una serie de personajes y lugares que ya son parte del acervo icónico de la humanidad.

PARA CORRER MARATONES (Y OTROS DESPROPÓSITOS)

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Una vez más, llega el cada vez más reputado Maratón Internacional de la Ciudad de México. Una vez más, los que tenemos la desgracia de vivir en las calles por donde transitan los corredores sufrimos numerosos agravios en nombre del deporte: desde que las grúas del gobierno capitalino muevan nuestros coches cinco cuadras para darles espacio a los atletas, hasta que por culpa del evento no se pueda instalar nuestro puesto de barbacoa favorito. Además, si tenemos la audacia de caminar por donde están los maratonistas, tenemos que soportar sus miradas altaneras. Y es que, para ellos, los que no corremos todas las mañanas somos más una subespecie humana que morirá varias décadas antes que ellos y que nunca tendremos el placer de sentir la sobredosis de endorfina propia de cada carrera larga.

Por otro lado, si usted es un runner (que no por casualidad rima con winner), o quiere serlo, le tenemos algunas recomendaciones para participar en una maratón, que es, al fin y al cabo, el equivalente a la navidad para los vigoréxicos.

1) En primer lugar, asegúrese de ir bien entrenado. Y a esto me refiero que por lo menos corra diez kilómetros el sábado y diez el domingo. Si piensa que con la carrera que pega para alcanzar el camión todos los días o el trote que agarra para alcanzar buen lugar en las garnachas de doña Chole, olvídelo. De seguro a los quinientos metros de la salida estará boqueando como bagre fuera del agua.

2) Invierta en un buen conjunto deportivo. Recuerde que la maratón es, además de la oportunidad de medirse, una pasarela en donde lo mismo compartirá calle con el atlético carnicero de la esquina que con el CEO de alguna trasnacional. Por lo mismo, se verá usted de la rechingada si se le ocurre ir a correr en el short que usaba en la secundaria (mismo que, además de parecer ya hecho de gasa por el uso, le queda chico y se le ve media raya de la cola), o bien la playerita que usa para hacer las chambitas de albañilería de su casa y que está toda salpicada de yeso y pintura (sí, no se vale que diga que lo patrocina COMEX. De todos modos se verá usted macuarrísimo).

3) Lo mismo. Invierta en unos buenos tenis. Esos marca Ardidas o Naik que compró en Tepisur no engañan a nadie. En serio. Es mejor correr descalzo y decir que es usted un atleta rarámuri.

4) Si usted anda verdaderamente mal de condición física y no lo quiere aceptar, mejor hágase el jugador paralímpico: acondicione la Avalancha que le regalaron a los diez años y échese la carrera sobre ella. No ganará, pero se llevará las palmas por su constancia y tenacidad.

5) Si quiere correr el maratón sólo porque quiere impresionar a Lety, la linda contadora de Recursos Humanos a la que se quiere echar al plato (y que practica atletismo desde la secundaria), no mame. Mejor invítela a un buen restaurante y así, además de tener más posibilidades con ella, no sufrirá un infarto en pleno Insurgentes nada más por sus calenturas.

6) Si usted es Roberto Madrazo y corre la maratón, vuelta a tomar un atajo, pero a chingar a su madre.

7) Si ya resolvió con prudencia que el deporte no es para usted, mejor vea a los runners pasar y anímelos. Aplauda como si fuera adolescente frente a Justin Bieber cuando vea a un viejito de ochenta años en la carrera o en el momento en que los nigerianos, angoleses o sudaneses pasen frente a usted.

8) Si alcanza a ver a los africanos, considérese afortunado. Corren como su puta madre. Por otro lado, si es usted un simpatías y sale usted con la mamada de enseñarles un bolillo “para motivarlos a correr”, le aseguro que los morenazos se pararán, le romperán toda su madre y continuarán en la carrera en primer lugar sin gran esfuerzo.

8bis) Si ve que la gente se motiva a seguir corriendo al verlo caminar en la calle, mejor póngase a dieta. Neto.

9) Olvídese de las matracas y los silbatos. La mejor manera de motivar a los corredores es contratar a un grupo de gordos mórbidos (de más de 150 kilogramos) y ponerlos a comer tamales junto a la ruta de la maratón. Le aseguro que hasta los policías que vigilan el evento se incorporarán a la carrera.

10) Si tiene comida vieja, huevos podridos o tomates pasados, téngalos listos. Muchos políticos (como el jefe de Gobierno capitalino o algunos secretarios de estado) son runners y maratonistas. No sea que pasen frente a su casa y no tenga nada asqueroso que arrojarles a la mano.

Con estos consejos, esperamos que disfrute (o que se le haga menos insoportable) el maratón. Hasta la próxima.

EL CINE PARA ADULTOS DE CUANDO TEJEN LAS ARAÑAS

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El concepto de cine para adultos se ha empobrecido considerablemente. Ahora equivale a pornografía, a desnudos o actos sexuales y a palabras altisonantes. Me refiero a que hace algunas décadas el concepto en México podía aludir al cuestionamiento de los valores instituidos como correctos, especialmente los así validados por la cultura católica.

Tal vez el último caso, no tan remoto, en que una película causó una reacción de animadversión con tintes de llamado a la censura, fue por El crimen del Padre Amaro (2002), que causó una reacción de animadversión con vocación censora. Una película de regular a mala, pero que tuvo el pequeño mérito de tocar un tabú en la cultura católica, el del voto de castidad de sus ministros de culto.

Pero el punto es que hasta hace tres o cuatro décadas se clasificaba a las películas como estrictamente para adultos por su guion más que por las imágenes, si consideraban la posibilidad del aborto, las relaciones prematrimoniales, el adulterio o el rol paritario de la mujer en la sociedad sin que se condenara y el desenlace fuera un castigo para quienes hubiesen incurrido en estas conductas. Apenas hasta avanzados los años setenta el tema de las madres solteras e hijos estigmatizados como bastardos o naturales, había venido moderándose en cuanto a su satanización.

Cuando tejen las arañas es un magnífico ejemplo de cine para adultos por su planteamiento moral, puesto que expone un estilo de vida legítimo que contradice al conservadurismo de raigambre eclesiástica y su doctrina. Su tema es el amor libre. Así se le llamó a la posibilidad de que hombres y mujeres pudieran autorrealizarse o buscar su felicidad sin supeditarse a convencionalismos de estado civil, heteronormatividad —como ahora se dice—, tipo de familia y expectativas de rol. Todavía hoy, esta película está clasificada como para adultos en el portal web de Dailymotion, y que para poder ser vista requiere la manifestación de mayoría de edad.

Es 1977 y Laura (Alma Muriel) regresa a su casa después de haber estudiado tres años en Ginebra, pero se encuentra con que nada es como era o como tendría que ser: su padre, ya fallecido, era un homosexual de closet que engañaba a su madre, y no el hombre perfecto que ella había idealizado; su madre mantiene una relación con un hombre de una clase social inferior, en vez de guardar una casta viudez; su mejor o única amiga es una libertina con rasgos bisexuales, y el novio que ella tuvo y la espera no ha dejado de ser un aburrido que le causa indiferencia.

El director, Roberto Gavaldón, nos muestra una nueva burguesía: vive en nuevos fraccionamientos residenciales, como el Pedregal; se caracteriza por su vanguardismo en la arquitectura, el diseño, el arte, la moda y, sobre todo, un estilo de vida secularizado y bastante desinhibido. No vemos el menor rasgo de esas viejitas persignadas, rezanderas, vestidas de negro y mantilla que nos mostraba la época de oro del cine. Acaso la musicalización, de Gustavo César Carrión, es un tanto ambigua, con un teclado que acompaña las imágenes pero no el discurso de ruptura y vanguardia.

El libreto y el argumento son con toda seguridad de lo más destacable. El crédito lo comparten Fernando Galiana, Vicente Leñero y Francisco del Villar. El concepto de la historia parece sintetizarse en esta frase: “la felicidad es tan solo la máscara con la que se disfraza el dolor”. Según esto, la felicidad es sólo el nombre que le damos a aquello que hacemos para calmar el dolor y consiste en la experiencia del placer. Estamos ante una apología del hedonismo, en franca oposición al catolicismo que entonces era hegemónico.

Laura es conservadora. Aunque vivió en Europa se ha mantenido virgen por convicción y fidelidad al recuerdo de su padre, por quien siente algo parecido a un enamoramiento. Pero decepcionada de éste —pues se entera de que engañaba a su madre con jovencitos—, y en un entorno permisivo, se deja llevar por los consejos de Claudia (Angélica Chain), quien la encamina hacia la experiencia del amor libre.

Entonces se presenta un punto de ruptura. Durante un coctel de inauguración de una exposición fotográfica, le pregunta a una modelo tipo Rarotonga, una chica de su edad a la que le habla de usted: “¿por qué posa así, desnuda y con esas fieras?” La respuesta le hace cuestionarse lo que ha sido y puede ser su vida: “¿por qué no?”. En eso puede sintetizarse el tema de la búsqueda de la felicidad: ¿Por qué no hacer lo que uno quiera? ¿Por qué no hacer algo diferente, alocado, lo no convencional?

Entonces Laura vive todo lo que para ella había sido prohibido por su moral: comienza por trabajar como modelo para Alex (Jaime Moreno), el fotógrafo, con quien inicia una relación sin compromiso, y poco después pasa por el exhibicionismo, la bebida inmoderada de alcohol, el adulterio, el aborto, el consumo de drogas ilícitas y la orgía sin distinción de género. Para llegar ahí, rechazó la oportunidad de tener todo lo que se supone que debía ser su vida ideal: un esposo fiel, rico, profesionista triunfador, bien parecido y que la ama. Pero ella optó por el mal. O por el bien, según se vea.

Pero detrás de la confrontación hija-madre de Laura y su idealización edípica en crisis, Claudia, de personalidad sutilmente siniestra, teje su telaraña. Su amistad con Laura no ha tenido otra finalidad que gozar el cuerpo ella. La aceptación del amor libre se vuelve el espacio de encuentro no sólo entre ambas, sino también de una tercera, un cuarto o alguien más.

Sin más escenas explícitas que las de unos cuantos segundos de desnudos (aunque queda la duda de si una u otra versión disponible no ha sido editada), se trata de una película en la que el tema del sexo está siempre presente. En ello, la actuación de Angélica Chain como Claudia es determinante. No queda claro si es la buena dirección de Gavaldón, la propia lascivia de ella o una combinación de ambas, pero se come con la mirada a Laura. Todo su lenguaje no verbal es una permanente invitación sexual, para la que no necesita escotes o faldas cortas. Al contrario, su apariencia es sutilmente masculina en su atuendo. Chain estuvo como para haber hecho cine de gran manufactura, para haber sido una diva reconocida internacionalmente; pero muy poco después, como bien se sabe, pasó a formar parte de productos cuya baja calidad demeritaron el juicio sobre sus talentos.

El elenco y su trabajo le dan calidad a la película, con Raquel Olmedo (Julia, la madre); Carlos Piñar (Sergio, el novio y esposo conservador), el torero Alfredo Leal (Daniel, el padrastro), Adriana Page (Lorena, modelo y pareja eventual de Claudia) y una aparición fugaz de Gustavo Rojo (el padre). Ni siquiera la actuación de Jaime Moreno desmerece.

Ya sabíamos de la magnífica pluma de Vicente Leñero y su oficio bien logrado en el cine, pero quizá hemos pasado por alto los méritos de Gavaldón como un buen o muy buen director.

Título original: Cuando tejen las arañas
Año: 1979
Duración: 106 min.
País: México
Director: Roberto Gavaldón
Libreto y guion: Vicente Leñero, Francisco del Villar y Fernando Galiana
Música: Gustavo César Carrión
Fotografía: Fernando Colín
Reparto: Alma Muriel, Angélica Chain, Raquel Olmedo, Carlos Piñar, Alfredo Leal, Adriana Page, Gustavo Rojo, Jaime Moreno, Argentina Morales
Productora: Conacite Dos

DE ZOMBIS A ZOMBIS

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Las grandes industrias –cinematográfica, principalmente, aunque también televisiva, literaria y demás–, se han encargado de presentarnos muchas clases de muertos vivientes, desde vampiros hasta zombis, pero pocas veces –quizá ninguna– han abordado a la única clase que la medicina reconoce y trata: aquellos pacientes con Síndrome de Cotard. Por supuesto, las personas con este padecimiento no están muertas –al menos, no como la medicina tradicional define a un muerto–: simplemente, creen que lo están. Y lo creen en serio.

El Síndrome de Cotard, descrito por el médico francés Jules Cotard en 1880, es una entidad clínica poco frecuente que se manifiesta como un delirio nihilístico, es decir, un delirio de negación. La extensión del mismo puede ser muy variable, por lo cual, la enfermedad presenta un espectro clínico igualmente extenso. Los delirios más frecuentes están relacionados con el cuerpo: los pacientes creen que tienen una disminución de las capacidades intelectuales, están muertos o carecen de órganos (por ejemplo, aseguran que lo que late en su pecho no es su corazón o que el alimento cae en un agujero porque no tienen estómago o que el cráneo está vacío pues desapareció su cerebro o que no les queda nada más que la piel y los huesos). También se presentan delirios relacionados con la existencia –o, más bien, la no-existencia– de ellos mismos, los demás y el mundo exterior, así como delirios hipocondriacos y delirios de inmortalidad. Además, expresan síntomas accesorios, entre los cuales figuran la disminución o ausencia de sensibilidad, el mutismo, la auto-mutilación, la ideación suicida –pues consideran al suicidio como la única vía de escape– y alucinaciones auditivas, visuales, gustativas, olfatorias (como percepción de olor a podredumbre) o táctiles (como la sensación de gusanos reptando bajo la piel).

En general, esta patología se relaciona con el antecedente de depresión, aunque también puede ser precedida por esquizofrenia, trastorno bipolar u otras enfermedades estructurales –orgánicas– que tienen como consecuencia cuadros psicóticos. La historia natural de la enfermedad reconoce tres estadios: de germinación (caracterizada por ansiedad vaga y difusa asociada con irritabilidad, depresión, percepciones corporales anormales, preocupación constante y obsesiva por la propia salud y tendencia a exagerar los sufrimientos, ya sean reales o imaginarios), de florecimiento (presentación del cuadro nihilístico evidente que puede o no llevar al paciente a la pérdida de cualquier vínculo con la realidad, su cuerpo, el mundo o la existencia) y, por último, crónico (definido por paranoia y depresión).

Existe un debate entre si este síndrome es una enfermedad en sí misma o una manifestación de otras patologías. Tampoco se tiene claro el mecanismo mediante el que se produce, aunque la hipótesis más aceptada sugiere que la negación es resultado de la disfunción de distintas partes del cerebro como el lóbulo parietal, el lóbulo frontal, el giro cingulado, el tálamo y la neocorteza.

Como es evidente, el tratamiento recae en los psiquiatras y se individualiza de acuerdo a la patología de índole psiquiátrico presentada por el paciente previamente, así como las manifestaciones actuales del síndrome. En general incluye un cóctel de medicamentos, entre los cuales se suelen incluir antidepresivos –para tratar síntomas melancólicos–, antipsicóticos –para controlar delirios, alucinaciones y alteraciones en el pensamiento–, e incluso terapia electroconvulsiva –debido a su eficacia en la resolución de delirio. Pese a un manejo adecuado, el pronóstico depende de la evolución. Puede existir una recuperación completa –ya sea espontánea o inducida por el tratamiento–, o resolver sólo parcialmente, en especial cuando existen otras patologías, orgánicas o psiquiátricas, que dificulten la mejoría.

Entonces sí, los muertos en vida existen, aunque quizá la próxima vez que pensemos en ellos, debamos imaginarlos menos podridos y bastante más vivos.