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EL PAGANO HASTÍO

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l arte de la novela se caracteriza, cuando está bien ejecutado, por construir un mecanismo narrativo preciso, en el que cada una de las piezas aporta un giro, un torque o un movimiento en espiral que nos sorprende. Así como en un reloj, en donde la presencia de un engrane de sobra o un resorte doblado puede ocasionar el colapso del mecanismo, una acumulación innecesaria de palabras puede dar como resultado una novela obesa que se arrastrará lastimosamente hasta su punto final.

Es el caso de Los últimos días de Ramón Pagano, del escritor Alejandro Hernández Palafox. En ella, se nota el exceso, se percibe la intención del autor por mostrar un virtuosismo narrativo que, en lugar de lograr un goce estético, da como resultado una narrativa esclerótica. Lo que comienza con una anécdota muy simple –los últimos días de un condenado a muerte–, se convierte en una sucesión de escenas inútiles que al articularse en una historia dan como resultado una lectura espesa y cansada.

Nada tiene que ver el lenguaje que utiliza Hernández Palafox en su prosa, pues este es bastante coloquial, incluso plano. Más bien, es esta obsesión por narrar los encuentros que tiene entre el condenado a muerte –Ramón Pagano, el narrador personaje–, con una serie de carnavalescos personajes entre los que se encuentran desde su madre hasta el presidente de la república, pasando, por supuesto, por una muy sabrosa amante, un capo de las drogas, un sastre funerario, varios secretarios de estado y un sacerdote escandalizado. Todos estos careos, que en otras circunstancias podrían dar como resultado diálogos hilarantes, aquí sólo invocan al bostezo.

El problema principal de la novela, además de esta acumulación de escenas sin razón, es la construcción de la voz narrativa.

Ramón Pagano es un narrador en primera persona que se describe a sí mismo como un inteligentísimo y servicial ayudante de uno de los más sanguinarios capos del país, al que, debido a un enamoramiento fortuito, asesina de dos balazos. Quiso el destino que en el momento de su juicio se implementara la pena de muerte en el país, por lo que Pagano fuera escogido como el primer reo nacional en tener el honor de probar las mieles de la horca.

La anécdota y su verosimilitud hacen agua por todos lados, ya que Pagano es un personaje demasiado sobrado, lo cual ocasiona que no le cause confianza al lector. Este dispositivo narrativo –el narrador no confiable–, que funciona a la perfección en otras obras tales como Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos, o en Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia, aquí dinamita la suspensión de la incredulidad, ya que le faltan tanto las restricciones de percepción de Tochtli –personaje narrador de Villalobos–, como el cinismo irónico del General Arroyo, personaje del autor guanajuatense.

Ramón Pagano se toma demasiado en serio, es arrogante en demasía y además, no tiene introspecciones verdaderas, –elemento que lo hubiera dotado de vulnerabilidad, y por lo tanto, de humanidad–, sino que se limita a rememorar escenas del pasado.

Es indudable que Alejandro Hernández Palafox posee una pluma entrenada, pues su discurso es solvente, articulado y entendible.

El problema es la construcción de su diégesis. El relato de Pagano no tiene un contrapunto que nos permita compararlo y definir lo que es la “realidad”, sino que debemos atenernos a su palabra. Tampoco nos divierte, sino que nos intenta impresionar con sus fanfarronadas. Hay algunas partes, muy pocas, que pueden considerarse logradas, tal es el caso de el espeluznante desfile de ejecutados que Pagano ve durante una ensoñación, y en donde le muestran las múltiples y atroces maneras que el ser humano ha inventado para deshacerse de los indeseables.

En contraste, en la mayor parte de la novela, el lector espera con ansia que el día de la ejecución de Pagano llegue, ya que teme que, de tardarse más, quien podría morir de hastío sería él mismo.

Léala sólo si tiene problemas de insomnio.

Alejandro Hernández Palafox, Los últimos días de Ramón Pagano, 2018. Literatura Random House.

LA ESCRITORA QUE NO SALÍA DE SU CASA

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unca antes en la historia de The New Yorker se habían recibido tantas cartas para denostar una publicación —un cuento llamado “La Lotería”, escrito por la escritora Shirley Jackson, de veintinueve años, nacida en San Francisco, California, en 1916—, o para solicitar el nombre y la ubicación exacta del pueblo donde se llevaba a cabo ese sorteo en el que, mansamente, participaba toda la comunidad.

Las casi trescientas cartas enviadas al semanario, de acuerdo con la propia Shirley, se dividían en tres categorías: desconcierto, especulación y “típico abuso pasado de moda”. Además de las cartas que llegaron y que la autora conservó en sus archivos, el famoso semanario perdió a varios lectores que, molestos por aquel relato que al paso del tiempo se convertiría en un clásico de terror, cancelaron sus suscripciones.

De acuerdo con Joan Schenkar, autora de una extensa biografía sobre Patricia Highsmith y alumna de Stanley Edgar Hyman, esposo de la autora de “La Lotería”, Shirley tenía fama de ser una bruja, rumor que ella misma propagaba, quizá un gesto excéntrico para llamar la atención. Además, leía el Tarot y coleccionaba grimorios antiguos de los que sacaba una que otra frase que incluía en sus relatos. Por si fuera poco, había bautizado a sus once gatos con nombres de demonios.

Así como las atmósferas de sus cuentos son desconcertantes, por decir lo menos, el desequilibrio apenas perceptible que ronda a sus personajes no era un rasgo ficticio o producto del conocimiento de la conducta humana por parte de Shirley, sino de sus propias experiencias y, sobre todo, del miedo que sentía por el mundo. A tal grado llegó su temor que el diagnóstico médico determinó un caso grave de agorafobia y ansiedad aguda. Como su personaje Constance en la novela We Have Always Lived in the Castle, Shirley prácticamente no volvió a salir de su casa. Su matrimonio fracasó.

La comida y la bebida en exceso le cobrarían factura. Los tranquilizantes y las metanfetaminas prescritas para aliviar, según la creencia de la época, su alcoholismo y obesidad, terminaron por matarla de un paro cardiaco el 8 de agosto de 1965, a la edad de cuarenta y ocho años. Mitad en serio, mitad en broma, cuando sus hijos la descubrieron esa mañana, pensaron que otra vez les estaba tomando el pelo, como solía hacer.

Al igual que otros autores que fallecieron de imprevisto, poco a poco sus hijos fueron encontrando en sus archivos, hoy custodiados en la Biblioteca del Congreso estadounidense, más relatos que posteriormente saldrían a la luz, entre ellos el cuento “Paranoia”, y una docena más. Lo que no deja de ser inquietante es la historia que cuenta Laurence Jackson Hyman, su hijo: años después de su muerte, cierto día apareció en el porche de su casa un caja desgastada, sin remitente. De primera instancia decidió no abrirla por temor a que hubiera dentro una bomba, pero como pasa con los gatos, la curiosidad pudo más y al hacerlo descubrió el manuscrito de una novela de su madre, notas y más cuentos.

Nunca supo quién le envío la caja.

 

 

LA MANÍA DE COLECCIONAR

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l asesino serial rico, sofisticado y atrayente es ya prácticamente un lugar común en el imaginario colectivo. De villano pasó a antihéroe y de ahí se transformó en un oscuro objeto del deseo para cierto tipo de lector (¿o lectora?) ávido de emociones fuertes y erotismo duro. Incluso el Christian Grey de la famosa saga de las cincuenta sombras no es sino un versión endulcolorada del carnicero elegante tipo Hannibal Lecter o Dexter Morgan. En otras palabras, el tópico se ha utilizado al extremo de la nausea.

Debido a lo anterior es muy difícil que llegué un nuevo escritor a sorprender con una novela en donde este tipo de criminal sea el protagonista. En ese sentido, El jardín de las mariposas, novela de la escritora Dot Hutchison, no es la excepción, pues es un relato monótono y previsible.

El asesino de ocasión se llama El jardinero, un millonario cuya manía consiste en raptar hermosas jovencitas para tenerlas cautivas en un jardín secreto, ubicado en el centro de su lujosa mansión. Las chicas, al llegar, son tatuadas en la espalda con la imagen de una mariposa, y luego, cuando este proceso termina, son violadas por su captor.

Luego de esta suerte de iniciación –o marcado–, pasan a formar parte del jardín. Durante años, son conservadas como animales exóticos, alimentadas con comida de primera calidad y provistas de servicios médicos y material para ocio. Sin embargo, nada es para siempre, pues el jardinero, un sibarita que goza lo mejor de lo mejor, no puede permitir que sus mariposas envejezcan; necesita conservar su belleza para siempre.

Así que, en el momento que las chicas llegan a su cumpleaños número veintiuno, son embalsamadas vivas y luego sumergidas en resina para, así, transformarse en siniestras estatuas que el Jardinero puede admirar cuando lo desee.

Quizá la única innovación que aporta El jardín de las mariposas es que el relato se estructura de manera retrospectiva, ya que inicia justo después de que el asesino es capturado. Maya, una de las mariposas, se encuentra en la sala de interrogatorios de la policía y es confrontada por el detective a cargo de la investigación, de nombre Victor Hanoverian.

La mayor parte de la novela abarcará el estira y afloja entre la sardónica y perspicaz joven y el veterano detective. Maya se desempeña como una narradora eficaz, que retrata las maravillas y los horrores que ocurrían al interior del jardín sin dejar de mostrar su muy peculiar punto de vista. En ese sentido, es una Sherezada del Bronx que le retrata al lector la exuberancia de un harem dei siglo XXI.

El relato de la chica abarca desde su captura, a los dieciséis años, al escape colectivo en el que alcanzan su libertad. Maya cuenta tanto las distintas vidas de las múltiples habitantes del jardín como los suplicios a los que eran sometidas, ya que si bien bien el jardinero era un tipo “amable” –puesto que sólo las violaba y las asesinaba al cumplir la mayoría de edad–, su hijo, de nombre Avery, era un sádico que las torturaba, muchas veces hasta la muerte. Sería el otro hijo del Jardinero, de nombre Desmond, quien con su llegada desequilibraría el delicado ecosistema del jardín.

El Jardín de las mariposas es una novela que hace agua de muchas partes: desde la localización del “jardín secreto”, que la autora describe como “un invernadero dentro de un jardín que está a su vez dentro de una mansión”, hasta las circunstancias en las que las chicas son secuestrada. Si bien muchas son flores de asfalto, como la misma Maya otras son hijas de familia –incluso de una senadora de los Estados Unidos–, por lo que no es verosímil que nadie se haya preguntado por ellas. Por otro lado, la vuelta de tuerca final es artificiosa y fallida: sólo un revoloteo de bichos sin sentido.

El jardín de las mariposas es una novela para las vacaciones. Buena para leer durante un vuelo trasatlántico o tumbado en una playa, que se recomienda sólo para desconectar el cerebro durante unas horas.

Dot Hutchison, El Jardín de las mariposas, 2018, Editorial Planeta.

 

 

LOS SUEÑOS DEL CRIMINAL RENACIDO

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un violador adolescente mexicoamericano con problemas de adicciones se transforma dentro de la cárcel en un adulto íntegro, educado y defensor de los derechos de los presos migrantes en Estados Unidos.

Suena como una historia clásica de redención, aunque con una impronta añadida para la reflexión bienpensante: esto es más que una novela, porque se trata de una historia real. Edward Guerrero, el criminal confeso, existe.

A mediados del siglo XX, Truman Capote y Norman Mailer establecieron las bases canónicas de la no ficción estadounidense.

Grandes novelas “reales” basadas en el conflicto humano puro y duro, sobre las bases de la técnica periodística, donde todo añadido era considerado un ultraje a la complejidad que la propia vida proveía.

La no ficción estaba ahí, dura, mágica, intransigente con aquello que no fuera su naturaleza “verídica”. No había nada que embellecer, tan sólo contar las maravillas que la propia realidad amalgamaba (aunque pronto sabríamos que el programa no siempre se cumplía).

De ahí que la primera declaración de intenciones del libro de Bruno H. Piché (Montreal, 1970) esté en el subtítulo, que juega a chocar dos géneros como trenes: “una novela de no ficción”.

El prólogo de Sergio González Rodríguez resalta dos aspectos en la técnica narrativa de la obra, a la que considera curada de los males que aquejaron a los maestros mencionados: Piché no se coloca por encima de su relato ni de su protagonista, además de haber elegido un diálogo igualitario con Guerrero, consciente de las condiciones que los unen y los separan.

Trabajada por medio de entrevistas al criminal, la policía, los especialistas y la familia alrededor de su caso, en un diálogo con documentos judiciales y referencias socioculturales sobre las condiciones de la condena de Guerrero, la narración de Piché asume el tono de una investigación rigurosa sobre los materiales de su subject.

Pero a la historia del reo, suma un elemento empático: el proceso personal del autor con la diabetes, la depresión y la ansiedad.

Si escribir libra simbólicamente de las cárceles, también puede salvar a un hombre atribulado por la dolencia física y las pruebas de su propio espíritu. “Escribo entonces para ser yo mismo, sin saber qué o a quién voy a encontrar”, dirá el narrador.

Ahí, el tono objetivo, distante y cerebral del investigador da paso a la confesión, la duda, el insomnio de la ansiedad. Ese juego de enfoques transforma el libro. Sin la fe religiosa de Edward Guerrero, apoyado tan sólo en las armas que le ha dado la literatura, Piché se ejercita en reflexionar sobre su historia mental, como un espejo del criminal en su celda.

En ese juego de aproximaciones y alejamientos, de cuestionamientos y averiguaciones sobre la “verdad” del caso Guerrero, Piché debate varias de las preguntas centrales de su libro: ¿Qué es la justicia para los hombres como Edward Guerrero? ¿Cómo se define? ¿Es posible creer en la regeneración moral de un ser humano o deberíamos perder esa esperanza?

En ese discurrir, la novela no ficcional de Piché se convierte en análisis de un sistema de justicia discriminatorio que no elimina las taras del racismo y el prejuicio.

Porque en la espera de una posible apelación para la cadena perpetua de Guerrero, el autor -también escritor migrante en la academia de Michigan- se sumerge en la condición de infrahumanidad que rodea a personajes como Guerrero, síntesis ejemplar desde el delito de las vidas cruzadas entre México y Estados Unidos.

“Si eres un hombre pobre y de origen mexicano en Estados Unidos de América, no eres del todo un hombre; eres un infrahombre”, concluirá convencido Piché.

Es en Edward Guerrero, en todos los que son como él, donde se vive la fractura más fuerte entre los migrantes y el american way of life. Ellos son la grieta del sueño del capitalismo y del progreso que impacta con la realidad de la discriminación, la segregación, el narcotráfico y la falta de oportunidades.

En La mala costumbre de la esperanza, la fragilidad de un hombre que trata de convencer a sus jueces de haberse redimido se reúne con la fragilidad de un escritor que batalla con sus demonios mentales para contar una historia de coincidencias sobre dos hombres en busca de sus libertades respectivas.

Piché nos entrega un texto duro, oscuro, de denuncias éticas, pero en el que refulge un último brillo de esperanza: el del milagro inesperado que sólo puede ocurrir en lo cotidiano.

Bruno H. Piché, La mala costumbre de la esperanza. Una novela de no ficción sobre un violador confeso, Literatura Random House, 2018, 157 págs.

 

LAS “QUIJOTADAS DE LA CULTURA” A DEBATE

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ás que en ninguna otra disciplina artística, las temporadas en prisión de los escritores, sean justificadas o no, se romantizan hasta el punto de estimarse como puntos de inflexión en sus respectivas trayectorias. Esto, como si los barrotes tuviesen facultades oraculares y de visión extendida, por las que los internos ganarían más perspicacia para apuntalar su tarea creativa.

Incluso es costumbre que los escritores o artistas en libertad, amigos de los implicados, redacten sendas misivas al poder público para atenuar las penas que enfrentará su defendido. Algunos casos célebres: Charles Maurras, Jean Genet, William Burroughs y, en el ámbito nacional, José Revueltas.

Álvaro Mutis (Bogotá, 1923-Ciudad de México, 2013) habría llegado a México en la huida por lo que luego se denominarían “quijotadas de la cultura”. El autor colombiano habría desviado recursos propiedad de la Esso de Colombia y con un destino definido, para dedicarlos a diversas actividades de índole cultural y política. La legislación penal de cualquier país equipara estas acciones al fraude o al robo calificado, o se les denomina abuso de confianza. Esto referido por él mismo a Elena Poniatowska, que en otro episodio de su periodismo sensible —Encierro que arde. Álvaro Mutis desde Lecumberri (2018)—, vuelve a los días negros de la prisión de Lecumberri en los que visitaba a Mutis (circa 1958-1959), y también a otros internos.

Así lo explicó Mutis en 2002: “A México llegué en el año 1956. Allí fui porque tuve un problema cuando trabajaba para la Esso en Colombia y dispuse de algunas sumas que había para ayudar a hospitales y sitios de beneficencia. Y yo dispuse ese dinero para ayudar a una serie de amigos que estaban en peligro: escritores, periodistas y pintores (que pertenecían al partido comunista) durante la dictadura del general Rojas Pinilla. Y lo que yo hacía darles un recibo para cinco camitas en el hospital cual (no sé cuál). Y ese dinero lo recogía ese amigo y tomaba el avión y se largaba. Pues eso es un fraude en cualquier parte del mundo (ABC.es/29/01/2002)”.

Y es que durante los años más calientes del priismo, en los que la figura presidencial era intocable al igual que la del Ejército mexicano, Lecumberri se volvió un hot spot turístico para visitar a intelectuales y activistas liados con las prácticas autoritarias. Poniatowska sabía dónde buscar las mejores notas.

Este libro, que debe leerse en conjunto con el Diario de Lecumberri (1960) de Mutis, permite asomarse a la forma lírica de sus cartas en donde la conquista de la libertad se vuelve un valor fundamental. Al parecer, no se necesitan demasiados años de prisión para hacer meditar a los escritores sobre la condición del hombre en libertad y en el encierro. Mutis hizo grandes amigos en México, entre ellos el propio Paz, unos de los firmantes de la carta publicada en su defensa. Según se lee en el libro, esas amistades habrían logrado no sólo poner en libertad al escritor colombiano, sino incluso rehabilitarlo y hasta darle residencia productiva en el país. El retrato que hace Poniatowska está perfilado por la querencia y el apego, así que lo pinta como un conversador casi genial, un escritor atajado por las circunstancias y otro caso de creatividad desbordada que lucha por abrirse paso en un mundo de injusticias.

La reimpresión del libro, veinte años después, pudo haber servido a Poniatowska para ampliar la crónica, en especial por lo que hace a cómo fue desactivada la acción legal en contra de Mutis. Esto no sucede. Se cuenta una historia parcial en la que un escritor que cometió delitos en perjuicio de una persona moral, es liberado por la presión de algunos intelectuales. Apenas hay más explicaciones que las que requiere un lector que intuye que la norma jurídica es susceptible de manipulación.

Mutis, en una de las cartas, refiere que la experiencia del encierro lo cambió para siempre. Esto es cierto, aunque los usos de la prisión lo hicieron conocer a velocidad relámpago los intríngulis de la identidad mexicana. Los albures, el argot, la “transa” y otras modalidades de la experiencia callejera, lo sintonizaron con el país que le daría cobijo, al igual que a Gabriel García Márquez.

Al igual que sucede con otras entregas semejantes de Poniatowska —ver Octavio Paz o Juan Soriano—, esta reconstrucción de un segmento de vida ha resultado de auxilio para investigadores y biógrafos. No deja de ser lamentable, empero, que el acercamiento nunca sea crítico sino fervoroso y enaltecedor.

La mirada es enternecida y empática. Escasamente se lee en cualquiera de estos libros líneas para poner el dedo en la llaga. Es un paseo de saludos y risotadas, caricias de palabras y ecos de reuniones, en donde lo que interesa es la celebración de la amistad y además que perdure. Es un modo de ejercer el periodismo que se aleja en el tiempo, con lo que se pierde esta forma maternal de acercarse a un personaje privado de su libertad por entregar a la cultura lo que no le correspondía.

Elena Poniatowska, Encierro que arde. Álvaro Mutis desde Lecumberri, Planeta, 2018.