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ELOGIO DE LA CHAQUETA

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Recuerdo que en alguna fiesta cierto invitado cursi afirmó que el sexo es el mejor regalo que los dioses hicieron a los hombres, que la capacidad de que dos personas acoplen sus gónadas con el puro fin de darse placer es el más bello don de la naturaleza.

Disiento. El mejor de los obsequios que se nos dio como seres humanos no fue el sexo compartido, sino la noble capacidad de darnos placer a nosotros mismos.

Sí, la masturbación, la hispánica paja, la provinciana puñeta, la puberta chaqueta, es la prueba fehaciente de que allá afuera, en otro plano, en el espacio exterior o en un nivel distinto de la creación, hay un dios, ángel, demiurgo o extraterrestre cabezón que nos aprecia aunque sea tantito.

balazo

Piénselo un poco el apreciado lector: para el sexo consensuado entre dos personas, cualesquiera su sexo, hacen falta una serie de rituales a cual más tedioso; para que una persona convenza a otras de ser su compañero o compañera de lecho es necesario que siga una serie de pasos engorrosos, de trámites de la epidermis que a la larga se hacen insoportables. Desde los chocolatitos y las flores para la noviecita cándida a la que uno se piensa atornillar por primera vez hasta los laberintos de la seducción intelectual con la que los viejos faunos intentan acercarse a la ninfa o al efebo; desde las horas de repeticiones gimnásticas que tienen como fin moldear un torso y unos bíceps apetitosos hasta la demencial carrera para obtener poder y dinero con los cuales convencer al sujeto de deseo, las estrategias con las que buscamos acercarnos a ese otro anhelado son, aceptémoslo, un vía crucis pagano. Incluso las relativamente más simples, tales como contratar a alguna puta o gigoló —con quienes el intercambio es absolutamente transparente, y quizá por ello más noble—, o el más socialmente aplaudido del matrimonio, tienen su chiste, sus mínimos requerimientos: para el sexo mercenario necesitas dinero, y para la matrimoniada hacen falta todos los rituales que la sociedad exija en ese momento y lugar: los anillos, el lazo, y bailar la Víbora de la Mar sólo para que te caiga encima la prima Robustiana, que pesa como ciento cincuenta kilos y huele a ajo.

Horror.

En cambio, la masturbación está al alcance de todos: la pueden ejercer el teporocho y el cautivo del separo más infecto, el oficinista gris y el capitán de industria más poderoso. La chaqueta es universal, verdaderamente democrática, no restringida a ningún color de piel, credo, orientación sexual o capacidad intelectual. Es asequible a cualquiera con alguna extremidad útil y unos órganos genitales capaces de ser obsequiados con honores. Es por ello que Madame Puñette, de nombre castizo Manuela Palma, es generosa dama de compañía que se manifiesta lo mismo en la cloaca más lamentable que en el penthouse desde donde se mueven los dineros de media humanidad. El banquero, lo mismo que el ropavejero, dejan a un lado de cuando en cuando sus mercantilismos para retirarse y entrar a su privadísimo spa que les provea de ese descansito del que todos tenemos necesidad de vez en cuando.

La verdad, todos —y todas, dirían las feministas—, nos la jalamos alguna vez. El niño, cuando por accidente o curiosidad descubre el delicioso poder de su entrepierna, no ceja de utilizarlo sino hasta que una mamá castrosa u otra figura de autoridad lo descubre y lo reprime. “Pinche chamaco cochino, déjese ahí”, le gritan luego de darle de manazos. El infante entonces aprende una terrible lección: que lo que lo hace feliz es, al mismo tiempo, lo que lo llena de vergüenza, que un derecho tan, pero tan íntimo como el autoplacer es también la mayor de las perversiones, fuente de pelosidades en la mano y de cegueras prematuras. Por lo tanto, relegará el ejercicio de sus chaquetas a los lugares más íntimos, al cuarto de baño, al hueco entre sus sábanas, al armario de los trebejos, a la clandestinidad. Y sólo mucho tiempo después, si tiene suerte, podrá, luego de muchas meditaciones, lecturas y experiencias, podrá liberarse un poco de la maldita culpa que le inocularon, esa que perversamente es motor de toda la sociedad en la vivimos.

Quizá por ello, por la culpa, hemos generado ingeniosas alegorías de la chaqueta. Masturbaciones socialmente aceptadas en las cuales podemos darnos placer cuasisexual sin necesidad de que el respetable se ría o hiperventile de la impresión. Por ejemplo, el yuppie que hace rugir el motor de su Corvette en el semáforo ¿No está masturbando su ego? La reina que se pasa horas arreglándose y admirándose, o que se vanagloria de la envidia de quienes la ven llegar a la fiesta ¿No está friccionando el clítoris de su vanidad? El político que ante la cámara de televisión acepta con una sonrisa que sí hizo cierto delito, pero que el ilícito no es punible porque tiene fuero ¿No está metafóricamente eyaculándonos en el rostro? O los miembros de alguna mafia cultural que se la pasan escribiéndose críticas favorables y dándose premios literarios entre ellos ¿No están, en el fondo, en una rueda de masturbación conjunta, en el que el de la derecha le jala el cuello al ganso a su compañero y así hasta cerrar el círculo?

Quizá si adoptáramos a la puñeta como ejercicio sistemático y sin tapujos este mundo sería un lugar más habitable. Miles de psicoanalistas, psicólogos, laboratorios farmacéuticos especializados en medicina psiquiátrica y charlatanes del New Age se quedarían sin trabajo si la gente, en lugar de tener brotes psicóticos o caer en panic attacs, corriera al baño a regalarse un orgasmo; muchos conflictos cotidianos podrían resolverse ipso facto (Sí, señora, usted me chocó, pero si me la jala aquí en el coche me quedo con mi golpe), los conflictos laborales desaparecerían casi en tu totalidad (Pues mire, Godínez, no le vamos a dar la liquidación de ley, pero aquí le dejo a las licenciadas de Recursos Humanos para que le extraigan la ponzoña), e incluso la chaqueta podría convertirse en instrumento de buen gobierno (Senadora, que dice el Presidente que se ponga crema en las manos. Ya viene el líder de la cámara a pactar el presupuesto del año entrante).

Sí, amigos, la Chaqueta haría de este mundo un lugar mejor. O quizá todo esto que digo no es sino una monumental jalada.

SUMERSIONES ÁLFICAS

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El blanco posee una doble cualidad: por un lado representa el absoluto,
la integración de toda riqueza obtenida mediante la suma de todos los colores, y por otro lado,
es también ausencia del color, de vida.
Tiene la pureza de los inocentes que no han vivido y el vacío de los muertos.

Rudolf Arnheim

Nada más sugerente que una hoja en blanco; detenerse para admirar su pulcra presencia, su frágil castidad, voluptuosa y cautiva de sí misma. Rodin confesó una vez sentir vértigo ante un bloque en bruto de mármol: Me provoca ejecutarlo con violencia, manifestó.

Las emociones y sentimientos que despierta aquello que no ha nacido pero tiene que hacerlo, esa especie de nada que se contempla antes de comenzar la obra, ejerce contradictorias fuerzas que guerrean por establecer su dominio. Por lo regular, todo desemboca en un par de contrincantes, e igual que en el ajedrez, la idea que lleva la delantera va tomando ventaja tragando las piezas del otro bando, todo resumido en movimientos que fueron razonados con cautela.

Para iniciar una partida de ajedrez se cuenta con veinte movimientos posibles para el ejército blanco y veinte para el negro, esto da como resultado cuatrocientas posibles posiciones; después de diez jugadas la cifra asciende a una cifra desorbitante, y de allí, con cada jugada más, las cifras crecen exponencialmente hasta volverse astronómicas; los cálculos actuales arrojan como resultado que: es mayor el número de partidas posibles (alrededor de mil vigillones) que el de átomos existentes en el universo; todo dentro de un microcosmos de sesenta y cuatro casillas. En la escritura no hay tal margen de maniobra, por lo tanto nuestra libertad es mayor.

La hoja en blanco está allí para transgredirla, para sembrar y procurar la gestación de nuestros delirios o revelaciones, nuestros urgentes y efímeros saberes u osadías. Casi siempre llegamos a ejecutar, sobre su cuerpo intacto, una idea preconcebida, o abordamos el trabajo que hemos venido elaborando, y que durante el descanso del acto de escribir, uno sigue tejiendo y destejiendo, añadiendo y quitando probabilidades. El azar es lo que incita y construye el trabajo creativo, mas es el oficio lo que transforma esas visiones azarosas en una obra con sentido del tiempo y del espacio, autónoma en su universo, autosuficiente en su lenguaje, sustentable en su forma. Las visiones siguen apareciendo, pero son acerca de aquella idea que ganó la partida a las otras, es decir, la victoriosa conjetura, la tesis principal, el o la protagonista, que no necesariamente tiene que ser de carne.

La hoja en blanco representa incertidumbre, es, el hermoso jardín de las dudas. ¿Cuántas veces me he enfrentado a ella? ¿Cuántas aperturas he hendido en medio de su nada? ¿Cuántos seres labrados que nunca fueron yo? ¿Cuántos lugares hechos de tinta e insomnio?

Imaginemos un sitio blanco, ilimitado, en el cual no haya esquinas, ni muros, ni techo, suelo o relieves; un mundo en el cual la profundidad no exista, tampoco la transparencia, donde todo sea una perpetua visión de inmaculada leche, una soledad real, sin sombras ni pliegues, sin contrastes, donde nuestra presencia no es física, sólo reside nuestra consciencia existencial (nuestro ‘yo’ consciente de sí) que puede captar como una cámara incorpórea, con libertad de movimiento, lo que está ocurriendo, pero: no ocurre nada en la nada.

Nuestro ser se encuentra ahí de forma inmaterial; sin saber el porqué, hemos despertado en este sitio saturado por ese blanco sin obstáculos en que sólo permanece nuestra consciencia humana y nuestro pasado vivencial, donde arriba y abajo, izquierda o derecha, no significan nada; un mundo unidimensional, estático, gaseoso, huérfano de sonidos, de olores. Nuestro movimiento no está limitado por la energía ni es interrumpido por entes corpóreos, sin embargo, avanzamos (por instinto) en lo que intuimos es una línea recta, aunque tal concepto sea inconcebible en tal espacio; conforme continuamos la marcha no encontramos sino lo mismo, siempre lo mismo: todo ampo; ante nuestra ceguera nos preguntamos: ¿Estoy avanzando de verdad? ¿Puede haber algún avance donde eso no puede ser posible; donde, dirección, ruta o destino, carecen de sentido? ¿Cuál es el final de un reino donde reina la ausencia de toda forma? Ir aquí resulta igual que no moverse; volver, ¿de dónde?

Esta especie de infierno que nos condena a la soledad de nuestro ser sin posibilidad de acción, esta pesadilla láctea que nos encadena a la egolatría del yo, a su exclusiva convivencia, resulta insoportable, demencial. El color al que muchos aportan cualidades de paz, serenidad, equilibrio, pureza, divinidad, reflexión, virgindad, higiene; y otros dicen es traicionero, sórdido, estoico, acusan provoca ansiedad, suscita frío, garrotera, ganas de haber nacido esquimal para resistir sus efectos polares, etcétera; es, después de todo, un color que contiene, todos los colores y ninguno.

El blanco es el símbolo de un mundo donde todos los colores, en cuanto propiedades de las substancias materiales, se han desvanecido…
el blanco actúa sobre nuestra alma como el silencio absoluto… Este silencio no está muerto, rebosa de posibilidades vivas…
Es una nada llena de alegría juvenil o, por decirlo mejor, una nada antes de todo nacimiento, antes de todo comienzo…

Kandinsky

Pero lo que experimentamos en esta albugínea dimensión, es lo mismo que me han descrito tres conocidos que han visto de vivos ojos la obra maestra de Malévich, “Cuadro blanco sobre fondo blanco”; lo que estos afortunados dicen haber atestiguado fue lo que la mayoría de los críticos de arte han reflexionado sobre la obra: La perfección inmóvil; la tautología insondable; el místico desierto de la nada; la geometría de la resurrección; el infinito del libre vacío.

Mas no estamos experimentado la observación de un cuadro, estamos en sus entrañas, sumergidos en la quinta esencia de entre su concepción y su culminación, un nacimiento y una muerte que nunca ocurren. Nuestra realidad terrestre, desterrada al recuerdo, ha sido sustituida por esta otra. No sabemos si hemos muerto, si estamos en coma, si se trata de una vívida pesadilla. Estamos sumergidos, flotando en el blanco. ¡Tenemos que despertar!, situarnos en un nuevo terreno, un nuevo comienzo donde nuestra imaginación pueda ser sostenida.

Volvamos a la hoja. El incómodo encuentro con ésta sucede cuando no sabemos cómo o con qué vamos a comenzar. Nuestra tarea es capturar un fantasma que se pasea entre nuestra nariz y el albor del papel-pantalla, pero como una aparición jamás podrá ser apresada, sólo puede ser descrita. Puede llegarnos una idea, quizás una primera línea, con suerte una apoteosis, y de ahí, como decía Cocteau: El manantial desaprueba, casi siempre, el itinerario del río.

Puede que hagamos el texto, de punta a cola, en sólo una jornada, y éste nos satisfaga; puede que suframos la invasión de hordas de la mal llamada inspiración, que casi siempre viene a ser una erupción febril de ideas, influenciadas (por lo regular) por recientes lecturas de consagrados escritores, ante lo que hay que tener suma cautela; también puede acaecernos la desesperación por buscar un buen título, un tono adecuado; albergar la obsesión por la técnica, el lenguaje, la llaneza, y demás; incluso podemos pender del alambre con expectativas desproporcionadas, rayanas en la locura, como la omnisapiencia o la perfección. Cuando la esterilidad creativa y la torpeza mental nos invaden, podemos recorrer el laberinto del fracaso, pero lo mejor será mandar todo a la mierda y regresar más tarde.

Si aún así ha vuelto una y otra vez y continua observando la hoja albina que despiadada refleja su inmovilidad, puede recurrir a otras técnicas, por ejemplo, escribir lo que le ha llamado la atención en el transcurso de la semana, emplear la escritura automática o pensar en anécdotas; si su intención es de corto aliento puede crear aforismos o hacer minificciones; o quizá, por medios de la écfrasis desentrañar su visión de profeta chiflado; o como muchos otros, portar su sayo de rectitud beata, de repartidor de la justicia, de docta prosapia; tapizar con mierda la simplicidad álfica y luminosa de la página; puede también versionar cualquier obra, sea clásica o no; incluso pasar a verso cualquier recetario, o dejar las páginas en blanco, que para los amantes del arte contemporáneo sería una delicia, pero si tiene que recurrir a esto último, dedíquese a otra cosa, los escritores escriben, no hacerlo y pregonarlo representa un fraude.

Por lo regular, el cómo es lo que nos provoca comezón, pero bastaran tres o cuatro intentos para agarrar carrera; pero si es un bloqueo, aproveche para vivir un poco más fuera de los libros, verá que si usted es un verdadero cagatintas, volverá sin que nadie lo lleve de la mano; si el verbo fracasar comienza a parecerle su apellido, será mejor que se meta a publicista, que pase a engordar las filas del falso periodismo cultural (que reduce la vida literaria a chismes), otra es que comience a dar talleres para malcriados niños Montessori o de plano pase a organizar festivales para presentar ‘niños escritores talento’ y patéticos espectáculos de boxeo poético, donde no hay ni boxeo ni poesía; si le provoca terror la hoja blanco, dedíquese a otra cosa, tal caso sería como aquel del obrero que por las noches sueña que va a explotar el lugar donde labora y todos los días se presenta a trabajar en una fábrica de dinamita.

Por mi parte, cuando voy a empezar a trabajar, contemplo la hoja impoluta unos segundos, tomo distancia, consciente de que destruir la nada es lo único que puede guarecerme del sinsentido, la aburrición y la humillante realidad. Entonces comienza, la cadencia incesante de babel, la marcha musical del idioma, la correría delirante de lo mágico, la avanzada de los ejércitos de la imaginación.

CANDY CANDY: LA MUERTE DE UNA HEROÍNA

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Para mi versión de Clint: Lynch

Candy es la iconografía de eso que mucho tiempo pensé que era la vida. Desde el primer momento, me enganché con la cancioncita del final, que era una tonada melancólica en la que ella, a toda costa, deseaba ser muy feliz. ¿Y quién no?

Aquel dibujo animado lo vi dos veces: una primera ocasión cuando tenía como siete años. Me encantó pero no me conmovió hasta los huesos como luego sucedería en mi entrada a la adolescencia. El peor momento de las crisis existenciales que había tenido hasta esa tierna edad correspondía a la ocasión en que vi el capítulo donde la tía Dete se lleva a Heidi a vivir a Frankfurt y la abuela de Pedro, ciega y sin mucho que hacer, le grita al bosque que no se lleven a la chapeada niña.

Los ojos se me inundaron de agua salada como cuando llueve en verano sobre Río Churubusco. Volteé a buscar consuelo en el rostro protector de mi padre, quien pensó que estaba a toda madre decirme: “se llevan a Heidi por tu culpa”.

Desde entonces, aquello se convirtió en uno de lo momentos más endebles de mi salud mental y, hasta la fecha, sigo pagando a especialistas que me ayuden a librarme de la culpa que no logro expiar por no haber podido salvar a Heidi de las garras de Clarita y de la urbanidad de finales del siglo XIX de la apenas formada Alemania.

Bueno, pues hasta ahí fui creciendo con los problemas propios de toda niña que cree que el mundo no la merece. Pero eso es otra cosa. El punto es que a mediados del primero de secundaria comenzaron a pasar Candy en el –aquel entonces- nuevo y reluciente canal Trece de la ya asquerosa Tv Azteca.

Y fue ahí donde todo se fue al traste. Primero porque a lo largo de ciento quince capítulos, la historia del buencopismo de Candy no para un segundo: a pesar de las vejaciones de Elisa y Neil; de la muerte de Anthony; del desprecio de su mejor amiga, Annie; del enrolamiento al ejército de Stear o de la pérdida de memoria de Albert, Candy es un cúmulo de energía sin límite, de alegría sustantiva, de absoluta inconciencia sobre lo real; se arroja al camino de la felicidad como si eso fuese siquiera posible una vez en la vida, ya no digamos cada que un evento te pone en el peor de los escenarios. Una voluntad solo equivalente a la voluntad divina. Caray, y todo eso en una niña de seis años. Tomé nota: Tener férrea voluntad te hace mejor ser humano.

En Candy nunca hay misterios: la historia es una verdad que se revela tras otra. Hay una intención muy clara en cada uno de los actos que emprenden los personajes. Nadie se pregunta mucho, nadie reflexiona, nadie duda. Ni Terry, que es el filósofo de la serie, el Dylan de Beverly Hills, el… bueno, ustedes me entienden. No dudes nunca, anoté.

Aquel personaje conservó las coletas imberbes y las pecas de la niñez durante ¡115 capítulos! (y en ese entonces apenas empezaba el grunge, los vestidos aniñados, las coletas y el fanatismo por los chonguitos de Björk). Su crecimiento es apenas perceptible a lo largo de los años, mientras que en mi caso, las tetas se volvieron un problema y los hombres empezaron a decirme improperios por la calle. Candy: un retrato de Dorian Grey en el que lo único que cambia es el escenario de la tragedia. Yo también quería ese cuerpo indiferente a la edad, lo otro me estaba costando mucho trabajo.

El nivel autorreferencial de la narrativa de aquel novelón para mocosas era abismal, a pesar de que nunca he presenciado una guerra mundial ni he ido a un internado y, bueno, por supuesto, no soy huérfana y… en fin, no sigo la lista. Aquello era respirar una vida impostada y, sin embargo, muy mía. Como si un espíritu superior me hablara, como si Hegel hubiera tenido razón con eso del Espíritu absoluto.

La historia del anime siguió y, tarde que temprano, el torrente de la montaña se precipitó, sin ayuda, al abismo.

Conforme pasaron los meses, la vida de Candy era su propio adversario. Ella era como algunos de esos quesque empresarios que se mamasean de todos los negocios fallidos que han emprendido como si eso sorprendiera a los otros o, peor aún, les diera consuelo a sí mismos. Y yo aplaudía ante la televisión como si cada día fuera descubriendo secretos que todo mundo se negaba a contar sobre eso de ser feliz a toda costa.

Llegó un punto en que la obsesión por la caricatura fue un poco enfermiza. No recibía llamadas, no hablaba con mis padres ni con mis hermanos, no pensaba en nada ni en nadie, y me reunía todas las tardes con un par de amigas a comentar –punto por punto- cada capítulo.

No parecía que mi fanatismo fuese a llegar más lejos. Y llegó. Porque después de aquel primer beso con Terry a la orilla del lago, con la música de hada madrina y la luz espesa y luminosa de las pinturas Rococó, él decide dejar a Candy porque las buenas maneras de la época (a pesar de que se trata del rebelde, del perseguido, del siempre ausente) le impiden abandonar a Susana, la chica que sacrifica la pierna por la vida de Terry, y quien al darse cuenta de que no la ama a ella si no a Candy, está dispuesta a cometer suicidio.

La agolpada y ancha realidad tundió con todo a la siempre sonriente Candy. Y ella en lugar de dejar que la otra se matara y desapareciera de su camino, le pide que no deje a Terry. La protagonista corre a tomar el tren de Chicago y su amado la persigue por una escalera que bien podrían emparentar con las canchas infinitas de los Supercampeones. Finalmente, la alcanza; la abraza por la espalda y le susurra: “No quiero perderte, quiero que el tiempo se detenga para siempre”. Candy intenta hablar y él le responde: “no digas nada, déjame estar así un momento”. Ella se da cuenta de que él llora y no puede creerlo. Los dos se desean ser felices para siempre y cada quien toma su camino.

Y fue ahí cuando no pude más. Las mejillas me ardieron y las lágrimas corrieron redondas y acuosas por mis redondas mejillas. Le llamé a mi amiga Brenda por teléfono. También lloraba. Había quedado de verse con nuestra otra amiga adicta a la serie, Nely. Y ahí estábamos las tres, vestidas con uniforme de secundaria oficial, en medio del camellón que separa la colonia en la que vivíamos, sin entender el porqué de la desgracia de las mujeres del mundo. El golpe invisible de aquella ruptura (ahora sé que los golpes invisibles son los que más perduran) había logrado su cometido: fijarse en la estructura del ADN emocional de las tres.

Las otras niñas lloraban conmigo, pero –de pronto- encontré falsedad en sus mocos y en sus lágrimas. Las voces débiles y las rodillas temblorosas, sí, pero estaba segura de que ellas no habían tocado el vacío; eso que se instala en medio de tu cuerpo y que no se va nunca; nunca se llena y nunca deja de pedir ser llenado. Sus vidas seguían siendo las mismas y yo odiaba al personaje animado que minutos antes había sido mi heroína porque su buenpedismo le impedía allanar el camino a la supuesta felicidad que, capítulo tras capítulo, nos restregaba en la cara. Impostora perfecta, sublime conformista. Me prometí nunca ser como ella.

Me despedí de mis amigas y caminé hacia mi casa. Sacada del espacio y del tiempo, porque aquella ruptura no hablaba de mis trece años y mi único novio, no. Veía rastros sobre mi futuro, sobre los hombres que vendrían. Y tomé nota: Cuando llega el dolor es cuando más te gusta. Y, como dice Carol Oates: “el dolor, en el contexto adecuado, es algo distinto al dolor”. Nunca eso de la felicidad absoluta. Y tomé esa nota que yo misma hice para mí y dejé al olvido toda esa cursilería.

Me sentí timada y nunca terminé de ver ese rerun de la serie. No he vuelto a verla, no tengo gratos recuerdos de lo que comprendí en aquel momento (en medio de altos niveles hormonales y de inseguridades sustantivas) y, ahora que tengo un hijo, agradezco la estupidez insulsa de las caricaturas de Cartoon Network.

BATMAN EN TECNICOLOR

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Una golosina y un delirio. Un disparate televisivo que constituye, más que un show, toda una experiencia. Un viaje sicodélico y naiv, para el que no había que ingerir ninguna droga; para el que sólo era necesario sentarse frente al televisor durante treinta minutos y abandonarse al absurdo.

Nunca una serie televisiva fue más pop que la del Batman de los años sesenta. Ni mas descarada. Ni más divertida tampoco.

Y es que Batman tenía miles de razones para ser memorable. Supuestamente, era un cómic televisivo con su narrador omnisciente y sus onomatopeyas incluidas. Pero lo cierto es que iba más allá. Para empezar, la música, esa música surf que no tardó en convertirse en un himno del underground y la contracultura y que todos (TODOS), hemos tarareado alguna vez, que era emocionante a la vez que chistoso.

El elenco también tenía lo suyo. En sus gloriosos 120 capítulos muchas estrellas del Hollywood clásico desfilaron por ahí, casi siempre interpretando a los enemigos del dúo dinámico. Había, por supuesto, los de base, emanados del cómic (El Guasón, El Pingüino, Gatúbela y El Acertijo), pero también los que nacieron ahí en el show, todos fársicos, absurdos y sobreactuados… y condenados a un posterior olvido (El Rey Tut, El Cascarón, El Bibliófilo, La Reina de los Diamantes, Luis Lirio, etcétera). Ante tales antagonistas, las historias no se podían quedar atrás en lo demencial, y así, siempre se presentaban tramas complicadas, orientadas a la comedia, que invariablemnte llegaban a un punto en el que las vidas de Batman y Robin corrían peligro ante trampas tan mortales como ridículas. Huelga decir que los héroes siempre salían airosos (en el capítulo siguiente), casi siempre por el uso de gadgets inverosímiles, para alegría de su audiencia.

Hoy día cuesta trabajo verla y no pensar en qué tan infantil era originalmente. Por supuesto fue un show televisivo dirigido a los niños, pero no tardó en ser adoptado por los jovenes y los adultos (de hecho, la primera “Batimanía” nació entonces), y creo que mucho se debe a la erotización de algunos personajes.

Se sabe que hubo todo un revuelo alrededor de Burt Ward, el actor que hacía a Robin (y que por supuesto no era un niño), debido a lo prominente de su paquete. Asociasiones de padres de familia pugnaron -sin éxito- por que la serie fuera cancelada, ya que incitaba el despertar sexual de las adolescentes. Se sabe también que Adam West (Batman) y el mismo Ward disfrutaron como nadie su estatus de rockstars televisivos en fiestas tan demenciales como el show mismo, con sus groupies incondicionales, obsesionadas con los disfraces del dúo.

Y qué decir de las actrices Yvonne Craig (Batichica) y Julie Newmar (la primera Gatúbela), enfundadas en latex y con botas de tacón alto, siempre en poses provocativas e hiperfemeninas.
En mi caso, ambas reinaron en el Olimpo sexual de mi infancia junto a Linda Carter y La Mujer biónica. Pero bueno, eso no tiene que ver con el programa (¿o sí?).

El caso es que el Batman de los sesenta fue siempre un producto exagerado, festivo, kitsch, hecho con el descarado propósito del cachondeo (en las ascepciones española y mexicana del término). Y nada importa, creo, que tan fiel fue a la mitología del cómic.

Yo desconfío de quienes se jactan de ser fanáticos de Batman, y sólo han visto las películas de Nolan y Burton. Por su exceso de seriedad, no les concedo ninguna seriedad. De hecho, los he escuchado y leído en redes sociales, y no les creo nada. No sólo mienten o repiten datos que creen interesantes. Aburren, resultan arrogantes y antipáticos. Para ellos, el hombre murciélago es un dogma, un personaje canónico que no admite reinterpretaciones. Y lo cierto es que lo que admiran, es una reinterpretación más: un Batman moderno que es obsesivo, paranóico e infalible, además de hiperviolento; que echa mano a todos sus recursos tecnológicos y no se equivoca nunca. Y que siempre viste de negro (y ojo, a mi me encanta también, pero no lo considero el único).

Tales seguidores, dicen tener muy en alta estima los cómics del Caballero Oscuro. Pero lo cierto es que no son coleccionistas tampoco. Y lo peor, desprecian a este Batman televisivo de los años sesenta (que yo amo) por considerarlo demasido colorido, alegre, ridículo e infantil.

Fantoches, ellos se lo pierden.

SIEMPRE ADELANTE

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Remi es una de mis caricaturas favoritas. Podría decir que es la número uno en mi top ten pero Mazinger Z le compite muy de cerca, a pesar de ser completamente distinta. A Remi le debo, en parte, el deseo de querer convertirme en escritor de novelas. En Remi hay una estructura clara, clásica, de novela por entregas. Una novela de aventuras tristes. Es, desde luego, una road novel que empieza en una pequeña aldea francesa, Chavanon, recorre París, Reims, cruza a Londres y termina en Ginebra. Y, como dice la canción con que empieza cada capítulo, va siempre adelante, como debe ser cualquier buena novela, que no se detenga, que no cese la acción.

Sin embargo, Remi es una historia que no goza de la simpatía de las mayorías: a casi todos les parecía —les parece—, triste, azotada, sufrida, cursilona… características que la hacen parecerse mucho a la vida real. En Youtube se puede ver la serie completa. Los comentarios sobre este drama son contundentes: “Quedé traumada qué serie tan triste. Tenía 6 o 7 años cuando la vi”. “Es una serie brutalmente cruel y despiadada que para niños no tenía nada de apropiado sólo hacía sufrir y llorar por las situaciones injustas que vivió este niño para terminar siendo un simple abogado, la verdad no se la recomiendo a los niños y si yo tuviera hijos no les permitiría que la vieran”. “Si quieren agarrar una depresión cañona vean esta serie completa, además muchos psicólogos no la recomiendan por lo mismo que es traumática, es una serie extremadamente cruel y despiadada no apta para niños, mejor vean videos que los haga reír y no deprimirse”.

Me parece que la gente exagera un poco.

Hace poco le pregunté a Valeria, una chica nacida en los años noventa, si sabía quién era Remi. Me dijo que no. Busqué en Youtube el primer capítulo y le pedí que lo viera. Le gustaron los dibujos de esa campiña francesa donde comienza la historia y Remi, calzado con zapatos de madera, le pareció muy tierno. Conforme avanzaba el capítulo y las cosas empezaron a complicarse —Jerome Barberin, el supuesto padre de Remi, sufre un accidente en París, deja de enviar dinero y su familia no tiene ni para comer—,Valeria fue entristeciéndose. Cuando la señora Barberin vende a Russett, la vaca lechera que representa su único patrimonio y única amiga del protagonista, me pidió que detuviera el capítulo. Había tenido suficiente. ¡No soportó la parte menos dolorosa de Remi! Parece que las nuevas generaciones no están dispuestas a sufrir frente a la televisión. Le faltó ver la llegada de Jerome cojo, convertido en un alcohólico, que a quemarropa le dice a Remi que no es su hijo, que es un niño abandonado. Lo que sigue después es un rosario de tristezas: Jerome vende al niño al señor Vitalis, un actor ambulante que viaja de pueblo en pueblo con su “compañía”: los inolvidables Capi, Servino, Dulce y Corazón Alegre. Más adelante, tras soportar frío, lluvia y el desprecio de la gente, Corazón Alegre muere en plena actuación debido a una pulmonía mal atendida, una manada de lobos se devora a Servino y a Dulce, luego Vitalis es encarcelado, y termina sus días muerto durante una nevada marca llorarás cubriendo el cuerpo de Remi… parece que el chico trae la mala suerte y a su paso siembra desgracias.

A pesar de haberse estrenado hacia finales de 1977, la calidad de la animación es muy buena y gracias a la alta definición pueden apreciarse mejor sus colores; se nota el uso de diversas técnicas como el óleo y quizá el pastel para darle a los escenarios de la historia su característico colorido, como para contrastarlo del drama que se extiende a lo largo de cincuenta y un capítulos. En el dibujo de los personajes se emplea mucho el achurado, es decir, el trazo de líneas paralelas y diagonales para dar textura y profundidad. Otro distintivo de Remi es que, cuando una escena llega a su clímax, triste o alegre, la acción se detiene y cambia de color, al tiempo que la cámara gira alrededor de los personajes.

En el terreno de las caricaturas animadas, las japoneses prefieren un esquema parecido a la novela: la historia se desarrolla a lo largo de decenas de capítulos, vemos crecer a los personajes los personajes y aguardamos el desenlace. Las estadounidenses, en cambio, apuestan más por una estructura parecida al cuento, donde lo importante es la anécdota. En el caso de Remi, sí, es una historia dura, triste, como la vida misma, pero muy bien contada, en la que todo el tiempo pasan cosas, aunque sean desgracias y una que otra alegría, como en la novela del siglo XIX. Y es que la historia está basada en una novela, Sin familia, de Hector Malot, escritor francés.

Alguna vez dije, medio en broma medio en serio, que quienes nacimos a finales de los años setenta quedamos marcados por dos figuras: Juanito Farías y Remi. El primero es el campeón sin corona (así se le conoció en su tiempo), el niño de cuna humilde que cantando “Caballo de palo” dejó en claro que la felicidad de la infancia es relativa cuando no inexistente. Remi, por su parte, anticipa lo largo que será el camino y aunque la historia concluye con un final feliz, me gusta la decisión que toma junto con su amigo Mattia: a pesar de los lujos y la comodidad que les han caído del cielo, hay que seguir en ese viaje que todos llamamos vida.