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TALK NERDY TO ME

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Well that’s just teenage talk

Pinky swear that you won’t go changing

Teenage Talk de St. Vincent

 

lgunos libros nos hablan. Literalmente. La charla de Linda Rosenkrantz es uno de ellos. Catalogada como una novela reality desde la contraportada, es posible que los lectores tengan la expectativa de encontrarse con la narración de una telerrealidad parecida a la de Amélie Nothomb en Ácido sulfúrico, la cual recrea un campo de concentración en el que los espectadores pueden votar por el próximo ejecutado (no tan lejano a la propuesta de Game2: Winter (https://game2winter.ru/), un programa ruso que emula a The Hunger Games, en el que se puede asesinar y violar para ganar un premio de poco más de un millón y medio de dólares).

Sin embargo, la escritora neoyorkina Linda Rosenkrantz, autora de varios libros de no ficción como Telegram! que es una historia del telégrafo, plantea una sencilla premisa: el acercamiento a la cotidianidad de tres amigos cercanos que son Emily, Vincent y Marsha. ¿La inventiva? Ninguna. La también periodista se llevó una grabadora durante sus vacaciones en los Hamptons, un lugar para el descanso de la clase alta. La charla es el resultado de una transcripción que tardó en realizarse un par de años. En un inicio Linda Rosenkrantz tenía mil quinientas páginas de lo dicho por 25 participantes (u oradores, en este caso), las cuales disminuyeron drásticamente.

En 250 páginas, en las que el autoanálisis es la columna vertebral, la triada de personalidades nos absorbe. En un acuerdo tácito que parte de un principio de buena fe, Emily, Vincent y Marsha se psicoanalizan hasta decir basta. La terapia de grupo parte de la franqueza y la apertura de Emily, la actriz que tiene problemas con su consumo de alcohol, el pintor homosexual Vincent, un eterno drama queen como él mismo se reconoce, y Marsha, una editora caracterizada por la frialdad, que es la base de este triángulo (“las únicas tres personas que conozco que realmente creo que podrían ser capaces de hacer algo juntos”). Digámoslo así: ella lo equilibra. Probablemente este personaje sea la misma Linda Rosenkrantz como lo ha dejado entrever en algunas entrevistas.

Las tecnologías de la palabra son abordadas con perspicacia en los capítulos titulados a manera de estampas de la convivencia, por ejemplo: “La cena de almejas”, “Marsha interrumpe una discusión sobre ella” y “A Vincent le da un ataque en la playa”. El cuestionamiento incesante entre los tres personajes los sitúa como antagonistas de ellos mismos en no pocas ocasiones durante el small talk rutinario, el chit-chat que suele incluir chismes, la invectiva contra un enemigo en común (Sick Joan) y, encima de todo, el diálogo sempiterno de los casi treintañeros. En este examen intrínseco, donde se ha “establecido una relación tan estimulante, total, libre, histérica, íntima e intensa”, el tabú es una mera obviedad. Se habla sin tapujos del aborto, de la masturbación femenina (“MARSHA: Las chicas no se hacen pajas. EMILY: Pues yo me la hice”), de la homosexualidad. Conforme La charla avanza, Emily sospecha de la relación codependiente de Marsha y Vincent y los límites entre la amistad platónica y el romance se difuminan, a pesar de que este posible desencuentro no tiene cabida en el trío.

Si bien no hay censura ni temas controversiales para ellos, hay una serie de revelaciones y repeticiones. La psicodinámica de la oralidad permea la dureza de las confesiones de Emily (“Me siento sola y soy frágil, pero creo que soy lo bastante fuerte para asumir las demandas de otra persona, porque estoy empezando a saber cuáles son las mías”); la mirada cínica de Vincent (“El amor no es un juego; el amor es trabajo duro y es estrategia y es no ser tú mismo tal cual, ni dar rienda suelta a cada cosa que sientas”) y la resignación de Marsha respecto a ciertos temas como su progenitor (“Sus últimas palabras antes de arrancar fueron: «A veces pienso que me importas mucho más de lo que creo.»”).

En este libro no hay narración como tal. Linda Rosenkrantz renunció a ser demiurgo y ese es el mayor mérito. Talk (que pude ser entendido como verbo y/o sustantivo en inglés a diferencia del título La charla con el que se ha publicado la traducción al español) fue publicado en 1965 y se convirtió en una obra de culto, por lo que la editorial New York Review Books decidió reeditarla después de cincuenta años de su primera aparición. Más que la hilaridad en la que insisten los críticos en su primera impresión, yo me he topado con un neurótico y finísimo humor, que recuerda a la mejor época de algunas sitcoms como Seinfeld. En estas incontables horas de conversaciones de la vida real las palabras no se adelantan a su tiempo, sino que persisten en el tiempo. Montaigne habla de que el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es la conversación. Es por eso que la intensidad del vínculo entre los tres amigos nos da una sensación de claustrofobia. Como apunta el refrán español: “Donde hay confianza, da asco.” Esa es la verdadera amistad íntima. Y si existe un adjetivo para este libro, entonces yo diría que es sassy. Descarado para unos y fresco para otros.

Linda Rosenkrantz, La charla, Anagrama.

LA BELLEZA DE LO SINIESTRO

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hora sé qué voy a decirle a Bibiana Camacho cuando le entregue el regalo que encontré para ella, sin buscarlo, en una librería de viejo, apenas unos días después de reunirnos a platicar en un café cercano a la universidad donde trabaja. Confieso que soy algo supersticiosa y el hecho de haberme topado, casi por accidente —literalmente me cayó en la cabeza al intentar extraer del estante un libro de la escritora Ana Mairena (asesinada a finales de los años setenta por su propio nieto, según los medios)—, con una autora que yo desconocía y de la que ella me habló por primera vez ese día, vuelve casi imprescindible darle el obsequio cuanto antes, aunque no sea su cumpleaños.

Antes de ser quien ahora firma sus libros, Bibiana Camacho era más o menos conocida en el medio de la danza contemporánea como Jenny Jiménez y tomó clases con una de las coreógrafas más importantes de México, Gladiola Orozco, quien junto con Michel Descombey, fundó el Ballet Teatro del Espacio. El baile le dejó a Bibiana también algunas enseñanzas, como a Eudora Welty la fotografía le brindó el gesto preciso para retratar con palabras las emociones de sus personajes.

«Bailar me enseñó el ritmo. Pero aún más que eso la importancia de transmitir emociones a través de lo que escribo. En la danza sólo está el cuerpo para decir algo; en la escritura, las palabras. No habría nada peor para mí que escribir algo impecable pero que no exprese absolutamente nada».

Una noche, antes de dormir, su madre le leyó a Horacio Quiroga, y la pequeña Jenny se revolvió de miedo entre las sábanas, pero se armó de valor y quiso seguir escuchando más cuentos. Entonces conoció «La gallina degollada» y la vida le cambió para siempre. «Me aterrorizó pero me encantó. Mamá me dijo que mejor no le dijera a mi papá, porque yo tenía como cinco años cuando me lo leyó. Tuve pesadillas, pero lo recuerdo porque con ese cuento descubrí la belleza en lo siniestro».

Años después, siendo adulta, adoptó el nombre de su abuela, Bibiana Camacho, porque le parecía un personaje fuera de lo común, y se postuló al mismo tiempo para una beca en el extranjero de lengua y cultura italiana que para ingresar a la Fundación para las Letras Mexicanas. Sólo la aceptaron en la primera, se mudó a vivir durante un año a Italia donde perfeccionó su italiano y escribió la mayoría de los cuentos que conformarían su primer libro, Tu ropa en mi armario (Jus, 2010).

Vivía en Perugia, un pueblo medieval, en la cresta de un monte silencioso, junto con una muchacha también mexicana, con quien organizó alguna vez una fiesta que se prolongó hasta la madrugada. Cuando todos se habían ido —o al menos eso pensó—, entró al baño y al salir encontró a uno de sus amigos fregando los platos en la cocina. Se desconcertó. Como casi todo en la realidad, el hecho tuvo una explicación lógica y se acabó el misterio y la diversión esa misma noche, pero Bibiana trasladó a la ficción ese extrañamiento que producen los eventos inesperados en el cuento “El intruso”, sobre una mujer que no puede deshacerse de un tipo que se instaló en su casa como si nada.

«Al volver me acordé del ofrecimiento que me habían hecho en la Fundación para las Letras Mexicanas: ir como invitada a los talleres que daban, y pensé que lo que había escrito podría tallerearlo ahí. Entré con Orlando Ortiz y las críticas se pusieron algo rudas. Era la primera vez que iba a un taller, y sentí que algunos me veían como “y ésta qué hace aquí”». No todos eran así, como el escritor J. M. Servín que acababa de terminar su novela Al final del vacío, y acudía clase con clase a leerla en público, y escuchar los comentarios de los demás.

Su trabajo en una agencia de publicidad acababa poco a poco con su entusiasmo por las cosas, así que Bibiana solicitó otra beca para irse a España y se la dieron. Pasó dos meses capacitándose en encuadernación de libros. Al mismo tiempo, Servín se encontraba en Colombia en una residencia para escribir, y la convenció de que lo alcanzara cuando ella terminara sus estudios.

«Estaba duro y dale con que me fuera con él, y yo no quería porque no tenía trabajo ni dinero. Entonces me dijo que si me conseguía trabajo en Colombia me iba con él y le dije que sí, ¡ya parecía que me iba a conseguir trabajo! Cumplió su palabra y pues que me voy. Estuve en la Escuela de Artes y Oficios de Bogotá dando un taller de encuadernación, durante un mes. Después de eso comenzamos a vivir juntos».

También empezó a escribir su siguiente libro, Tras las huellas de mi olvido. Mientras lo corregía daba clases de encuadernación a escritores. «Cada sesión era como una terapia de grupo. Nos daba por hablar y hablar mientras hacíamos el trabajo manual. El chisme estaba buenísimo». Al terminar el texto, lo mandó al Premio Bellas Artes Juan Rulfo para primera novela (2007) y obtuvo una mención honorífica, que le allanó el camino para lanzarlo en Almadia en 2010. Curiosamente, ese mismo año salió su primer libro de cuentos, el que había mandado a Jus.

Su situación económica no era la óptima para abandonarse por completo a la escritura, así que Bibiana consiguió varios trabajos y consideró que con el poco tiempo que le quedaba para escribir, sería más sencillo desarrollar otro libro de cuentos que una novela. «No sé en qué estaba pensando. Lograr un cuento eficiente requiere mucho esfuerzo y dedicación».

Contar con otro escritor en casa, J.M. Servín, le permitió a Bibiana revisar los cuentos de La sonámbula (Almadía, 2013) sin la necesidad de volver a otro taller literario. «Solemos ser mala onda con el otro. No nos ofendemos, hay paz, pero no siempre nos hacemos caso. Nos hacemos comentarios, el otro sabe si pela o no y cuando sí, siempre es muy útil».

De lo que no se libra es de las labores que le corresponden al escritor en estos tiempos para promocionar un nuevo libro. «El medio literario nunca me ha gustado, la verdad. Tengo más amigos bailarines que escritores. Y a los escritores que conozco y quiero mucho casi no los veo, no porque no quiera, sino porque siempre estoy chambeando o a veces no tengo lana. Cuando los veo hablamos de cualquier otra cosa que no sea literatura, de nuestras familias, por ejemplo. Las verdaderas amistades están para hablar de lo que cada uno trae en el corazón».

Durante la escritura de Lobo, el padre de Bibiana enfermó. Ahora no faltaba dinero, pero carecía de tranquilidad. Aún así, se trasladó a vivir seis meses a Oaxaca, donde experimentó la sensación de estar lejos de casa, un estremecimiento que configura la atmósfera de su más reciente libro. Su papá recuperó la salud.

La novela transcurre en apenas unas horas, el tiempo que la protagonista, Berenice, aspirante a investigadora, ocupa para escapar de El Lobo, un lugar ajeno al progreso, arraigado a costumbres pasadas, donde antaño crecían en los árboles perones y chabacanos, pero donde ahora ha comenzando a germinar el terror porque las personas desaparecen de repente y para siempre. El lector acompaña a la narradora a lo largo de un viaje que comienza inofensivo, pero al que ella nunca se sintió segura de seguir el paso. El miedo es un lobo que aúlla a las espaldas.

«El amor es un sentimiento que ocurre, que existe, y que pudiera desatarse hacia direcciones, insospechadas, incluso la violencia. Pero qué pasa cuando no traes nada ahí adentro. Ay. Eso para que veas sí me resulta tremendo».

En sus horas de comida, Bibiana aprovecha para escribir un nuevo libro, una novela sobre una anciana de ochenta años que acude con frecuencia al salón de belleza, con una mujer que no es de su agrado, pero cuyo trabajo con el pelo es extraordinario. Un día matan a la estilista y la vieja inicia una investigación sobre la indiferencia de los que la rodeaban.

Cuando no escribe, lee. Descubrió hace poco a la escritora estadounidense, Lucia Berlin, cuya honestidad ante el hecho literario la ha conmovido más de la cuenta. Aprendió a abandonar a la mitad los libros que no le están gustando durante la lectura. El más reciente que dejó fue En lucha incierta, de John Steinbeck, y lo sustituyó por uno de la autora Tedi López Mills. «Las uvas de la ira me encantó pero en éste, el autor mismo se regodea en el discurso del narrador atiborrado de sus propias ideas políticas».

Hoy jueves, Bibiana Camacho presentará su más reciente novela, Lobo, editada por Almadía, junto con sus amigos Karen Chacek y Juan Coronel Rivera, en el bar Bucardón. Un buen día para darle esa revista El cuento, en cuyas páginas se incluye un relato de Lucia Berlin, que transcurre en la Ciudad de México, y de quien, por cierto, existe poca obra traducida al español. Espero que le guste.

¿Que le diré al entregarle el ejemplar? Será una sorpresa.

 

Fotografía de Diana Gutiérrez

 

PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA. ERIK MORALES Y EL FIN DE UNA ERA

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Esta crónica se publicó originalmente en la revista Esquina Boxeo, en enero de 2013, publicación de La Dulce Ciencia Ediciones. Si quieres ver todos los números, entra en www.dulceciencia.com.

I

l puño se encajó casi con dulzura en el rostro anguloso de Erik El Terrible Morales. No pudo verlo, sólo estalló de pronto. Fue como si alguien apagara repentinamente un switch dentro de su cerebro. La violencia con la que Danny García asestó el zurdazo nada tenía que ver con la plácida sensación de la inconsciencia. Durante unos segundos flotó en el espacio, tranquilo, como dentro de un útero sin tiempo, reconfortante y pacífico. Cuando encendieron la luz de la realidad El Terrible estaba tendido sobre la lona, rodeado de la gente de servicios médicos que lo asediaba con preguntas. Desconcertado trató de entender qué le había ocurrido. No recordaba que había recibido el golpe más brutal de su vida, que había girado sobre su propio eje para caer con medio cuerpo afuera de las cuerdas. Lo único claro en ese momento es que estaba en el suelo, derrotado.

Danny García, un peleador joven y fuerte, levantaba los brazos como ordena el canon de los vencedores. Hundido en una esquina, acodado sobre sus piernas, El Terrible miraba hacia ninguna parte. Estaba cabizbajo, agotado por el esfuerzo de los cuatro asaltos que resistió con más corazón que combate. Todavía aturdido respondía como podía las preguntas que le hacía el médico.

―¿Cómo te llamas? ―le disparó el médico.

―Pérate cabrón… ¿Qué quieres saber? ―respondió El Terrible aún confundido por el mazazo que acababa de recibir.

―¿En dónde estás? ―le insistió.

―En Nueva York ―apenas pudo balbucir.

Después las preguntas se volvieron cada vez más precisas, sobre el día en que estaban, el lugar exacto, y El Terrible esquivó como pudo el interrogatorio hasta que le preguntaron si sabía en qué asalto había caído. Ahí ya no supo qué responder. El Terrible nunca había llevado la cuenta de la pelea porque para él un combate es un asunto que exige la entrega pasional y no el frío cálculo administrativo.

Ahí estaba el que fue campeón en cuatro divisiones, acurrucado como un pajarillo desvalido en un rincón mientras todos lo miraban con la compasión que se dedica a un enfermo terminal. ¿Qué era lo que veían en esos instantes esos ojos aún extraviados por el golpe? ¿Qué imágenes se fijaban en aquella mente enredada por la derrota?

Erik, El Terrible, se quedó pensando en su carrera, en los años en los que construyó con paciencia un personaje inolvidable, en todo lo que se había jugado en esta noche que algunos le habían pronosticado, pero que nunca quiso adivinar. Como disparado por un resorte se puso en pie. “Chingue su madre”, dijo de pronto y pidió el micrófono.

―Quiero agradecer por todos estos años. El tiempo pasa y hay que reconocer que ya no tengo nada que hacer en el boxeo… ―dijo Morales antes de bajar del cuadrilátero a manera de despedida. Caminó rumbo al vestidor todavía con el torso descubierto, el rostro deforme por el castigo y con la tristeza infinita de quien se sabe acabado.

“Me enfadé de todo”, admitió El Terrible al paso de las semanas, “otra vez mi tolerancia para el boxeo fue muy poca, mi vida ya no alcanza para estar más tiempo”.

 

II

La noche en que noquearon a El Terrible Morales, su esposa Ana María revivió un viejo reclamo que siempre hizo sombra en su vida conyugal. Ella no podía vivir más con esa angustia de que a su marido le ocurriera uno de esos desenlaces de melodrama que se repiten en las biografías rasposas de los boxeadores en retiro. Hombres duros pero arruinados, con estragos evidentes, dificultades para hablar, enganchados al alcohol o a las drogas y en bancarrota. Las imágenes televisadas después de que fue abatido por Danny García, mostraban a una Ana María alarmada que intentaba acercarse al cuadrilátero para ver el estado de su esposo. Cuando éste se repuso del zurdazo y reposaba en la esquina, ella intentaba darle ánimos. Era el personaje de la mujer solidaria que sostenía al esposo en desgracia.

―Si no dejas el boxeo nos vamos a divorciar ―le reclamó después, exactamente como hiciera siete años antes cuando empezó su relación con Erik Morales.

―Pues nos divorciamos, pero voy a seguir ―respondió un fastidiado Erik, que para ese momento había decidido que antes de irse definitivamente del boxeo quería hacer tres peleas más. Dos para despedirse de la afición de distintas ciudades del país y una última en la que se haría a sí mismo una gran fiesta del adiós. Tres peleas más que no sólo serían una puesta en escena controlada sino una trilogía para despedir a El Terrible como en su imaginación lo merecía. “Como un guerrero, como un grande, como un chingón”, se dijo en un acto de rebeldía, sin importarle el malestar de su esposa ni las opiniones de quienes le dieron los santos óleos después de la derrota brutal ante García.

Resulta difícil imaginar a un campeón atribulado por los conflictos vulgares de la vida doméstica. Acostumbrados a verlos embravecidos, siempre dispuestos a machacar al rival en turno, un peleador profesional en discusiones de alcoba parece tan extraño como un perro de pelea reducido a pastorear un rebaño de ovejas. Sin embargo, El Terrible tuvo que sortear la oposición de las mujeres para poder convertirse en el legendario peleador que será recordado como un héroe.

Fue la pertinaz insistencia de su mujer la que lo orilló a retirarse del boxeo en 2007. Fue eso y la decepción que le produjeron las tres derrotas consecutivas, dos de ellas ante el filipino Manny Pacquiao, que atribuyó a la mala asesoría en las preparaciones, en las que sacrificaba demasiado para dar el peso, y al trato imparcial de los jueces, a quienes culpó de estar del lado de sus adversarios. Después de perder ante David Díaz el 4 de agosto de 2007 en Chicago, decidió acabar con su carrera.

―Más a huevo que por ganas, me retiré porque estuvo chingue y chingue, así que me dije: “Este es un buen momento, la pelea debí ganarla pero no me la dieron, así es que chinguesumadre, me voy” ―dijo en aquel entonces, pero nunca se sintió verdaderamente fuera del boxeo. En sus pensamientos se repetía todo el tiempo como una cantaleta infinita: “Voy a volver, voy a volver, voy a volver.”

Pero esta vez su esposa fue más insistente. Por eso la amenaza del divorcio para que Erik lo pensara muy en serio. En esos días una televisora le ofreció la posibilidad de que se volviera comentarista de boxeo, la negativa a aceptar la oferta subieron el voltaje de las discusiones en casa.

―Agarra ese trabajo ―le dijo Ana María harta de ver cómo su esposo se aferraba a seguir como peleador, expuesto a terminar hecho añicos por rivales a los que ya no podía dar pelea.

―Espérate, que no quiero ―le respondió tajante mientras ella le preguntaba cuál era su argumento para rechazar la oportunidad de iniciar otra carrera y una nueva vida.

“Porque no quiero y ya, voy a seguir peleando, estoy decidido y lo voy a hacer”, fue todo lo que pudo argumentar.

―¿Y por qué lo voy a hacer? ―se preguntó sin esperar respuesta de nadie. ―Porque es parte de la historia y traigo un tema personal que no es pretexto.

En esos tres años de retiro Erik se deprimió como nunca. Subió de peso hasta convertirse en un hombre obeso, llegó a poco más de cien kilos y tenía el aspecto de un gordo bonachón que ya nada tenía de El Terrible. Cada vez que hacía público su deseo de volver a los cuadriláteros, provocaba menos asombro que risas burlonas. Ahora su cuerpo también le suplicaba que dejara el boxeo para siempre. Erik, simplemente, no hizo caso.

 

III

Hay una melancolía profunda en aquellos que se desprenden de lo que más quieren en la vida. Es una forma de la derrota. Es claudicar, por decisión propia u obligado por razones ajenas, porque quien abandona lo que considera importante termina por desdibujarse, por convertirse en humo. Erik Morales se aferró a no perder lo único que sabía hacer, se resistió a disolverse, a ser nadie.

El novelista estadunidense James Ellroy escribió un relato sobre el boxeo a partir de la figura de Erik Morales. “El boxeo mexicano significa que mueres por amor y que vives para impresionar y apabullar a tus colegas”, escribió para asentar lo que considera es la sublimación de la violencia y del machismo como deporte. Todo eso lo representaba a la perfección El Terrible. ¿Cómo permitirse entonces claudicar cuando resumía lo esencial que tiene este arte de bravucones?

Durante años Erik Morales representó lo mejor del boxeo mexicano, un estilo, si puede llamarse, que combina una técnica destilada y una vocación para el sufrimiento. Desde que irrumpió en los campeonatos mundiales dio visos de lo que vendría en adelante, un jovencito de rostro anguloso y cabello corto como cepillo, elegante y feroz, que parecía que en sus genes estaba inscrito el instinto depredador. Era la noche del 6 de agosto de 1997, El Terrible con apenas veintiún años exhibió la decadencia del veterano campeón Daniel Zaragoza, quien le doblaba la edad. Un golpe al abdomen acabó con el viejo boxeador, que terminó sentado sobre la lona, humillado, vencido por la juventud impaciente del rival y por los años a cuestas. Ahí empezó la épica de El Terrible.

En su momento más glorioso enfrentó al que sería su némesis, otro mexicano, Marco Antonio Barrera. Ambos protagonizaron una de las trilogías clásicas del boxeo, tres combates sin desperdicio, salvajes, coreográficos, sufridos y heroicos. Ellroy narra el primero de esos combates en su texto Espectáculo cruento y lo describe como una guerra santa.

“Vuelven a trabarse. Entran en sincronía. Encajan y golpean sincronizadamente”, relata Ellroy con prosa corta y veloz como los pasos de un boxeador clásico. “La guerra. En colaboración. Mexicana (…) Es salvaje (…) Es la guerra en sincronía.”

Después vendría la trilogía contra Manny Pacquiao y por años Erik Morales fue el único mexicano que pudo presumir que había derrotado oficialmente al filipino (pasaron siete años para que Juan Manuel Márquez pudiera vencer al Pacman). Luego fue el desencanto, en los dos combates siguientes la victoria fue para Pacquiao y no pudo soportarlo, El Terrible estaba convencido de que había sido robado. La decepción que le produjo ese resultado lo empujó fuera de las cuerdas de modo similar al zurdazo con el Danny García años más tarde lo echó de escena.

“Me obligaron a irme del boxeo, me aventaron fuera de la carretera para acabar con mi carrera”, dijo El Terrible con rencor sobre aquella experiencia. “Quedé muy resentido con el tema del boxeo, estaba muy dañado en el alma, muy triste, así que perdí el entusiasmo y lo abandoné.”

Pasaron tres años en los que estuvo encadenado al resentimiento y a un cuerpo hinchado, producto de un apetito desmedido y liberador, comía por desesperación, por venganza, como si con el sobrepeso le escupiera quienes consideraba responsables de su retiro: vean lo que han hecho de mí, yo era El Terrible y ustedes me convirtieron en esto, parecía reclamarles desde su ruina atlética. Pero ante la incredulidad generalizada recuperó el físico para regresar al boxeo en 2010 y para conseguir otro título mundial en 2011. La sombra de El Terrible no dejó de perseguirlo nunca en ese tiempo hasta que lo alcanzó y eso, para Erik, fue el destino irremediable.

 

IV

Cuando George Best, el mítico jugador del Manchester United, era un viejo risueño y jubilado, dijo una frase que se volvió un lema para quienes consumen la vida de un solo trago y sin arrepentimientos. “Gasté la mayor parte de mi fortuna en alcohol, mujeres y autos deportivos; el resto lo desperdicié”, disparó como resumen de su genio. Erik Morales se identificó de inmediato cuando escuchó esa sentencia y estalló en una carcajada sincera y ruidosa. No pudo evitar identificarse con semejante descaro, con una declaración de orgullo en un espíritu gemelo.

―¡Claro, güey! Ése sí se la sabía ―dijo en una explosión de honestidad.

Conocía bien el significado del derroche en aras del placer liberador. El Terrible había ganado tanto dinero como ningún boxeador mexicano habría imaginado en sus noches más enloquecidas. Cantidades descomunales, ofensivas para quien nunca ha apretado más de un puñado de billetes en toda su vida. Para El Terrible golpear y ser golpeado era un trabajo sin sentido si no tenía el refugio del despilfarro, viajar en aviones privados en arrebatos parranderos, citar a cenas en lugares imposibles, hacer cualquier disparate prohibido para quien no tenga el blindaje de una cuenta millonaria. En sus momentos de mayor excentricidad, abrió una discoteca en Tijuana y se divertía como un niño perverso que fingía ser el encargado de la limpieza, mientras los socios del club, gente conocida de la sociedad tijuanense, le rendían pleitesía al campeón. “Yo nomás me la curaba, me la pasaba chingón y me encantaba”, se consolaba al paso de los años.

“Gané demasiado, pero si no me podía chingar un porcentaje para mí en lo que se me pegara mi regalada gana, entonces no tenía sentido, yo no quería seguir trabajando… a la chingada con todo.”

 

V

Después de la derrota ante Danny García, el hijo de El Terrible Morales perdió en una competencia ecuestre. Fue un golpe duro para un niño de seis años. Lastimado en la autoestima infantil dijo que no tenía sentido competir si al final del esfuerzo le esperaba la derrota. En medio del llanto hizo su declaración de rencor a un padre triunfador. Erik, el padre avergonzado, quiso consolarlo.

―No, es como cuando peleaste; para qué lo hiciste si te ganaron ―reclamó el niño.

―Pérate, güey, tienes que aprender a ganar y para eso tienes que aprender a perder ―le dijo un padre en tono blando y reconfortante―, se vale caerse, pero te tienes que levantar, es una pinche obligación, lo que no se vale es quedarse en el piso.

―Papá, ¿para qué vuelves a pelear? ―preguntó el hijo.

―¿Por qué no? ―contestó El Terrible, desconcertado ante la pregunta que no había respondido en toda su carrera.

―Porque la última vez te tiraron y perdiste.

Erik Morales lo pensó antes de responder, pero dijo lo que llevaba años revoloteando en su cabeza como una mosca gigante y molesta, zumbona y asquerosa, lo que respondió era un lugar común que repetía con cierta pereza ante los medios, ante la esposa preocupada y ante sí mismo.

―Sí, pero tengo que pelear… perdí pero me tengo que componer.

 

VI

Erik Morales seguía en su esquina. Apabullado como Daniel Zaragoza cuando lo hizo pedazos la noche que consiguió el primer campeonato mundial. Miraba al suelo, parecía triste, muy triste, bebía con desinterés de una botella de agua que algún desconocido le dio para recuperarse del golpe de Danny García que lo había dejado flotando en el espacio durante algunos segundos. Todos los peleadores vencidos terminan igual, en una esquina impersonal y lejana. Miraba un punto impreciso. Pensaba. Nadie sabía lo que pensaba. Pero luego dijo que veía su vida en imágenes, en ráfagas de cuando fue un campeón legendario, el que sabía morirse en la raya, el que si no salía a rifársela mejor ni salir. Vio también al joven Terrible que asumía pelear como sinónimo de verle la cara a los mejores, el que dijo que no sabía hacerse pendejo en la lona, el que decidió hacer pausa cuando perdió el entusiasmo, el que no concebía la vida abajo del cuadrilátero.

No volteó a ver siquiera a Ana María, su esposa, que le gritaba palabras que nadie escuchó. No al menos Erik, que estaba aturdido y ausente en lo que pensaba. Nadie sabía qué pensaba. Bebió otra vez de la botella de agua, demasiado inclinada como la pendiente de su carrera. El corte a cepillo escurría sudor y esfuerzo. Bajó la cabeza. Nadie sabía lo que veía. Un hombre de camisa blanca impecable le hablaba, tenía guantes como para evitar el asco de tocar a un perdedor. No era un perdedor. Era Erik Morales, El Terrible, el boxeador con ética de guerrero. Sí sabemos qué pensaba, al final se había salido con la suya. Hizo lo que quería contra todo y contra todos. Pero qué más da en este deporte cruel. Los boxeadores aunque ganen, siempre pierden.

Fotografía tomada de http://www.hbo.com/boxing/fights/2012/01-28-erik-morales-vs-danny-garcia/

LA DUALIDAD DEL MONSTRUO

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l lobby del hotel Marriot Courtyard, en la ciudad de Léon, Guanajuato, es un espacio amplio a doble altura, iluminado por una larga cristalera que da a una terraza donde el sol cae con intensidad. Son casi la una de la tarde del domingo 30 de abril, día del niño, y parece como si el hotel estuviera vacío. En un momento dado, descubro que Liliana Blum (Durango, 1974) me espera frente a la recepción, en el extremo opuesto del lobby, sentada en un sillón redondo, al tiempo que teclea un mensaje donde me dice que ya está abajo.

La desventaja de tener de frente decenas de sillones vacíos es que resulta difícil elegir dónde sentarse. Una vez acomodados inicia la charla sobre El monstruo pentápodo:

Cuando venía hacia León, la camioneta se detuvo en un paradero, antes de San Juan del Río. Al bajar, unos juegos infantiles, vacíos en ese momento, me hicieron pensar en tu novela y en Raymundo Betancourt. Para bien o para mal, El monstruo pentápodo nos hace ver de otra forma los espacios donde juegan los niños. ¿Tú manera de ver esos lugares también cambió?

Sigo viendo los lugares igual, soy mamá y siempre he sido muy paranoica. No hice ningún estudio previo para la novela porque estos temas siempre me han interesado. Mientras la escribía, hice un pequeño experimento, medio perverso, para saber qué tan factible sería llevarme un niño si yo fuera alguien como Raymundo Betancourt. Entonces empecé a ir a centros comerciales, al centro de Tequisquiapan, al súper, y me di cuenta de que los niños andan corriendo solos por los pasillos mientras sus mamás están ocupadas en el celular. Realmente no es tan difícil. Cuando veía Diálogos en confianza, en Canal 11, el robo de niños era uno de los temas constantes: las estadísticas de niños desaparecidos en el país son altísimas.

¿Es cierto que cada vez que un escritor termina un libro cambia su manera de ver las cosas? ¿Te ocurrió a ti con El monstruo pentápodo?  

Quién sabe… supongo que uno siempre está cambiando de acuerdo a lo que escribe o lee pero como aprendizaje, hablando de la técnica de escribir. Que el tema en sí me haya cambiado no porque son temas que siempre han estado ahí conmigo. Nunca he escrito sobre cosas de moda, como el narco, sino de cosas que me atañen, de mis propios miedos u obsesiones; este tema aparece en mis libros de cuentos, escritos hace muchos años; hay dos o tres que aluden a la violación de niños. No es que la novela me haya cambiado, sino que uno va conociéndose más, y lo que ya estaba allí queda más claro o se establece más, y uno aprende al escribir.

En el caso de tu nueva novela, ¿qué fue primero, la historia o los personajes?

La historia. Creo que tenía claro que quería escribir sobre un pedófilo que secuestra una niña, al estilo de casos como el de Natascha Kampusch: un pedófilo sicópata. El tema de la sociopatía siempre me parece interesante porque, no es que glorifique el crimen, lo veo como algo mucho más interesante. Quien se dedica a matar por dinero o mata para robar me parece lo más bajo en la escala criminal; en cambio, los sicópatas, con sus onditas y modus operandi, se me hacen personajes más interesantes a pesar de que hacen cosas terribles. Me llama mucho la atención cómo funcionan sus mecanismos internos. Quería escribir sobre un pedófilo con este tipo de perfil, no como un pedófilo gringo que va a Tailandia o Acapulco y paga por un niño. Primero estaba la historia y después fui afinando los personajes; quería que este pedófilo tuviera un cómplice porque me obsesiona la idea de que las mujeres, es una teoría personal, somos capaces de muchas cosas, —me estoy yendo al extremo—, con tal de tener a un hombre a nuestro lado. Ha habido casos de crímenes reales en los que hay complicidad de las mujeres y todo se reduce a eso: “que no me deje”. Al igual que las mujeres que soportan golpes, maltrato e infidelidad, esto es ir un poco ir más allá, pero es la misma línea de pensamiento. Personajes e historia vienen muy juntos, pero primero hay que tener la historia.

¿Cómo es tu rutina para escribir? ¿El monstruo pentápodo necesitó de una rutina distinta?

No tengo rutina, pueden pasar días en los que no escribo en lo absoluto porque soy mamá, ama de casa, y no tengo quien me ayude. A veces es puro quehacer. Idealmente soy más persona mañanera, después de hacer varias cosas me siento a escribir una o dos horas, pero en la noche no funciono. No soy como esos escritores que trabajan cuando todo mundo se duerme y se quedan de madrugada, no puedo hacerlo porque me tengo que levantar a las seis. Últimamente ha sido complicado encontrar tiempo. Esta novela la comencé a escribir en un taller que Eduardo Antonio Parra impartió en Querétaro. De alguna manera tuve un poco más disciplina, nos reuníamos cada mes y llevaba avances. Creo que eso ayuda mucho, pues tenía que agarrar tiempo de algún lado y siempre cumplí. Aunque no la terminé en el taller, que solo duró un año, gran parte la planeé y escribí la mitad.

¿Es recomendable que los escritores asistan a talleres? ¿Hay alguna edad para dejar de hacerlo?

Es un arma de doble filo. Creo que edad no hay. Uno empieza a escribir en cualquier momento, hay gente que empieza a escribir a los cuarenta, a los treinta, a los quince, pero siento que depende mucho de quién sea el tallerista. He visto muchos casos de escritores que moldean a sus alumnos como clones suyos, y ante cualquier cosa distinta los aplastan; o escritores que tratan de pulverizarlos a todos para que nadie sobresalga. En un taller te pueden decir que eres maravilloso y a lo mejor no lo eres, te están engañando, o pueden decir que no sirves para esto y sí servías. Depende mucho de la intención, de la aproximación del tallerista y también de los compañeros, porque puede ser el club de los elogios mutuos o se destruyen entre sí, lo que hace difícil percibir qué estás haciendo bien y qué no. Recomendaría talleres después de que uno lleve más horas de vuelo solo, cuando ya conoces tus defectos y virtudes porque si empiezas de cero te hacen polvo y a lo mejor sí tenías madera pero te desalientan, o te dicen que tienes que ganar el Premio Aguascalientes, “maldito mundo está en tu contra”, y te vuelves un amargado a los diecisiete, creyendo que te mereces todo.

A lo largo del libro aparecen epígrafes de diferentes libros. ¿Los leíste para escribir tu novela o los fuiste encontrando durante tus lecturas habituales?  

Durante mis lecturas habituales. Me puse a ver mi librero y ahí estaban esos libros. De repente me di cuenta que había leído tanto de pedofilia como de encierro. Leo mucho true crime, como lo de Natascha Kampucsh o el caso Fritzl; Lolita lo leí en la carrera, también El coleccionista. Puse esos epígrafes para mostrar que no estoy inventando el hilo negro ni es la primera vez que se escribe de eso. Es como un guiño, pero también para que se sepa que no estoy tratando de copiar.

En Pandora escribiste sobre la delgadez extrema y la obesidad mórbida. Ahora aparece Aimeé, una enana que se define así misma como un freak. ¿Te atrae el tema de los monstruos?

Me interesa la monstruosidad interna y externa. Pandora y esta enana son monstruos que no dan miedo sino risa, ideales para el abuso o bullying. Cuando veo un enano pienso en que tiene una vida, una historia, pero nadie ve más allá; en literatura o cine son comic relief o luchadores en el circo, pero nunca se les asigna una vida normal. Como sociedad somos muy duros con quienes son físicamente diferentes, y al mismo tiempo superficiales con los monstruos verdaderos, los internos, que se mueven con toda facilidad entre nosotros. En Pandora, Gerardo, el médico, es un tanto psicópata, pero como es bien parecido lo idolatran, nadie lo cuestiona, y lo mismo pasa en El monstruo pentápodo. Somos tan superficiales que nos pueden estar engañando y no lo vemos, y sospechamos de todo aquel que se ve diferente.

¿Por qué elegiste precisamente a una enana como cómplice de Raymundo Betancourt?

Quería una mujer que tuviera un defecto físico evidente, alguien que fuera grotesco y que nunca hubiera conocido el amor. Cuando llegas a la edad adulta y te quieres enamorar, llega alguien que te engaña y te da lo que habías estado esperando, es fácil no ver lo que está en frente. Es un largo proceso darse cuenta de que la engañaron y después otro proceso para actuar. Quería hacerla físicamente deforme para que fuera un poco más justificable su amor y jugar con la dualidad del monstruo: uno que vemos y otro del que nadie sospecha.

En la novela hay escenas durísimas. ¿Cómo le hiciste para escribirlas?

Me sentaba y escribía dos o tres líneas. Fue más difícil la corrección; me decía “¿cómo pude escribir esto?”. Yo tengo una niña y usé mis conocimientos, fue muy difícil; conozco esas partes en otras circunstancias. No podía suavizar esas escenas, traté de hacerlas con el mejor buen gusto, pero si no las hubiera puesto o las hubiera suavizado no habría estado bien porque la violación de niños es una cosa terrible y brutal y tal cual debe de verse.

¿Te gustaría agregar algo más o responder a una pregunta que no te hayan hecho?

No quiero sonar esnob, pero a veces las personas que no leen mucho no distinguen mucho de géneros. Con Pandora una señora me preguntó cómo le había hecho para bajar tanto de peso. Quisiera que nadie piense qué porque escribí sobre un pedófilo, estoy a favor de o excusando al pedófilo. El objetivo de la novela es entretener y que el lector se transporte a otras vidas, otras historias y no juzgar, dejar que sea el lector quien lo haga. Que quien lea la novela entienda que es una obra de ficción que no pretende más que contar una historia, de manera cruda, ese es mi estilo, y que no crean que estoy promoviendo la pedofilia. Si quisiera hacer algo en contra de la pedofilia tomaría el género periodístico o el ensayo.

El monstruo pentápodo. Lilian Blum. Tusquets. 2017.

 

 

 

LAS ANÉCDOTAS DE LA FENAL

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arlos María Flores (1976) es el director del Instituto Cultural de León y responsable de la Feria Nacional del Libro (FENAL) que este año cumple su edición número veintiocho. Mientras la gente sigue entrando al Poliforum León, Carlos María se da tiempo para hablar sobre algunas de las anécdotas que a lo largo de estos años se han tejido entre libros, estands y presentaciones.

Su madre organizó las primeras nueve ferias, la primera de ellas en 1989, y él venía desde los doce años de edad. Aunque nunca se imaginó que algún día sería el principal responsable de la FENAL, si soñaba con participar en alguna editorial o quizá como escritor.

“Había un grupo de rock que se presentó en la feria desde 1989, Factotum y Tecnopal (en realidad eran dos bandas que se apoyaban entre sí), que hicieron famosa la canción de “Y suena mi esqueleto” antes de convertirse en Víctimas del Doctor Cerebro. Me acuerdo que en la tercera o cuarta feria, a quienes nos gustaba el rock, esperábamos a que empezara su concierto pero algo pasaba y no arrancaba. De repente se escuchó una guitarra a lo lejos y el grupo entró arriba de un camión de bomberos, tocando sus instrumentos que usaban conexiones inalámbricas. Para la época fue algo muy novedoso”.

Hay autores que son recordados en la FENAL no tanto por su participación, sino por su ausencia. Es el caso de Armando Vega Gil. “El año pasado bajaron del avión…”, dice Carlos María, “…porque se le hacía tarde y no despegaban. Empezó a hacerla de emoción en el avión y se los guardias de seguridad se molestaron a tal grado que terminaron bajándolo. Nos hubiera gustado que dijera que venía a la FENAL, porque nunca les dijo a dónde venía”.

Resulta difícil separar a la ciudad de León de su equipo, conocido como “la fiera”, “los esmeraldas” o los “panzas verdes”. Y también hay historias que involucran a la feria y al futbol. Recuerda Carlos María: “En la primera, en 1989, el León ascendió a la primera división y no había un alma en la feria porque la gente estaba en el estadio o viendo el partido por televisión. Mi mamá, que era la directora en ese entonces, habló con alguien del club León para que vocearan en el estadio que al término del partido los esperaban en la Feria del Libro. Incluso en el medio tiempo un grupo de voluntarios desfilaron con pancartas invitando a la gente. Y pues gracias a eso se llenó la feria, que en aquel entonces reunió unos veinte mil asistentes”.

Otro caso fue el del escritor leonés Juan Pablo Torres: “Escribió una novela alrededor del equipo León, y para presentarla se trajo a la porra, a la barra de la cabecera, de la puerta 5. Entraron desfilando desde el estadio, que está muy cerca de aquí. Con tanta escandalera, más gente se fue incorporando al desfile”.

El robo de libros también ocurre en la FENAL. De hecho, aquí se detuvo a un famoso ladrón que viajaba a las ferias más importantes para robar por encargo, como lo cuenta Carlos María: “El año pasado pescamos a un cuate al que todos los libreros reconocían, pues vivía de robar libros en todas las ferias del país. Robaba en Guadalajara en Minería, Mérida, Monterrey. Todo mundo se quejaba, todo mundo lo conocía y aquí lo agarramos. Yo estaba en una entrevista y me vinieron a avisar. Lamentablemente tenía un mercado ya establecido, pues se llevaba libros especializados, como de medicina, libros caros, y de eso vivía. La gente que lo capturó con las manos en la masa levantó cargos, pero seguramente pagó la fianza y salió libre. Difícilmente volverá a pararse una feria. Lo triste es que alguien se los compraba”.

Para finalizar, Carlos María recuerda una anécdota personal: “En la tercera feria yo tenía catorce años y había una niña, bueno no tan niña, de unos 17 años, que me seguía mucho. Cuando se acabó la feria me dijo ‘ven quiero hablar contigo’, y me llevó a una de las bodegas. Me quiso dar un beso, y yo me quité. Ella me dijo ‘por qué te quitas’ y le contesté: ‘Es que tengo novia’. Si lee esta entrevista verá que todavía me acuerdo de ese detalle”.