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SIGUE EL DINERO

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éxico. País en guerra contra las drogas. Miles de personas mueren como resultado de un ataque feroz contra productores, distribuidores, traficantes y consumidores, lo mismo que por las batallas entre ellos. En corto, es una lucha de todos contra todos por el control de un negocio tan lucrativo que le da al así llamado “crimen organizado” los recursos suficientes para devolverle la vida a comunidades enteras, enterradas bajo décadas de crisis y abandono. No por nada los capos han sido reverenciados históricamente por la población más indefensa como sus protectores, padrinos, benefactores. Al menos hasta antes de que los enfrentamientos entre cárteles hicieran víctimas a los civiles en su lucha por el control de los mercados. Es una trifulca interna, que no debería ser considerada “guerra”, y es un absurdo en el que el billonario negocio se pone por encima de los intereses y las vidas de todo un país.

Canadá. País con una enorme población de usuarios de mariguana. Hasta este mes de junio, vender y comprar la hojita que te hace reír han sido prácticas ilegales, por lo menos cuando se trata de usarla solo por diversión. Sus cualidades analgésicas han sido ampliamente estudiadas y, como resultado, su uso medicinal ha sido autorizado hace muchos años. Sin embargo, en los próximos días el uso recreativo de la hierba podría ser declarado legal. Todos los pronósticos indican que la moción presentada por el primer ministro Trudeau en abril será aprobada por una respetable mayoría. De ahí, todo el mundo se irá a fumar un churro y pasarán a los asuntos realmente importantes: cómo, cuándo, dónde y a quiénes se les expenderá el pastito.

En una acción planeada y pensada, con una estrategia logística de grandes alcances, se calcula que, una vez que la propuesta se convierta en ley, pasará un año antes de que la mariguana se pueda comprar abiertamente en alguna tienda. ¿Se acuerdan de los tres días en los que Vicente Fox iba a solucionar la crisis de Chiapas? ¿Pueden oír todavía las declaraciones del candidato Trump de resolver, en los primeros cien días de gobierno, los problemas que el presidente Trump todavía no puede empezar a entender? Los grandes cambios, las grandes acciones, llevan tiempo y necesitan ser meditadas. Pero ninguno de los dos personajes metidos a políticos entendieron esta regla básica de gobierno, y los resultados están ahí para que los vea todo el mundo.

En el caso canadiense, una promesa de campaña ha tomado más de un año para volverse iniciativa de ley y tomará otro año más en ser realidad en las calles. Mientras los entusiastas de la regulación de la hierba miraban al horizonte y reflexionaban que, “sí, man… sería bien padre que fuera legal”, la oposición se tomaba un Valium y arremetían con argumentos fundamentados. No que los otros no los tuvieran, solo que no les gusta tanto discutir.

La razón fundamental por la que los liberales propusieron la legalización es simplemente que, de esta manera, se despoja a los delincuentes de una de sus principales fuentes de ingreso. Querían, según declararon, poner los intereses del país primero, en lugar de una “victoria” ante el crimen organizado. No se trata de inventar el agua tibia, simplemente se preguntan: si la venta ilegal se realiza indiscriminadamente, con precios que se establecen según la demanda (y se sabe que un producto adictivo genera una demanda constante), además de no generar impuestos, se trata de una industria que intercambia un alto grado de riesgo para los que se embarcan en ella pero que genera ganancias que ningún otro tipo de producto se atrevería a soñar. No hay control, el producto de menor calidad se vende de todas formas porque los usuarios lo necesitan, y el de mejor calidad se cotiza muy alto.

Ojo, para los países consumidores todas estas historias de guerras entre cárteles, vendetas y luchas de control, están fuera del horizonte. Eso se lo dejan a los países productores. Que se peleen “allá abajo”, en lo que la corrección política evita ahora llamar el Tercer Mundo. Lo propio es ahora el Sur Global, igual de jodido y humillado que siempre, pero con más muertos y nombre nuevo. Al Norte Global, a los países rubios, el producto llega, no importa cuántas vidas se hallan talado para conseguirlo. Los habitantes de este norte fantástico marchan y se desgañitan reclamando su derecho a fumar, cocinar o untar una planta que al final de cuentas, es mucho menos perjudicial que, digamos, el tabaco. (O eso es lo que argumentan). Si hay una demanda tan visible, y cubrirla representa un negocio tan interesante para un grupo delincuencial con una sofisticada red para saltarse las regulaciones, el sentido común dictaría que lo más conveniente es la legalización para controlar la calidad del producto, a quién se le vende y que paguen impuestos que, más adelante, se podrán utilizar para someter a los usuarios a rehabilitación o para atender los problemas de salud que el consumo les provoque. Ni modo, eso pasa y se gasta un dineral en atender esos problemas médicos.

Canadá tiene la experiencia de un periodo de prohibición de alcohol durante y después de la Primera Guerra Mundial. Las ligas de la decencia y las iglesias, preocupadas por la cuota moral que se pagaba alrededor de los bares y tiendas donde se vendían licores, presionaron a los gobiernos locales para prohibir la práctica. Poco a poco las medidas se fueron extendiendo de provincia en provincia hasta que Canadá se convirtió en un país “seco”, al igual que los Estados Unidos. Con una diferencia significativa: en el vecino país del sur estaba prohibida la producción. Al norte, solo la venta. Así que el alcohol canadiense fluía alegremente hacia ellos, que lo traficaban hacia las distintas ciudades con las conocidas prácticas violentas de las mafias productoras y distribuidoras. Los trabajadores canadienses, por su lado, veían melancólicos como el producto de su trabajo se les escapaba hacia otras tierras debido a la prohibición. Nadie estaba contento, y poco a poco y provincia por provincia, la situación regresó hacia la legalización del alcohol.

Durante la Prohibición Canadiense se observaron muchos fenómenos que sirven aún para ejemplificar lo que sucede cuando a la gente se le priva de su droga de preferencia, a saber: protestan y encuentran muchas y muy creativas formas de allegársela. Como las súbitas epidemias de gripe que se empezaron a dar alrededor de navidad en Toronto, entre 1918 y 1927 (cuando se levantó la prohibición en la provincia de Ontario). La causa de tanto padecimiento respiratorio se rastreó hasta la posibilidad de que los médicos recetaran “dosis moderadas” de ron para paliar los síntomas de la gripe.

Una vez legalizado el alcohol, cada provincia canadiense reguló de forma diferente sobre su venta. Quebec la abrió de forma total, como la conocemos en México: las bebidas alcohólicas se venden en supermercados, tienditas de la esquina con permiso para la venta, farmacias y derivados. Se puede comprar cerveza, por ejemplo, en cualquier establecimiento que se haya tomado la molestia de tramitar su permiso. En Ontario, por otro lado, el sistema es diferente. Acá los vinos y licores se venden exclusivamente en las tiendas del LCBO (Liquor Control Board of Ontario), propiedad del gobierno. Tanto los consumidores individuales como los restaurantes y bares deben adquirirlos por medio de ellos. La cerveza se vende en las tiendas con el original nombre de The Beer Store, más o menos de las mismas características. Las únicas excepciones son los viñedos y las fábricas de cerveza artesanales y locales, que tienen permiso para comercializar el producto en sus propias tiendas. De nuevo, no se pueden encontrar en supermercados, tienditas de abarrotes u otros establecimientos así.

El resultado ha sido no solamente adecuado en términos de venta a menores y cantidades específicas. Los LCBO tienen horarios distintos a los centros comerciales, muchos de ellos permanecen cerrados los fines de semana y muy pocos permanecen abiertos hasta las 10 de la noche. Aunque los hay, las distancias que hay que cubrir para encontrar uno de ellos lo hacen un opción muy poco atractiva. Como las tiendas solo se dedican a expender licor, los cajeros tienen todo el tiempo del mundo para pedir identificación a los jóvenes que se vean a todas luces menores de 21 años. Lo que hagan fuera de la tienda, con quién compartan el licor, es su responsabilidad. Por otro lado, en lo que toca a impuestos, ya nos podemos imaginar de qué tamaño es la ganancia para el gobierno provincial.

Las regulaciones sobre el consumo de mariguana se tratarán con la misma lógica: cada provincia podrá decidir cómo, dónde y a quién se la vende. En algunas se espera que la edad mínima para adquirirla será de 21 años. Otros proponen 25 años como mínimo. Se espera que las tiendas del liquor board sean la opción más indicada para la venta de la mariguana, pero, sorpresa, sorpresa, los trabajadores no quieren la responsabilidad que esto implica. Se habla de las farmacias, o de crear una institución independiente para esta regulación. En lo que son peras y son manzanas, las acciones de algunas empresas que producen mariguana medicinal han caído ligeramente, ya que los hombres de negocios esperan guardar sus recursos para invertir en el más amplio mercado del uso recreativo. Gajes del libre mercado.

El caso de Canadá, y el menos sonado pero igualmente interesante de Uruguay, nos ponen a pensar. Toda la resistencia a la legalización de las drogas suena mucho más interesante para los grupos que hacen de la ilegalidad su gran negocio. Ya nos lo dijo Deep-throat hace mucho… “sigue el dinero”.

ANEXOS DE REHABILITACIÓN. LO MEJOR DE LO PEOR (primera parte)

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I. Último día en libertad

l diez de diciembre del 2005 me encontraba tomando unas cervezas en la cantina “El tío Pepe”, en el barrio chino de Dolores; quería cultivar versos para crecer poemas, pero sólo alcanzaba a garrapatear ocurrencias incombustibles. Tenía dinero porque había vendido, a un ingenuo, un inexistente cuaderno de Mario Santiago Papasquiaro. Me lo robé de la casa de Vicente Anaya… Es un vil cuaderno pero tiene muchos versos sueltos, algunos poemas; adentro trae dos servilletas, “Este dios en harapos / es el tiempo que fluye” está escrito en una de ellas. Pero esto queda entre nos, le comenté a aquel estudiante de letras hispánicas.

Yo por entonces ya no asistía a la facultad, sólo iba de vez en cuando a comprar marihuana a Las islas. Cuando lo volví a encontrar me rogó que le vendiera el mentado cuaderno, al instante comencé a planear cómo armarlo y hacerlo pasar por verdadero, me pregunté cómo era la letra del infrarrealista, pero de repente, el estudiante me dijo que podíamos ir al cajero, me ofrecía tres mil pesos por él. Le comenté que en esos casos el valor del objeto era inestimable, lo enredé con engaños, al cuaderno le atribuí poemas inéditos y para terminar le dije que no lo vendería por menos de seis mil. Y eso porque no encuentro trabajo, si no, no lo vendería. Todavía me impresiono de cómo cayó aquel desdichado, el cual me dio de buena fe los tres mil pesos como adelanto, y al día siguiente, mientras yo cheleaba en la cantina, él seguro me estuvo esperando con los otros tres mil.

Por entonces, el crack gobernaba mis pensamientos y mis acciones, empobreciendo mi moral y quebrantado mi voluntad. Cuando no estaba consumiendo me encontraba pensando en conseguir dinero para comprar droga, cuando estaba consiguiendo dinero imaginaba en cómo la consumiría, cuando la estaba consumiendo pensaba en qué haría cuando se terminara, cuando se terminaba tramaba cómo conseguir dinero para comprar más… Terminé viviendo una especie de indigencia; a veces llegaba a casa de mi madre para quedarme algunos días, los más los pasaba en picaderos o cuarterías de hotel consumiendo lo acumulado, botín conseguido por medio de engaños, estafas o hurtos; jornadas kilométricas sin comer, sin dormir, pegado a una pipa o a una lata, acompañando las horas del humo con Tonayán para espantar el pánico.

Aquel día, con un par de gramos y un gotero de cristal en la bolsa, lejos estaba de imaginar que al siguiente me encontraría encerrado por una larga temporada. Abandoné la cantina y me metí en uno de esos hoteles para toxicómanos de la Guerrero; unas horas después había terminado con el par de gramos. Había oscurecido. Salí del hotel y me dirigí a “la maldita vecindad” a comprar más coca, iba tan drogado que en lugar de subir las escaleras me adentré en el segundo patio. En la oscuridad, recargados en el muro, más de veinte tipos se encontraban fumando sus dosis. Di media vuelta, comencé a subir la escalera del primer patio pero me alcanzaron cinco sujetos, me sometieron y me hicieron inflar los cachetes para desinflármelos con cachetadas que llamaron bombonazos; me sacaron poco más de dos mil pesos, repartidos en varias bolsas del pantalón, y me quitaron los tenis. Así me mandaron, hiperdrogado, descalzo y sin dinero, a la calle.

Crucé la avenida. Las prostitutas que se encontraban en la banqueta hicieron bromas, una se apiadó y me obsequió unas chanclas de plástico y unos tragos de aguardiente para bajarme el doble susto, el del robo y el de la piedra. Le informé de lo sucedido al recepcionista del hotel y le dejé empeñadas mi chamarra y mi mochila con un libro y un cuaderno adentro por cien pesos. Compré un cuartito de Tonayán y lo bebí como si fuera jugo. Tomé un taxi y fui a casa de mi madre. No hay más que ver el cuadro: un hijo que llega hasta el tope de coca y alcohol, desmadrado, sin cosas, con unas chanclas de baño tres o cuatro números más chicas, rosas.

II. Descenso al orco

Unas voces me despertaron de manera abrupta, me quedé congelado, cuatro sujetos rodeaban la cama. Uno de ellos me dijo No te asustes, estamos aquí para ayudarte. Por fin había sucedido, lo había presentido muchas veces, aunque creí que llegarían antes los custodios del reclusorio o los enterradores del cementerio, fueron los del anexo de rehabilitación los que se adelantaron ante el llamado de auxilio de mi madre. En mi mente apareció la sentencia de un juez imaginario: Necesita ser aislado de la sociedad.

Eran las siete de la mañana. Quería llamar a la policía, quería agarrar un cuchillo y enfrentarlos, ¿Por qué no tengo una pistola? pensaba. Agarra tres calzones, tres playeras, un pantalón, unas chanclas y vámonos, ordenó uno de los sujetos. No tengo chanclas respondí; se le quedó viendo al par de sandalias rosas que había al lado de la cama. Les pedí que me dejaran entrar al baño; tuve que hacer mis necesidades con la puerta abierta y con uno de ellos en posición de firmes a un costado del retrete, soportando las andanadas de furia que yo mascullaba y otros sonidos olorosos que ascendían, él no se inmutaba, parecía extrañamente acostumbrado a aquello. Cuando salí del baño miré hacia el zaguán, desistí de escapar por allí al ver que lo custodiaba un sujeto con complexión de gorila. Los ojos de mi madre estaban llenos de tristeza, desespero y culpa. Yo la miré con rabia. ¿Te quieres despedir? me preguntaron. Enfaticé un No con la cabeza. El camión basurero sonó su campana.

Creí que saldría por mi propio pie, escoltado pero caminando, pero al cruzar el patiecillo y llegar al zaguán, como si fueran viles policías, me torcieron ambos brazos por detrás de la espalda y me sacaron en vilo asiéndome por la pretina del pantalón. De reojo vi cómo a mi mamá se le desgarraba algo por dentro, se quedó muda, con los ojos rebasados por la pena. Para colmo, los vecinos habían salido a tirar sus bolsas de desechos y atestiguaron el suceso. Me echaron a la caja de un camión tipo mudanza, cuatro tipos subieron tras de mí, adentro se encontraban otros dos. Cerraron las puertas y se oscureció. Olía literalmente a basura. La caja estaba vacía. El camión se puso en marcha. Me ordenaron sentarme. Uno que se encontraba al fondo mirando por una ventanilla de aleta el exterior, me preguntó ¿No quieres ver la calle, güey? No la vas a ver en un buen rato.

El camión estuvo en marcha por más de media hora, cuando se detuvo y abrieron las puertas de la caja vi que se encontraba una línea de ocho sujetos (por si trataba de huir) esperándome. Al descender noté que nos encontrábamos en una calle cualquiera. ¿Dónde estamos? pregunté. En las manos de Dios respondió un señor. Di un vistazo a la fachada, una casa normal de dos pisos pintada de aceite verde pistache, enrejada como jaula de pájaro. Nada, a excepción de una pequeña placa y un modesto rótulo de AA, evidenciaba que aquello fuera una “clínica” para el control de adicciones.

Me volvieron a aplicar la técnica policial de sujeción: cabeza inclinada por presión de una mano, manita de puerco por la espalda, arreo por la parte superior del pantalón, y me condujeron con rapidez hacia las entrañas de la casa. Pasamos una habitación donde había un escritorio con dos sillas y una pequeña sala, topamos con un portón de acero, quitaron un candado, un sujeto se asomó por el postigo y corrió un cerrojo por el otro lado; pasamos una sala de juntas, una habitación con mesas y al fondo una cocina, subimos una escalera y entonces pude ver una larga y oscura habitación con una puerta de acero, sobre el muro, metros más allá de la puerta, dos ventanas de treinta y cinco por treinta y cinco centímetros (como en las viejas cárceles) sin marco ni vidrios sino con barrotes. Al fondo del pasillo había tres habitaciones más pequeñas, me condujeron a una cuarta que llamaban “la enfermería”, justo frente a la puerta de acero cerrada a candado, que horas más tarde me enteré era el dormitorio de internos.

“La enfermería” era, sé que aún es, un cuarto con tres literas, una estantería con medicamentos genéricos del cuadro básico, un escritorio, dos sillas y dos tipos que, como si estuvieran en una representación teatral sin presupuesto, encima de sus ropas viejas, arrugadas, llevaban puesta una bata blanca y en los pies un par de chanclas. <Es el nuevo> les informaron. Casi enseguida llegó uno de los padrinos. Un padrino es una especie de lazarillo, un Virgilio para guiarte por el infierno y el purgatorio, un consejero, en teoría, y lo digo porque pronto descubriría que allí nada era lo que aparentaba o debía ser.

Me pidieron que me desnudara y me inclinara, poniendo las dos manos en el piso. Empínate dijo uno de los “enfermeros”, Es para ver si no traes droga escondida en el ano o alguna enfermedad agregó el padrino; después me revisaron el pene, los sobacos y el cabello. Me preguntaron si quería una cuba para la cruda, advirtiéndome que era la última de mi vida, les dije que no. Me ordenaron ponerme el calzón y acostarme en la parte superior de una de las literas, que eternamente rechinaban. Esa misma noche llegó un niño de dieciséis años, su complexión era la de los adictos al solvente, pero estaba allí por la misma droga que casi todos, la cocaína, en especial en piedra. Se pasó toda la noche sollozando, acompañado por los cohetones de la celebración a la Virgen de Guadalupe, y todo el día siguiente, se lamentaba porque su novia estaba embarazada y no estaba allí para “cuidarla”. En “la enfermería” pasé tres días, sin poder bañarme, sin poder levantarme, tenía que comer acostado y sólo estaba permitido ir al baño acompañado por un “enfermero” y otro interno que hacía de prefecto en el pasillo.

 

III. Usos y costumbres

Al cuarto día de mi llegada me pasaron a aquella habitación, más luenga que ancha, de aproximadamente treinta y cinco por diez metros, repleta de camarotes, uno tras de otro. Los camarotes son literas de tres plazas, armados con tubos para puestos callejeros, cada compartimento tiene por superficie una tabla de dos metros por setenta centímetros donde se duerme (dependiendo de la autoridad lograda dentro del anexo y de la cantidad de internos) solo o acompañado de un nuevo. Al fondo de aquella habitación hay un baño sin puerta con tres retretes en hilera, frente a éstos un mingitorio de cemento parecido a un abrevadero para puercos y al fondo una regadera; en el baño había otra ventana con barrotes que daba al pasillo, misma por la que se asomaba un padrino, viejo, asmático y homosexual, a la hora de bañarnos.

Me dieron tres minutos para ducharme… me puse un calzón limpio, un pants, una playera y las chanclas que habría de llevar por casi siete meses de los casi diez que pasé encerrado en aquella casa inmunda, repleta de “lo mejor de lo peor”. Entonces me subieron al segundo piso, que por entero, a excepción de un baño con cuatro tazas en hilera más un mingitorio de lámina, ocupaba una sala de juntas con ciento cuarenta sillas y hasta enfrente un escritorio (para el moderador) y una tribuna de madera con el logo de AA; sobre el muro ulterior, los respectivos cuadros con Los doce pasos y Las doce tradiciones, y aquellos que ni en pintura pudieron quitares la cara de borrachos, Bill y Bob. Cada hilera ocupaba catorce sillas, y hasta entonces pude darme cuenta de la dimensión de aquel auditorio; había ocupadas por “pacientes”, de diez, siete hileras y media. Recuerdo que éramos casi noventa por entonces, con treinta personas ya se podría hablar de un hacinamiento, aunque en enero llegamos a ser más de ciento veinte (cuarenta internos fueron trasladados a una nueva franquicia ubicada en Cuernavaca).

El itinerario de cada jornada es el siguiente: a las seis y media de la mañana, al grito de ¡Se acabó la fantasía, cabrones! nos despertaban, al mismo tiempo que iban golpeando las tablas de nuestros lechos. Acto seguido, todos nos desnudábamos y hacíamos una fila para poder ducharnos; cada uno llevaba su toalla y su barra de jabón, y era imprescindible (como allá en la cárcel grande) no dejar caer la pastilla, esto para evitar burlas, albures, nalgadas o hasta roces. Nos metían a bañar en grupos de tres, teníamos que compartir el agua que caía de la regadera en menos de un minuto. Tres eran los encargados de mantener el orden durante la ducha, dos en la fila y otro dentro del baño, que no dejaba de aplaudir con violencia para apurarnos sin dejar de repetir: Aprisa, aprisa; pito cabeza y culo, pito cabeza y culo, haciendo referencia a que eran las partes más importantes que tenías que limpiar (media hora para que se bañen cien sujetos resulta un absurdo).

A las siete teníamos que estar todos los “enchanclados”, sin excepción, en la sala de juntas. Nos servían un café de calcetín y nos daban un pan dulce frío, a veces duro (aquellos que nadie había comprado en El Globo nos llegaban días después, donados a través de la Fundación Lolita Ayala). Cada junta tenía una duración de dos horas, a las siete y media se abría la primera. Entre nueve treinta y diez nos servían el desayuno, a las tres la comida y a las ocho y media una taza de frijoles o lentejas. El menú siempre era el mismo, “caldo de oso”: verduras en caldo o al vapor para desayunar y para comer, más un amplio abanico de guisos de papa, exceptuando las fritas: papas hervidas, sopa de papa, puré de papa, tortas de papa, papas con cebolla, con jitomate, con lo que se le ocurra o haya, cáscaras de papa con huevo, papas con papas, etcétera, más todas las tortillas que quisieras, agua de Kool-Aid roja o morada (los jueves, día excepcional, nos servían arroz y dos rabadillas o dos alas); por la noche, entre nueve y diez y media, nos servían otro café igual de descolorido y, si había, nos daban pan. La jornada terminaba cuando los encargados del orden de los camarotes, una vez puesto el candado por dentro y por fuera, faltando quince minutos para las once, pronunciaban una oración que todos debíamos repetir: (…) Te suplico ángel bendito / por tu gracia y tu poder / que me has de defender / de las garras del maldito / Dios conmigo, yo con él / Dios delante, yo atrás de él.

Las comidas eran de los pocos distractores que existían, yo me entretenía lanzándole semillas de limón al loco Merklin (uno de los cuatro locos que habitaban en el anexo) que con furia se pegaba palmadas en el lugar donde le había dado el huesito o aplastaba con poderosos manotazos a las moscas que llegaban a pararse en la mesa, soltando sin cesar el Pelota roja que desde “la enfermería” había escuchado. Cuando era la hora, desplegaban las mesas y comenzábamos, después de una oración, a engullir con celeridad “el pan y la sal”.

Los martes por la tarde, un obispo reproducía a todo volumen, dos veces de principio a fin, un cd de hits de música cristiana que todos estábamos obligados a aprender y cantar durante dos horas. Las horribles alabanzas, dignas del peor de los pseudopoetas, todavía me persiguen, como la de: Luché como un soldado / y a veces sufrí / sin fuerzas he quedado / vengo a ti, o aquella que dice: Yo sé bien lo que has vivido / yo sé bien lo que has llorado / yo sé bien lo que has sufrido / pues de tu lado no me he ido, o la que reza: Déjame entrar que ya no aguanto más / lo que es la realidad / guardián, guardián / de mi corazón, o: Aunque yo esté en el valle de la muerte y dolor / tu amor me quita todo temor.

Lo único que me sirvió de toda aquella mierda seudoterapéutica fue un pleonasmo, un terapeuta apodado “el terapias” especializado en recuperación de adicciones, con el cual podía entenderme un poco más; era el único, de los alrededor de trescientos sujetos que conocí durante mi estancia (los que salían, los que llegaban, los que allí vivían) que había leído otro libro que no fuera la Biblia, el Libro azul o el vademécum de Los doce pasos. La falta de educación era deplorable (diez internos eran analfabetas), exactamente la misma carencia que había encontrado en los picaderos y fumaderos de droga, y pronto comprendí que allí era uno más de los lugares en que la educación o el saber son aborrecidos. Uno tiene que hacer el tonto para ser como todos los demás, actuar de rufián, de bestia, de quémevesputo, y tratar de salir lo mejor parado de aquella experiencia.

Todo el tiempo restante era ocupado por juntas con el mismo formato, catarsis de un enclaustrado tras otro, y estaba prohibido cruzar las piernas o los brazos, hablar, hacerse señas con alguien más o quedarse dormido, este último era merecedor de una sanción, luego del respectivo zape, la cual consistía en permanecer de pie, de cara a la pared, el resto de la junta.

Los castigos dependían de la gravedad del asunto, permanecer parado era uno de ellos y podía prolongarse, como atestigüé y sufrí posteriormente, por hasta 48 horas (día y noche), aunque la sentencia era dictada siempre de la misma forma para casos graves o para los reincidentes: 72 horas parado hasta que se le hagan patas de elefante. Para los casos de rebeldía o “ingobernabilidad”, los castigos, por lo regular, comenzaban con una “pescadeada” (amarrar las piernas juntas por los tobillos, luego amarrar los brazos juntos por las muñecas, para terminar atando en un solo nudo las cuatro extremidades por la espalda del supliciado; para toda la operación hacen falta sólo tres calcetines y tres viles de tan serviles internos), la duración del castigo iba de media hasta cuatro horas. A los que se atrevían a hablar mal de la doctrina, del anexo o alguna de sus autoridades, eran mandados a dormir con alguno de los locos. Aquellos que habían robado algo o se habían fugado y volvían a caer eran, casi siempre, latigueados con agua; el método es simple, desnudarlos, llenar a la mitad una taza y arrojar el contenido con fuerza de manera horizontal (formando un látigo de agua en el aire) sobre la parte del cuerpo que se quiera lastimar; tres lances expertos pueden llegar a provocar un corte, veinte o veinticinco lances sobre el mismo punto pueden provocar una herida; algunas condenas iban de los veinticinco azotes hasta, lo más que atestigüé, sesenta. Una vez aplicaron un castigo ejemplar en la sala de juntas, el C… se había robado unas latas de atún de la despensa, el dueño del anexo mandó envolverlo en una cobija, acto seguido, dio la orden de que recibiera, a la vista de todos, los golpes que pudieran asestarle doce zalameros internos durante un minuto.

El sistema operaba de forma de que te aseguraras que los castigos podían ser mucho peores; los rumores de los castigos aplicados en los “anexos fuera de serie” (aquellos que operan en condiciones infrahumanas) era moneda corriente en aquel sitio, se hablaba de cortaduras untadas con chile, de internos hincados sobre los dientes de las corcholatas, de una charola que funciona como retrete y como plato, de potros, fuetes, pozos y mazmorras. Era obvio que algunos de aquellos castigos provenían directamente de la cárcel, al menos la mitad de los internos había pasado por reclusión. Los castigos eran reflejo del miedo que sentían los dueños y vividores de aquel orco: miedo a un motín, a una denuncia por algún familiar y cosas por el estilo; estaba tajantemente prohibido contar, cuando llegaban familiares a visitar a su anexado, de lo que en realidad pasaba dentro de aquellas paredes y ventanas enrejadas; todos sabíamos las consecuencias de ello; no seas chiva, borrega, bocón, eran constantes sugerencias.

Nunca se estaba solo, hasta en el baño éramos vigilados, amén de que casi siempre cagara uno acompañado; para limpiarnos se nos suministraban seis cuadros de papel higiénico y ni uno más; una ocasión (no recuerdo por qué) nos castigaron dándonos hojas de la Sección amarilla durante dos semanas. Para que valoren, culeros dijo el segundo al mando del la “clínica”.

Luego de un mes y medio o dos escuchando juntas sin descanso: un sujeto tras otro hablando de sus “logros” y de lo mucho que había “avanzado” en su recuperación desde su llegada, al interno se le asigna un servicio, que se divide en los siguientes: cinco “guardias” de sala y tres de camarotes, un “jefe de guardias” que porta llaves del dormitorio, dos “celadores” de pasillos y dos de escaleras, dos “enfermeros”, un “cocinero”, dos encargados de limpiar y picar la verdura (a los cuales encierran en un cuarto repleto de costales de legumbres en la azotea y que dejan salir cuando entregan los cuchillos. La azotea contiene rejas y barrotes por paredes y techo), seis encargados de acomodar las mesas y limpiar la sala luego del desayuno y la comida, dos encargados para limpiar el dormitorio y de paso chequear camarote por camarote, cuatro encargados para lavar la ropa de todos una vez por semana y otros cuatro para lavar las cobijas una vez por mes; el proceso de lavado es interesante, cuando pregunté cómo lo hacían me respondieron que en una lavadora canera (carcelaria); insertan un palo de escoba en el cuello de una botella de plástico de dos litros, previamente cortada a poco menos de la mitad, luego cubren con cinta adhesiva industrial donde está el engarce para fortalecer la herramienta que sumergen y remueven una y otra vez en un tambo con ropa, agua, desinfectante de pisos y un algo de detergente en polvo.

Los servicios se otorgan según la especialidad de cada uno, por ejemplo, el cocinero era dueño de una fonda, un enfermero era carnicero (supongo que creyeron que la anatomía de las reses y los cerdos es muy parecida a la humana), los guardias eran matones, expolicías, dealers, asaltantes y demás oficios por el estilo, los trabajos de limpiapisos y lavaropa eran ejercidos por adolescentes sin oficio ni beneficio, si llegaban albañiles, herreros o plomeros, éstos no eran enclaustrados, para aprovechar su ocupación eran llevados a trabajar en el hotel que estaba construyendo el dueño del anexo en las playas de Huatulco. Un escritor en ciernes no era de ninguna utilidad, así que, imagino que porque mi madre era enfermera, a los dos meses de mi estancia me pusieron una bata blanca y me asignaron como “enfermero 1”.

Mientras ostenté el cargo fui testigo de varios hechos trágicos, como un viejo con cirrosis que llegó en las últimas, vomitó tanta sangre que se lo llevaron a Urgencias del hospital de Xoco y falleció allá; posteriormente llegó, en estado catatónico, un joven de entre veinticinco y treinta adicto a la heroína, se había inyectado en la cabeza, su respiración disminuyó al grado de que tuvimos que ponerle un espejo bajo la nariz para comprobar que aún respiraba, también fue transportado a Xoco, los padrinos rumoreaban que sufrió un infarto cerebral y había quedado como zombie.

 

SI quieres leer la segunda parte, da clic aquí: http://metropolifixion.com/2017/06/18/anexos-de-rehabilitacion-lo-mejor-de-lo-peor-segunda-parte-y-ultima/

SEGUNDO INFIERNO: ESCUELA DE RATEROS

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Extracto del libro Crónicas de un televidente, Producciones el Salario del Miedo/UANL 2016. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

 

 

 

 

 

 

 

 

Este es un asalto chiro,

saquen las carteras ya.

Bájense los pantalones,

pues los vamos a basculear

Asalto Chido (fragmento)

Rockdrigo González

 

la desigualdad económica se le sobrepone ahora una lamentable igualdad: la de la vulnerabilidad ante el crimen y la rabia motivada por la impunidad. Los ricos ya no están a salvo en sus ínsulas de calles cerradas al paso del vulgo y resguardadas por seguridad privada. Mientras que los pobres sufren ahora delitos que antaño se consideraba que les eran ajenos, pues ya se dan casos de secuestro por los que se piden bolsas de mandado (del super) o cantidades pequeñas de dinero.

Los días de carteristas entrenados para operar sutilmente pasaron hace años. Ladrones de antifaz que entraban a los domicilios silenciosamente en la noche a robar son una imagen literaria. Ya no hay tampoco ladrones de autoestereos (¿para qué, si se los roban con todo y coches?). Los delincuentes ya no se esconden y sienten irresistible atracción por quien tiene apariencia de ser extranjero. Un ejemplo, entre muchos posibles, es el de una ciudadana japonesa asesinada en el interior del departamento de su esposo en Tlatelolco. Por su fisonomía y oírla hablar una lengua extraña, los criminales los siguieron, entraron por la fuerza al domicilio, sometieron al marido y a ella la mataron por gritar. El botín fue un teclado de computadora y algunos discos compactos. Todo crimen lleva sin excepción la expresión cruda de la violencia garantizada por el poder de las armas y la impunidad para su realización. Cuando parece que la capacidad de asombro puede agotarse, siempre llega un crimen que amplía ese límite.

Con frecuencia suele oírse decir que los cuerpos policiacos han sido rebasados por la delincuencia organizada, porque sus elementos tienen escasa preparación y capacidad, inferioridad en cuanto a armamento y sus salarios son bajos. Pero, ¿no será que en realidad se dejan rebasar? Por los siguientes ejemplos puede pensarse que hay elementos policiacos que se benefician de las actividades de las bandas delictivas, cuando no son quienes las operan directa o indirectamente:

·Hay policías que no sólo conocen quiénes son y dónde están los criminales, sino que además tienen comunicación constante con ellos para encubrirlos a cambio de dinero, como relató el líder de la banda de Los Montante, famosos por haber secuestrado a las hermanas de Thalía y al entrenador Rubén Omar Romano. En realidad ya no secuestraban para obtener dinero para su propio beneficio, sino para pagar extorsiones a policías. Entre otros detalles, contó que pagó 700 mil pesos para que dejaran que su hermano se fugara de la cárcel.

·Quienes causaron la muerte de la actriz Mariana Levy fueron detenidos antes de 24 horas en su domicilio y presentados ante el Ministerio Público, como si los policías responsables de su captura hubieran sabido previamente dónde encontrarlos.

·A pocas horas de su robo, fue recuperada sin daño alguno la camioneta de la señora madre del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, como si los delincuentes hubieran cometido el error de robar a quien no debían y hubiesen sido notificados de ello.

·Tras su detención, la famosa Mataviejitas manifestó que tiempo antes había sido extorsionada por un agente judicial, quien le solicitaba dinero para permitirle continuar delinquiendo. El procurador capitalino, por supuesto, desestimó esa declaración por carecer de pruebas. Sí, el mismo procurador que meses antes declaró que esta asesina seguramente se había suicidado.

·La amplia oferta en la vía pública de productos procedentes principalmente de China es necesariamente el resultado de que hay servidores públicos que han permitido su introducción al territorio nacional, su tránsito y almacenamiento antes de que lleguen a las manos del vendedor callejero. No puede ser desconocido para las autoridades federales y capitalinas que todos los días llegan tráileres llenos de contrabando a Tepito y al mercado de San Felipe durante la madrugada.

Por lo expuesto, no en balde puede afirmarse que la corrupción es condición necesaria para la proliferación y persistencia de la delincuencia organizada y es proporcional a su magnitud. No es casualidad que en los países menos corruptos no hay secuestros.

La corrupción no es solamente de las autoridades, es la médula misma de la manera de ser chilanga. Es ser tranza como un estilo de vida. Todo lo que en primera instancia pueda pensarse que es robable es poco ante lo que algunos –más por ingenuos que por honradez– no alcanzamos a imaginar: no se pueden poner botes de basura en la calle porque se los roban, así como hay especialistas en el hurto de tapas de coladeras y arbotantes. A ello se suma la proclividad compulsiva al daño de lo público (expresión de la mentalidad “lo que es de todos, no es de nadie” y “si no es mío, que no sea de nadie”), así como el robo menor de escaso beneficio con meros fines vandálicos –bien caracterizada en ese personaje de Héctor Suárez, El Destroyer–, que no permite que haya directorios telefónicos en las casetas en vía pública, que las propias casetas telefónicas tengan que estar semiacorazadas para que no las destruyan o se roben el teléfono, que deteriora el transporte colectivo, y que rompe, ensucia, deja inservible o con pésimo aspecto todo lo que se pueda. O la llana irresponsabilidad que da lugar a inundaciones causadas por coladeras tapadas con envases de refresco llenos de orines.

 

LOS CUATRO SOFISTICADOS (y notas como remedo de guión para un documental)

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Extracto de En la piel equivocada, libro de crónicas publicado por Producciones El Salario del miedo/UANL, 2015. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

 

1. INTERIOR. COCHE. DÍA.

stamos dentro de un chevy blanco. Las manos sobre el volante y al frente el tablero negro con la radio encendida. Se escucha “Aviéntame” de la banda sonora de Amores perros. Vemos por fuera un enorme y frondoso árbol y a la sombra, un cañón montado en un pedestal, como un monumento a una antigua batalla [la intervención americana de 1847]. Abrimos la puerta del conductor. Salimos.

 2. EXTERIOR. DÍA. EXPLANADA DEL MUSEO DEL OBISPADO, EN MONTERREY.

Avanzamos. Estamos en la explanada del Museo de Historia Regional El Obispado. Son las 13 horas del martes 8 de julio de 2000. El cielo está nublado, pero el clima es bochornoso y el soplo del viento es cálido. Vemos una pareja sentada sobre otro cañón. Una familia camina por el pasillo de escaleras hacia el otro extremo del edificio. Volteamos hacia la izquierda y poco a poco giramos hacia el centro para observar una panorámica de la ciudad en todo su esplendor: un cementerio, la chimenea humeante de una fábrica, los edificios del centro y el cerro de La Silla, hasta toparnos de frente con el palacio de El Obispado: una pieza arquitectónica barroca de amarillo muy claro coronado con una monumental cúpula.

De espaldas se escucha el ruido de una camioneta. Giramos. Es una camioneta blanca. Se detiene justo al lado del chevy blanco. Del interior salen siete personas. Las tres primeras: una chica menudita, representante de la disquera; un hombre moreno de anteojos y coleta en la nuca que es Juan de Dios Balbi, manager; y un asistente. Por la puerta se asoma otro rostro, este es el del primero de los cuatro músicos que habremos de conocer inmediata y sucesivamente así:

Quique Rangel: 33 años. Viste camisa tipo guayabera blanca con pantalón negro. Cabello corto peinado hacia tras con un ligero copete y patillas. Barba en el mentón. Toca el bajo.

Joselo Rangel: 35 años. Su cabellera larga es de estilo rastafari. Lleva anteojos de armazón negro. Su complexión es robusta pero sin barriga. Lleva además una chaqueta deportiva negra con líneas blancas en los brazos. Es la guitarra eléctrica del grupo.

Emmanuel del Real: 34 años. Flaco y alto. Rostro largo de ojos tristes y barba de candado. Viste una camisa de mangas largas que lleva por fuera del pantalón. Él ejecuta los teclados, guitarra acústica, programación y hace algunos coros.

Rubén Albarrán: 36 años. Cabellos rizados al vuelo. Arete negro en la oreja izquierda. Lleva un traje negro con una camisa con motivos florales de un púrpura claro y una delgada corbata blanca. Al igual que sus compañeros calza zapatillas informales. Es la voz del grupo, pequeño de estatura pero explosivo gigante en el escenario que podemos decir que es un Jagger mexicano o nuestro propio Dr. Nelle de la No Smoking Orchesta de Emir Kusturica. La analogía no es gratuita. Su capacidad histriónica está puesta de manifiesto en cambios nominales en extremo: para cada disco se hace llamar de distinta forma: Pinche Juan, Anónimo, Masiosare, Nrü, Ritacantalagua, El Gallo Gas y, ahora para Cuatro Caminos, Élfego Buendía.

Los siete avanzan hacia nosotros. Estamos bajo la sombra del árbol, junto al cañón. Por delante vienen los músicos. Se detienen justo frente a de nosotros.

VOZ EN OFF: Señoras y señores, con ustedes… ¡Café Tacuba!

Corte a:

3. VIDEO DEL SENCILO “EO” DEL DISCO CUATRO CAMINOS.

Corte a:

4. EXTERIOR. DÍA. EN EL MISMO LUGAR, EN MONTERREY.

Los cuatro integrantes extienden los brazos para saludarnos. Giramos hacia la derecha y aparece la fotógrafa Verónica Lazos, delgada, cabello corto y claro, de pantalón azul y camisa ajustada que desnuda la parte baja de la espalda en la que tiene tatuada una estrella roja; lleva una maleta colgada del hombro izquierdo y sobre el cuello dos cámaras fotográficas; con la mano derecha carga una pequeña escalera blanca.

VERÓNICA: ¿Comenzamos la sesión?

Avanzamos hacia la puerta del museo. Es una puerta de madera enorme y antigua. Los cuatro músicos se colocan en fila horizontal. Se muestran amables y disponibles, pero el semblante de ellos es serio, fastidiado, con un silencio displicente. Verónica comienza a desempeñar su trabajo con las cámaras fotográficas.

REPORTERO: (A la representante disquera): ¿Qué les pasa? ¿Están cansados? Con esas caras no van a vender ninguna portada.

 REPRESENTANTE DISQUERA: Ellos están bien, así son: tranquilos, bien tranquilos. Están cansados por la promoción del disco. Llegaron ayer a la ciudad para cumplir con una rueda de prensa y entrevistas particulares con diversos medios. Hoy tendrán además una firma de discos en Mixup de la calle Morelos.

Disuelve a:

5. EXTERIOR. PASILLO. DÍA.

Los cuatro músicos rompen fila. Encabezados por Verónica, avanzamos por el pasillo que conduce de la explanada poniente del museo a la explanada oriente del recinto, donde se encuentra la fachada delantera del inmueble. Verónica les indica a los cuatro músicos que ocupen sentados los primeros escalones de acceso al museo para conseguir una toma en contrapicada. Les pide que se pongan de pie y los coloca entre un jardín de magueyes. Luego les invita a avanzar –avanzamos– hacia la parte delantera de la explanada para los últimos retratos con el telón de fondo de la ciudad. Los cuatro músicos comienzan a bromear entre sí, empujándose unos a otros. Por fin sonríen y hasta lanzan carcajadas.

En ese momento detrás de nosotros se escucha un diálogo entre Balbi y Xardiel Padilla, director de Lengua, que acaba de arribar al lugar.

XARDIEL: Parece que las cosas están bien en la banda después del año sabático que se tomaron como respiro de 13 años tocando juntos, ¿no? ¿Cómo están ahora las cosas entre ellos?

BALBI: De pocas madres. Están muy bien. Había ocasiones en que los hilos parecían que se rompían, y así lo dejábamos, a ver qué pasaba entre ellos solos, pero por fortuna nada. Ahora con el regreso había sus dudas, pero están muy bien, muuuy bien.

Corte a:

Este remedo de guión para un programa documental de ficción está basado en un episodio verídico: la entrevista con Café Tacuba con motivo de la publicación Cuatro Caminos. Xardiel Padilla me encomendó el trabajo de manera imprevista. Una noche antes me visitó en mi casa para entregarme el disco y proporcionarme algunas indicaciones:

–Café Tacuba es el grupo mexicano por excelencia que se reinventa en cada disco –me explicó Xardiel– y sobre esa línea uno puede mantener una conversación.

Después de la visita de Xardiel dediqué el resto de la madrugada a conocer Cuatro Caminos y a repasar la discografía de Café Tacuba. Elaboré algunos apuntes y formulé un cuestionario. Revisé mis archivos y consulté internet. Encontré notas y fotografías que dan cuenta de acontecimientos recientes de la banda. En esa rápida fase de recopilación de material apunté lo siguiente en un par de hojas blancas dobladas por la mitad como un cuaderno:

UNO

Café Tacuba es una banda consecuente. Su propuesta fluye siempre hacia delante. Empezaron por proporcionar, nada menos, que una nueva categoría a los instrumentos populares como la jarana y al folclor mexicano con una estilización que llevaron a los extremos y a sus máximas consecuencias en Revés/Yosoy, el álbum doble que contenía un disco instrumental complejo y sofisticado en el que impusieron la actitud de auténticos creadores obsesionados con encontrar algo desconocido, incomprensible y quizá sin que ellos mismos sepan de qué va la cosa. Pero de eso trata el arte: romper los hábitos y avanzar que el prestigio llega solito. Ya ven: Su tema “12/12”, doce minutos de experimentación instrumental, está incluido en el disco Nuevo de Kronos Quartet dedicado a otorgar a la canción mexicana, como “El sinaloense”, una lectura diferente a partir de imaginativos e insospechados arreglos de cuerdas y percusiones.

 DOS

Con Cuatro Caminos avanzan en una ruta aparentemente en concesión por sencillos y básicos. Desde el disco Vale callampa, con cuatro temas originales del grupo chileno Los Tres, anunciaron la incorporación del sonido de la batería y el empleo de la guitarra eléctrica en su nivel más común. Pero incluso en eso son sofisticados: ¡Mira que echar mano del lugar común roncanrolero por excelencia –batería y guitarra– para hacer de eso una peculiaridad postmoderna! Cuatro Caminos es un disco que se desmarca así de lo predecible en el contexto del rock y el pop en español actual. Está salvado por el empeño que evita lo evidente, lo obvio, tanto en letras como en sonidos. En el conjunto es un producto bizarro en el mejor de las acepciones por singulares y animosos.

 TRES

Cuatro Caminos como objeto es un tríptico con sentido respecto al contenido musical, porque nos muestra la cartografía del espacio geográfico en que habitan los músicos y, en un impreso desplegable, vemos un paisaje a color que reúne varios escenarios naturales –una playa, un bosque, un desierto– con el collage surrealista de diversas figuras humanas que por distintas son sugerentes en relación el tono propositivo y ecuménico de temas como “Puntos cardinales” que dice: “Amor y dulzura, fuerza y coraje, cuatro puntos cardinales con lo que navega por calles y ciudades sin saber de nombres, nunca está perdido, siempre está ubicado, donde esté se encuentra […] No envidia a nadie, nunca ambiciona nada, no debe obediencia a ninguno”.

CUATRO

El boletín de prensa que me entregó Xardiel dice que con Café Tacuba “todo comenzó en el garage de una casa de Satélite [en el Distrito Federal] para ser más exactos, en donde cuatro amigos que se habían conocido por la escuela […] realizaron sus primeras tocadas para presentar el grupo y pasar una buena noche de sábado bailando. […] Eran finales de los ochenta y Café Tacuba parecía tener el combo necesario para lograr un buen rock […] sólo que esta vez su caso no era así. Su combo musical era diferente al de los demás. Eran un grupo que alternaba con grupos de rock y tocaba en bares dedicados al rock pero no seguían los mismos lineamientos ni las mismas estructuras. No usaban batería y se caracterizaban por mezclar su música con diferentes ritmos folclóricos mexicanos. Nunca habíamos visto a un grupo como ellos. Ahí estaban después del garage tocando por primera vez en el escenario del Hijo del Cuervo en junio de 1989 […]. Hoy estamos en el año 2003 y Café Tacuba tiene un nuevo disco […] 14 canciones producidas por tres diferentes productores [Andrew Weiss, Gustavo Santaolalla y Dave Friedman] y grabadas en diferentes estudios, comenzando por El Ensayo, lugar de trabajo de Café Tacuba en Ciudad Satélite.

CINCO

La revista Gatopardo en su número de julio ofrece un especial fotográfico: “Los mejores de la música hispanoamericana”. Café Tacuba está incluido con el retrato colectivo desplegado a dos páginas a color y con un epígrafe: “A veces parece que juegan a ser malos músicos. Pero son unos artistas tremendos y a la luz de los expertos una de las bandas de música alternativa más alucinantes del planeta”.

SEIS

Una fotografía publicada en Reforma que da noticia de la multitudinaria firma de autógrafos del viernes 4 de julio en la Zona Rosa de la ciudad de México. La multitud conformada por cinco mil personas está fuera de la tienda de discos y los cuatro músicos en la azotea. Élfego habla a través del altavoz para saludar y convocar a la paciencia.

Al mediodía siguiente llegó la hora de la entrevista y después el trabajo de transcripción. La tentativa de elaborar la conversación como un relato con una trama, y cumplir en el intento con la misión informativa, me daba vueltas en la cabeza.

En estos momentos estoy estudiando las categorías formales y estructurales de autores americanos y europeos ligados a los procedimientos del estilo Nuevo Periodismo y eso me ha generado la obsesión de hacer el periodismo que estoy leyendo. Pero habrá que entender que es imposible hacer de todas las noticias un cuento. O un guión para un documental. El nivel de conocimiento de la información impone las formas. Para cuando estas líneas puedan publicarse habrán pasado semanas del lanzamiento de Cuatro Caminos y eso permite y hasta obliga a buscar audacidades para llamar la atención y la sensibilidad en torno a una entrevista –como ésta con los tacubos– que se niega a salir como pan duro después de muchas semanas de su realización.

Por otra parte uno quisiera que en las entrevistas sucediera algo que permita generar un hilo anecdótico para el relato. Pero no siempre se dan las cosas así, por lo que el movimiento físico es casi nulo durante un encuentro entre un periodista que pregunta y un personaje o un grupo de personajes que responden. Es decir que a veces, muchas veces, en una entrevista no ocurre nada y todo se supedita al movimiento lingüístico de los interlocutores. Pero eso es un atributo muy potente porque el entrevistado, en sus propias palabras, pone de manifiesto su pensamiento, su estado de ánimo y otros rasgos que configuran de manera implícita una descripción de su personalidad. Por eso es importante empeñarse en registrar con precisión y exactitud cada una de las palabras, aunque nunca las palabras y los hechos mismos han sido tales como se cuentan, quizá se envilecen, quizá se subliman. Son los riesgos inevitables de las reconstrucciones de la realidad que se salvan sólo con honestidad y franqueza y la regla inquebrantable del periodismo de no inventar ni mentir.

Durante la entrevista con Café Tacuba no ocurrió nada fuera de las palabras registradas en la grabadora, escondida discretamente en el pedestal del cañón de la explanada de El Obispado donde estábamos reunidos. Tenía a los cuatro músicos delante de mí, atentos a mis preguntas y generosos en sus respuestas.

Paulatinamente la poca gente que se encontraba en el lugar se comenzó a reunir en torno a nosotros en silencio. Yo miraba los rostro de los músicos como si se tratara de un plano en close up y eso me provocó la sensación que me ha permitido ordenar la experiencia a través del tejido de un posible guión pésimo para un documental. Imaginemos que estamos frente a un aparato de televisión y encontramos el programa sobre un cuarteto de jóvenes músicos mexicanos en escenas como las que continúan a las iniciales:

6. EXTERIOR. EXPLANADA. DÍA.

A la sombra del árbol y en torno al cañón que vimos en la escena inicial, Élfego se sienta al centro del monumento, un poco encorvado y los codos sobre las piernas. Joselo se sienta a su lado izquierdo, erguido. El reportero está frente a estos y tiene a Quique de pie a su lado izquierdo; y a Emmanuel, también de pie, a su lado derecho. Vemos que el reportero gira lentamente la cabeza de un lado a otro para observar a los cuatro músicos, como un paneo camarográfico que se detiene justo en el músico que toma la palabra.

 REPORTERO: Por las canciones y por el arte, Cuatro caminos es un mapa personal del grupo. “Cero y uno” y “Puntos cardinales” hablan de eso: “Para poder llegar, para llegar a tus oídos, necesito cantar, mover el aire, crear sonido”. “Tomar el fresco” es el canto de la actitud de la banda después del receso conocido: “permítanos que paremos un rato, llevamos trece años tocando”. ¿Un disco es eso: los espacios que se habitan, los ánimos de los integrantes? ¿Un disco es biografía?

Se hace un silencio. Unos y otros se miran ante la pregunta “interesante”. Joselo se anima a responder y la mirada se concentra en su rostro.

 JOSELO: Tal vez. Pero no es algo que planteamos en los términos que dices. Los discos son reflejo de lo que están viviendo los cuatro integrantes, pero muchas de las ideas surgen de manera espontánea. En ese sentido podría tratarse de una especie de radiografía que nos sirve para saber en qué momento estamos en relación a la creatividad y a las aportaciones personales de cada uno.

REPORTERO: ¿Pero qué es lo que hay detrás de cada disco? ¿Cómo se le da forma y sentido a un disco?

 EMMANUEL: Cuando nos reunimos cada uno tiene ideas, canciones, conceptos y formas sobre cómo se quiere encarar el proceso o el resultado del disco. Pero también la otra parte es muy importante: qué es lo que pasa durante la producción. Hay muchas canciones que sufren cambios que no imaginamos originalmente y que es, de hecho, lo que más nos entusiasma. Coincidimos en muchas cosas: líricas o musicales. Todo eso produce un nuevo disco. Siempre hay una dirección aunque los resultados lo rebasan por lo general. Eso es lo emocionante de un disco: no sabes a dónde va a parar.

 REPORTERO: ¿Y cuáles son las tensiones creativas en ese proceso? Todos ustedes son compositores pero en Cuatro caminos sólo aparece un tema de Quique Rangel. ¿Es eso resultado de alguna tensión?

 QUIQUE: Claro que hay tensión creativa, pero es una fuente importante de la forma en que trabajamos. Nosotros no coincidimos en todo y eso es lo más interesante del trabajo. Cuando uno simplemente se dedica a mejorar el demo que te muestra la canción del otro, no tiene ningún sentido. Yo creo que la forma de hacerlo es asumirlo como si fuera la composición de uno, y las composiciones de uno son otras canciones de los demás. Creo que esas tensiones son las que generan la parte más interesante. Es difícil lidiar con esos momentos que son, sin embargo, los que más disfrutas. La incertidumbre creativa es estimulante. Una de los síntomas de que estamos haciendo algo interesante es cuando terminamos de hacer un arreglo y no lo entendemos y no lo podemos clasificar y no podemos decir si está bien o mal, es algo raro. Pero ahí está lo mejor del proceso.

 REPORTERO: Es la música como aventura desconocida, incomprensible.

 QUIQUE: Así es. La música es búsqueda. La música no es montar una canción y que suene bien. Nosotros asumimos el hecho musical como una búsqueda.

REPORTERO: En los agradecimientos registrados en Cuatro caminos unos y otros se saludan y ponen de manifiesto la lealtad al proyecto común. ¿Una banda es mucho más que un matrimonio por conveniencia? ¿Puede funcionar como una sociedad de amigos?

 ÉLFEGO: A nosotros nos mantienen unidos muchas cosas. Lo que empezó como resultado de un grupo de amigos que se juntaban para hacer música por placer se convirtió en nuestra carrera y nuestro trabajo. Sin embargo no es eso lo que está en el fondo… La esencia es que nos sigue gustando lo que hacemos juntos. En eso está basada nuestra amistad. No está basada en si compartimos una comida o… está basada en el hecho que creamos y estamos muy a gusto.

 REPORTERO: Así entonces la noción del éxito está al margen de las ventas.

El silencio se impone como respuesta. El reportero debe darle contexto a la idea.

REPORTERO: Quiero decir que del rechazo comercial que sufrieron con Reves/Yosoy hoy son aclamados con Cuatro caminos. Creo que se impone la voluntad de triunfar y se evidencia el comportamiento del público como mercado. Cuando rompieron hábitos se les dio la espalda; ahora que se “uniforman” como roqueros con batería y guitarra eléctrica se les ovaciona.

 JOSELO: El hecho de hacer un nuevo disco, juntarnos y estar felices con las canciones que estamos montando, eso ya es un éxito. Y eso lo vivimos desde el segundo disco. Nuestro primer disco tuvo una exposición increíble en los medios y mucho público, y cuando salió el Re nosotros estábamos muy contentos: veinte canciones que no habíamos enseñado en vivo, como ya lo habíamos hecho antes del primer disco, lo que sucede siempre, por lo que ocurre en la industria, y cuando lo presentamos no tuvo el recibimiento que nosotros esperábamos. Nosotros decíamos: “Vamos a sacar este disco y a la gente le va a encantar porque a nosotros nos encanta”. Pero la gente no reaccionó a éste y dijimos: “Quién sabe qué es lo que pasa”. Fue como de las primeras veces que nos enfrentamos ante algo que podría llamársele como fracaso. Fue así como decir: “No, pos, no, la gente no lo agarró”. Pero pasó un tiempo y ese mismo disco que la gente no lo apreciaba tuvo su desarrollo en Latinoamérica, donde tuvo mucha exposición: estuvimos en Sudamérica, presentándonos más que en México. Y entonces nos dimos cuenta que uno tiene que enfrentar estas situaciones planteándose: “Bueno, yo hice el disco que quería hacer, y lo muestro y a lo mejor a unos les gusta y a lo mejor a otros no les gusta nada”. De tal forma que Re es de los disco que más gustan ahora.

 QUIQUE: (al reportero): Yo sí creo que el público responde a estereotipos, seguro. Pero no estoy seguro que esa sea la visión bajo la cual tienes que ver esta situación. Nuestra explicación ha sido que nosotros sabemos cómo va transformándose la forma de entender la música de los miembros de Café Tacuba. Si a veces es difícil entender, digo… y eso no es algo que vayamos comentando cada día: “oye, ¿ahora qué escuchaste?”, no. Nos damos cuenta de esas evoluciones cuando empezamos a montar un disco, cuando empezamos a montar esas canciones y vamos dándole y asumiendo así que esa es la visión de la música del otro, que eso también se puede hacer, que este grupo tiene una influencia interesante porque no está haciendo una cosa sino otra. Tal vez es mucho exigirle al público que de buenas a primera acepte lo que les damos, pero tampoco se trata de decir que el público crea que con Cuatro caminos somos roqueros y por eso nos van a aceptar. El fenómeno que se está dando ahora es que hay expectativas sobre el nuevo disco, que ahora se conjunta eso con un trabajo de la compañía disquera y tal vez no hay otro disco alrededor que esté llenando las expectativas.

 REPORTERO: ¿Y en el músico también habita el estereotipo, el deseo del ser superstar?

 ÉLFEGO: Yo creo que de alguna forma sí y se juega con ello, de lo contrario no estaríamos aquí. De alguna forma es como una imagen que idealizas. El rock carga como muchos mensajes alrededor: que si es una forma de vida, que si… todo eso es un estereotipo y de alguna forma se cae en éste. Estamos imbuidos en ellos. La cultura que vivimos es una cultura pop o rock, como la quieras ver.

 REPORTERO: La batería es un lugar común para la mayoría de los grupos. Pero para Café Tacuba es motivo de experimentación…

Antes de que el reportero concluya el comentario, Joselo se adelanta.

 JOSELO: ¿Qué es lo que se entiende por experimentación? Lo que sucede es que nosotros nunca habíamos usado la batería. El simple hecho de usar la batería nos pone en otro lugar a nivel relación entre los instrumentos, la voz con los instrumentos, con la batería. Da un resultado diferente. Si alguien afuera dice: “Bueno, ¿y eso qué?”. Este es el camino que nosotros estamos haciendo y hacemos referencia a eso. Decimos: “Quisimos usar la batería, no la habíamos usado, para nosotros es algo nuevo, cambian muchas cosas que nosotros nos damos cuenta, ojalá que el público se dé cuenta”. Sentimos que es un álbum que tiene los elementos que nosotros queremos expresar en este momento: algo directo, con una energía dura.

 REPORTERO: Esos elementos valen la pena, tanto que se desprenden de la caja de ritmos como rasgo definitorio del grupo, y la jarana y los instrumentos acústicos.

 EMMANUEL: Pero no es algo doloroso. Es como una lejanía. Son pasos necesarios para permitir la entrada a nuevas posibilidades. El concepto de la simplicidad de la batería, bajo, guitarra, teclado y voz solamente se puede lograr si son pocos elementos y son ésos. La batería es algo novedoso, pero igual la caja de ritmos en cualquier momento se puede volver a utilizar. Es una etapa diferente.

 REPORTERO: En esta etapa también los encontramos con temas amorosos pero nada cursis ni empalagosos, más bien propositivos: “Jala una silla, siéntate a un lado, aquí, donde pega el sol”. “Eres lo que más quiero en este mundo, eso eres, mi pensamiento más profundo.”. En la canción “Hola, adiós” se habla de reconciliación en el instante en que se vislumbra el abismo (“este preciso instante que el piso se nos termina”).

 JOSELO: ¡Pues qué bueno!, ¿no? Eso es lo que sucede cuando hacemos un disco. Somos un grupo y nos mostramos. La gente tendrá como una respuesta a lo que escucha pero eso no es lo que buscamos. Nosotros no nos planteamos hacer un disco con tales características que diga esto y que dé este mensaje, pero si eso es lo que se lee o escucha, a mí me agrada.

 REPORTERO: ¿El tema “Encantamiento inútil” es en relación al 11 de septiembre?

 ÉLFEGO: Sí.

 REPORTERO: ¿Creen que deban cumplir un papel especial ante la situación nacional, internacional?

 ÉLFEGO: No, pero el artista así funciona, como un reflejo de lo que sucede. Los sucesos nos afectan y nos involucran y por tanto reflejamos eso: el sentimiento de vivir al borde, momentos tensos, oscuros, y respondemos consciente o involuntariamente, haciendo un disco alegre y de buena intención.

 REPORTERO: En todo este empeño de renovaciones y funciones de un grupo como Café Tacuba, creo que la constante es la voz que da sentido y forma al sentimiento colectivo de los integrantes. Una voz que se exige y se adecua a cada transformación. Ahora la escuchamos más fuerte y con más aire.

 ÉLFEGO: No lo sé. Si pudiera, cambiaría mi tesitura y mi voz, pero no lo puedo hacer… No sé… Tal vez por eso me cambio el nombre.

REPORTERO: Muy bien. Muchas gracias.

Élfego y Joselo se ponen de pie. Quique y Emmanuel avanzan hacia la camioneta blanca en medio del grupo de personas que se habían reunido en torno nuestro y que les solicitan autógrafos. Los cuatro suben a la camioneta y se marchan hacia el oriente.

Corte a:

7. INTERIOR. COCHE. DÍA.

Avanzamos hacia el chevy blanco. Abrimos la puerta del coche. Encendemos la radio y se escucha “Tomar el fresco”: “Si no regreso no pasa nada, tarde o temprano alguien me viene a suplantar ¿qué no?”. Ponemos en marcha el coche. En reversa nos despedimos de la imagen del árbol y el cañón. Inician créditos. Se gira y se desciende al oriente hasta la calle José Benítez en dirección hacia el sur. Se toma la calle Matamoros hacia el oriente. Levantamos la vista y vemos la larga avenida repleta de automóviles. Café Tacuba sigue en la pista con el tema “Hoy es”: “Hoy es el día más espectacular, el día más bello que hay”.

FIN

 

Fotografía de los tacubos tomada de: http://gastv.mx/cafe-tacvba-y-los-tigres-del-norte-juntos/

CASASOLA SOY YO

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Bernardo Esquinca (Guadalajara, 1972) no le gustan los insectos. Me lo dice mientras un mesero se lleva los platos de la comida. Ordenó una pechuga de pollo pero no tocó la ensalada. Todo mundo sabe que si no se limpian con esmero, entre las hojas de la lechuga pueden encontrarse algunos insectos. Quizá Bernardo no quiere arriesgarse a una mala sorpresa porque, como él mismo reconoce, “soy una persona miedosa, paranoica, obsesiva, y los insectos me causan terror, sobre todo los ponzoñosos. Si me sale un alacrán ni siquiera puedo pisarlo, salgo corriendo”.

Le pregunto si los insectos le parecen fascinantes. “Más que fascinarme me repugnan. Son tan opuestos a nosotros que con eso basta para erizarnos la piel. El insecto es la otredad. Son tan extraños y tan distintos a nosotros desde su aspecto y proceso de concepción —nacen de huevecillos, tienen un exoesqueleto, saben lo que tienen que hacer, no dependen de nadie, forman sociedades muy organizadas y complejas, algunos nacen y mueren casi el mismo día, como las moscas—. Son tantos y tan variados que sabemos muy poco de ellos”.

A pesar de su repulsión hacia el grupo animal más numeroso en el planeta, se han contabilizado hasta un millón de especies, La octava plaga es una novela de insectos que juegan al fin del mundo. “Como todo lo que me da miedo me obsesiona y lo que me obsesiona lo investigo, leí varios libros sobre insectos para entender su comportamiento, su evolución y dar ciertos rasgos de verosimilitud a la parte científica, entre comillas, de La octava plaga. Siempre la parte más disfrutable es la preparación, leer esos libros que tienen que ver con la trama y que me van dando la pauta de por dónde ir”.

Publicada originalmente en 2011, La octava plaga pasó desapercibida por la escasa promoción, y encontrarla era poco más que una misión imposible. Hasta este año. “Estoy complacido de que la novela tenga una segunda oportunidad. Desde que salió la primera vez se me acercaban lectores y me decían que no podían encontrarla. Me da gusto que ya esté accesible en Almadía, mi casa mi editorial”.

En seis años pasan muchas cosas. Le pregunto a Bernardo si le hizo cambios al texto, si la historia aún le gusta: “No la volví a leer. No puedo releerme, me cuesta mucho trabajo. Tengo colegas que se releen a sí mismo con un amor inmenso, pero yo no puedo, sobre todo cuando es un texto que trabajé hace años, que corregí hace años y del cual me desconecté hace años. Cuando escribí La octava plaga, aunque me inspiró la Ciudad de México, no había intención de nombrar lugares específicos. Para unificarla con el resto de la saga donde la Ciudad de México es un personaje, el Museo de Historia Natural de Chapultepec aparece como tal, lo mismo que las librerías de viejo en la calle de Donceles. Siento que La octava plaga corresponde a una mirada y un momento específicos y que meterle mano sería traicionarme a mí mismo, no porque sea perfecta, no lo es, nunca se termina de corregir un texto —José Emilio Pacheco seguía obsesivamente modificando sus textos reedición tras reedición—. Cada escritor decide en que momento da por concluido algo; en mi caso simplemente es la incapacidad de releerme y por la sensación de traicionar el texto”.

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“Casasola soy yo”, dice Bernardo cuando le preguntó sobre el origen del personaje y protagonista de la saga, compuesta por Toda la sangre, Carne de ataúd* y un libro más que cerrará el ciclo. “No me lo propuse así, pero quería hacer una novela policiaca. No conozco el mundo de los detectives ni de los judiciales y no me apetecía hacer una gran investigación al respecto, pero sí conozco el mundo de los periodistas, el universo de las redacciones, las vicisitudes de los reporteros, todas las peripecias en las que se meten. Como no quería hacer la típica novela policiaca, la elección estaba clara: un periodista de nota roja porque eso lo llevaría a conectarse con el mundo del crimen. Lo presenté como un periodista cultural, el ámbito en el que me desenvolví, que es defenestrado a la nota roja. Y tenía clara la mezcla del policiaco con lo fantástico o el terror. Disfruto eso como lector y quería hacerlo como narrador, y no hacer la típica novela policiaca realista, entre comillas. Cuando empecé a pensar en Casasola fue así: va a ser un reportero de lo paranormal, de cosas que nos parecen muy jaladas, pero que de pronto él sí se topa con algo muy extraño, insólito, ‘esto sí es real y nos va a cargar la chingada’, que pone en peligro a la humanidad”.

En buena parte de La octava plaga, Casasola reflexiona y critica el mundo literario. ¿Postura personal o ajuste de cuentas, Bernardo?: “Es una postura que tenía en aquellos años, que sigo teniendo y que se ha radicalizado. Quería aprovechar la frustración de Casasola porque es un periodista que se siente culto, muy leído, inteligente, y es defenestrado a la nota roja. Quería canalizar ciertos dardos envenenados, como un ajuste de cuentas personal con el mundillo literario, de las artes, del periodismo. En ese momento sentí ganas de hacerlo, no es la parte principal de la trama pero es algo que esta ahí y me da gusto que la gente lo note. En el resto de la saga me di cuenta que ya no tenía mucho sentido y lo fui diluyendo, pues había cumplido su cometido en La octava plaga, se presta porque el personaje está naciendo como periodista de nota roja y ayuda a entender de dónde viene”.

En La octava plaga, Bernardo Esquinca homenajea a uno de los fotógrafos de nota roja más relevantes de México, y cuyo trabajo ha sido expuesto en galerías nacionales y extranjeras: Enrique Metinides quien aparece como “El griego”: “Está inspirado en él, un muy buen porcentaje en la realidad y otro es invento mío. Lo conocí en 2007, JM Servín me llevó a conocerlo, fue una velada increíble. Metinides es un tipo muy amable, con una memoria prodigiosa, sacaba sus fotos y se acordaba qué había pasado exactamente, te contaba la película. Sigue obsesionado con los noticieros, los graba, tiene un archivo de noticias, su colección de carritos de bomberos, de ranas, y es como un niño, por eso le decían así, tiene una mirada inteligente pero muy pícara, es “el niño” Metinides. Después de la visita, cuando fui armando la novela, me di cuenta que Casasola, al no conocer ese mundo, necesitaba un Virgilio aunque le puse dos, Verduzco y El griego. Admiro a Metinides, un extraordinario fotógrafo que hizo arte sin proponérselo”.

En uno de los capítulos de la novela aparece una frase de Ernesto Sábato: Tras leer las mentiras de los políticos en los periódicos, nos encontramos con la verdad en las páginas policiacas. ¿En qué medida la nota roja define el perfil de la sociedad que la crea y la consume?, le pregunto a Bernardo: “La nota roja dice mucho del país en el que vivimos, de la sociedad y sus pulsiones violentas, de cómo vivimos la tragedia y la enfrentamos. Para empezar, con ironía y humor negro. No es casualidad ni un gancho para vender, la nota roja cumple una cuestión de testimonio social importante para mostrar el lado oscuro de la sociedad y también como una válvula de escape en un país tan violento, plagado de crímenes atroces, tragedias, la mayoría causadas por negligencia de nuestros políticos. La nota roja te permite distanciarte de un hecho atroz y verlo con cierto sentido del humor, ‘no soy yo, fue otro, pero me puedo reír de eso’, suena crudo, pero esas son sus reglas”.

La génesis de Casasola está en La octava plaga. Un buen pretexto para iniciar por el principio y leer toda la saga de corrido.

Bernardo Esquinca, La octava plaga, Almadía, 2017.

*En Carne de ataúd aparece Eugenio Casasola, reporter de El Imparcial y pariente del Casasola de nuestro presente.

Fotografía del autor: Eduardo Loza.