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LAIA JUFRESA

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¿Cuáles son las rutinas del escritor? ¿Qué hace antes de sentarse a escribir? ¿Qué hace mientras escribe? Para conocer estas respuestas acerca de la creación literaria, presentamos Los 7 hábitos de los escritores altamente efectivos, breve listado de costumbres, acciones y manías.

La escritora mexicana Laia Jufresa comparte sus siete hábitos:

1. PRENDER VELAS. No sé por qué, no sé a quién, pero cuando escribo en casa prendo siempre una vela. Tal vez porque escribir es, a la par, dar todo lo que uno tiene y pedir de más.

2. BLOQUEAR EL INTERNET. Esto es vital y hay muchos programas para hacerlo, pero yo no siempre lo logro, así que de plano trato de ir a trabajar a bibliotecas o cafés o bancas en el parque sin WIFI. (Y tengo un celular sin datos móviles).

3. RECONOCER EL MIEDO. Se hace así: cuando estás en medio de un proyecto y llevas días atorado (días en que sólo estás viendo internet, “haciendo investigación”, o corrigiendo lo que llevas escrito en vez de avanzar), generalmente es algún miedo metiéndote la pata. Así que sacas una hoja y una pluma y escribes, sin parar, todo (¡todo, aunque sea de lo más irracional!) lo que te da miedo de este proyecto. Es como caldo de pollo para el alma escribana, o como se llame. Pero funciona.

4. CUOTAS. En épocas de estar generando un primer borrador, me impongo un número de palabras por día. En épocas de re escritura, me impongo un número de horas por día. La diferencia es clave porque, al menos para mí, estar cuatro horas inventando algo nuevo sería imposible. En cambio a la hora de reescribir puedo estar ocho. El chiste es tener una meta clara y realista, y no irse a la cama sin haberlo logrado.

5. MOVERSE. Sí, hay que sentarse a escribir, pero también hay que levantarse. Hay ideas que sólo vienen del movimiento, del cuerpo y de las pausas. Los libros, al menos los míos, se escriben tanto en el papel como en las caminatas.

6. DAR A LEER Y LEER EN VOZ ALTA. Darle a leer, primero, a gente que nomás me echa porras (mamá, tías) y me contesta las preguntas. (Lo importante es: ¿entendieron todo? Si no, lo más probable es que no fui clara). El siguiente borrador se lo doy a escritores amigos. (Lo importante es encontrar gente muy crítica pero muy de confianza). Pero también trato de leerle de vez en cuando -a quien sea- algo en voz alta, es algo que extraño de los talleres y que siempre funciona: poco importa qué dirá quien me escucha, sé que las partes que me dieron vergüenza leer son las que debo quitar o trabajar.

7. ESCRIBIR. Es obvio pero a todos se nos olvida a ratos: la verdad es que al final del día -con o sin velas, miedos, lectores, duchados o en pijama- el único hábito que importa es escribir, re-escribir, y volver a empezar.

Laia Jufresa creció en el bosque de la niebla de Veracruz y pasó su adolescencia en París. Cuando a los 18 años se mudó a la Ciudad de México, descubrió que no sabía cruzar la calle. Desde entonces, escribe narrativa. Es autora de la novela Umami y el libro de cuentos El esquinistaUmami se ha traducido a seis idiomas, fue galardonada como la mejor novela en español en el Festival de primeras novelas de Chambéry, Francia y recibió el premio PEN Translates Award.

Fotografía de Claudia Leal.

LA LITERATURA ES LO QUE NO SUENA A LITERATURA SINO A VERDAD

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a primera vez que entrevisté a Javier Cercas fue en la Feria del Libro de Guadalajara cuando vino a presentar Las leyes de la frontera, en noviembre de 2013. Esa ocasión Javier tenía pocas horas de haber llegado desde España y el jet-lag le causaba ciertos estragos. Recuerdo que antes de comenzar, me dijo que qué prefería, si respuestas largas o respuestas cortas. Le pedí un punto medio porque él tenía que cumplir con más entrevistas y sólo disponíamos de media hora. Sin embargo, fiel a su pasión por la literatura, Javier se decantó por una combinación entre velocidad y fondo, y a pesar de la premura y de su cansancio respondió a todas las preguntas que le hice. Dos años después nos encontramos en la Ciudad de México, en un ambiente más cómodo y menos apresurado, para hablar de El impostor. Como dicen que la tercera es la vencida, creí que esta vez no podría platicar con él sobre El punto ciego y su última novela, El monarca de las sombras, pero gracias a los esfuerzos y a la buena voluntad del área de prensa de Penguin Random House fue posible hacerlo en una casa que guarda muchos recuerdos personales: en la sede de la Fundación para las Letras Mexicanas (FLM), a la que el autor de Soldados de Salamina fue invitado para impartir tres charlas. La única condición era que disponía de veinte minutos: en su agenda, como es costumbre, quedaba un compromiso más por cumplir en un estudio de radio o televisión.

Como preámbulo de la entrevista, presencié y grabé toda la charla, poco más de hora y media de preguntas y respuestas con ex becarios de la fundación que le preguntaron sobre sus libros y acerca de su experiencia como escritor. A manera de breve resumen, transcribo algunas de sus ideas y conceptos:

“Tuve muy poca relación con escritores y me hubiera venido muy bien, al menos para ahorrarme tiempo y no cometer determinados errores”.

“Me importa mucho la historia, me importa mucho la política pero lo que más me importa son las palabras. Un escritor es un tipo que piensa acertadamente que a través de la forma, de la estructura, de la batalla con las palabras, se puede llegar a lugares a donde no se puede llegar de ninguna manera”.

“Un escritor que no es formalista no es un escritor sino un escribano porque la literatura es forma y de alguna manera la forma es fondo”.

“El Quijote es una tontería: un señor que se vuelve loco leyendo libros de caballería; Madame Bovary es una tontería: una señora que lee novelas románticas; pero vienen Cervantes y Flaubert y las convierten en grandes historias a través de la forma”.

“El humor es la cosa más seria del mundo. El libro más gracioso que se ha escrito es el libro más serio que se ha escrito: el Quijote, increíblemente escrito por un español, aunque parece el libro de un inglés. Cuando Borges leyó el Quijote lo hizo primero en inglés, después lo leyó en español y la traducción le pareció excelente”.

“La expresión escritor valiente es un pleonasmo; escritor o escritora cobarde es un oxímoron, una contradicción de términos, como matrimonio feliz, más o menos”.

“Las verdades de las novelas son siempre ambiguas, poliédricas, complejas, contradictorias, esencialmente irónicas. Don Quijote está como una cabra pero es el hombre más cuerdo del mundo; es un personaje ridículo, grotesco, la gente se ríe de él pero al mismo tiempo es heroico, el rey de los hidalgos tristes; esas son las verdades de la novela. Las novelas no son claras, nítidas, taxativas, inequívocas, por eso los tiranos siempre han ido contra las novelas, las han proscrito; la ficción es un peligro”.

“La literatura es una invitación a rebelarse contra la realidad y a decirte que la realidad es más compleja de lo que tú crees, y a negar las verdades taxativas, inequívocas, las verdades que lo explican todo”.

“Las novelas no expresan opiniones, son conocimiento”.

Al concluir la charla, Javier firmó varias decenas de ejemplares. Luego se acomodó en un sillón y como si reviviéramos tiempos pasados, le di las gracias por el tiempo a sabiendas de que estaba un poco apurado, “un poquito”, contestó, y a que seguramente se encontraba cansado, “un poquito también”.

En El punto ciego dices que la verdadera literatura es aquella que no suena literatura. ¿Podrías ahondar un poco más en este concepto?

La literatura es lo que no suena a literatura. Lo que la gente considera literatura, palabras bonitas, no es literatura. La verdadera literatura es anti literatura; cuando aparece no es vista como literatura sino como algo distinto. Hay miles de ejemplos pero el más evidente en el ámbito de nuestra lengua, quizá el más revolucionario, es el de Garcilaso de la Vega: cuando imita a la música del italiano y hace un soneto en español. La gente de la época, los poetas de la época, dijeron ‘esto no es poesía, es prosa’. Y siempre es así. La literatura es lo que no suena a literatura sino a verdad. Cuando se publicó Soldados de Salamina, la gente pensó que era una crónica real porque no sonaba a literatura. Shakespeare, en su época, no era literatura. Cervantes no hubiera ganado el Premio Cervantes.

¿En qué momento comenzaste a crear tu concepto sobre lo que es una novela?

Explícitamente he tardado mucho, la prueba es que este libro es tardío [El punto ciego]. Este libro es el fruto de mi experiencia como escritor. Primero viene la práctica luego va la teoría, o sea los escritores no funcionamos a base de teorías previas; primero no tienes una idea de la novela y luego la aplicas, eso no es así, es lo contrario: primero escribes novelas que salen de una determinada manera, que son fruto de unas determinadas lecturas y luego, si llega el caso, y tienes conciencia de ello y puedes hacerlo, elaboras una teoría sobre la novela, como el caso de El punto ciego, pero esto ha sido para mi el fruto de la práctica como escritor.

En ese sentido, el novelista comprometido —comprometido la definición de El punto ciego— debe construirse su propia teoría sobre la novela?

No hacerlo explícitamente pero detrás de toda obra realmente valiosa hay una visión distinta de la novela. Esa idea sobre la novela se puede hacer explícita o no, puedes escribir un ensayo explicándolo o no, pero es evidente que Cervantes tenía una determinada idea de la novela, y de hecho está en el libro, no la escribió en un ensayo, está en el propio libro; es evidente que Joyce tenía una visión determinada de la novela, Flaubert tenía una visión determinada de la novela, que está en sus cartas, por cierto. No hay novelista que no tenga una visón peculiar, distinta y valiosa de la novela, no hay novelista sin teoría. Esto funciona así incluso entre los novelistas más anti intelectuales. Rulfo, el prototipo en México del novelista anti intelectual, y el gran novelista mexicano, sin duda tenía una visión de la novela.

Tomando el ejemplo de Vargas Llosa, a quien le dedicas un capítulo en El punto ciego, ¿crees que a lo largo de toda una obra el novelista está tratando de responder a una sola pregunta?

Esta tratando, probablemente, de responder a una sola pregunta fundamental. O mejor dicho de formularla de la manera más compleja posible. Sí, una o una serie, pero es posible que haya una en el corazón. En el caso de Vargas Llosa, en mi opinión, hay una a la que va dando vueltas, hay libros que no atañen a esa pregunta, pero hay una pregunta que es como el corazón palpitante de los problemas que plantea este hombre. Puede ser como el sol de una galaxia, entorno a ella puede haber diversos planetas, diversas preguntas complementarias aparentemente contradictorias, pero hay un corazón, hay algo nuclear que sólo se ve cuando esa obra ha concluido o está cerca de concluir.

¿Tú sabes cuál es la pregunta que tratas de responder?

Me temo que sí, pero no te la voy a decir, porque tendría que formularla de la manera más compleja posible y entonces dejaría de escribir. La pregunta que intento formular todavía la estoy formulando en los libros que escribo.

En El monarca de las sombras hay una distancia que se expresa mediante enunciados como “el padre de Javier Cercas…” o “la madre de Javier Cercas”. ¿A qué se debe esa distancia?

A que hay dos narradores que se alternan en el libro: uno es un historiador que reconstruye la historia de Manuel Mena, de su familia y del pueblo durante la guerra, y que lo hace con la mayor objetividad. Es un hombre que me he inventado, que se atiene a los documentos, a los hechos, que no puede inventar. Necesitaba este narrador alternado porque necesitaba poner distancia entre mí mismo y algo tan íntimo como la historia de mi familia. Ha sido un recurso fundamental para poder contar esta historia, tomar la distancia de un historiador que intenta a duras penas, desesperadamente, reconstruir el pasado. Y luego ese narrador se alterna con uno más próximo que se llama Javier Cercas y se parece mucho a mí, y que cuenta el propio proceso de hacerse la novela. La novela surge del diálogo entre ese historiador y Javier cercas. El diálogo entre esos dos narradores, entre el pasado y el presente, la historia y la leyenda, hace que surja realmente la novela.

“Hay que saber extraer cosas de los clásicos”, dices en El punto ciego, y en El monarca de las sombras haces una relectura de la Ilíada y de la Odisea

La verdadera originalidad está en la tradición. La verdadera originalidad se obtiene leyendo creativamente la tradición. Es algo que yo aprendí en Eliot, para mi un escritor muy importante, creo que es así, Borges también. Lo que no es tradición es plagio, esa frase de Eugenio D’ors, y en este libro hay una relectura de la épica, y en mis libros hay una relectura del pasado, en El impostor por ejemplo hay una relectura del Quijote, buscando lo nuevo en lo viejo, renovando lo viejo.

¿Quien quiere convertirse en novelista y no ha leído el Quijote está en serios problemas?

Él se lo pierde, es lo único que puedo decir. Se pierde de una novela divertidísima, inteligentísima, absolutamente innovadora, revolucionaria, fresca, además donde están prácticamente todas las novelas. Sí tiene un problema.

Además dices que la novela es un territorio inexplorado…

Lo que hace Cervantes es marcar el territorio pero ese territorio todavía está por explorar, nos da una libertad total. Lo que dice es que este es un género cuya única regla es que no hay reglas y entonces el territorio por explorar es infinito. No sé si estamos siguiendo el ejemplo de Cervantes, la orden es ‘hagan ustedes lo que quieran’, y creo que a veces somos un poco tímidos, un poco aprensivos, no nos lanzamos a buscar cosas, al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, como decía Baudelaire. Hay que hacerlo, es lo que dice Cervantes en el fondo, ‘vayan a explorar por ahí’. El Quijote es una novela de una libertad total y hay que recuperarla, eso es bueno.

Hay escritores que se sientan a escribir pensando que van a hacer una obra maestra…

Hay que plantearse el mejor libro que uno pueda escribir y ya está, no más. Hay que tener ambición de escribir lo mejor posible, pero si planteas escribir una obra maestra te puede salir una cosa muy rara, no sé qué significa eso.

Javier Cercas, El monarca de las sombras, Literatura Random House, 2017.            Javier Cercas, El punto ciego, Literatura Random House, 2016.

                                                                                                         

Fotografía del autor tomada de El País.

ANEXOS DE REHABILITACIÓN. LO MEJOR DE LO PEOR (segunda parte y última)

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Si no has leído la primera parte, puedes hacerlo en este enlace: http://metropolifixion.com/2017/06/02/anexos-de-rehabilitacion-lo-mejor-de-lo-peor-primera-parte/

IV. Lo mejor de lo peor

os locos eran un soplo de aire fresco en aquel muerterío. Hugo Merklin ni un solo minuto dejaba de repetir Pelota roja… Así chiquitos, pelota roja… sopa de papa, pelota roja… Así habló Zaratustra, pelota roja… pelota roja, pelota roja, pelota roja, pelota roja… ni dormido paraba de nombrar la mentada bola, siempre roja. Una vez le empecé a repetir Pelota azul, pelota, azul, pelota verde y otros colores, furioso me propinó un puñetazo con la fuerza de una coz; pese a su deteriorada condición, poseía una fuerza de gigante. A veces me abstraía pensando dónde o qué había desencadenado aquel trauma; si se le interrogaba por su edad, respondía que tenía veintidós años (quizá donde inició la locura), aunque aparentaba más de cuarenta. Él y “el presidente” eran los únicos de los dementes que no se bañaban; Merklin pocas veces utilizaba el inodoro, por lo regular se orinaba o defecaba sobre sí; tampoco se cambiaba de ropa; había que bañarlo cada mes, entre varios y a la fuerza (una vez permaneció sucio más de tres meses).

“El presidente”, flaco como una cuerda, era una especie de vagabundo; por entonces el mandatario del país era Vicente Fox, quien nuestro loco juraba ser. El otro es un doble que tengo chambeando. Al Fox que sale en la tele, yo le pago para eso. Yo soy el chido, decía con frecuencia. “El presidente” tendría entonces unos treinta y cinco años; siempre estaba alegre; destacaba su mordacidad, cosa que me agradaba. Luego estaba Astivia (su apellido), un anciano que encerraron por teporocho y por sufrir, aún sin estimulantes, constantes despegues de la realidad. Se parecía físicamente a la caricatura del abuelo de Popeye el marino, preguntaba cosas y se respondía él mismo, se reía solo y estaba convencido de que yo era su sobrino, siempre que se dirigía a mí me llamaba Toño; era dulce y noble, lejos del sarcasmo del “presi” y de la furia de Merklin; aunque confuso, aún vivía en este mundo. Una noche de enero, Astivia me despertó en la madrugada, me había llevado un sarape. Hace frijol, Toño, tápate bien mencionó; una vez me compartió una rabadilla y me traía tortillas o agua cada que él se paraba por más (yo hacía lo mismo). Le apreciaba e incluso llegué a sentirme su sobrino.

Al que más cariño le tomé fue al “comandante” Peñaloza. Tendría cincuenta y tantos años y rondaba el metro sesenta de altura. Su cabeza era grande y redonda, tenía calva de monje, su cara poseía rasgos de tortuga. Era gordo, moreno, tenía una enorme cicatriz en el pecho y podía observarse, bajo la piel cosida, un marcapasos. Siempre que alguien comenzaba a llorar o se ponía triste, él salía con su teatral Ja ja ja mira nada más, pobrecito, que a todos nos sacaba carcajadas. También hablaba solo, pero su voz, contrario a los cuchicheos de Astivia, era fuerte y clara, así que podíamos escuchar a detalle desde casi cualquier punto de la sala de juntas o del dormitorio, cruzando los Pelota roja de Merklin, sus frases incoherentes, que al eslabonarse unas con otras resultaban hilarantes.

Cuando nos despertaban en la mañana, él se desnudaba con rapidez y corría, toalla y jabón en mano, a formarse a la fila para la ducha. Como yo también me deslizaba con premura (para evitar la larga fila de hombres desnudos que parecía la de la cámara de gas de un campo de concentración) me lo encontraba con frecuencia. Forjamos amistad. Por lo regular hablaba de tacos, pozole, barbacoa, pancita, cola de res, sopa de médula, caldo de gallina, mariscos…, dando ubicaciones de puestos y negocios; pero a veces contaba aventuras alucinadas, donde ninjas, luchadores enmascarados, estrellas de cine, gogós, leones, gánsteres y perros que hablan se mezclaban a hechos de su vida pasada; a través de estas charlas supe que había sido taxista, incluso me enteré de que había vivido a dos colonias de donde yo nací.

Castigado, pasé un mes durmiendo junto a él. Era ganar la lotería comparado a tener que dormir con el tufo a mierda y el eterno estribillo de Merklin o con “el presidente” mentando madres y escupiendo en las cobijas, en las tarimas, en el piso (para incomodar, castigando al castigado). Peñaloza era respetuoso, incluso marcó sobre la tabla en que dormíamos una línea al medio, señalando el espacio que a cada quien le pertenecía. Antes de dormir, me contaba sus recuerdos envueltos en disparates: Una vez iba manejando mi bochotaxi allá por Obrero Mundial y se sumió el piso, y al carro le salieron piernas y cruzó caminando el hoyote, vestido de monja caliente. / Había una grúa poniendo el último piso de un edificio y apareció un dinosaurio verde, empezó a perseguir mi carro, entonces lo agarró con los dientes; tenía mucha baba y picos, así como bolillos, saliéndole de la espalda.

Había ocasiones en que lo encontraba triste, eran minutos que podían prolongarse por horas, lapsos en que la cordura se le acomodaba y se daba cuenta de que se había quedado rematadamente loco. Los ojos se le cristalizaban de tristura, volteaba a uno y otro lado como si estuviera perdido, se daba cuenta de su encierro, no podía creer que se encontrara allí; luego, cuando volvía a surtir el aire de carcajadas teatrales e incoherencias, sabíamos que su tormento había pasado. Lo recuerdo quitándose la camiseta en plena junta, poniéndosela sobre el hombro como franela de bolero, hablando de ejércitos de hormigas con casco y fusil de plástico, o yendo a mi silla o a mi camarote, pidiéndome un sin filtro o un dulce, Panyagua.

El niño que antes mencioné llegó a “la enfermería”, ya tenía amplia experiencia en el encierro, de sus dieciséis años, al menos tres los había pasado en anexos de rehabilitación más una corta estadía en el Tutelar #1. Me parecía aborrecible que hablara de su vida en las coladeras de la colonia Guerrero como si fuera del patio de la escuela, de sus andanzas en solvente y piedra en Garibaldi o la Morelos; me provocaba repulsión cómo describía con minuciosidad las enfermedades venéreas que había contraído tanto genital como rectalmente; me daba espanto que en unos meses iba a ser padre. Él, lo mismo que otro mozalbete (adicto a la mona) de quince años y otro de dieciocho (adicto al crack y las tachas) eran las concubinas del padrino encargado del anexo, a cambio de salidas por tacos o furtivas escapadas al cine, regalos y otras miserias que allí se consideran privilegios, los convirtió en sus chiquitines mimados, sus pequeños prostitutos.

Me hice amigo de O. Cuando sus hermanas hablaron para que fueran por él, el regocijo creció en la “clínica”. O era famoso, el pobre diablo había estado internado más de setenta veces en diferentes anexos y había logrado escapar en más de treinta ocasiones; lo esperaban con ansia porque se les había fugado la última vez. Cuando llegó, le negaron reposar los tres días de rigor en “la enfermería”, lo enfundaron en un vestido de mujer (igual que los nuevos lo hicimos en la Navidad), lo maquillaron, lo sentaron en una silla junto a la tribuna y allí estuvo hasta que los tres mandamás de aquel mísero negocio aparecieron. Se pitorrearon, lo humillaron, contaron su historia deformándola, adornándola con detalles punzantes y grotescos, torturándolo psicológicamente, le decían que mientras él estaba sentado en chanclas por otros tres meses de su vida, al mismo tiempo, ellos abajo (en la oficina) se cogían a sus hermanas, a su exesposa. Le recordaban que su padre había muerto mientras él estaba encerrado otra vez, que su esposa parió mientras estaba encerrado una vez más, que lo engañó con su primo y su vecino cuando estuvo encerrado como siempre. Hicieron su show (como cada que caía algún reincidente), parecían los pendejos de Guerra de chistes haciendo escarnio de un indefenso, derrotado, fracasado, como todos los que allí albergábamos.

Era comprensible la historia de O. Su madre y sus hermanas poseían como negocio un anexo de rehabilitación, habían hecho de su mismo hogar una guarida para crudos, un vil hospital de irremediables, compartiendo cuartos, baño y mesa con los internos. Él era adicto a la piedra desde los quince años, y desde los dieciséis comenzó a ser encerrado, primero en su propia casa, en calidad de paciente, hasta que luego de varios encierros consecutivos y el trato preferencial que recibía, comenzaron a internarlo en otros. Cada que se le ocurría fumar de nuevo, lo volvían a encerrar. Era un caso triste, su vida había comenzado en una prisión de AA y se había perpetuado en otras prisiones de la misma marca.

Por los días en que realizaba mi servicio como “enfermero” llegó mi verdadero némesis. Dieron la alarma para ir por un “doceavo” (termino mal aplicado para justificar el ir a apresar a otro toxicómano). Cuando supieron de quién se trataba crearon una comitiva de diez sujetos para aprehenderlo; las comitivas por lo regular eran de cuatro, máximo cinco. Vamos por tu hermano, alistale una cama me ordenó sarcástico el padrino X. Horas después trajeron a Paniagua, y comprendí que cuando fue por mí una comitiva tan grande, era a él a quien pensaban agarrar. Era famoso en el anexo, había estado encerrado allí en seis ocasiones; la leyenda que le precedía era la de un perro rabioso, un retorcido golpeador, un cabrón en toda la extensión de la palabra. Cuando llegó nos desilusionamos un poco, aquel boxeador que alguna vez ganó los “guantes de oro” y que los acabó perdiendo a cambio de cuatro gramos de piedra, aquel asaltabancos que apareció durante muchos años en los carteles de “Se busca”, estaba reducido a un teporocho, un indigente.

Lo que me dijeron de que le preparara una cama no lo creí, pensaba que en cuanto llegara, igual que O que G y que Q, sería humillado y castigado frente a todos en la sala de juntas, que sería bañado con una cubeta con su propio vomito como hicieron con R, que permanecería de pie al menos veinticuatro horas, pero curiosamente le respetaron. Le tenían miedo a pesar que estaba roto, y él sabía de memoria cómo funcionaba el anexo y lo que tenía qué hacer. Obedecía en todo, nunca hablaba si no se lo pedían. Los padrinos le trataban como si fuese un familiar suyo, un camarada de francachelas.

V. Resiliencia

Los que terminábamos el arraigo de tres meses, si había petición por parte de la familia, nos quedábamos viviendo en el lugar dos o tres meses más. Podíamos pagar allí mismo por una comida corrida más o menos decente que no incluía papas ni “caldo de oso” o encargar, a quien salía a la calle, una garnacha o unos tacos; amén que uno ya podía usar tenis y ya no dormía en el dormitorio general sino sobre un colchoneta y podía bañarse en soledad hasta por cinco minutos; ya no teníamos obligación de asistir más que a una junta al día y a un servicio de medio internamiento, como ir en comitiva a pedir productos regalados a la Central de abastos o a repartir volantes para promocionar la “clínica”. Habíamos construido unas pesas con varillas y botes rellenos con cemento, así que los que estábamos como preventivos nos pusimos a realizar ejercicio, también utilizábamos los barrotes de la azotea que teníamos por cielo para hacer barra. Paniagua, que entonces ya fungía como “jefe de guardias”, rápido se nos unió, su facilidad para realizar repeticiones era impresionante; pronto, su disminuido cuerpo comenzó a inflarse, los músculos brotaron y él, con la espalda recta y la cabeza ya no agachada sino elevada con orgullo, parecía haber crecido medio metro.

Al cuarto mes me dejaron salir del anexo, por fin salí a la calle; me puse a tocar los árboles que desde las rejas me parecía imposibles e irónicos, me coloqué en el sol durante varios minutos, veía a la gente caminar, podía sentir el viento. Fue una dicha que no se parece a nada de lo que antes había experimentado, pero mi prisión aún no había terminado. Al siguiente día conseguí trabajo en la librería El Parnaso, en Coyoacán, trabajé de librero quince días, con mucho entusiasmo, pero al momento que me pagaron, la obsesión por fumar una dosis creció hasta ser incontrolable y nada más pudo ocupar mis pensamientos, dinero en mano tomé un taxi y me fui a comprar crack y caña, anduve unos días escondido en un fumadero hasta que dieron conmigo, mi madre sospechaba la ubicación del punto y llegaron por mí.

No pasé por “la enfermería”, me subieron directo a la sala e hicieron su show con mi persona. Me enteré por medio del “terapias” que le habían hecho creer a mi madre que yo había pedido volver a estar en calidad de interno, así que firmó los documentos correspondientes. De entrada estuve de pie por cuarenta horas, creí que las venas en cualquier momento me estallarían, tuve los pies hinchados casi una semana. Me sentenciaron a sesenta azotes de los cuales me soltaron treinta y me aplicaron por un mes la ley del hielo, aquel que se atreviera a hablarme dormiría con Merklin, como sucedió con P y con L (fue el mes que dormí con Peñaloza). Mas no tenía prohibido el uso de tribuna, y desde ella traté de defenderme de aquel trato inhumano; había aprendido de memoria los dos libros que nos servían de base, y con sus mismos pasos y tradiciones levanté mi defensa, pero resultó contraproducente, los anexos no están diseñados para rehabilitar adictos sino para mantenerlos en un eterno círculo de culpa, recaída y castigo.

Paniagua, ante mis protestas, me advirtió que me callara. Ya había presenciado cómo había noqueado a dos de un solo recto, cómo mandó de un uppercut a F al hospital, cómo a JC le había soltado dos puñetazos en la cara dejándole dos boquetes sangrantes en el rostro (los golpes los realizó sosteniendo una llaves, con la punta dentada saliendo de sus nudillos). Su siguiente tribuna me la dedicó entera, se burló de mi oficio, decía ¡Qué va a ser escritor ese pendejo!, ni libros vaqueros podría escribir, ni una carta a su puta madre le ha de salir bien. Mírenlo, es un mojón con ojos y orejas de tubo. Así pasó media hora, tildándome de loco, de pobre diablo, de pendejo y ridículo, poniéndome como el ejemplo de quien no haría nada de su vida.

Mi siguiente tribuna la dediqué a exponer cómo es que funcionan “los pasos” y cómo los habían deformado para beneficio personal de las autoridades del anexo; también abordé lo que era ganarse el respeto por admiración y lo que era confundir ganarlo infundiendo temor; con eso me gané una madriza, mi tocayo de apellido me miró con furia y me embistió, me propinó un recto de derecha que interceptó Astivia con su pecho, el cual cayó sentado de nalgas, mas volvió a ponerse en pie para interponerse entre mi persona y el explosivo iracundo. ¡No te metas pinche viejo loco! le dijo Paniagua. ¡Es mi sobrino, güey! contestó Astivia, un momento después cayó de nuevo, fulminado de un cabezazo; entonces Paniagua me tiró tres japs que me cerraron un ojo y un cross que me reventó la boca. Fui obligado a decirle a mis familiares, durante mi visita, que me había caído en las escaleras por subirlas corriendo cuando las estaban limpiando.

Aparte de golpeado, el castigado fui yo, me “pescadearon” una hora y me obligaron a llevar una mordaza que Paniagua apretó con odio; los padrinos, preocupados de que ventilara el mal manejo del programa, los abusos y demás, fueron los que dieron la orden, habían dicho dos meses pero fueron trece días en que sólo pude retirarme la mordaza para comer y lavarme los dientes. Cuando por fin tuve permitido volver a hablar, a excepción de los locos, nadie platicaba conmigo, temían ganar la animadversión de los padrinos. El uso de la tribuna me fue reducido de una vez al día a una vez por semana. Mi cabeza era un hervidero, no podía acceder a la catarsis y el único desfogue que podía procurarme eran los minutos que lograba robarle al terapeuta que llegaba a darnos una clase de dos horas diarias; él fue la única persona que se preocupó en ese lugar por mí y por muchos otros, y por nuestra recuperación.

VI. Nunca vuelvas

Nada allí era atractivo ni daba la menor muestra de recuperación; los que ya no consumían seguían vestidos con las peores garras de la paca, obsesionados con sus consumos pasados y con la recaída, viviendo con temor, hablando una y otra vez de droga y de problemas económicos y familiares, del yoyoyoyoyo. Cumplí mi segundo trimestre en chanclas, mas no fui liberado; tuvo que pasar casi otro mes. Le decían a mi madre que estaban poniendo a prueba mi tolerancia. Un día me anunciaron que saldría al siguiente, pero esto ya había sucedido en un par de ocasiones, así que no creí nada; empecé a convencerme de que era verdad cuando el padrino al mando del lugar me dijo que me despidiera. Sólo me despedí de O, de L, de Astivia y de Peñaloza; éste último, cuando le comuniqué que me iría al día siguiente, se puso serio; le pregunté qué quería que le llevara de la calle, me dijo que tacos de carnitas, pero su seriedad arreció. Al día siguiente, cuando algunos se acercaron a desearme buena suerte y un No vuelvas, vi a Peñaloza acostado en su camarote, fui a despedirme pero no me quiso hablar, estaba enojado. Salí a la calle, compré cuatro tacos de surtida y se los llevé a mi amigo, a Astivia le regalé una chamarra, veinte pesos y un Te quiero tío, luego salí para nunca más volver.

Años después, supe que a Merklin, una vez que miembros de la “clínica” fueron a compartir sus experiencias a un grupo de 4to y 5to paso, lo bajaron del carro y lo abandonaron en un parque de la colonia Doctores; también me enteré que Peñaloza murió unos años después, me dijeron que se deprimió y nadie supo el porqué, aunque yo sabía que había vuelto la cordura a morderle el alma, amaneció un día el anexo sin sus risas y sus disparates, un ataque al corazón se lo llevó mientras dormía. A Astivia, luego de dos años encerrado, su familia decidió llevárselo de nuevo a casa. Al padrino pederasta lo obligaron a limpiar sus nefandos crímenes purgando un mes en chanclas allí mismo, siguió operando varios años como director del anexo hasta que fundó el propio; esto lo supe por el terapeuta, que murió el año pasado consumido por una bronquitis que mudó a neumonía. A Paniagua lo vi hace como ocho años en El Carmen, en el Centro; sus músculos habían desparecido y su orgullo y egocentrismo estaban cubiertos por unas ropas remendadas y llenas de mugre, y aquel que tuvo fuerzas para robar bancos y llevar a la lona a profesionales del pugilismo, que había cortado a cuchillo las mejillas de su exesposa en un ataque de celos, que había esquivado, tirado y cachado balas, que se metió solito las tripas luego de que le asestaran nueve puñaladas, el mismo que se hinchó ante mis ojos como un globo de músculos, ahora no tenía fuerzas ni para robar una cartera, ni siquiera unas papas de la tienda. Pasó junto a mí. Regálame un varito, güero mendigó sin reconocerme. Pelota roja respondí y, dándole la espalda, me perdí entre la muchedumbre.

LUIS FELIPE LOMELÍ

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21¿Cuáles son las rutinas del escritor? ¿Qué hace antes de sentarse a escribir? ¿Qué hace mientras escribe? Para conocer estas respuestas acerca de la creación literaria, presentamos Los 7 hábitos de los escritores altamente efectivos, breve listado de costumbres, acciones y manías.

El escritor mexicano Luis Felipe Lomelí comparte los suyos:

“7 hábitos del escritor altamente acomodaticio”.

1. Si te conviene y puedes darte el lujo de tener hábitos, tenlos; sino, acóplate.

2. Si tienes algo que escribir, escríbelo; si no tienes nada que escribir y te late hacer ejercicios, hazlos (a veces quedan mejor que lo que uno “quiere escribir”); si no, pos no (ya si se “atrofia o adormece la vena narrativa”, ya despertará; si no despierta, nadie se muere por no escribir).

3. Puedes empezar a escribir sabiendo a dónde quieres llegar. O empezar a escribir a ver qué sale. Lo primero implica pasar harto tiempo pensando, escribiendo sin escribir, y trae la dificultad de que luego el texto “se va para otro lado”. Lo segundo es más lúdico pero normalmente implica escribir todo de vuelta después de escribir, ya que descubriste a dónde diablos llegaste.

4. Si no te gusta leer mientras escribes –para no “influenciar tu voz con otras voces”- no lo hagas. Si sí te gusta, hazlo. Para cualquiera de las dos opciones habrá todo un aparato crítico que te respalde.

5. Si te gusta escribir “para ti mismo”, hazlo. Si sólo escribes lo que va a vender o ya tienes pre-vendido, qué bien. En el primer caso, difícilmente recibirás algo de varo; en el segundo tal vez algún día, cuando te acuerdes de por qué empezaste a escribir, te deprimas. Ninguna de las consecuencias es grave.

6. Si te gusta leer novedades y escribir lo que está de moda, qué maravilla. Si prefieres a los clásicos y rechazas leer cualquier libro publicado en este siglo, también. Las consecuencias son similares al punto anterior.

7. Si quieres hacerte amiguito de tus colegas, hazlo. Si quieres autoerigirte como el Pepe Grillo de tu generación, también. En cualquier caso, alguien te acusará de pertenecer a una mafia.

Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, Jalisco, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha sido becario de diversas instituciones: ITESM, Organización de Estados Americanos, Centro de Escritores de Monterrey, FOECA de Jalisco, Jóvenes Creadores del Fonca, Fundación para las Letras Mexicanas y del CONACyT. Miembro del SNCA del Fonca desde 2012. Premio Nacional San Luis Potosí 2001 por Todos santos de California. Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés por El Cielo de Neuquén. Sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: “El emigrante” —¿Olvida usted algo? —Ojalá. (Fuente: Sinembargo y Literatura INBA)

UN MUERTO, UN PUENTE, UN RÍO

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stás sentada en la cabina del avión rumbo a Nanjing”. Así comienza la historia de Estela. Su marido viaja en el maletero, dentro de un ataúd. Lo lleva de regreso a su ciudad natal. Es la primera vez que ella viaja a Nanjing; conocerá la tierra de Xao Xing, el muerto, y a su familia política.

Si el trabajo es un remedio para olvidarse del dolor y la pena, Estela aprovechará el viaje para escribir una crónica de viaje como otras que ha escrito antes y por las que le pagan. Al recorrer Nanjing, Estela se dará cuenta que el mundo no se detiene, como lo cuenta Borges en El Aleph cuando el narrador advierte que en las carteleras de la Plaza Constitución han cambiado los avisos: comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

De eso se trata Cuando Nanjing suspira, novela de la escritora luso-boliviana Cristina Zabalaga (1980). La entrevista se lleva a cabo en el jardín del Hotel Pug Seal, en Polanco, sentados en una de esas mesas ideales para desayunar jugo de naranja y frutas tropicales. Pasan de las doce del día, el calor pega fuerte pero Cristina parece inmune a las condiciones del clima. De hecho, en cuanto termine la entrevista, irá a la librería más cercana para comprar libros de escritores mexicanos.

Cristina, la novela está escrita en segunda persona, una voz inusual, poco común. A lo largo de la novela Estela parece vivir en piloto automático, debido a la muerte de su esposo. ¿La segunda persona es la mejor voz para contar una historia de duelo?

Tengo que empezar diciendo que esta novela tiene diez borradores. En el cuarto me di cuenta que algo que le faltaba y no sabía qué, le daba vueltas y cuando leí un cuento de Junot Díaz, contado en segunda persona, me di cuenta que esa era la voz que necesitaba, así que lo cambié todo y seguí trabajando. Es muy arriesgado usar la segunda persona; no lo hubiese hecho si no fuera para esta historia en particular, porque es más íntima, más cercana, pero mucho más difícil de manejar. Sonaba bien, era lo apropiado, hacía fluir la historia, movía el engranaje.

¿Las nueve versiones que mencionas estaban escritas en tercera persona?

Sí, las primeras cuatro versiones estaban escritas en tercera persona, había diálogos y monólogos en primera. Antes de empezar a escribir, la fase previa, le dedico mucho tiempo a investigar y leer, podía seguir y seguir pero me interesaba que esta historia en particular fuera muy contenida, que fuera corta, técnicamente transcurre en once días y se acaba, aunque no necesariamente todos los interrogantes que se plantean al inicio se responden para dejar que el lector los resuelva según sus propias experiencias.

Como te dije antes, Estela parece vivir este viaje en piloto automático…

Hay dos componentes: la historia es casi una guía de viajes. Quería explorar la sensación de mirar una ciudad a través de una ventana porque uno no entiende la cultura ni muchas cosas que ahí pasan. Además, ella está muy cansada y muy triste también, toma comprimidos para dormir, y al mismo tiempo se enfrenta a una cultura nueva. Cuando uno viaja, o al conocer a una persona de otra cultura, pasa eso. Quería explorar la idea de extrañeza del protagonista consigo mismo, como si se viera desde lejos, trabajar la idea del duelo desde ese punto de vista. Me interesaba contar qué pasa cuando dos culturas se encuentran desde algo tan básico como que Estela no se puede comunicar con su suegra porque ninguna de las dos habla un lengua común. Exponer a Estela de manera tan directa y brutal era una forma como podía salir de la tristeza, alcanzar el punto más bajo y de ahí empezar a mejorar y sanar estas heridas.

Estela nunca viajó con su marido a Nanjing y ahora le toca caminar sola por sus calles…

Es como si ella se reencontrara con su marido al viajar a Nanjin. Es brutal llevar su cuerpo pero quería que ella fuera a la ciudad donde vivió Xao Xing para darse cuenta que nunca le preguntó si había sido feliz al vivir allá. ¿Qué pasaba si los papales se invertían?: ella en un lugar que no es suyo y donde su marido se materializa no sólo en la ciudad sino en el puente, en el río, que también son personajes

 Resulta irónico que Estela lleve el cuerpo de su marido a una ciudad donde la gente se suicida en el puente sobre el río Yangtsé…

Sabía que esta novela tenía que estar basada en Nanjing porque uno de los puentes sobre el río Yangtsé posee el índice de suicidios más altos del mundo, tema tabú en todo el mundo, pero más en China. En 2014 me fui a vivir a Washington y hay muchas personas que vienen de Nanjing y pude sentarme con ellos a platicar, para entender su cultura. Por eso me interesaba que Estela lo viera todo desde fuera, alguien que estará poco tiempo y luego se irá. Estas personas a las que entrevisté negaban los suicidios en el puente.

A pesar de lo difícil del viaje, Estela lo aprovecha para trabajar y escribir una crónica de viaje…

Me interesaba darle a Estela la oportunidad de recomenzar, y la única manera de hacerlo era seguir viviendo por medio del viaje y de la escritura. Era un aspecto más positivo dentro de la negatividad del tema. También me interesaba, como dije antes, aproximarme a esta ciudad a través de una guía de viajes no convencional para saber qué entiende una persona que está poco tiempo en un lugar, qué pasa cuando uno viaja o cuando uno se enfoca en un detalle, ya sea algo tan terrible como un suicidio o algo banal como los zapatos en Budapest.

Jin Wu es una especie de Virgilio que conduce a Estela a todos los rincones de Nanjing…

Es un personaje muy positivo y lo necesitaba para que no fuera todo tan terrible. Es la positividad que Estela necesita para rehacerse, recomenzar, seguir. En ese sentido Nanjing tiene una particularidad: ellos ven así mismos diferentes que la gente del norte o del sur de China, son personas sencillas, de trato fácil, aire ligero. Yin Wu era perfecto por eso, además de que es el puente, la traductora, la guía de viaje.

¿Te gustan Los Beatles? En la novela hay varias referencias a sus canciones…

Son las canciones que escuchaba mi mamá y mi papá. Y aparecen esas referencias porque necesitaba construir un vínculo entre Estela y su mamá, es para conectar a ambas generaciones.

¿Estuviste en Nanjing para poder escribir esta novela?

No, pero me di cuenta que no era necesario. Me ayudó mucho hablar con las personas, y así entendí cómo funciona, cómo es en verano, en invierno.

La entrevista termina luego de tomar algunas fotografías de Cristina con su libro. Se tomará un descanso antes de ir de compras a la librería. Horas después, por medio de su cuenta de Twitter, me entero que ha comprado libros de cuatro escritores mexicanos: Liliana Blum, Fernanda Melchor, Bernardo Esquinca y Enrique Serna.

Cristina Zabalaga, Cuando Nanjing suspira. Lumen