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FLECHA ROJA: LA MISTERIOSA MUERTE DE SONNY LISTON

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Esta crónica se publicó originalmente en la revista Esquina Boxeo, en junio de 2013, publicación de La Dulce Ciencia Ediciones. Si quieres ver todos los números, entra en www.dulceciencia.com.

Traducción de Mauricio Salvador

“You should remember that you were born to die.” Blind Willie McTell

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as Vegas, Nevada, 1970. Su vida fue un incendio mortal; sus días leña seca. Una pequeña chispa aquí o allá -la ceniza de un cigarrillo, quizá- y toda la desvencijada pocilga ardería en llamas. Uno podría arrojar toda la arena que quisiera sobre ella, bañarla con el océano Atlántico entero -pero nada iba a detener semejante conflagración.

Bajo el quebradizo sol de Las Vegas -a punto de insolación- Charles Sonny Liston, ex campeón mundial de los pesos pesados, vagaba de un lúgubre cuarto a otro. Viajaba a través de un peligroso inframundo, uno que se encontraba a dos décadas de convertirse en la trampa para turistas donde extravagantes réplicas de las pirámides de Egipto y la Estatua de la Libertad salpicaban el paisaje. No, durante esos últimos años perdidos de Sonny Liston, la franja de Las Vegas aún la dominaban los llamativos anuncios de neón y los espectaculares anunciando el nombre de hoteles ya extintos, cabarets y casinos: Las Dunas, El Ave Fénix, La Hacienda, El Flamingo. Y detrás de esa ordinaria fachada había una ciudad abierta para lo infame y lo sucio. He aquí que Sonny Liston estaba en su elemento.

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Tras sus dos inexplicables actuaciones en contra de Cassius Clay/Muhammad Alí -peleas que impactaron e indignaron a algo más que el mundo deportivo- un deshonrado Liston se mudó a Las Vegas en 1966 con su esposa, Geraldine, y se embarcó en un lejano regreso al boxeo que comenzó en Estocolmo, Suecia. Su tour de preparación alcanzó una docena de victorias antes de volver a La Franja. Entonces, en su segunda pelea en La Ciudad del Pecado el principio del fin por fin se le vino encima. En diciembre de 1969, apenas un año después de comenzar su regreso hacia los rankings de la división de los pesados, Liston fue brutalmente noqueado por su antiguo compañero de sparring Leotis Martin en una pelea transmitida en vivo por ABC. Un penetrante volado de derecha mandó a Liston bocabajo hacia la lona -y hacia la tierra de sombras del bajo Las Vegas. Aunque tuvo una pelea más -un sangriento nocaut técnico sobre un valiente Chuck Wepner en 1970- Liston se encontraba ya en un submundo tan a ras de suelo como cualquier otro en el país.

Liston -el corpulento ex rompehuelgas con un jab como pistón y un gancho izquierdo tan pesado como una grúa- se encontraba suelto en una ciudad dominada por listillos, estafadores y mala suerte. Sin más grandes pagas -esas pagas que creativos contadores de la mafia lograban cortar en pedazos del tamaño de un cuarto de dólar-, Liston se encontró con problemas de efectivo y un raído currículo. A diferencia de su amigo e ídolo, Joe Louis, que se ganaba bien la vida como anfitrión, Liston era en público hosco y de pocas palabras. No tenía las aptitudes para un trabajo cómodo en el negocio del entretenimiento de Las Vegas. Así que se lanzó a las polvorientas calles y regresó a sus orígenes. Entre sus pasatiempo en Las Vegas estaban las cartas, las prostitutas, los dados, el vodka, la marihuana y la cocaína. De vez en cuando Liston hacía algún cameo en una película o programa de televisión –Love, American Style, por ejemplo- o hacía de guardaespaldas de Doris Day y Red Foxx. ¿La descripción de algunos de sus otros trabajos? Piensen en tráfico de drogas y golpeador. Pero esta cruda atmósfera no era nada nuevo para Liston. A pesar de haber ganado fama como campeón mundial de los pesados Liston apenas conocía algo además de la pobreza y la violencia.

“Puedo entender las razones de mis defectos,” dijo Liston alguna vez. “Cuando era un niño no tenía nada excepto un montón de hermanos y hermanas, una madre desamparada y un padre a quien no le importaba ninguno de nosotros. Crecimos como bárbaros. Con dificultad teníamos la suficiente comida para no morir de hambre; no teníamos zapatos, algo de ropa y nadie que pudiera ayudarnos a escapar de la horrible vida que vivíamos.” Uno de los 25 hijos de un violento granjero, Sonny Liston -quien nunca supo su fecha exacta de nacimiento pero que fijó la del 8 de mayo de 1932 por razones burocráticas- fue criado en una desvencijada cabaña en Arkansas durante los años de la Gran Depresión. Obligado a abandonar la escuela cuando fue lo suficientemente grande como para trabajar en el campo al lado de su padre, Liston permaneció como un analfabeta el resto de su vida. En la adolescencia huyó a San Louis en busca de su madre. Ahí Liston se convirtió en ladrón e intimidador, dueño de una floreciente hoja de antecedentes criminales pero también de poca esperanza para algo más. Llamado “Negro no. 1” por la policía local Liston fue finalmente arrestado por robo en 1950 y encarcelado en la Penitenciaría de Missouri. En “Jeff City,” una de las prisiones más peligrosas de Estados Unidos, fue donde aprendió a boxear.

En 1953 Liston se convirtió en profesional y tras una docena de peleas terminó bajo el control de El Sindicato. Al principio fue la combinación del medio oeste comandada por John Vitale. Después fue la poderosa organización de la costa del este, donde la subdivisión de las peleas era liderada por el antiguo miembro de los Lucchese, Frankie Carbo y su compinche de ojos saltones Blinky Palermo. Liston permanecería atado a la mafia -y a las humillaciones producto de semejantes conexiones- por el resto de su vida. Incluso después de convertirse en campeón de los pesados Liston viviría en un perpetuo torbellino de vagonetas de policía, martillos de jueces, despiadados titulares y cacerías por parte de numerosas comisiones estatales.

A finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, tras limpiar por completo la división de los pesados, Liston saltó de las páginas deportivas y se convirtió en una pesadilla nacional en forma de editoriales de opinión. Para un Estados Unidos tenso, Liston era una potencial y letal combinación de Stagger Lee, Jack Johnson, Nat Turner y Leadbelly. Liston fue el primer campeón africoamericano problemático de la Era de los derechos Civiles, un hombre cuyo silencioso desprecio y desagradable historial perturbaba tanto al Establishment como a los desposeídos. Ni siquiera la NAACP (la Asociación para el Avance de la Gente de Color) quería que peleara con Paterson por el título. Era como si Liston -por la sola fuerza de su furia inarticulada- pudiera de alguna manera poner freno a los Freedom Raiders, Martin Luther King Jr. y James Meredith. No George Wallace o Ross Barnett o el Ku Klux Klan… el principal contendiente al mayor título del deporte profesional era la amenaza para el progreso. Sonny Liston, parece, nunca dejó ser el “Negro núm. 1”.

Uno de los pesos pesados más temidos de la historia, Liston fue evadido durante años por Floyd Patterson, cuyo manager, Cus D’Amato, usó la camarilla siniestra que lo apoyaba como una cortina de humo para evitar la inminente ruina, física y mental, de su frágil campeón. Cuando Liston finalmente obtuvo su oportunidad para el título en 1962, noqueó a Patterson en menos de un round como si fuera un pino de boliche para así iniciar el reinado más impopular desde los días de Jack Johnson. Un año después Liston repetió su actuación tirando tres veces a Patterson y dejándolo bizco en tan solo 129 segundos. Después vino la debacle en sus enfrentamientos contra Cassius Clay/Muhammad Alí, y entonces Liston se convirtió en un paria continental. Sin embargo, en Las Vegas, donde la infame “Lista de Personas Exlcuidas” estaba en circulación desde 1960, incluso Liston, que arrastraba detrás suyo una sombra tan larga como la Ruta 66, fue bienvenido.

Cinco años y medio después de responder a la campana como uno de los hombres más famosos de Estados Unidos, sin embargo, Liston, de una edad de entre 38 y 42 años, estaba muerto. El 26 de diciembre de 1970 Geraldine Liston dejó Las Vegas para visitar a su familia en San Louis. Cuando regresó, el 5 de enero de 1971, entró a su habitación sólo para encontrar el cuerpo en descomposición de su esposo. En el sitio la policía encontró una jeringa así como heroína y marihuana. Uno de los oficiales que se encontró en la casa de Liston esa noche, Dennis Caputo, describió el lugar para el documental Sonny Liston: The Champ Nobody Wanted. “Llegué a la escena y fui escoltado a la habitación donde Sonny Liston fue encontrado en la cama,” dijo Caputo. “No había signos de lucha. Tampoco había heridas visibles en su cuerpo -aunque eso es difícil de determinar debido al deterioro de su cuerpo- pero no había absolutamente nada que indicara que Sonny Liston había muerto de algo diferente a la muerte natural.”

Más tarde la autopsia revelaría que en sus sistema se encontraron rastros de morfina y codeína -posibles subproductos de la heroína. Pero Liston, cuyo magnífico físico lo había impulsado al campeonato mundial de los pesados, se encontraba en tal estado de decadencia que es difícil decir qué fue lo que realmente le sucedió. Al final el forense del Condado de Clark decretó que Liston había muerto de causas naturales. “Esta autopsia desestima la posibilidad de homicidio,” escribió el médico examinador. Otro elemento, anulado quizá por la descomposición del cuerpo- y que la autopsia no reveló- era el estado de su salud antes del momento de su muerte. En noviembre de 1970 Liston había sido hospitalizado después de un accidente automovilístico y unas semanas después un dolor en el pecho lo obligó a acudir a la sala de emergencia. En 1991 Geraldine Liston dijo a Sports Illustrated que Liston había estado sufriendo de presión arterial alta. Pudo alguna de estas aflicciones contribuir a su misteriosa muerte?

Más de cuarenta años después nadie sabe con certeza qué fue lo que le pasó a Liston. Se necesitaría un estudio del tamaño del Reporte de la Comisión Warren para juntar todas las teorías -de conspiración y de otro tipo- que se han elaborado respecto de su muerte. Consideren esta breve lista de posibilidades: la mafia dio a Liston un golpe; Liston estaba en la mira del jugador Ash Resnick; fue asesinado por traficantes de droga a los que habría traicionado; una conspiración de negros musulmanes lo habría eliminado; estaba deprimido y por ello se suicidó. Al final, la más sencilla de todas las explicaciones -que sufrió una sobredosis de heroína- parece poco plausible para a mayoría. ¿Pero es de verdad un escenario tan inverosímil?

La mayoría de la gente cercana a Liston juran que no era un adicto a la heroína. Geraldine Liston insistió en que Sonny nunca se entretenía con drogas. “Hasta donde yo sé nunca consumió ninguna droga, y reconozco a un drogadicto cuando lo veo,” dijo a Misterios sin Resolver en 1995. Davey Pearl, su amigo más cercano durante su exilio en Las Vegas, aseguró numerosas veces que Liston nunca bebió. Al contrario, el entrenador de Las Vegas, Johnny Toco, dijo a la revista Flash que Liston no tenía ninguna otra afición además del licor. “Todo lo que hacía Liston era beber,” dijo en 1988. “Lo sé…. Yo llevaba el bar ahí. Siempre vodka en las rocas.” Pero estas referencias se contradicen por los hechos: Liston fue un consumidor documentado (marihuana y cocaína) y tan lejos de tener un hígado limpio como Geoffrey Firmin lo estaba en Bajo el volcán.

 

El hecho de que Liston consumiera cocaína saca a colación también otros asuntos. En Estados Unidos el consumo de cocaína a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 era limitado. Pasarían años antes de que la “champaña de las drogas” se conviertiera en un símbolo chic y omnipresente de la época disco. El uso de drogas antes de la popularización de las esferas de espejos significaba usualmente el uso de anfetaminas, morfina, hongos, marihuana, LSD y heroína. Las medicinas prescritas, como barbitúricos y tranquilizantes también eran de uso común. El mero hecho de que Liston consumiera cocaína durante 1970 bien podría significar una sola cosa: la estaba vendiendo. Dicho de otra manera, la cocaína era muy cara para un ex boxeador sin dinero para el ajetreo en la deslavada ciudad que Lenny Bruce solía llamar “Salarios Caídos, Nevada.”

John Sutton, ex agente federal de narcóticos, deja claro en su libro Thin White Lines que Liston no sólo traficaba sino que se drogaba usando de su propio suministro. Sutton, que trabajaba encubierto junto a un informante, se reunió con Liston a finales de 1970. “Relató que el negocio de la coca le dejaba lo sufciente como para ir jalando, tener algo para su propio consumo y pagar algunas facturas,” escribió Sutton. “No tenía pensión, ni ahorros y ningún futuro delante suyo.” Lo que Liston tenía, sin embargo, era mucho acceso a las drogas.

Con el paso de los años se ha insistido mucho en el miedo intenso a las agujas que Liston supuestamente tenía. De hecho es uno de los pocos aspectos consistentes que se han escrito acerca de él. Este miedo es la razón por la que muchos insisten en que Liston no pudo haber muerto a causa de una sobredosis. ¿Cómo, se preguntan, puede alguien tan temeroso de las agujas inyectarse? Sin duda Freud habría dicho una dos cosas respecto de la historia de un hombre que se quejaba tanto de las agujas sólo para terminar muerto por una posible sobredosis. Como irónicamente señala Nick Tosches en su biografía de Liston, “nunca hubo un yonqui que no comenzara con temor a las agujas.” Debe señalarse además que la heroína puede aspirarse, inhalarse o fumarse. La inyección no es la única manera en que Liston pudo haber usado heroína.

Finalmente, uno puede advertir la progresión -común entre los adictos a las drogas- de un estimulante a otro: licor, marihuana, cocaína, ¿y luego? ¿Qué es lo que sigue? ¿La heroína es lo siguiente? Y si su esposa y sus amigos eran incapaces de reconocer un porro, cocaína y vodka, qué vuelve históricamente aceptable que pudieran reconocer la heroína? Muchos otros, sin embargo, sí señalaron a Liston como un consumidor. Años después que la investigación sobre Liston terminara, Dennis Caputo conversó con el autor Paul Gallender. “Era de todos sabido que Sonny era un adicto a la heroína,” dijo Caputo. “El departamento entero lo sabía.” A principios de 1971 el novelista Bruce Jay Friedman investigó algunas de esas otras caras de la moneda para la revista Esquire. Una noche se encontró con una sospechosa mujer, una de las cientos de mujeres que conoció a Liston. “Sin necesidad de incitarla te platica de una noche en la que ella, otra chica blanca y Liston se sentaron y drogaron juntos,” escribió Friedman. “Cómo fue que pasó de inhalar cocaína a inyectársela y, cuando eso ya no fue suficiente, cómo fue que pasó a la heroína y lo triste que fue.” Esta fuente parece indicar que Liston era bastante nuevo respecto de la heroína. O que quizá era uno de esos consumidores alegres y ocasionales.

Y así como hay muchos confidentes que niegan que Liston se haya drogado, hay otros tantos que creen que el ex campeón de los pesados murió persiguiendo el dragón, por así decir. En su reciente libro, Sonny Liston: The Real Story Behind the Ali-Liston Fights, Paul Gallender revela numerosos e impactantes detalles alrededor de la muerte de Liston. Pero al final Gallender también piensa que Liston murió accidentalmente. “Lo que parece más probable es que Sonny Liston sufrió un ataque al corazón y murió donde cayó. Probablemente había inhalado cocaína pero no inyectado.”

Herb Greenspun, editor de Las Vegas Sun, fue aún más sucinto: “El tipo consumió mucho y se sobrepasó.” El publicista Gene Killroy también piensa que Liston sufrió una sobredosis. “Creo que estaba consumiendo y se sobrepasó,” dijo Killroy a Nick Tosches. “Pienso que estaba deprimido porque se estaba quedando sin dinero. Y creo que o lo hizo a propósito o sucedió accidentalmente.”

Otra teorías -como la conspiración de los Musulmanes Negros- son más esquemáticas y requieren de una imaginación muy vívida para hacerlas funcionar. En cuanto a Liston traicionando a la mafia de alguna manera, bueno, Liston había trabajado muy de cerca con la mafia durante quince años sin alguna vez, al parecer, haberla molestado. Otro hecho que ayuda a descartar un golpe de la mafia es este párrafo de 1968 aparecido en un artículo de Sports Illustrated: “Se dice que en Las Vegas Liston está a mano con la mafia. Aunque poco se ha comprobado, siempre se ha asumido que ciertos elementos del submundo bloquearon al peleador desde un principio. ‘No hace mucho pagó su salida de todo eso,’ explicó un implicado. ‘Está limpio.’” Agreguen a esto el hecho de que otros peleadores han desafiado abiertamente a la mafia y nunca sufrieron ningún desquite. Jake LaMotta y Ike Williams, por ejemplo, testificaron ante el Comité Kefauver acerca de la actividad de La Cosa Nostra en el boxeo.

Aunque nadie ha logrado conseguir información tangible acerca de un supuesto asesinato o un golpe de La Cosa Nostra, sí hubo quien habló acerca de Liston y su conexión con la heroína. En su libro Las Vegas Babylon, Jeff Burbank habló a Mark Rodney, cuyo padre, el aquejado jazzista-estafador Red Rodney, tenía en la década de 1950 una adicción a la heroína que le costaba varios miles de dólares a la semana -una suma sorprendente para aquel tiempo. Rodney, un soberbio trompetista que había actuado junto a Charlie Parker durante el clímax de la época bebop, pasó muchos años en prisión por robo, fraude y posesión de drogas. En las deácadas de 1960 y 1970 Rodney colaboró con diferentes orquestas de Las Vegas pero, en el fondo, continuó como un yonqui empedernido.

Y era amigo de nadie más que de Sonny Liston.

De Las Vegas Babylon: “De acuerdo con… Mark, todavía adolescente a finales de 1970, Liston tocó a la puerta de su casa en Las Vegas, sonrió y se encerró con su padre en la habitación de Red. Liston se fue pronto. Unos días después Red contó a su hijo que la esposa de Liston había encontrado el cadáver corrupto de su esposo cuando ya llevaba muerto un par de días. Red temió que la investigación de la policía diera con él, aunque nunca fue así. De cualquier manera Red dejó pronto la ciudad.”

Para Liston, cuya vida fue caos, no se puede aceptar como epitafio algo tan prosaico como una sobredosis de droga. Después de todo son los signos inescrutables los que dominan la escena de su muerte: Periódicos y leche en la puerta de su casa; un vaso de vodka en la mesita de noche; heroína, una jeringa y un globo; pero ningún signo de torniquete; o algún misterioso polvo negro, o un arma calibre 38 guardada en su funda; o marcas en los brazos del hombre que supuestamente sufría de miedo a las agujas.

A pesar de los misterios, contradicciones y símbolos insondables que rodean su muerte, parece que Liston murió de la manera exacta en que pareció hacerlo, por la malafortuna con una droga que le era relativamente poco familiar. Nada de conspiraciones, ni golpes de la mafia, nada de eso. Ya sea porque Liston era nuevo en el consumo de la heroína o porque tuviera una condición pre existente que volviera su consumo de drogas una seria apuesta cada vez que jugaba, la heroína era una sentencia de muerte para él. Combinen presión arterial alta y una visita reciente al hospital por dolores en el pecho con la afición a la cocaína y el vodka y entonces tienen a un hombre jugando ruleta rusa con un arma de cinco recámaras.

“¿Puedes decirme qué te pasó, Sonny?” gritó Geraldine Liston durante su funeral. Esta pregunta se ha repetido durante ya cuarenta años. Quizá ya no más. Al final todo apunta a que Sonny Liston murió de una sobredosis de heroína que le vendió un trompetista de bebop apodado Flecha Roja.

 

EL OVNI, LA PLAYA Y LOS MUERTOS*

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*Crónica del libro Aquí no es Miami, Producciones el Salario del Miedo/Almadía 2013) publicado por Producciones El Salario del Miedo, 2016. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

principios de la década de los noventa, Playa del Muerto era apenas una franja de arena grisácea, ubicada en la cabecera de Boca del Río, municipio gemelo de Veracruz. Sus dunas ardientes estaban repletas de matorrales llenos de espinas en los que quedaban atrapados troncos secos y botellas de cloro que el río arrojaba durante la temporada de huracanes. No era una playa muy concurrida ni particularmente hermosa (si es que alguna playa en Veracruz lo es realmente): había veces -especialmente durante la pleamar o los temporales- que la playa desaparecía, y ni siquiera las escolleras de roca impedían que las olas invadieran la carretera que unía a las dos ciudades.

Los locales la evitaban: decenas de valientes, chilangos sobre todo, hallaban cada año la muerte en sus aguas traicioneras. “Prohibido nadar” decían carteles colocados a pocos metros del agua; “Peligro Ay Posas”, podía leerse debajo de una burda calavera pintada a mano. La poderosa resaca que empujaba el caudal de la ría hacia la punta de Antón Lizardo -hogar de la Heroica Escuela Naval Militar- sembraba las escolleras de Playa del Muerto de pozas en donde era fácil ahogarse.

Yo tenía nueve años cuando vi las luces, brillantes como cocuyos contra el lienzo negro de la playa. El otro testigo fue Julio, mi hermano, a quien le faltaban seis meses para cumplir los siete. Destruíamos el hogar de una jaiba celeste, hurgando en la arena con un palo, cuando un breve resplandor nos hizo mirar hacia el cielo: cinco luces brillantes parecieron salir del mar, flotaron unos segundos sobre nuestras cabezas y después huyeron tierra dentro, hacia el estuario.

— ¿Vistes?— inquirió Julio, apuntando al horizonte.

— Claro que sí. No estoy ciega.

— Pero, ¿qué es?

— Es una nave extraterrestre— le dije.

Pero ninguno de los adultos nos hizo caso cuando regresamos corriendo hacia la fogata, ni siquiera nuestros padres. Alejados de la fogata, del resto de la gente, nos mandaron lejos antes siquiera de escucharnos.

El OVNI

Nadie recordaba la guerra del desierto, aquel jueves 11 de julio; mucho menos los escombros del muro de Berlín. Muy lejos estaban la lumbre y la metralla que partían Europa del Este hasta volverla un racimo de llagas. ¿El Sendero Luminoso atacaba de nuevo? ¿Los campesinos morían de tifoidea y dengue al sur del país? Nada de eso resultaba importante: los ojos de México estaban fijos en el firmamento, esperando el milagro que convertiría al sol en un aro de fuego y a la luna en una mancha. No había otra cosa en la televisión que no fueran tomas del cielo, de las multitudes que esperaban el momento del eclipse total, de pie sobre las azoteas, cuidando de no mirar directamente al sol, como prevenían en los noticieros.

En la Ciudad de México, al sur del Periférico, Guillermo Arreguín filmaba el cielo desde su balcón. No le interesaba tanto el clímax del eclipse sino los planetas y estrellas que, según había leído, brillarían con más esplendor gracias al crepúsculo forzado. Cuando la oscuridad fue absoluta, Arreguín hizo un paneo hacia la derecha de su balcón. Ahí fue donde filmó “el objeto brillante”.

El video llegó al noticiero 24 Horas esa misma noche. Para el sábado 13, en un artículo de La Prensa, se hablaba ya de “un objeto sólido”, “metálico”, rodeado de “anillos de plata”. Pero la palabra “extraterrestre” no haría su triunfante aparición antes del viernes 19, en una emisión del programa Y usted… ¿qué opina? dedicada a debatir la supuesta presencia de alienígenas en la Tierra (con una duración récord de 11 horas y diez minutos en vivo). En ella, un ufólogo (así se hacía llamar) de apellido Maussán afirmó haber recolectado 15 grabaciones adicionales, todas realizadas por personas distintas el mismo día del eclipse. Aseguraba que los videos habían sido sometidos a pruebas que demostraban que el “objeto” en ellos registrado era, en efecto, una nave.

Así comenzó la Oleada OVNI en México.

Ese verano aprendí todo lo que había que saber sobre el tema: las “abducciones”, los complots, la construcción de la Gran Pirámide, los círculos de trigo sobre campos de Inglaterra. Todo aquel fascinante conocimiento se me reveló de dos fuentes: la tele (o más bien, los videos de Luces en el cielo del señor Maussán) y los kilos de cómics y tebeos que devoraba cada semana. En cuestión de cómics era ñoña hasta lo insufrible: me gustaban Archie, La pequeña Lulú, Las aventuras de Rico McPato y Condorito, y de ahí no salía.

Pero la publicación que más me atraía de todo el puesto de periódico era el Semanario de lo Insólito, esa antología de la morbilidad humana, ese devocionario del espanto, esa enciclopedia acrítica de la foto trucada.

(Aún ahora recuerdo algunos “reportajes” entrañables: la mantarraya antropófaga-voladora-gigante de las islas Fiyi; la maestra de primaria con un tercer ojo en la base del cráneo, con el que espiaba las travesuras de sus alumnos; la sombra de Judas ahorcado dentro de uno de los ojos de la Virgen pintada en el ayate; y, claro, la autopsia de un cadáver extraterrestre realizada en el pueblo gringo de Roswell).

Gracias a estas edificantes lecturas había podido comprender, a la tierna edad de nueve años, que la extraña luz que había visto en Playa del Muerto en compañía de mi hermano no podía ser otra cosa que una nave interplanetaria, tripulada por pequeños, grises y sapientísimos seres que habían logrado desafiar las leyes del espacio. Posiblemente venían a advertirnos sobre algún próximo cataclismo que destruiría la tierra, ahora que el fin del milenio estaba a la vuelta y la gente seguía enfrascada en guerras estúpidas que mataban gente y chorreaban de petróleo a los pobre pelícanos. Quizás buscaban a una persona que pudiera comprenderlos, alguien a quién legarle su ciencia y sus secretos. Quizás se sentían solos, deambulando por el cosmos en sus naves de plasma y de silicio, buscando, siempre buscando un planeta más amable, otros mundos, otros hogares, nuevos amigos en galaxias distantes.

La playa

Después del evento que presenciamos en la playa, Julio y yo tomamos la decisión de vigilar el cielo. Quizás nos tomarían más en serio si grabábamos las pruebas.

Lo malo es que papá se negaba a prestarnos su cámara.

—¿Cómo pueden ser tan pendejos y creer en eso?— decía al vernos con la nariz pegada a la pantalla de la tele, tratando de descifrar los misteriosos signos que dejaban los platos voladores sobre los campos de trigo ingleses.

Papá no soportaba a Maussán. No podía verlo ni en pintura; mucho menos escucharlo repetir sus historias por quincuagésima vez consecutiva. Nos amenazaba con esconder la videocasetera.

—¿No ven la cara de mariguano que tiene?

Pobre papá, no podía comprender. Lo compadecíamos. Pero mamá era diferente. Ella y una amiga suya nos llevaron una noche de vuelta a Playa del Muerto, para que viéramos al OVNI.

Había luna llena y el agua, ahí donde se bañaba el reflejo argentino del astro, parecía un enorme espejo. Pero todo había cambiado desde la última vez que estuvimos allí, a mediados de julio: la playa estaba llena de coches y de gente. Decenas de cuerpos adolescentes cubrían las piedras de las escolleras y se apiñaban en torno a fogatas encendidas con los matorrales secos. Sus autos abarrotaban la plaza de arena, tan cerca de la orilla que el agua salada mojaba las llantas. Los eructos, los bocinazos, los acordes de Soda Estéreo ahogaban el murmullo del viento. Los enamorados, amartelados sobre los toldos de los coches, ocultaban sus rostros de los resplandores de las cámaras. Vi hombres de televisoras instalando tripiés de acero para filmar el cielo. Vi mujeres gordas destruyendo las dunas a tropezones. Vi chamacos sangrones señalar el cielo con dedos pringados de helado, preguntando en voz alta: “Mami, ¿a qué horas sale el OVNI?”.

—Qué chafa —, exclamó Julio.

Sin ofrecer explicaciones corrió a jugar al stop nocturno con otros chicos, y yo pensé que no había una manera más cobarde de claudicar a una causa.

Después de unas horas, moría de sueño. Regresé a donde estaba mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas. Su aliento olía a vino, sus dedos a tabaco. Hablaba con su amiga del OVNI; al parecer unas luces -blancas y rojas- podían verse a lo lejos, pero yo ya no tuve fuerzas para abrir los ojos.

—Tanto desmadre por una avioneta de narcos— dijo mamá.— Al menos es pretexto pa’ la pachanga— brindó su amiga.

Los muertos

Los primeros reportes de actividad aeronáutica irregular detectada sobre los municipios del sotavento (Veracruz, Boca del Río, Alvarado y Tlalixcoyan, entre otros) datan de 1989. Los habitantes de este paisaje agreste, ganaderos y campesinos, estaban ya habituados a la presencia de las luces nocturnas. Los más viejos las llamaban “brujas”; los otros, avionetas. Incluso conocían el nombre de la brecha en donde las naves descendían, un nido de matorrales y alimañas constantemente vigilado por el ejército: el ejido La Víbora.

Era una planicie bordeada de esteros, una pista de aterrizaje natural. Para los habitantes de Tlalixcoyan, era común la presencia de soldados en el terreno: la pista era usada por el ejército para realizar maniobras especiales. Por ello a nadie le extrañó que, a finales de octubre de 1991, llegaran cuadrillas a tusar la maleza baja del llano a golpes de machete.

Una semana después, la mañana del 7 de noviembre del mismo año, el Ejército, la Policía Judicial Federal y una avioneta Cessna de origen colombiano se vieron envueltos en un sangriento escándalo que apenas logró burlar el apretado cerco de censura del gobierno: integrantes del ejército abrieron fuego contra un grupo de siete agentes federales que perseguía, a bordo de un King Air, a la Cessna

detectada en las costas de Nicaragua por el Servicio de Aduanas estadounidense. La avioneta, supuestamente tripulada por traficantes, aterrizó sobre el llano La Víbora a las 6:50 de la mañana, seguida del avión la PJF. Los traficantes, hombre y mujer, abandonaron la avioneta con 355 kilos de cocaína en costales y huyeron hacia el monte, mientras soldados del 13vo Batallón de Infantería, apostados en dos columnas, a

brían fuego contra los federales hasta neutralizarlos.

De aquel suceso recuerdo dos fotos que aparecieron en el periódico local, el Notiver: en una de ellas, siete hombres yacían en hilera sobre el pasto, bocabajo. Eran los agentes acribillados aquel jueves 7 de noviembre por elementos del ejército. Cinco de ellos vestían de oscuro; los otros dos iban de paisano, aunque portaban chamarras negras, sucias de tierra y zacate. Todos habían perdido los zapatos.

La segunda fotografía mostraba a un sujeto sentado en el suelo, con el cañón de un fusil muy cerca de su cara. El hombre, que portaba las siglas de la PGR en el pecho, miraba directo hacia la lente. Su lengua parecía hinchada; sus labios, congelados a mitad de un espasmo: era el único sobreviviente de la masacre.

Era diciembre, o quizás enero o febrero, cuando vi aquellas fotos, en el periódico viejo que extendí en el suelo del patio para envolver las hojas secas que junté con la escoba. Y digo que debió haber sido en estas fechas -cuando el viento del norte deja desnudas las copas de los almendros- porque a mí me tocaba la ingrata (por diaria) tarea de recoger las condenadas hojas del patio. Recuerdo haber visto las imágenes, recuerdo haber leído un par de entradas más de aquella sección policíaca extendida en el suelo (recuerdo haberle preguntado a mi madre que quería decir “violación” aquella misma noche) pero tuvieron que pasar más de diez años para que pudiera unir esas dos fotografías con el OVNI que vi en la playa, con aquella nave que no transportaba seres extraterrestres sino cocaína.

El gobierno municipal prohibió las visitas nocturnas a las playas durante algunos meses después de la masacre. Así que no pude volver a Playa del Muerto sino hasta finales de 1992. El sitio, para entonces, había perdido todo su encanto. Nuevas escolleras habían ganado terreno al mar y aquello era un hervidero de vendedores ambulantes y turistas; incluso habían retirado los escabrosos letreros con calaveras. Años después, incluso, la rebautizaron: Playa Los Arcos.

Creo que jamás en la vida volví a creer en algo con tanta fe como creí en los OVNIS. Ni siquiera en el Ratón de los Dientes, o en el Hombre sin cabeza (del que mi padre contaba que todas las noche se aparecía en el Playón de Hornos buscando en el agua su testa arrancada por un cañonazo), o la mantarraya gigante voladora de las Islas Fiyi, y mucho menos en Santa Clós o en Dios. Todos eran los papás. Todos eran inventos de los grandes.

Dicen los actuales habitantes de la zona que, cuando la luna está ausente, extrañas luces de colores atraviesan la noche hasta llegar al llano. Pero yo ya no tengo ánimos para buscar extraterrestres. Aquella pequeña y regordeta vigilante intergaláctica ya no existe, como tampoco existe Playa del Muerto, ni los valientes idiotas que ahí se ahogaron.

 

DESASTRE TOTAL ULTRAVIOLENTO

ntes de calzarse su primera máscara, Violento Jack –uno de los miembros fundadores del Desastre Total Ultraviolento (DTU)– tuvo que vencer dos demonios: su timidez y la sombra de su hermano, un futbolista profesional. En su niñez Violento Jack fue inseguro debido a un defecto físico que hace que no pueda pronunciar bien ciertas palabras. A la compleja carga se le sumó la pérdida de identidad: era conocido como el ‘hermano de tal’.

Hoy es un luchador reconocido que además de hacer sangrar a sus oponentes, dicta seminarios a interesados en incursionar en el mundo de los silletazos. Exponiendo su historia sobre el ring, Violento Jack narra su lucha contra el complejo de inferioridad que lo atacó cuando era niño. Le gusta ostentar al guerrero que lleva en el interior y al monstruo que se inventó para afrontar a sus enemigos externos.

Violento Jack

Gracias a que su padre de niño lo llevaba a las arenas, Jack se hizo aficionado a la lucha libre. Pero a él en realidad no le gustaba ningún deporte, “no practicaba ninguno, no me gustaba el fútbol, no me gustaba el basquetbol”. “No haces nada, vete a jugar fútbol, muévete”. Por presión de sus familiares decidió entrenarse, pero a los doce años no quería ser luchador, sólo deseaba ejercitarse.

“Cáete, levántate, brinca, patea”, fueron los primeros ejercicios que le enseñó Crazy Boy –Fundador del DTU– a Violento Jack. Los entrenamientos eran desgastantes para un adolescente que creía que por ser alto le sería más fácil tener condición.

Los entrenamientos fueron feroces, pero por alguna razón que él no entiende, nunca se dio por vencido. Ejercitándose conoció a Pesadilla y Aero Boy, quienes se convirtieron en sus amigos fuera del cuadrilátero, y compañeros y rivales dentro del pancracio.

“Igual y sí, sí puedo ser luchador”, fueron las palabras de ánimo que se dio para no quedarse atrás de sus amigos, quienes ya comenzaban a debutar.

La primera oportunidad de debutar en la lucha extrema se la concedieron a los diecisiete años; entonces tuvo que inventarse un personaje y como siempre había deseado representar a un asesino serial, decidió que también quería ser un monstruo arriba del ring. El primer nombre que se le ocurrió fue Jack el violento. “No me gustaba como sonaba y lo decidí cambiar por Violento Jack”.

Violento Jack no se deja ver el rostro, tiene el pelo liso y se ha rapado los lados de la cabeza, el pelo cae sobre esa máscara de cuero sadomasoquista que evoca a Hannibal Lecter, Jason Voorhees, Slipknot.

Alcanzó la aceptación del público y empresarios mexicanos y extranjeros. Ha luchado contra grandes exponentes de la lucha extrema. Ha sangrado en arenas de México, Belice, Estados Unidos y Japón. Ha hecho rivales de envergadura como el ultraviolento Jun Kasai.

A medida que luchaba, Violento Jack mejoraba su nivel. Con cada lucha conseguía una nueva cicatriz, desde aquella larga que baja de su frente, hasta las cientos de minúsculas cortadas que de tanto abrirse una y otra vez se volvieron una lesión en alto relieve, una especie de quemadura regordeta y lisa que le cubre brazos, hombros, piernas, espalda, pecho y estómago.

En su espalda se han incrustado espinas de cactus, clavos, palillos. Su cabeza ha sido impactada contra bloques de concreto, láminas de madera, tambos de metal. Su cuerpo ha sido rasgado con púas, cuchillas, vidrios. A pesar de haber sufrido golpizas brutales no se ha lesionado de gravedad, lo más fuerte fue un esguince en un tobillo: “No recuerdo de qué grado fue, pero sí me mantuvo alejado del ring unos dos meses”.

Desde hace tiempo su familia dejó de espantarse por la agresividad de las luchas. Ahora entienden que Violento Jack controla la situación, que ni él ni sus adversarios se salen del guion. “Nunca he lastimado a un rival más de lo que tengo planeado”, dice mientras le escurre el sudor que le ha dejado el entrenamiento del seminario.

Violento Jack es reconocido por su instinto brutal y la bestialidad de sus combates. Desde hace tiempo se le reconoce por ser una figura pública y ahora resplandece sobre la sombra de su hermano.

 

La ideología del golpe

Un seminario sobre cómo iniciarse en el mundo de la lucha libre se lleva a cabo en el centro de operaciones del DTU en Tulancingo, una pequeña, rural y céntrica ciudad mexicana. El punto de encuentro es un gimnasio de paredes derruidas y grafiteadas, unos asientos de madera que algún día pertenecieron a un teatro y hoy yacen astillados, apiñados y polvorientos a la espera de una reparación. El techo de lámina de zinc tiene inscrito un slogan inmejorable: ¡Vamos a hacer ruido! Nueve pósters cuarteados penden del techo –flanquean el aire, la lluvia y el sol–; cada uno lleva impresa la imagen de un miembro de la pandilla: Rocky Lobo, Hormiga, Dinastía, Crazy Boy, Violento Jack, Aero Boy, Lancelot, Blackfire y Pesadilla. Los zancudos que merodean a los practicantes también vuelan sobre un par de bolsas de basura. Algunas lámparas tubulares de luz blanca, junto a un rollo de alambre de púas, yacen abandonadas.

“Nosotros nos subimos al ring y tenemos que parecer luchadores”, dice Violento Jack, rodeado de un sexteto de aprendices.

Si no tienes una historia, invéntala. La caricatura debe ser rentable. Los luchadores no son personas, son personajes. Los sueños son para niños, los objetivos son para hombres. Son algunos de los conceptos que enseña a los alumnos para que lleven a su personaje a un nivel de recordación.

Al pasar al entrenamiento físico comienzan a practicar los golpes de espalda, de pecho, los bofetones. Los lanzamientos y caídas se preparan desde una tercera cuerda verde a la que desde hace tiempo se le ha despegado una capa de cinta seca. El estrépito de los impactos en el tablado se convierte en la música de fondo del gimnasio.

Para ser luchador se debe tener cualidades histriónicas, hacer la pose exacta en el momento adecuado. En el seminario les enseñan a manejar los gestos de dolor o coraje para que en la lona y frente a cientos de asistentes puedan dramatizarlos. Los luchadores miran con perspicacia al sujeto que les ha solicitado entrevistas justo el día del seminario. No quieren admitir públicamente que todo está fríamente calculado, hasta las heridas que se auto infringen.

No quieren que oiga lo que enseñan, pero igual se escuchan las indicaciones: el golpe no debe ser mecánico porque debe tener ideología, se debe sacar el pecho para que no duela tanto y sea más ruidoso. Es importante aprovechar la estatura, si se es alto hay que ponerse en punta de pies para verse aún más grande y demostrar superioridad ante el rival y el público. Es importante lo que gritan, lo que se dice y el volumen con el que se dice. Deben leer poesía para exteriorizar sus sentimientos: amor, dolor, ira. Tienen que saber qué es lo que van a decir, cómo lo van a decir y a quién se lo van a decir. Cuando hablan deben mezclar un poco de verdad con mentira, la ficción necesaria para darle credibilidad al personaje. Es lucha libre, hay que vender algo. Se debe tratar de no sonar fingido para que la caricatura sea rentable.

Cuando van a algún ring donde no los conocen deben agradecer al público, enaltecerlo, asumir una actitud humilde y después deben cambiarla, algo así: “gracias por estar aquí, ustedes han sido parte importante de esta historia, yo vengo de donde están ustedes, era pobre, jodido, pero todo cambio y ahora soy un campeón y soy guapo y ustedes siguen siendo unos pinches nacos”.

Los pectorales de los luchadores se enrojecen a medida que avanza el ensayo. Los golpes en el entrenamiento son reales. Al igual que el dolor.

“Siempre me he considerado que soy esa parte, la parte que debe demostrar que la lucha libre es real, siempre me he manejado como tal y cuando me dicen ‘en la lucha no se pegan’, la verdad siempre les digo ‘ve una lucha mía y ya después me dices’”, dicee Violento Jack una vez terminado el seminario.

 

“¡Cállese, si se calla le mando a comprar los dientes!”

“¡Chinga tu madre puto!”, “Y si tu madre cobra ¿cuánto?”, “¡No le pegues en la cara que es mi vieja!”, “¡Con esa alimentas a tu hija!”, “¡Me vas a hacer llorar culero!”, “¡Pinche referí arrastrado!”, “¡Y arriba su hermana!”, “¡Al referí no se le para y ya se vino!”, son apenas una muestra de los insultos que reciben los luchadores al poner sus botas altas sobre la lona del ring.

Los enmascarados no se quedan atrás y calientan el ambiente insultando al público en general, hombres y mujeres, negros y blancos, gays y herosexuales, jóvenes y viejos, esbeltos y obesos; todos son incluidos a la hora de obsequiarles una injuria: “¡Pinche pueblo bicicletero!”, “¡Puro pinche indio tlacoyero!”, “¡Puro pinche nahual!”, “¡Pinches proletarios!”, “¡Cállese, si se calla le mando a comprar los dientes!”.

Aunque si algún compañero o rival tiene una malformación, discapacidad, característica sexual, color de piel, religión o lo que consideren en el instante digno de ser denigrado, recibirá sin menor sonrojo una ofensa hasta de sus propios compañeros: “¡Si gano me voy a llevar a este pinche marrano!”, insulto propinado por Mosco X-Fly al Niño Hamburguesa.

 

Madrazos a diestra y siniestra…

Los eventos que realiza la DTU se llevan a cabo los sábados en la noche. El punto de encuentro es un ring improvisado en medio del estacionamiento del Hotel VM. Antes de dar inicio al último episodio de la noche, un trío de jóvenes sube al cuadrilátero y enreda las cuerdas con alambre de púas, esconden bajo el entarimado docenas de sillas metálicas sin desplegar, en cada esquina pegan con cinta grupos de cuatro bombillas tubulares, algunas veces dejan a la mano uno que otro televisor viejo, esparcen en la lona objetos diversos: teclados de computador, engrapadoras para madera, manojos de tachuelas, un bate repleto de puntillas, tinas plásticas. Todo objeto contundente es útil para hacer más estrambótica la escena. Todo objeto contundente es útil para romper un alma.

En la noche de lucha ultraviolenta un sexteto de luchadores se entrelaza en una guerra de lamparazos. Bombillas tubulares de dos metros estallan en los torsos desnudos, sin ninguna conmiseración. A diestra y siniestra. Pedazos de vidrios caen en las graderías, algunas esquirlas se incrustan en la piel curtida de los gladiadores. El público se espabila al escuchar los silletazos que se estrellan en las frentes, espaldas y pechos de los enmascarados; los asistentes se estremecen al ver a un hombre clavar en el rostro de su rival la punta afilada de los restos de un tubo de vidrio.

Los luchadores deciden que el zafarrancho se debe llevar a bajo del ring. Los aficionados menos leales huyen en estampida, corren sin dirección, protegiéndose de una lluvia de fragmentos puntiagudos. Los que deciden seguir siendo testigos quedan a expensas de la locura. Cada aficionado corea el nombre de su guerrero favorito. Gotas de sangre tiñen los trajes fosforescentes. Vuelan sillas del ring hacia las graderías y viceversa. Se escucha la voz de un infante gritar: “Duro pero seguro”. Ríen.

Buena parte de la gente que se ha quedado son niños y mujeres, padres e hijos, que ven en este espectáculo de explosiones y lacerados una oportunidad de esparcimiento familiar.

El réferi es una figura decorativa que aparece para formalizar el encuentro. Se desentiende cuando se rompen las reglas y los cuerpos frente a él. Es un fantasma que sólo toma decisiones desacertadas, recibe abucheos y golpes. Quien sea que arbitre sólo es protagonista cuando proclama ganador a quien quede en pie en esa batalla campal.

En el éxtasis del espectáculo los espectadores corean al unísono: “Lu-cha-extre-ma” y golpean en cinco ocasiones consecutivas graderías y asientos: ¡Tun, tun, tuntuntun!

Con la adrenalina al límite los enmascarados se auto infligen castigos. Corren como kamikazes hacia el fino filo de las lámparas que rebanan sus pieles. Algunos han sangrado suficiente y salen de escena, sólo un par de ellos siguen repartiendo patadas voladoras. El público se cubre el rostro con terror cuando uno de ellos arroja por los aires a su rival para estrellarlo contra el tubo metálico del encordado que ha sido enredado con anterioridad entre púas y recubierto con tubos de cristal

¡Bang! Fin de la velada.

PREFIERO LA GENERACIÓN PERDIDA

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l lunes me parece un día insufrible. Me restriega la rutina laboral, el desempleo o la desgastante lucha de estar entre uno y otro. Exhibe la condición de una ciudad que toma el fin de semana como spring breaker que juega a la ruleta rusa. La ciudad de México es una capital desalmada, salvaje. Hace casi setenta años William Burroughs y Jack Kerouac vivieron en el entonces DF una época dorada y formativa. Los famosos Beat.

 

Parecían parias pero en realidad tenían todo un plan entre manos que poco después los llevó a convertirse en escritores de culto. Seguro se la pasaron bien con unos cuantos dólares y las ventajas de ser güeritos. Burroughs bien podía ser como el “Ratón Vaquero” de Cri Crí.

Un lunes de junio salí animado de mi domicilio en Bucareli. Caminar por caminar para despejarme del tedio vespertino. Al pararme en el semáforo de la esquina para cruzar la calle hacia el poniente, me topé con uno de los vagabundos mas antiguos de la zona. Un sujeto de edad incalculable, barbón, canoso, de mirada fiera en el ojo derecho pues el otro tiene catarata senil. Ese ojo blanco, ido, sin vida y desorbitado con un pequeño punto oscuro, parece en desacuerdo con el temperamento huraño y explosivo del vagabundo que, a veces, desesperado por la abstinencia forzada de mota, suelta imprecaciones e insultos a diestra y siniestra. Lleva rondando la manzana donde vivo unos diez años, al menos. Pero su hogar está a dos calles, en Enrico Martínez, entre Ayuntamiento y Morelos, a las afueras de la iglesia de la Virgen de Guadalupe, frente a un ruinoso edificio porfiriano ocupado por gente que no paga renta y una casa de huéspedes más hermética que la bóveda de un banco. Es el tipo de menesteroso sedentario que Kerouac idealizó en Los vagabundos del Dharma. Jack London habría tratado de reanimarlo para hablar con él al verlo tirado inconsciente durante horas frente a la iglesia. A mí me causa desconfianza y es de los pocos indigentes de la zona que no saludo. Si lo pienso bien, la literatura de la Ciudad de México no le ha sacado provecho a estos personajes callejeros abundantes en las letras estadounidenses.

Caminé durante un rato y llegué a la colonia Roma. Estaba atento en captar las voces, sonidos y atmósferas callejeras. De inmediato pensé en el Tío Bill y Kerouac trasplantados a la atmósfera hipster de hoy en día. Drogas, cantinas, bajos fondos, tribunales, cárceles y la escritura de algunas obras literarias que han sobrepasado la prueba del tiempo. Los beat deben mucho a México, a esta ciudad maldita y maldecida.

Debo decir que no paso por un buen momento emocional y financiero. Y me siento en muy buena forma para echarlo todo a perder. Llevaba unos cuantos pesos en el bolsillo. A lo beat, aunque siempre he preferido a Fitzgerald. Se me ocurrió meterme a una cantina sobre Cuauhtémoc a tomar una cerveza. Caía la noche iluminada por la luz amarillenta de los postes entre bares y restaurantes pomposos. Y bueno, no es que en la Roma haya mucho de donde elegir. Andar quebrado o con lo justo. Eso también es beat, pero a Fitz le cagaría.

De regreso a casa me invadió el cosquilleo de ese algo que va y viene entre la necesidad y el deseo de hacer mi noche mucho más larga, intensa y descabellada. Pero iba dispuesto a renunciar por esa ocasión a mis ganas de seguir en el suave vaivén de la naciente ebriedad. Al abrir la puerta de mi domicilio me recibieron Kato y Doctor Gonzo que con sus ladridos efusivos me decían “aquí estamos, descansa”.

Abrí el refrigerador y encontré dos cervezas que parecían correr hacia mí entre el vacío del gabinete sin alimentos. Destapé las dos al mismo tiempo. Esta vez no había nadie con quien compartirlas. Tomé ambas con avidez y me fui a dormir preguntándome dónde se habría ido a meter esa noche el menesteroso que me había topado por la tarde. De algún modo compartíamos soledades y enojo.

De haber tenido ginebra, hubiera brindado por Fitzgerald.

TORITO

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uando me llevaron al Torito me dije no mames ni siquiera manejas coche en la Ciudad de México. A las ocho de la mañana salí del metro y pasé a la tiendita a comprar las últimas Modelo antes de tirarme a dormir todo el puto domingo luego de un fúmex green. Destapé una lata y me la empiné recorriendo los cinco metros que faltaban para la entrada al edificio. Me cayeron por la espalda. Me apañaron, me esposaron, treparon a la camioneta y vámonos. Tragué un bolo de miedo y asco porque odio estar en manos de la policía porque ellos son los delincuentes. Caían los primeros rayos de sol de domingo diría Lowry, gloriosos. Estaba muy borracho pero sabía que lo mejor era callarme. Vivía solo en aquella ciudad salvaje y por aquellos días me dedicaba a errar mientras se vaciaba el tanque de mi suerte. Me puse paranoico porque al principio no me dijeron a dónde me llevaban.

Me encerraron en una celda. Después me sacaron y presentaron ante una licenciada que reprobó que ni siquiera podía hablar de lo pedo que iba. Se suavizó conmigo por algún motivo y detecté que detrás del hierro era blanda. Me hice el dócil como un masoquista porque esa mierda gusta a la autoridad. La mujer me explicó que era una sanción administrativa y permitió que llamara a Luis Mario Aguilera, un camarada guionista: “Sí, mi Acapulco, van a llevarte al Torito”. Me devolvieron a la celda, me acosté en el poyo y dormí muy mal. Me despertaron las ganas de orinar pero no había baño. ¡Poli! Estuve gritando como pendejo. Nadie me hizo caso. Parecía un loco abandonado en el manicomio. ¡Poli! Respondía el eco. Oriné en una esquina e hice un lago que fue extendiéndose como pasta de jótqueic. Más tarde el custodio me despertó asestando unos macanazos a la reja y gritándome a todo pulmón. ¡Órale, hijo de la chingada! Me regañó por mear en el suelo. El oficial estaba emputado y me jaloneó y arrastró a una prisión con una bacinica empotrada. Imposible volver a dormir. Me angustiaba que no hacían nada definido conmigo y las horas pasaban. Tenía los nervios destrozados por el alcohol de días. Irrumpieron unas furias increpando que lo dejaran salir. Alguien estaba demencial mentando madres a los polis. Un azul respondía desesperado ya cállate que la chingada. Se escuchaba el tableteo de una máquina de escribir. Cada grito, cada golpe de teclas alargaba su eco en los pasillos, que se figuraban sin final. Evoqué a Revueltas.

Al medio día más o menos vi venir a Luis Mario. Le habían dado permiso de cruzar a los separos. Me trajo un Gatorade, unos roles de canela Bimbo y unas triki trake Marinela que me llenaron de esperanza. ¿Qué pasó, mi Acapulco? Me chingaron, dije. Me agarraron bebiendo en la calle. No me chingues, declinó. Aguilera prometió que movería unos contactos para ver qué podía hacerse. Lo agradecí con sinceridad aunque sabía que no ocurriría porque se sentía comprometido e incómodo y esa clase de estrés lleva a la gente a proponer sin intención de cumplir. Al menos me sucede. Pero tenía razón. ¿Quién quiere ser molestado una suave mañana de domingo para asuntos de borrachos en la cárcel? Agradecí la visita de veras, el monchis, la fraternidad. Desde las rejas observé su figura alejándose libremente. Tuve un poco de energía. Permanecí sentado en la planchita de cemento haciendo lo que hace un preso. Esperar. Fui a colgarme de las rejas como un chango a ver qué podía ver. Apestaba a grasiento y humedad. Me recosté. Iba dar alguna hora de la tarde. No quería caer en pánico. Llegué a creer que no había nadie en la delegación porque de repente no escuché un sólo ruido. Llamé otra vez: ¡Poli! Grité un susurro bien cuidado de expresarlo respetuosamente. Vino. ¿Qué quieres pues? Estás puro “poli, poli, poli”, me arremedó deformando su imitación con la boca chueca, enfadado como si le hubiera interrumpido unas enchiladas. No provocaría la animalidad del policía porque soy sensato. Mejor lo honré hablándole como a un licenciado. Oiga, mi jefe, esto lo otro. Conseguí que le bajara un poco a lo pendenciero pero no dejó de regañarme por método. Le rogué que me informara de mi situación, cuánto iban a retenerme, qué harían conmigo. Me recordé a Raskólnikov. Oh, pues, horita vemos, refunfuñó y se largó. Era una suerte que al menos no me encontraba en la película de Doce Monos.

¡Hijos de su puta madre! ¡Me los voy a comer vivos! El perturbado atacó de nuevo. Rugía con rabia de can Cerbero. Pensé que no estaría mal que se chingara a dos tres. Todas las reclusiones, cárceles, hospitales y manicomios son purgatorios. Sonó mi celular. Era mi jefa. Nos llamamos los domingos para ver si seguimos vivos. No quería alarmarla con lo de la cárcel ni preocuparla por no localizarme pero era imposible que no escuchara la furia del mata polis. Al último timbrazo la ansiedad me empujó como a un pozo y respondí fingiendo hablar desde mi cuarto de azotea en un anodino atardecer dominical. Qué es ese griterío, investigó. Siempre he mentido. Casual. Al principio era un juego pero luego se convirtió en una pulsión. Si me enviaban a la tiendita al regreso contaba que quisieron secuestrarme y logré escapar. Me gustaba cómo el Jesús en la boca de mi madre era para mí un modo de intervenir en no sé qué, la vida real supongo. Siempre trato de explicarme. Es una pasma esa cuestión mía. Inventé que eran unos borrachos del piso de abajo y estaban bebiendo desde anoche y a esas alturas traían el fiestón. Pero se escucha muy cerca, parece que golpean a alguien. Se espantó. Creo que están discutiendo. Tenía prisa por cambiarle el tema pero es indomeñable. ¿Por qué se escucha tanto eco? Es que la puerta, la ventana y la chingada. ¿Dónde estás? No te preocupes. No pero. No me creyó. Así es la vida de un impostor. Nuestra honra yace en sostener la mentira incluso frente la verdad descubierta. De ahí en adelante sólo era cuestión de sobrellevar el proceso. Mi jefa sabía que al menos estaba vivo. Luis Mario podría rastrearme en cualquier caso. No sé si descansé. Oye, man, me advertí muy en serio, estás convirtiéndote en un vago. ¿De plano? Me hice el indio. Dormité otro cacho y luego desperté en pánico por otros macanazos que otro oficial dio contra las rejas de la celda. Incluso cuando me había incorporado, el bárbaro siguió atizando. Recoja sus pertenencias y vámonos, gruñó. Serían las siete u ocho de la noche. Recogí mi bolsita del Oxxo con la mitad de los roles de canela, dos triki trakes y un cuartito de Gatorade. Eran mis pertenencias. Me acerqué obediente a la puerta. El oficial dijo ahorita van a venir por usted y me devolvió al encierro. No entendí. Sólo sé que esta clase de autoridad siempre pone a prueba su rigor. Comencé a ponerme nervioso. Mi primera reacción paranoide fue pensar que me encerrarían en Almoloya con el Chapo Guzmán. O una de esas historias crípticas de abuso e impunidad de la policía metropolitana. “Muerte suburbana.” Pensaba en la película Expreso de media noche y me decía no mames no te vaya a tocar una pinche experiencia así y salgas imbécil veinte años después, con la indemnización de “usted, disculpe”. Debía tranquilizarme y estar firme pero tenía los nervios deshechos. Cada vez que pregunté a dónde me llevarían, los agentes olían mi desesperación y la hacían más cardiaca. Me regañaban por importunarlos, por existir. Espérate, me recriminaban barritando fastidio. ¿Qué tiene a dónde te lleven pues?, si de por sí estás preso. Vas a ir a la cárcel. ¿A dónde más? Al hijoputa se le escapaban inflexiones indígenas y nasales, parecía que me regañaba un jumento. Alguien me esposó con el desprecio para un matricida y me arrastró a una patrulla en el estacionamiento. Ahí fue condescendiente con mi incertidumbre al informar que me llevarían a otro lugar. Gracias por la ayuda, pensé. Ahí estaba, todo cabreado, esperando que sucediera algo en medio de la noche fría. Sentí que iban a desaparecerme. Tuve miedo la neta. El uniformado me quitó las esposas y me aventó a la patrulla.

Adentro estaban dos chemos que apestaban a puro culo y asfalto. La impresión fue como caer en un nido de víboras. No quise voltear a verlos. El chavo de junto me estudió un round y luego nos miramos inevitablemente. ¿Qué, banda?, desafió, ¿qué traes ahí? Se refería a la bolsa del Oxxo. Ah, unos panes y galletas. ¿Los quieres? Simón, ambos aullaron. Se embutieron las chucherías de un trancazo que rompió el hielo. Les pregunté si sabían a dónde nos llevarían. Ah, celebró el de junto. Era un adolescente flaco de cabello lacio y quijada prognata. Era un Beavis. El otro era un Butthead por consecuencia. A la vida le gustan los estereotipos. ¿Cuál sería el mío? Qué pena, me reproché. No, jefe, usted no se preocupe. Vamos a un lugar que está mucho mejor. Ahí te dan de comer y te prestan unas cobijas para dormir. ¿Es su primera vez? Simón. Pues no se preocupe. Vamos a estar como dos días pero luego ya se puede ir a su casa. Está chido, se entusiasmó, porque te ponen películas y luego viene una ruca a tirarte un verbo y a decirte no, que ya dejen de beber, ya dejen de drogarse, muchachos. Jajaja. Puras mamadas. Nos reímos tendido. Toda la certeza que había buscado aquel día me llegó de este apestoso chamaco callejero, que era un maestro. Fue lo que me confortó.

Llegamos como a media noche. Nos registraron y a ellos los condujeron a quién sabe dónde. Un hipopótamo llena de amargura me ordenó despojarme el cinturón, las agujetas, entregar la cartera, casi los calzones, desnudar pues el etcétera. Aún debía avisar a mi novia de aquellos días porque lo último que supo de mí por voz de Aguilera fue que estaba en los separos. Tuve que rogarle para que me dejara conectar mi celular con su cable y llamar. Importuné a la oficial y me regañó como a un cagón. Le inspiré asco cuando le inventé que mis hijos y mi mujer me esperaban en casa y que mi deber era informarlos. Mi carisma impostor la convenció, la conmoví definitivamente con el drama de que uno de los peques padecía cáncer. “Para evitar mayores angustias en su humilde casa, jefecita, porfa.” ¿Y por qué anda de borracho? Mucha presión, clamé bíblicamente. Repudié mi interpretación y el fuego negro que la anima. Compréndame, sólo quise relajarme un poco pero se me pasó la mano. Me sentí como el Mil usos pero convencí a la ruca. Eres un maldito campeón, me felicité. Me gusta inventar. La manía es grosera y peligrosa como un revólver bien lubricado. Todavía antes de terminar la llamada pregunté cómo estaban los niños en casa. Del otro lado de la línea Marisela me preguntó si seguía drogado. No, respondí, que estoy en el Torito. Aquí voy a estar hasta pasado mañana, se ve buen lugar, no te preocupes. Así ingresé a cumplir mi sanción, con la conciencia un poco más relajada. ¡Toriiitooo! Jugué mentalmente a que era Pedro Infante y avancé por un pasillo largo mientras era conducido por un celador garañón y somnoliento.

Abrieron una puerta de barrotes y me introdujeron a un patio abierto donde sólo estaba la madrugada. Crujió el metal de la reja, otra vez ese eco de apando. No supe qué hacer. No había nadie. Quedé parado ante una explanada cercada por muros y una extensión de malla que advertía ni lo intentes. Había una entrada que conducía a un camino donde se perfilaban las prisiones. Hice como en mi primer día de preescolar, cuando el resto de los niños fueron entregados por sus papás a la miss y a mí me dejaron en la puerta del colegio, donde sólo me dijeron ésa es tu escuela, métete. El viejo abrió la puerta del coche y yo bajé. En el patio del colegio me aferré a un pilar del techado como si sobreviviera a un naufragio y permanecí atestiguando el entusiasmo, la promesa de felicidad de esas familias. Comprendí al modo de un niño, que no pertenecía. Ahora estaba en el Torito, solitario ante este otro patio de prisión, sintiendo que tampoco pertenezco. Cuánta chingadera sentimental, me enfadé. De pronto Beavis como una aparición. Ese chamaco tenía algo para mí. Ahí estaba con su sonrisa guasona y su quijaruda esgrimida como estilete siciliano. Véngase para acá, mi jefe, acá está toda la banda. Casi me dan ganas de llorar. Toda mi soledad paliada por esta criatura surgida de la miseria. En el fondo igual que yo.

Sí pues. El Torito no es Alcatraz. Pero cualquier expiación ocurre en la mierda. Y a nadie le gusta la caca. ¿Te gusta la mierda, cariño? Conocí a una tipa a la que sí. Me lo confesó en la cama. La neta, pinche Acapulco, a mí me excita el olor a mierda. Está bien, nena, le dije, voy al baño. El flaco se portó como el botones de un hotel. Me condujo hasta una bodeguita que guardaba un apilado de cobijas percudidas. Ah, cómo apestaba ese rincón. Escogí las menos hediondas según me lo imaginé. Agarre todas las que quiera, concedió el chavo Virgilio. Qué generoso. Llévese varias, unas de cama y otras para arroparse. Él tomó otras. Nos dirigimos al galponcito de chironas por un pasillo sin luz. Bivis caminaba confiado y gandallita. Yo todo pájaro. Me observé desde una vista panorámica. Vaya escena. Olía a suciedad humana ahí dentro. Entramos a la oscuridad de una mazmorra atascada de gente durmiendo donde podía. Mi guía me detectó un espacio entre las sombras y me mandó para allá. A la sensación de estar en una sala dantesca. Me estremecí. Me sentí muy solo pero a la vez agradecido de que toda esa gente miserable me acompañaba. Me senté en el suelo en medio de la oscuridad y permanecí quieto entre bultos y sombras de gente roncando y entre pestes hediondísimas de todo registro de alcantarillado humano. Me hice una camita, me acosté y permanecí tieso como vara. Comenzó a oler a Resistol cinco mil y sonaron las risas sofocadas de Beavis y Butthead. Estaban grifando en el Torito. Esos muchachos me gustaron por astutos y cínicos. ¿Cómo le habrían hecho para introducir su golosina por la revisión? No había de otra que por el culo. Es un campeón triple, pensé. Pude relajarme porque todo estaba cantado, mi iniciación en la vagancia, mi suerte vacía.

Dormité entre rufianes y atorrantes. Pocas horas porque luego alguien escandalizó y otro cabrón replicó el griterío. Parecían unos pajarracos malditos importunando a los muertos. Comenzamos a despertarnos haciendo un extraño efecto de Lázaros que se levantan, de video de Maicol Yacson. Nos formaron en el patio a las seis de la mañana y nos pasaron lista. Hacía un frío hijoputa. Nos tuvieron ahí de pie nomás porque sí. Éramos un ejército de momias y frankentens. La fila avanzó hacia una esquina donde se encontraban unas charolas asquerosamente cochambrosas. El marrano del custodio verraqueó así: Quieren comer en limpio. ¿Verdad, cabrones? ¡Pero no quieren lavar su pinche plato! Órale, culeros. Al menos fueran criminales grandes. Nos formaron otra vez en hilera y así pasamos al comedor. Adentro unas ollas gigantescas emanaban vapor. El flaco me dijo véngase para acá de volada. Agarramos el extremo de una mesa larguísima y fuimos los primeros a quienes sirvieron. Toda aquella comida er

a una mierda. Pedí frijoles y lo menos sucio. Todo parecía preparado con profundo desprecio. Sólo comí pan tieso remojado en té aguado pero calientito. Desayunamos vigilados por aquel rapaz anhelante de cagarse en nosotros, que sólo podíamos escucharlo en silencio y respeto plenos. Frente a mí estaba un anciano piltrafa batallando por contener el delirium que lo sacudía como retintín. Escondí la mirada y me disculpé con el viejo desde mi corazón. No sé por qué le pedí perdón. Cuando volví la vista el veterano tenía al verdugo encima. Lo había detectado como el depredador que es y supo que podía volcar su tonel de mierda en ese vertedero. Hasta se acomodó recargado en la pared. Comenzamos a resistir la lluvia de inmundicia. El vetusto arrostraba avergonzado con su mueca infantil y chimulea. Yo retraído. Sabía que el jabalí me encontraba diferente a los patanes que desfilan por ahí, pero también, que no sabía qué hacer con semejante impresión. Deseaba agradarme pero eso es peligroso porque él ignora que es un animal. Me sucede con cierta gente cateta. Algo de mí les llama la atención y vienen y pican; pero a la vez temen. Total que el chota se puso a masacrarlo. Ah, pero ayer. Pero bien que te gusta beber. Mira, no puedes ni controlarte, pareces un pinche títere. Das vergüenza, pinche ruco mierdero. Deberías tener amor propio. Lo hundió cada vez más esforzándose por impresionarme y agradarme, mientras el anciano petrificaba un rictus estúpido, encarnación de una súplica que me lanzaba como solicitando auxilio. Que yo esquivé como a un lance de mierda. Porque no quería aquella rata metida conmigo. ¿A poco no, jefe?, al cabo se dirigió a mí pretendiendo legitimar la infamia. Confirmé apenas moviendo la cabeza. Me sentí cobarde. Al fin dejó en paz al viejo calcetín y se largó supremo. Descansamos. Aquel pellejo alcohólico fue sacrificado en nombre de esta bola de miserables. Poco después también fui de los primeros en levantarse, lavar la charola grasienta y no saber qué hacer. Nos formaron otra vez. Nos pasaron lista para asegurarse de que nadie había escapado. Nos devolvieron a las mazmorras. Estoy preso, tomé conciencia. Al menos me gustaría tener un uniforme bonito.

Había amanecido y era lunes. Del otro lado de los muros la gente comenzaba a ir a sus trabajos y activar el vértigo cotidiano. Nos llamaron otra vez para hacer filas y pasar lista. A cada hora. La mañana avanzó y fue haciéndose la selección natural entre los parias. Quedé en la clase ínfima y pacifista de esa cadena depredadora. Luego pasaron lista. De ahí algunos nos quedamos en el patio y nos repartimos pegándonos a las paredes. Tomamos un poco de calor como buitres. Fue inevitable que al conocernos las caras cobró forma el espíritu cínico de una comunidad de viciosos, vagos y dipsómanos. Un orgullo rampante nos repelía pero a la vez tramaba una fraternidad de hijosputa. Somos unas cucarachas indestructibles, pensé y me reí solo como un verdadero loco. Qué cosas. Estamos aquí reunidos por fin. Somos una nación desterrada. Acaso por primera vez en mi vida sentí que pertenecía a algo. Pensé en el bulo del brasileño Marcola: Somos el deshecho radioactivo. No sé cómo me nació ternura de vernos ahí juntos y soñé con formar una escuadra de soccer con todos estos marginados. Algo así como el Deportivo Club Fante o Da Uva Sport. Hasta que di con tino. Seríamos el Gran Deportivo Pajarraco. Jugaríamos sólo para llegar al final de cada derrota y merecernos unas guamas. Y cotorrear benditamente.

A lo largo de aquellas horas primas deambulamos por el patio. Los demás fueron saliendo de las celdas y asomando las narices hasta que todos nos encontramos afuera. Al tiempo el rumor de las conversaciones y carcajadas zafias pululó. Más pase de lista y en una de ésas nos condujeron a un salón donde había butacas y pizarrón. Nos trajeron a la escuelita, ridiculizaron algunos y otros replicaron con bufas. Estábamos relajados y lo que sucedió a continuación fue para la historia de las reclusiones. Alguien se tiró un pedo de muerto. Una descomposición avanzada. Y el primero en detectar la anomalía pegó alarma: ¡Huele a anexo! Reímos como pajarracos malditos. Comenzamos a graznar como una parvada de gansos: ¡Huele a anexo! ¡Huele a anexo! Con la respiración filtrada por la manga de las ropas. Casi podías sentir aquel gas atravesar tus poros. En eso entró al salón una trabajadora social que presentó a un médico que nos hablaría de temas como el sida y otras primaveras. La mujer y el facultativo regresaron por donde vinieron al detectar el deletéreo. Es que era prodigioso. Borrachos cochinos, no podía creer tanta pudrición. No volví a ver a mi guía el flaco barracuda pero a esas alturas ya no lo necesitaba. Ya iba por mi cuenta.

El médico se ganó la atención de aquel público hablando de gonorreas, sífilis y cuestiones prácticas para la salud del hombre callejero. Los reclusos participaron lanzando toda gama de preguntas. Habían ido llamando nombres según cumplían su sentencia de 48 horas. Luego nos pusieron una película cubana en la que lo único que importó fue ver a qué hora se cogían a la protagonista; pero el filme resultó una comedia demasiado boba y el criterio de la mayoría de esa horda de tipos duros, demasiado elemental. ¿Qué esperaba?

Luego un cabrón gritó mi nombre desde la puerta y me pegó un susto. Es que si me dicen Acapulco, todo chévere; pero si me llaman Edgar Pérez siento que una furia me levanta por las patillas y me lanza al sufrimiento con una patada en el orto. Algunos replicaron mi nombre porque ya dije que se hizo norma eso de cloquear. Pero ya ni siquiera estaba ansioso por salir. Pero tampoco me permití rechazar la libertad. Leí Los renglones torcidos de Dios y sé que esas cosas inexplicables suceden. Mejor salí a la calle como aceptando un premio inmerecido. Aquel ritmo vertiginoso e inhumano de la capital nacional me pareció más grosero todavía que la escoria con la que acababa de compartir la revelación de que floto en una burbuja sin tiempo. De que soy un vago como Wakefield. Como Bartleby. Como Van Winkle. Suave como el Acapulco tropical que llevo dentro.