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EL ÚLTIMO COLETAZO DE JUVENTUD

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ntre noviembre de 2011 y diciembre de 2015, la presidenta Cristina Kircher decretó el “cepo cambiario”, una medida restrictiva para la compra de dólares debido a la fuga de capitales. Bajo este esquema, un dólar “oficial” valía siete pesos pero como ocurre cuando algo se prohíbe, el mercado negro ofrecía el doble, catorce pesos. Miles de personas viajaban a Uruguay para comprar dólares y luego los traían a Argentina para venderlos en el mercado negro. Ese es el contexto histórico y económico en que se desarrolla La uruguaya, novela de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970). No piensen en una historia de política y sexo sino en una trama es más sencilla y mucho más eficaz: un escritor, Lucas Pereyra viaja a Uruguay a comprar dólares —un anticipo de derechos de autor de su nuevo libro— y aprovecha el viaje para encontrarse con una mujer, una uruguaya de nombre Magalí Guerra Zavala, a quien conoció durante uno de esos encuentros de escritores donde se bebe mucho. Desde luego, Lucas está casado y tiene un hijo, Maiko.

Creo que a los hombres nos sale bastante bien el estilo confesional, ¿no lo crees?
Sí, la novela es claramente una larga confesión a su mujer. No se sabe si realmente la está formulando, se la está diciendo, se está imaginando que confiesa o si la está escribiendo. No sé si es privativo de los hombres, las mujeres, al escribir pueden, tener un tono muy íntimo si quieren, más que los hombres a quienes nos cuenta más la intimidad más pudorosa. Intenté que Lucas Pereyra tuviera un tono muy íntimo, que sintieras que estás metido en su cabeza. En realidad la novela es la demora de tomar una decisión. Él decide escapar por un día pero vive en esa negación tan masculina de a ver ‘cuánto tiempo puedo estirar esto’, y me parece que intenta hacer una fuga que no le sale, una fuga erótica. Esa es su decisión: ir por su deseo.

Tú eres también guionista. ¿Qué tanto La uruguaya tiene rasgos de un guión en cuanto a la estructura de los tres actos?
Creo que tiene una matriz muy cinematográfica pero también es una matriz de las categorías aristotélicas de la tragedia: tiene que suceder en un día, en un lugar y a un personaje. Y La uruguaya sucede en un día, en Montevideo, y le sucede a un personaje. Esas categorías funcionan muy bien para la narrativa y por eso el cine las toma. Por supuesto no estoy diciendo que mi influencia sea Sófocles, sino que son categorías muy antiguas, y tengo mucha educación cinematográfica y televisiva, como cualquier persona que nació a partir de los setenta y que tiene, quizá, más horas de televisión que lecturas. Eso hace mucho mi estilo de escritura, soy bastante visual y quiero que la gente, de alguna forma, lo viva como una película. No pensé La uruguaya en término de actos pero sí de un personaje que termina transformado, eso sí lo pensé.

Cuando Lucas Pereyra confiesa a su mujer que por momentos siente que hubiera preferido no tener un hijo porque dice no tener energía para dedicarse a él y que no podrá darle lo mismo que a él sí le dieron sus padres, parece un retrato de quienes nacimos en la década de los setenta…
No me propongo retratar generaciones sino a un individuo, una persona en particular, y me doy cuenta que cuando voy muy a fondo con una persona termina siendo a veces generacional. Son cosas que están en un aire de la época, quizá nuestra relación con la paternidad sea distinta a la de nuestros padres, sentimos que sacrificamos más cosas, nos cuesta más, o tenemos unas adolescencias más largas, me parece. He visto que los cuarentones siguen medio de fiesta entonces creo que Lucas es un poco eso, está viviendo su última aventura, el último coletazo de su juventud”.

En ese sentido Lucas Pereyra es un personaje inconforme con su vida…
Me parece que lo peligroso a la hora de mostrar un personaje que está disconforme es que la disconformidad o la insatisfacción parece ser culpa de los otros. Lucas le echa la culpa al matrimonio, incluso a su hijo que le quita tiempo, y ese es el costado que me cae más antipático de mi personaje. Me costó trabajó escribir eso pero no coincido con él en ese sentido.

Además en La uruguaya aparecen los nuevos esquemas familiares que dentro de pocos años serán de los más normal y común entre nosotros…
Me interesaba que se le desarme la estantería a Lucas con respecto al modelo de familia. Estamos viviendo cambio de época, de paradigmas con respecto a las familias, ya no tanto el modelo de típico padre, madre y dos hijos, sino que ahora se habla de familias ensambladas, familias con dos padres del mismos sexo… estamos viviendo una entrada hacia otra cosa. Me interesaba mover la estructuras básicas de Lucas y que se replanteara las cosas.

A lo largo del libro usas un recurso: las enumeraciones. Había escuchado que no debe abusarse de ellas, pero creo que en las novelas no existen reglas ni leyes …
Tengo un personaje escritor que se puede permitir escribir de manera extraña, de golpe, si quiere se pone lírico, y esas enumeraciones tiene que ver con esos momentos en que el lenguaje de la novela explota, ya sea por broncas, enojo o borracheras; el lenguaje se expande, se vuelve arremolinado. Si la novela lo permite uno puede hacerlo, el asunto es que quede natural dentro del mismo estilo. La enumeración tiene que ver con la búsqueda de un sentido, girar entorno a un tema tiene que ver con la poesía, la narración es acción que avanza, como en el cine, digamos, y la poesía es un poco como la fotografía: girar entorno a una cosa, como si se detuviera el tiempo, y esas enumeraciones tienen que ver con este girar entorno a un instante, un momento, una idea, hasta agotarla como si fuera un movimiento centrífugo. Si quieres mostrar mucho un detalle, un gesto, una idea o una obsesión está bien usar una enumeración porque genera esa sensación de obsesión.

¿Cómo es la ciudad de Montevideo? En el libro Lucas parafrasea a Borges: “calles con luz de patio”…
Cerati toma ese verso de Borges y o usa en una canción en Bocanada. Montevideo es difícil de ver para un porteño, para un argentino, porque está teñida de una nostalgia de lo que pensamos que es Montevideo. Por eso me interesaba mucho que Lucas fuera con una idea de una Montevideo idealizada, hecha de canciones, de poemas de Borges, de fragmentos de una novela de Onetti, y se tope con una Montevideo más áspera. Montevideo es un lugar donde se cruzan muchos tiempos, tiene una cosa como vintage; están todas las épocas ahí sumadas, es un lugar por donde no parece haber pasado esa oleada glamorosa del capitalismo de las ultimas décadas, ese especie de glam capitalista, esa cosas del shopping. Montevideo tiene un tono medio sepia, y para el porteño todo el tiempo es un lugar familiar y extraño a la vez. Se parece a Buenos Aires pero es distinto. Esa familiaridad y extrañamiento me resultaba muy atractivo a nivel narrativo porque el extrañamiento es una manera de volver a mirar cosas que de tan cotidianas ya no las ves, como mirar algo a través de los ojos de un extraterrestre. Montevideo es una ciudad menos saturada de referencias emocionales. La ciudad donde te criaste o donde vives está muy saturada de referencias personajes y eso vuelve difícil mover a un personaje. En cambio, irte a otra ciudad como Montevideo me permite escribir más suelto sobre todo para la mirada de Lucas.

Ya no es fácil describir narrativamente la belleza de una mujer ¿Magalí Guerra Zavala es muy guapa, no?
Hay tantas Magalís Guerra Zavala como la lectores. ¿A ti te parece guapa?

Sí, mucho.

Me interesa sugerir una descripción y el lector se la imagina, doy apenas unos rasgos como de caricaturista. En un momento digo que tiene una nariz uruguaya, se intuye que es una mujer sensual, sexy, después cada quien la completa con su propia imaginación. Ese es el poder de la literatura: de alguna manera sugerí una Magalí que puedas inventar en tu cabeza y esa manipulación, de alguna forma, es una colaboración, eso es lo interesante de la literatura, es un trabajo conjunto, el producto final lo arma el lector, yo sugiero en un par de líneas algo que tú, en tu cabeza, asocias con un chica que te gusta, con una actriz, y armas algo en tu cabeza que sucede de la piel para adentro, eso es muy poderoso en la literatura a diferencia del cine.

¿Dónde viven las mujeres más guapas: en Argentina o en Uruguay?
En el Río de la Plata. Las mujeres latinas son hermosas, ya agrande más el círculo. Las mujeres más hermosas están en Latinoamérica.

Pedro Mairal, La uruguaya. Emecé, 2017.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALBERTO CHIMAL

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¿Qué es escribir? ¿Cómo se hace? ¿Hay recetas, secretos, hábitos? Los 7 hábitos de los escritores altamente efectivos es una posible respuesta a estas preguntas. Además, nos ofrecen la visión particular de cada creador, sus manías, acciones y costumbres. Hoy le toca al escritor mexicano Alberto Chimal:

 

 

1. Si no estoy en casa, estoy probablemente en una cafetería o un lugar así, donde se puede pagar por un asiento, busco un contacto eléctrico (porque la esclavitud de las muchas chambas me lleva a tener que escribir donde se pueda, a la hora que se pueda).

2. Si no hay contacto, me confío a la batería. Si no hay batería (o aparato) escribo en una libreta, como se ha descubierto que ocurría en las ruinas arqueológicas. También me consigo agua (antes era café pero el cuerpo ya va de bajada, qué triste).

3. Si hay una pantalla cerca, y no es mía, seguramente tendrá un partido de futbol o un programa de espectáculos, así que trato de darle la espalda.

4. Como el programa en la pantalla está sin duda a todo volumen, me tapo los oídos con unos audífonos (aunque no ponga música); si no tengo audífonos me resigno.

5. Pienso en la leyenda de las ocho horas continuas al día para escribir que tiene Mario Vargas Llosa, a causa de que siempre ha habido quien le haga de comer, quien le rellene los recibos, quien lo procure y lo proteja de las numerosas esclavitudes a las que estamos sometidos todos los demás. Sé que esto es dañino pero no lo puedo evitar. También pienso en todo lo que deseaba en otro tiempo para mi escritura.

6. Pienso a continuación que si ya no tiene caso esperar nada de lo que haga, puedo hacer cualquier cosa. Y comienzo.

7. Si estoy en casa, seguramente el gato Morris llegará tarde o temprano a subirse a mis piernas, clavarme las uñas y poner sus patitas en el teclado, lo cual (con todo) es mucho más agradable que todo lo expresado antes. Así que lo dejo estar, pongo algo de música (o una película, como ruido de fondo), tomo agua. Y comienzo igual.

Alberto Chimal (Toluca, 1970). Narrador, dramaturgo y ensayista. Realizó el diplomado de la Escuela de Escritores en la SOGEM y la maestría en literatura comparada en la FFyL de la UNAM. Ha sido profesor de la Universidad Autónoma de Coahuila, de la Escuela de Escritores del Estado de México, de la Escuela de Escritores de la SOGEM, de la Universidad Iberoamericana y la Universidad del Claustro de Sor Juana. Colaborador de CríticaEl ÁngelLa Jornada Semanal, y Letras Libres. Parte de su obra ha sido traducida al italiano. Becario del FOECA-Estado de México, 1994 y 1996, y del FONCA, 1997; artista residente en el Banff Centre for the Arts, en Alberta, Canadá, 2002. Miembro del SNCA. Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl, 1996, por El rey bajo el árbol florido. Premio FILIJ de Dramaturgia, 1997, por El secreto de Gorco. Premio Nacional de Cuento Benemérito de las Américas, 1998, y Premio Kalpa, 1999, por “Se ha perdido una niña”. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, 2002, por Estos son los días. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, húngaro y esperanto. Su segunda novela: La torre y el jardín, fue finalista en 2013 del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. En 2014 obtuvo el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima por Manda fuego. Su sitio web es  www.lashistorias.com.mx y junto con Raquel Castro dirige el canal www.youtube.com/AlbertoyRaquelMX.

HE VIVIDO POCO Y ME HE CANSADO MUCHO

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ulián Ceballos Casco, un pintor de caballete que descubrí en el documental sobre el culto a la Santa Muerte llamado La Niña Blanca, nació el año de 1940 en una vecindad de la calle de Granada, casi llegando a Jesús Carranza, en la colonia Morelos. En dicho documental de la cadena española TVE, a Casco –como era mejor conocido– se le percibe cansado, arrastrando un gran dolor en la mayor parte de su cuerpo, sintiéndose impedido para caminar completamente lúcido por esas calles que tanto vio cambiar con el paso del tiempo. Sobreviviendo en sus lienzos y restauraciones, y por supuesto en esa serie de frases que soltaba con un sarcasmo que se hacía más morboso y narcisista por su voz lenta y aguardentosa, su respiración profunda y enferma; pero aun así manteniendo ese característico tonito que se obtiene en la populacha, haciendo que uno sonriera al conocerlo de frente a un monitor e inmediatamente querer saber más sobre él.

“Me encantaría un Ángel de la Muerte así. Me voy pero si hecho la chingada con él […] Porque además sería muy aburrido irse al cielo”, decía Casco al mostrar una de sus pinturas donde está recostado en una cama, extendiéndole sus brazos a una hermosa mujer de cabellera negra, desnuda y de alas abiertas, mientras la Santa Muerte está parada a su costado, como una especie de guardián bajo unos tonos rojizos y nítidos que tanto le gustó plasmar.

En otra de sus obras, un autorretrato donde está ahorcado con una soga, la lengua de fuera y los ojos casi en blanco –lo que se convirtió en su última serie llamada Diálogos con la muerte, Casco decía: “Quiero morir con una sonrisa de perro atropellado, lo que indicaría que la pase bien en la vida […] Ya no quiero… Ya no tengo que lavar la ropita ni la chingada. Ni voy a hacer la gran obra maestra ni un carajo. Se vive el tiempo que se vive y ya”.

Así es como definitivamente el maestro Casco prefería otro tipo de paraíso, uno que se le dejó venir en picada y directito al inframundo. Ahí seguramente se convirtió otra vez en ese chavo banda y bien parecido que fue –un miembro más de la pandilla de la zona, Los rebeldes sin causa”– para sentirse de nueva cuenta galán y obtener el poder sagrado del piropo con el que tanto acechó a las meseras de un café chino que estaba en alguna parte de la calle de Peralvillo, de su colonia natal, a donde acostumbraba ir todos los días por el simple hecho de vacilarse a las chavas, después caminar a su taller y comenzar a indagar en su propio universo de arte popular que concibió.

“Casco decía que estaba chido picar a alguien”, dijo Virgilio Carrillo, director de la compañía de teatro Tepito arte acá –con más de 30 años de trayectoria–, entre una noble nostalgia y cervezas en el Salón Corona de Madero y Filomeno Mata de la Ciudad de México, lugar que acordé para reunirme con ese viejo amigo de “El pintor de la muerte”, uno de los motes que tuvo Casco.

Y después de frenar nuestras risas y pedir otra ronda de cervezas, le pregunté a Virgilio si Casco llegó a picar con un arma blanca a alguien en las calles. Virgilio lo dudó un poco y sólo me contestó: “Quién sabe, igual y sí lo hizo, le gustaba la agresión”, y recuerda que andaba de desmadroso siendo chavo banda.

Casco tenía su casita en la colonia Peralvillo, aunque su carrera como artista y gran parte de su vida la hizo en Tepito, en la misma zona, al norte de la Ciudad de México, cerca de la Calzada de los Misterios. Sin embargo, ese cuarto de vecindad donde nació, con el tiempo dejó de ser el hogar de la jefa y se convirtió en su área de trabajo predilecta. Ahí pintaba, hacía restauraciones y cabuleaba con sus pocos amigos que tenía como “El Chore” o Lalo “El Herrero”, que fueron sus valedores de siempre de la Peralvillo; o con José Luis y Virgilio, a quienes conoció en Tepito. Aun así parece que su mejor amiga, la de confianza absoluta, siempre fue su soledad. Su temperamento era fuerte, frío, demasiado extraño, prácticamente hablaba con quien quería, con quien en verdad le agradaba. La hipocresía le iba mal.

“Era un completo anarquista. No era nada sociable. Siempre le gustó mucho todo el asunto del anarquismo en la Guerra Civil Española, de ahí creo que le vino mucha parte de su temperamento”, dice Virgilio al preguntarle asuntos sobre su personalidad.

Algunas personas que siguieron la obra de Casco creen que lo corrieron del Jardín del Arte ubicado sobre Sullivan, en la colonia San Rafael, donde se desarrollaba artísticamente. La verdadera historia fue que él desertó de ahí. En ese lugar sólo conoció al muralista Daniel Manrique, con quien en compañía de otros artistas como Felipe Ehrenberg, Gustavo Bernal y el escritor Armando Ramírez –que andaba dando de qué hablar con su novela Chin Chin El Teporocho que le dio un giro de 180 grados a la narrativa mexicana– fundaron a principios de los setenta Tepito Arte Acá, movimiento cultural que salió del barrio bravo exponiendo esa pertenencia única y natural de una parte con demasiada identidad que todos conocen y temen al centro del país. También montaron exposiciones y diversas actividades en comunión, de argüende establecido, como lo fue la conocida presentación de Conozca México, visite Tepito, realizada en la Galería José María Velasco, en Peralvillo 55 de la colonia Morelos, con la que comenzaron a despuntar y dejar ver otras cosas que no necesariamente tenían que ser fayuca, box y violencia. Así fue que esa tarde de alegría y cultura terminó como un enorme guateque con chupe, prostitutas y hasta con la presencia de Ramón Rojo y su Sonido La Changa haciendo gozar con vueltas y brinquitos de guaracha a todos los presentes.

Casco, aproximadamente a la edad de 10 años, en lo que se conocía como Galerías Populares –una del grupo Cuña Misioneros de Arte, en Santa María la Ribera–, vio obras de José Clemente Orozco y ese momento fue tan poderoso que lo acercó al arte, convirtiéndose en una gran motivación, un impulso total para que comenzara a pintar y que en un futuro se autodefiniera como ese pintor realista y popular, atiborrando de esencias llamativas a su entorno marginal.

“Una vez me contó que lo básico de la pintura lo aprendió en la primaria mientras le enseñaban a hacer nieve, que ahí comenzó a contemplar cómo los colores se iban mezclando para darle el sabor exacto”, dijo Virgilio, recordando esos oficios que solían enseñar en las escuelas públicas hace mucho tiempo.

La Galería José María Velasco, que antes fue una bodega del INBA, comenzó a impulsar el talento que se daba en esas vecindades que se mantienen con vida a sus alrededores, ya sea funcionando de bodegas para la mercancía pirata o pereciendo como moradas que ahora y casi por completo toman la definición de anacronismo.

Casco estudió por temporadas en Bellas Artes y la Academia de San Carlos de la UNAM, no obstante, se mantuvo como un pintor autodidacta, tomando libros de arte, sumergiéndose en ellos y aprendiendo hasta donde él quisiera. Era un especialista en la pintura de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Conocedor de la física y química, amante de la astronomía y las matemáticas, aun cuando al parecer ni la primaria terminó. También era un melómano por completo –en especial de los Rolling Stones– y de vez en cuando le gustaba encender el televisor; hasta una de las más famosas vedettes de la época, Olga Breeskin, terminó posando en uno de sus cuadros.

El viejo Champs, un catalán que vivió en Polanco y se dedicaba a pintar y restaurar obras, fue su verdadero maestro, con quien “formalmente” comenzó a aprender alrededor de los 18 años esas dos artes que se convirtieron en sus verdaderas pasiones, con las que peregrinó hasta morir. Gracias a él, Casco llegó a restaurar en su taller obras demasiado emblemáticas mientras utilizaba pantalones de mezclilla como parches y demás utensilios para lograr lo que parecía ser imposible.

Los domingos en La Lagunilla era –me parece, aparte del café chino– el único lugar a donde le gustaba salir ya que ahí lo conocían y se sentía apreciado; de igual forma era el sitio donde le salían chambas de restauración. Solía juntarse con sus cuates a echar unos tragos, específicamente se reunía con José Luis, un tallador que tiene varios puestos de chácharas y antigüedades. Sin embargo, Casco cobraba bastante barato en comparación con otros restauradores.

“Mientras tuviera para comer y beber, todo estaba bien”, dijo Virgilio y después recordó sonriente una de tantas anécdotas en el taller de Casco.

“Un día llegué y estaba un cuadro tirado en el piso, entonces me pidió que lo pisara, que le bajara los humos a esa madre, y resulta que era una obra de Miguel Cabrera. Días después, cuando regresé y me estaba fumando un cigarro me dijo que le tirara ceniza encima al mismo cuadro y después le escupiera. La sorpresa, como por acto de magia, fue que con eso terminó de restaurar esa pintura”.

Parte de sus influencias fueron Francisco de Goya, Rufino Tamayo y José Guadalupe Posada, quien murió a unas cuadras del taller de Casco. Igualmente le gustaba leer a Ernest Hemingway, historietas del Enmascarado de Plata y James Joyce.

“Decía que en una sentada se aventó todo el Ulises, la verdad no le creí. Seguro este Armando Ramírez se lo había contado”, Virgilio recordó otra más de sus historias.

El orgullo de TepitoLa neta del arte acá y Las vivencias barriales de Tepito y anexas, son tres libros de Casco, de los cuales dos parecen ser sobre su persona. Virgilio me comentó que la hija de Julián Ceballos, Paula, tiene cosas que su padre solía escribir sobre el barrio, las cuales eran de una manera completamente vivencial. No obstante, al preguntar en dónde se podían conseguir sus libros parece ser algo imposible.

Sus pinturas se presentaron por distintos sitios del país y el extranjero: Museo de la Ciudad de México, Museo de las Culturas Populares, Centro Cultural de Arte Contemporáneo de Polanco, en el Departamento de la Cultura de Guadalajara, Casino de la Selva de Cuernavaca, el Salón de Otoño de Madrid y en el Instituto Hispano Mexicano de Praga.

Casco no era mucho de vender su arte y tampoco de salir a esos lugares donde se exhibían sus obras. Existen alrededor de cien pinturas que tienen sus amigos, entre ellos Virgilio.

Durante un tiempo de su vida se dedicó a hacer murales en las vecindades de la zona junto a otros miembros de Tepito arte acá, reflejando ese sentimiento de olvido, desamparo y por supuesto el tremendo orgullo de pertenecer a esa urbe de paredes escarapeladas, macetas, mecates para tender la ropa y lavaderos al centro de los patios que forjan la armonía de sus habitantes. Los murales que realizó no le gustaban por el simple hecho de andar pintando en las calles, al aire libre. Casco era un artista oscuro, de encierro, de incomunicación. En el presente esos murales ya no existen, pero es una tradición que ha seguido y ahora los muralistas contemporáneos de ahí –quienes en su mayoría son muy jóvenes y muchos tienen como un referente a Casco aun cuando algunos ni siquiera han visto su obra en persona– se dedican a plasmar la realidad que los cobija en el presente, en sus días de elucidación urbana.

Y durante la última ronda de cervezas, cayendo la noche y cada vez más interesado en la extraña e inquietante historia de Casco, contada por su amigo Virgilio, supe que mi acompañante de tragos en su niñez le cargaba las bolsas del mandado a Doña Paula, la madre de Casco; que en esa época fue donde lo veía andar de aquí para allá vistiendo una chamarra de cuero sin saber que entablaría un enorme cariño hacia uno de los artistas de Tepito que, escuchando fragmentos de su vida por parte de alguien tan allegado como Virgilio, se debería valorar muchísimo más el esfuerzo y dedicación para chingarse en lo que alguna vez fue un sueño y poco a poco comenzó a volverse toda una realidad cruda, masoquista y regocijante.

“Casco, las veces que cotorreábamos en su taller, siempre afirmaba que nosotros estábamos muertos. Cuando había dinero entonces unos pases de coca. Pero lo normal era mucha mota y unos tragos de ron Bacardi blanco con jugo de piña, eso le gustaba”, Virgilio mencionó esto en relación al culto que tenía su amigo por la Santa Muerte.

Con los problemas de salud que le vinieron en sus últimos años, Casco se mantenía hablando cada vez más con la muerte, incluso su cuate José Luis le regaló una Niña Blanca tallada en hueso que traía colgada al cuello. Tiempo después realizó Diálogos con la muerte, esos cuadros que suplicaban el suicidio, ya fuera postrado en una silla eléctrica o apuntándose en la boca con una pistola y así conservar un sentido del humor que quizás era la manera para ocultar el dolor.

Primero tuvo un problema en el brazo con el que pintaba, el hombro se le zafaba y siempre se negó a ser atendido apropiadamente por algún doctor; él mismo se acomodaba su fuente de creación. Se fue agraviando más hasta que ya no pudo pintar, fue algo que lo deprimió demasiado. Después estuvo malo de sus piernas, no podía caminar bien, aun cuando durante mucho tiempo anduvo transitando en su moto. Al final vino la resignación, los dolores eran muy intensos, algo perfecto para ser plasmados.

Gran parte de sus achaques se debieron a una caída que tuvo, lo que hizo que posteriormente sufriera una trombosis por sus problemas de presión.

“Hacía enojar bien cabrón a los doctores, no le gustaba atenderse, mucho menos medicarse, y como que empezó a ver cada vez más de cerca a La Flaca. Se peleaba con el cardiólogo, era bien necio”, dijo Virgilio.

Como la muerte de Casco cada vez se acercaba más y nuestra hora de partida también, Virgilio recordó cómo eran esos días con Casco en Tepito.

“Éramos del barrio, pero no precisamente vagábamos en las esquinas, pulquerías o en la fayuca. El punto de reunión era el taller de Casco, ahí nos juntábamos a echar chela, toques de mota, hablar de arte y de todo lo que nos gustaba y nos unía. Una vez me quiso jugar una broma y no le salió. Me puso una cubeta con arena arriba de la puerta pero falló. Tenía un humor bien chido, único. Luego que ya andábamos bien pachecos se ponía a hablar como si fuera de ultratumba, sí daba miedo. También de vez en cuando nos decía que ya regresaba, iba al mercado, compraba pescado y nos cocinaba”.

Precisamente ese era su territorio, su área hecha una penumbra que le proporcionaba inspiración para plasmar sus emociones en todas sus pinturas, como igualmente lo fueron esos ratos de confianza y desmadre con la banda. Casco únicamente se sintió vivo en su taller y en La Lagunilla.

Julián Ceballos Casco murió el 3 de octubre de 2011.

“Ya valió madres todo”, fueron las últimas palabras que Virgilio escuchó de su amigo un día antes de fallecer en el Hospital General Dr. Gregorio Salas, ubicado en el centro de la ciudad, en la calle del Carmen 42.

Desde su muerte se le han realizado galerías y reconocimientos, como lo fue Trazos, tragos, locuras… se fue la vida, en el Centro Cultural Futurama. De igual forma unos que otros del barrio pueden presumir que tienen un rayón, un tatuaje hecho por Casco, que durante un tiempo y en el desmadre agarraba la tinta china y la aguja para marcar de por vida a quien se dejara.

Su hija Paula sigue viviendo en la vecindad de Granada y tiene un puesto en el tianguis de Tepito. Casco, aunque sólo se juntó –Virgilio no recordó el nombre de su pareja–, parece que no la llevaba bien con ella y por eso anduvo pintando en sus cuadros a una tal Citlalli, algo así como una de sus galanas.

“Una vez me pidió que lo quemara con todas sus pinturas adentro de su taller. Obvio que no lo iba a hacer, ya conocía muy bien esos arranques que le daban”.

Casco parecía ya estar harto de todo; sin embargo, de haberlo complacido Virgilio no podríamos sentir correr la emoción del maestro en nuestros cuerpos, sentir arder nuestros ojos al contemplar esa crudeza que genera algo tan real contrastando entre esa serie de colores vivos que dejó un trazo pensado de forma tan tenebroso. Acá, en esas vivencias que se generan en un barrio tan popular. Acá, en ese caballero clavándole una lanza en el pecho. Acá, en esos niños jugando en cada rincón de las vecindades. Acá, en ese autorretrato donde está crucificado. Acá, en esa mujer fatal de Las noches de Califas. Acá, en esos puestos de carnitas del Paisita. Acá, en esa calaca acechándolo a cada momento. Acá, en esa Virgen de Guadalupe escuchando su última plegaria. Acá, aun cuando soportar la vida duele, duele tanto que lo único que queda es plasmarlo todo hasta sentir la paz. Bien acá. Bien Tepito arte acá.

 

UNA TUMBA PARA LLORAR*

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*Este texto se publicó originalmente en el número 49, correspondiente al mes de noviembre de 2011, en la revista Casa del Tiempo de la UAM.

n 1835 el velero Saint James atracó en el puerto de Veracruz. Procedente de Liverpool, la embarcación atravesó el Atlántico en seis meses. Entre los pasajeros se encontraban William Stephen Benfield y Mary Elizabeth Eldridge, su esposa. La desesperación explica los motivos de la larga travesía: Mary Elizabeth padecía tuberculosis; la altura y clima de la Ciudad de México eran ideales para su recuperación. La prescripción médica fue exitosa —ella vivió hasta los noventa años—, aunque la llegada al puerto veracruzano cobró cara la consulta y el agotador traslado: la hija más pequeña del matrimonio enfermó gravemente por el brote de cólera morbus que azotaba la región. Murió días después.

Enterrar el cuerpo de Mary Ann se convirtió en otro martirio. Por ser anglicana su cuerpo no podía depositarse en ningún camposanto de la región. Las arenas de una solitaria playa veracruzana se convirtieron en su tumba. Lejos de maldecir la nueva tierra a la que había llegado, William Stephen Benfield le juró a su esposa que, además de convertirse al catolicismo, construiría un cementerio donde cualquier persona, sin importar su religión o condición social, pudiera enterrar a los suyos. Faltaban aún 24 años para que Benito Juárez decretara la Ley de secularización de cementerios. [1]

Los negocios que Benfield estableció en México, naturalmente, prosperaron en pocos años. Su hijo Juan Manuel Benfield, nacido en México, hizo realidad el sueño de su padre: hacia 1874, a través de la empresa Benfield, Breker y Compañía, obtuvo la licencia para establecer un panteón en la “Tabla de Dolores”, un inmenso terreno ubicado en las Lomas de Tacubaya. El 13 de septiembre de 1875 el general Domingo Gayosso fue enterrado en el nuevo cementerio, convirtiéndose en su primer huésped. Algunas versiones aseguran que el flamante panteón fue bautizado como Dolores en homenaje a la suegra de Juan Manuel Benfield, Dolores Mugarrieta de Gayosso, quien falleció el 22 de mayo de 1876. Todo quedaba en familia: Juan Manuel Benfield se había casado con la hermana de Eusebio Gayosso, quien en 1875 fundó la famosa agencia funeraria. En definitiva se trataba de una sociedad provechosa.

Hacia 1872, el presidente Sebastián Lerdo de Tejada decretó que en el sitio conocido como Tabla de Dolores se estableciera un lugar para enterrar a aquellos mexicanos por sus aportaciones al bien nacional, y que después fue bautizado como Rotonda de los Hombres Ilustres [2]. Se trata de un amplio círculo de casi 60 metros de diámetro, ubicado sobre el eje que marca la entrada principal del Panteón Civil de Dolores. Al centro del círculo se encuentra la llama votiva que permanece encendida día y noche, y que hace alusión a la novena estrofa del Himno Nacional: “Y el que a golpe de ardiente metralla/ De la patria en las aras sucumba/ Obtendrá en recompensa una tumba/ Donde brille de gloria la luz” [3].

El 21 de marzo de 1876, el teniente coronel Pedro Letechipía Cuéllar, fue el primer mexicano en ser enterrado en el panteón de los héroes nacionales, como “símbolo de lealtad a las instituciones de la República” [4]. Su soledad en aquel predio no duró demasiado: el 17 de julio del mismo año, el general Diódoro Corella, quien combatió durante la intervención francesa, fue sepultado en la Rotonda.

El terreno de la estadística ofrece datos interesantes y curiosos: la Rotonda tiene capacidad para 145 tumbas, de las cuales 111 ya están ocupadas. Hay 6 mujeres (Dolores Asúnsolo López Negrete, mejor conocida como Dolores del Río; Rosario Castellanos, Virginia Fábregas, Emma Godoy, María Lavalle y Ángela Peralta) y 105 hombres. Actualmente se encuentran enterrados 8 ex presidentes de la república (entre ellos Valentín Gómez Farías y Sebastián Lerdo de Tejada) y un vicepresidente (José María Pino Suárez). Porfirio Díaz fue el presidente que más personas ilustres ha enviado: 22 (considerando que estuvo 31 años en la silla presidencial [5]). Por el contrario, Ernesto Zedillo [6] se mostró indiferente ante las cuestiones protocolarias de la Rotonda: únicamente decretó el traslado de los restos del cardiólogo y rector de la UNAM, Ignacio Chávez. El usurpador Victoriano Huerta aprovechó bien el único año que gobernó: envío a Ignacio Mejía y a Juan A. Mateos Lozada. Sólo hay un arquitecto: Juan O ‘Gorman. Están los tres muralistas: David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y José Clemente Orozco. Hay seis músicos y compositores de renombre: Julián Carrillo, Carlos Chávez, Manuel M. Ponce, Silvestre Revueltas, Juventino Rosas y Felipe Villanueva. Destacan los monumentos funerarios de Agustín Lara, Amado Nervo y Bernardo Quintana. Hay dos extranjeros: Jaime Nunó y Pablo Sidar [7]. Dos detalles muy mexicanos: al remodelarse y ampliarse la Rotonda, los restos de Ignacio Mejía [8] se extraviaron; por el contrario, la tumba del general revolucionario Cesáreo Castro, sin ser persona ilustre, quedó dentro del nuevo espacio.

El Panteón de Dolores no duró demasiado en manos de la compañía Benfield, Breker y Cía. María del Carmen Reyna escribe en su ensayo Panteones en Tacubaya [9], que intempestivamente Porfirio Díaz presionó a Benfield para que vendiera al gobierno su fábrica de papel (Loreto y Peña Pobre), de loza (ubicada en Niño Perdido), y el panteón, por cuyo terreno de un millón ciento veinte mil metros cuadrados, ofrecieron $130,000 pesos, de los que el gobierno sólo pagó $65,000. El resto, se dice, nunca se lo pagaron a Benfield y sus socios. Los planes de sembrar cedros de Líbano y de construir ríos y cascadas para crear un espacio de recogimiento, se olvidaron para siempre. Se edificó una capilla, un osario y un crematorio, hoy desaparecidos, a excepción de la antigua chimenea del crematorio original.

El carácter popular del Panteón Civil de Dolores lo vuelve diferente al Francés, al del Tepeyac o al Inglés. Es el cementerio de las masas. El sueño de igualdad de William Stephen Benfield se evaporó para siempre cuando fue dividido en seis secciones —entre más alejada estuviera la fosa su costo disminuía—. En la escena final de Nosotros los pobres (1947), Ismael Rodríguez recrea un dos de noviembre en la Sexta sección, la más pobre y cercana a la fosa común. Su elevado nivel melodramático nos hace pensar que efectivamente, en alguna de las 640 mil tumbas, sea algún familiar o un héroe o ídolo histórico, como dice Chachita [10], cada quien puede encontrar en el panteón de Dolores una tumba para llorar.

Fotografía tomada de: https://jorgalbrtotranseunte.wordpress.com/tag/rotonda-de-las-personas-ilustres/

 

Notas:

[1] Que ocurrió en Veracruz, el 31 de julio de 1859. http://www.memoriapoliticademexico.org/Textos/3Reforma/1859LSC.html

[2]Durante el gobierno de Vicente Fox, para promover la equidad de género, la Rotonda se denominó “de las Personas Ilustres”, a través del decreto del 4 de marzo de 2003. http://rotonda.segob.gob.mx/work/models/Rotonda/Resource/contenidos/2_historia.html

[3] Un sepulcro para ellos de honor…: Rotonda de las personas ilustres, Juan José Medrano Castillo, coordinador general. Secretaría de Gobernación. 2008.

[4] Ibidem

[5] En promedio, Porfirio Díaz envió 0.70 personas por año a la Rotonda de las personas ilustres.

[6] En promedio, Ernesto Zedillo envió 0.16 personas por año a la Rotonda de las personas ilustres.

[7] Jaime Nunó nació en Gerona, España. Autor de la música del Himno Nacional. Pablo Sidar nació en Zaragoza, España. Intentó junto con Carlos Rovirosa volar sin escalas a Buenos Aires desde la ciudad de México. No lo lograron.

[8] Los datos de Ignacio Mejía pueden encontrarse aquí: http://rotonda.segob.gob.mx/work/models/Rotonda/Resource/contenidos/2_fichas.html

[9] En Tacubaya: Pasado y presente volumen 1, coordinado por Celia Maldonado. Editorial Yehuetlatolli, 1998. http://issuu.com/doncelesdigital/docs/04-tacubaya-pasado-y-presente-i/1

[10] http://www.youtube.com/watch?v=Dwni0T8oXRg&feature=related

MARIANA ENRÍQUEZ

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¿Qué es escribir? ¿Cómo se hace? ¿Hay recetas, secretos hábitos? Los 7 hábitos de los escritores altamente efectivos es una posible respuesta a estas preguntas. Además, nos ofrecen la visión particular de cada creador, sus manías, acciones y costumbres. Hoy le toca a la escritora argentina Mariana Enríquez:

1.- No tengo hábitos rígidos. Todos estos años de escritura y desorden me volvieron supersticiosa, de modo que prefiero seguir indisciplinada: lo que sea que sale, bien o mal, sale del semi-caos.

2.- Escribo escuchando música. En general elijo artistas o canciones muy específicas que me ayudan con personajes o situaciones. Soy variada: voy de Springsteen a Slayer, de Lana del Rey a Nick Cave, de Townes Van Zandt a Suede.

3.- No escribo cuando viajo ni cuando estoy de vacaciones.

4.- Tomo apuntes a mano y luego los vuelco a la computadora. Antes escribía casi todo a mano pero por culpa del teclado estoy perdiendo la manuscrita y a veces no entiendo lo que escribo o siento que soy demasiado lenta.

5.- Ahora prefiero escribir por la mañana pero el horario habitual ha ido cambiando en diferentes etapas de mi vida. Hace veinte años sólo escribía de noche, por ejemplo.

6.- Cuando escribo tomo agua o café.

7.- Siempre que escribo, leo. Por ejemplo: si escribo cuatro horas por la mañana, siempre tengo un libro para leer por la noche. Para mi son partes del mismo proceso.

Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es periodis­ta, subeditora del suplemento Radar del diario Pági­na/12 y docente. Ha escrito novelas, relatos de via­jes, perfiles y colecciones de cuentos: en Anagrama han aparecido dos de ellas, Los peligros de fumar en la cama Las cosas que perdimos en el fuego, publicada en veinte países. (Fuente: Anagrama)