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BREAKFAST IN TIJEI

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Extracto del libro Nadie me sabe dar razón. Tijuana, migración y memoria, Producciones el Salario del Miedo/UANL 2015. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

 

“Rece por mí, porque no se a dónde iré a parar”. Así termina ese joven treintañero la historia de decepción amorosa que lo está llevando a perderse en el alcohol. Suspira hondamente, me agradece por permitirle expresarse y se mete en la fila del Desayunador Salesiano del Padre Chava.

Se supone que vine a recabar testimonios de los miles de migrantes que confluyen en este lugar, pero aquí no solo llegan dreamers deportados sino familias enteras que viven en el filo de la pobreza y la pobreza extrema; madres solteras en busca de capacitación y alimento para su prole; indigentes cuya iluminación diaria proviene de un “foco” para fumar crack; universitarios caídos en desgracia; veteranos de guerra sin patria por la que luchar; viejos bardos de los camiones… toda una fauna de milusos que sobrevive al desamor del fin de los tiempos. ¿Puede la escritura devolverles la dignidad y sus sueños?

 

ine a Tijuana porque me dijeron que acá hacen falta las letras. Que las vidas de los que ahí confluyen merecen ser contadas. Y no me pude resistir. Me dijeron que a los migrantes les hacen falta palabras para dejar constancia de su peregrinar. Es mi primer día en este lugar donde el aroma de chilaquiles y café inunda el aire. En el patio del desayunador salesiano del Padre Chava permanezco de pie, observo y me observan. Un mural se inaugura. Obra del grafitero Libre y algunos personajes del desayunador, la pared ha agregado color a la gris espera para entrar a comer. Al fin terminaron meses de hechura, todos estén de plácemes. La Directora de Culturas Populares y el subdirector de culturas populares de la zona norte presumen sus logros. Parece poco, pero este mural o los cursos de música que han permitido que se forme un grupo de adolescentes (Son Migrantes) le han cambiado “la narrativa” a los asistentes al desayunador. En la tarima, los soneros veracruzanos de Caña Brava y los Son Migrantes, alegran la mañana.

Adentro, cientos de seres humanos se acomodan alrededor de mesas en espera de un alimento que quizá sea el único que probarán en el día. Por ellos estoy aquí. Porque alguien en la Secretaría de Cultura pensó que a esta gente la vida ya le ha cobrado caro y es hora de dejarlos hablar, de despertarlos del letargo, de iluminar la oscuridad y devolverles sus sueños.So

He llegado a las ocho de la mañana y desde ahora y durante tres meses me haré cargo de un taller de escritura que aspira a rescatar las “memorias de la migración”.

Pero al desayunador del padre Chava no sólo llegan migrantes o dreamers deportados, sino familias que viven en el filo de la pobreza, la “normal” y la extrema; madres solteras en busca de capacitación y alimento para su prole; indigentes; universitarios caídos en desgracia; veteranos de guerra; viejos bardos de los camiones. Toda una fauna que sobrevive al desamor del fin de los tiempos.

Este ejército de “almas en pena” sobrevive lavando coches, mendigando, vendiendo chiclets o barriendo el estadio de los Xolos después de cada partido. Dicen que Tijuana terminará por devorarlos algún día, si es que todavía no lo ha hecho. En el patio, debajo de un techo de agua hecho de madera espero, reparto hojas, lápices y plumas.

                                                          ***

Es muy pronto para reflexionar sobre la verdadera necesidad de un inocente taller literario en este lugar. Apenas es mi primer día y según el programa debo hacer que los talleristas escriban sus sueños y expectativas antes y después de migrar.

Hasta pensé en disfrazarme de pitonisa para atraer alumnos. Incluso convencí al sacerdote Jesús Arrambarri, que hace las oraciones y los anuncios en el sistema de sonido del desayunador, de que me prestara el micrófono para invitarlos con mi mejor voz impostada a “escribir su historia, a contarme sus pesadillas y sueños de la frontera”.

No habían pasado ni cinco minutos cuando un señor se me acercó. “Le preguntaba a la licenciada si usted sabe descifrar los sueños”, me dice. “Pues más o menos”, miento. “¿Le digo lo que soñé? Soñé un montón de moscas, pero así (junta las puntas de los dedos de las manos), yo las barría y las barría con la escoba, pero era una pared así llena de moscas y con una escoba las tumbaba así (hace como si deslizara una escoba imaginaria por una pared de arriba a abajo). “Mañana véngase al taller y lo analizamos”, le digo. “Ándele pues, la busco mañana”.

Un “vidente” llegó a contarme sus revelaciones divinas. Lo invité a escribirlas porque estaba necio en llevarme al desierto “al punto donde fue ungido”. Otro llegó a sermonearme con eso de que todos los cuentos ya han sido escritos en la Biblia y una muchacha, aún visiblemente drogada, me retó agresivamente a que mejor yo le contara mi historia.

—Lo que pasa es que quieres escribir los libros, publicarlo en el periódico. Por eso yo ya hablé con mi amiga, una gabacha, y le dije que voy escribir mi propia historia y mi propio libro.

—¿Y cuándo lo vas a hacer?- le pregunto.

—Lo tengo bien grabado aquí —se golpea la frente—. Y no soy olvidadiza.

—Bueno, una cosa es tenerlo ahí y otra escribirlo poco a poco en hojas.

—Permíteme ¿sí?, a mí nunca se me olvida nada, ni se me olvidan los sueños. Me quieres echar menos a mí como si yo hubiera nacido ayer. A mi no me vas a echar menos. Vete a la chingada.

Tijuana comienza a cobrarme su cuota de locura.

***

Debo recordar que estoy aquí gracias al éxito de los talleres de música (huapango y guitarra) y artes plásticas (grafitis y dibujo) que se han impartido bajo ese techo; gracias a esa “cultura inmediata” que puede medirse en resultados tangibles: tantas horas, tantos alumnos, tantos “beneficiarios”, tantos “productos”.

No me preocupa. Sé que pueden llenarse páginas enteras con el vacío existencial del hombre. Así que me he transformado en una infiltrada, una ingenua dispuesta a escuchar secretos guardados en el baúl de la vergüenza, un buzo sin escafandra dispuesto a explorar el desagüe de desechos humanos del Bordo tijuanense, la verdadera línea fronteriza, la estampa apocalíptica de una ciudad de reglas implacables no escritas.

Soy también el blanco de las burlas de los resentidos, la novedad entre los solitarios, un imán de paranoicos, la futura víctima de mis propios prejuicios. Bajo este techo de aguas que se arma y desarma sin usar clavos pienso en la sencilla posibilidad de permanecer callada y escuchar. En la importancia de adaptarse, de embonar como las piezas de este techo prefabricado, pero aquí el caos es el orden, la lógica es el desvarío.

 

***

Los excesos de Tijuana pueden verse en sus semblantes, en sus ropas arrugadas y cochambrosas. Llevan tatuajes con números de pandillas que son temidas en los barrios bajos de San Diego, San Francisco, Los Ángeles y otras ciudades, pero acá, de este lado, ya no significan nada.

Muy de mañana aparece ante mis ojos la Tijuana “ojerosa y pintada, la que se cubre las cicatrices que denotan su adicción a los golpes, la que suda la cruda, esconde el escote y se limpia el rímel corrido por las lágrimas del desprecio”.

Francis observa con ojo de águila. Son ya seis años viendo pasar de todo, le son familiares los insultos, sabe que por fuera se burlan de su sobrepeso. Aún así la llaman “madre”, pero ella no tiene compasión. Los borrachos no entran. Los que aprovechan los lavabos para asearse son apurados o sacados. Las que enseñan de más deben cubrirse. Los que traen la malilla, el síndrome de abstinencia de la heroína, mejor que esperen a calmarse. Francis le suelta un fiero “señor, usted qué hace ahí?” a ese cholo bigotón con lentes oscuros que quiere meterse a la fila de la tercera edad, cuando un anciano teporocho vomita ante el Cristo de la entrada y los gritos y chiflidos no se hacen esperar.

En las mesas todos son atendidos por voluntarios que expían con trabajo sus propias culpas o apoyan a cambio de alojamiento. Sirven las mesas, limpian el piso, cocinan o preparan café. Otros reparten el café con leche y una pieza de pan dulce para cada uno y otros esperan de pie para bendecir los alimentos.

Alberto se sienta a mi lado y aprovecha para decirme sus teorías. “Aquí se viene a desayunar esperanza. Todos tenemos diferentes estómagos, el espiritual, el familiar, el de trabajo, igual el de la droga. Me he dado cuenta que la adicción es una obsesión, un hambre, y para todo hay estómagos”.

Es bajito pero correoso, dice que fue marine en “Fili” (Filadelfia), que arreglaba portaaviones. Ahí comenzó a beber. Su familia vive en San Diego, pero él “se deportó solito”. Lleva seis meses viviendo en Tijuana y acude al albergue como voluntario para no sentirse “tan abajo”. Quiere ver si encuentra un departamento, un trabajo, compañía.

Se “vio forzado” a venirse para acá por necesidad monetaria, aunque luego me irá contando a cuenta gotas que en realidad se tiró a la bebida porque su mujer le quitó a su hijo. “Miro a esta gente y no me quejo, al contrario me doy un sopapo, yo estoy bien”.

Se ha dado cuenta de que aquí todos son refugees como los de Europa. “Sí, refugees de un sistema que no les sirvió. Muchos son pochos, no quieren aceptar a México como su país porque su vida está allá y la gente de aquí no los quiere porque muchos vienen de la cárcel. El inmigrante que viene aquí está tatuado y es rebelde, está deprimido y no viene a hacer cosas buenas, ni con la mentalidad de trabajar. Vienen enojados”.

La semana pasada por primera vez Alberto cayó en la cárcel. Se le perdió su identificación y en Tijuana “si no se tiene identificación oficial lo avientan a la 20 (la cárcel 20 de noviembre de Tijuana) como un criminal”.

Alberto es alcohólico pero no quiere hablar solo de eso como en doble A. Tuvo que pasar por eso para encabronarse consigo mismo. Ahora se pregunta cuál es su excusa. “¿O sea, qué onda conmigo? Yo le enseñaba a bailar a la gente, era expresivo, positivo, no usaba malas palabras para nada, pero la calle me fue cambiando. Fue mi culpa por hacer mal choices. Me escondo de lo que tengo que hacer en la vida, de mis deberes. Aquí estoy, no salgo, no voy a San Diego, estoy en el limbo, experimentas un poquito el infierno mental en vida”.

—Tu teoría es muy buena— le digo y lo invito al taller a escribirla de puño y letra, pero a él le gusta más dibujar. No le atrae nada la idea de escribir a mano.

—Dame una computadora y te escribo todo.

Y continúa disertando sobre su “teoría del refugee“. “La mayoría están en un shock. Tienes que hablarlo, pero yo no quiero estar hablando de eso. Que no se me olviden mis malos hábitos, o que puedo caer y fregar toda mi vida otra vez, que no se me olvide, pero eso está ya en mi consciencia. Ya me fui, ¿verdad?, luego le seguimos”.

Le piden que limpie y no pierda el tiempo. Rápidamente se levanta y se lleva un recogedor y escoba. Lo miro alejarse. Como él, yo también “ya me fui”.

Imagen tomada de http://www.salesianostijuana.org/single-post/2015/01/30/XVI-a%C3%B1os-del-Desayunador-Salesiano-Padre-Chava

PARA ESCRIBIR HAY QUE QUEMARSE ENTERO

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onsumido de poesía y de un sentido apocalíptico de la existencia; encorvado y frágil por el Parkinson, la voz de Raúl Zurita (Santiago, 1950) se transforma de un hilo quebradizo en un tono potente para hablar de la necesidad de la belleza en un mundo asolado por el mal. Integrante de la vanguardia artística de los setenta y Premio Nacional de Literatura del año 2000 en su natal Chile, Zurita desbordó los límites convencionales de la poética con una serie de actos que incluyeron quemaduras en su rostro y el intento de cegarse, además de pintar sus versos en los cielos, los acantilados y los desiertos del continente americano. Durante su visita más reciente a la Ciudad de México, el poeta que desgranó la experiencia chilena de la dictadura de Pinochet charló sobre sus trayectos vitales, la creación a partir de las cenizas personales, el proceso del cuerpo convertido en obra poética y la condena de cada ser humano a buscar un paraíso para existir y resistir frente a las experiencias más dolorosas de la vida.

Una parte fundamental de su poesía inicial se reconoce como un trayecto basado en la obra de Dante: desde el purgatorio hasta su (ante)paraíso. ¿Cuál es el trayecto actual de su poesía?
Yo me imaginé un proyecto en plena dictadura chilena en el que me demoré prácticamente veinte años, para hacer un libro que se llama La vida nueva. Era un trayecto que iba de lo más precario y doloroso. Yo mismo me quemé la cara en un baño, solo, sin fotógrafo, no era performance, no era nada. Eso fue hasta que terminara con el vislumbre de una posible felicidad. En 1993 escribí sobre el desierto “Ni pena ni miedo”, una frase mía de tres kilómetros. Ahí concluí esa primera parte. Después me tardé doce años en hacer una segunda idea, que termina en mi libro Zurita, de casi 800 páginas.

¿Con qué sensación del mundo despierta?
Yo estoy absolutamente impresionado, sobrecogido por la noticia de gente que está tan mal. Pienso si tiene sentido la existencia de la humanidad, si no sería mejor que viniera un diluvio y nos borrara del mapa, porque es increíble un mundo con los refugiados sirios, los suicidados con bombas. No hay un segundo en que una ciudad de este planeta no esté siendo bombardeada, en que no haya personas torturadas o personas que huyen de las guerras; en un mundo que tiene las condiciones técnicas y económicas para darle bienestar a toda la gente. Creo que esa preocupación cruza todo lo que hago porque es feroz. No creo que ningún artista pueda ver la televisión y no salir absolutamente destrozado. Pero al mismo tiempo me pregunto por qué la gente no se suicida al ver a su hijo masacrado. Y creo que es porque siempre está la visión de un mañana, el fundamento de la existencia. Somos una raza de asesinos condenados a construir el paraíso.

Uno de los rasgos más destacados de su obra es que el paisaje habla, grita, reclama la justicia y las historias de Chile durante la dictadura. Sabemos lo que nos quita, pero ¿qué es lo que la dictadura no puede arrebatarle al ser humano?
No hay fondo. La dictadura te puede arrebatar todo, destruirlo todo. Para mí la poesía fue una forma de resistencia y de sobrevivir. En situaciones límites, tan duras, imaginarte estos paisajes que hablan puede ser una forma de resistir. Yo estaba totalmente liquidado, pero me imaginaba los poemas en el cielo o el desierto. Para mi sorpresa, se hicieron después. Para mí era una tarea de la no resignación. Había que responder a la violencia extrema de la dictadura con la mayor violencia de la belleza.

¿De dónde surgen las voces de esos desaparecidos que aparecen en todo momento en su poesía? ¿Cómo las escucha o las convoca?
Yo no sé. Está en los poemas. ¿Quién es ese que entra dentro de ti y te hace hablar de un modo distinto del que usas para tomar un café? Yo creo que los poemas son como los sueños que sueña el sueño de la tierra y uno recoge fragmentos de esas pesadillas. Pero no es porque uno sea el autor, está transcribiendo. Creo que si uno fuera capaz y pudiera llegar al fondo, es posible que llegue al fondo de la humanidad entera. El dato de la muerte es un hecho concreto; yo no estoy enfermo de nada, lo que tengo es neurológico, pero estoy en una especie de periplo tanto dentro de mí como afuera, y bastante golpeado por el mundo. Porque “felices los felices”, los que están bien. Ellos no tienen preocupación. Pero los que están mal, están demasiado mal. Me da la sensación de que la humanidad no se merece sobrevivir. Hay un poema que cita Hemingway en Por quien doblan las campanas. Cada vez que las campanas doblan porque alguien muere, yo muero, muere la humanidad. Somos una humanidad, aunque nos cueste. Cada vez que alguien desaparece o es torturado, la humanidad entera fallece.

Günter Grass escribió una vez: “la pérdida me hizo elocuente”. ¿A usted, la fuerza poética de su pérdida lo tortura o lo sigue impulsando para escribir?
Las dos cosas. Creo que si uno no es capaz de enunciar con los ojos abiertos, sin autocompasiones, en la propia oscuridad, es imposible vislumbrar algo. Los grandes monstruos, los asesinos genocidas (Hitler, Pinochet, Stalin) fueron tipos que estuvieron en las mismas ciudades que nosotros, en los mismos colegios, en la misma interacción social. Esa reserva de criminalidad y de mal está también en cada uno de nosotros. La sociedad encierra al genocida y después nos lavamos las manos. La sociedad entera es como una familia: de pronto descubres que tu padre que amabas era un violador de niños. ¿Cómo lo tomas? Toda la familia se muere. Algún día tendremos esa conciencia de la totalidad.

Usted experimentó intensamente sobre su propio cuerpo durante su búsqueda poética. La quemadura de la mejilla, el amoniaco en los ojos, la masturbación frente a una pintura. Usted hablaba de un periplo. ¿Cómo es su relación actual con su cuerpo, cómo se hablan?
Tanto la quemadura en la cara como el intento de cegarme fueron actos absolutamente solitarios, sin fotógrafo, sin registro. Actos bien desesperados que después se transformaron en parte de una obra. Yo creo que para escribir es preciso quemarse entero. Que no quede un músculo. Desde esas cenizas. Yo escribo desde un cuerpo que se dobla, se desliza, se tambalea por el Parkinson y sin embargo, yo le encuentro una cierta belleza. (medita) La relación con mi cuerpo es intensa y es divertida. Yo desde chico supe que no tenía un cuerpo para las Olimpiadas. Y llego a viejo y todas las cosas que no podía hacer de niño, no las puedo hacer ahora tampoco (sonríe). Pero creo que sólo los insatisfechos, los débiles, los que se manejan mal con el mundo son los que pueden hacer obra de arte. Uno hace arte, hace poesía, por desesperación. En El juicio final, a Miguel Ángel le habían dado un puñetazo y él se pinta ahí con la nariz aplastada. La belleza es increíble, la belleza es impresionante ese segundo que nos toca mirarla, cuando eres testigo de ella. Es más feroz y más despiadada todavía que la crueldad.

¿Dónde encuentra la belleza, frente a la maldad, la crueldad, la desesperación que ha mencionado en esta charla?
La belleza está en la bondad. Después de haber visto todo, ser capaz de perdonar y sentir un poco de conmiseración por ti mismo y por los otros.

Ha construido una poética en dos aspectos: como una ética y como una política. ¿Qué exigen la ética y la política de los poetas y artistas del siglo XXI?
Yo jamás me pondría un “cómo debe ser”. Porque cuando uno le dice eso a un artista, empiezan los fascismos, ¿me entiendes? Tú puedes decir “esto no puede ser”. Dices que no pueden escribirse sonetos y aparece un niñito en la última fila y te enseña el suyo y es maravilloso y te jodió todo (risas). En teoría, el pueblo le entrega a los artistas el ejercicio de su libertad.

Entonces, pondré el tema desde otro ángulo. ¿Hay manera de ser poeta sin vivir el arte en la carne y en la calle?
Me imagino que sí. Pero yo lo entiendo como un arrasarse de experiencia con las cosas. Sin embargo, de repente aparece un poeta de torre de marfil maravilloso. (risas)

Al igual que Chile, México está viviendo un proceso doloroso con sus desaparecidos por la guerra del narco, por los crímenes políticos, por las desapariciones de estudiantes y los feminicidios. ¿Cómo se hablan los desaparecidos chilenos con los desaparecidos mexicanos?
Espero que se hablen en algo parecido al Paraíso. Yo espero que en el último instante de esas vidas, cuando les rompían todos los huesos, cuando les ponían alambres en la boca, cuando les sacaban los ojos, ruego que ese último segundo haya sido un instante feliz. Si no es así, el mundo entero es una mariconada, la existencia no tiene sentido. Y si existe Dios, sería un Dios de una crueldad infinita.

Justamente desde sus alegorías de Dante, su poesía está habitada de citas, voces, referencias bíblicas. ¿En qué tiene fe tras las torturas y encarcelamientos de la dictadura, tras la muerte de seres amados? ¿Está Dios presente en su poesía?
Yo lo expreso, pero no sufrí lo que ellos sufrieron. Fuera de las golpizas, estoy aquí. No voy a darme un lugar que no tengo. Yo no creo en Dios, pero creo solamente en una forma. Cuando todo se ha derrumbado a tu lado, cuando te abandona tu compañera o tu compañero, cuando llega un golpe de estado, cuando estás arrasado, ¿qué es aquello que te hace pasar de ese instante al que sigue y al que sigue? A eso infinitamente tenue, yo lo llamaría Dios, lo que permite la sucesión de instantes.

Sus poemas siempre ponen al yo en un estado crítico, le dan espíritu a una comunidad de hombres y mujeres, a países como Chile que luego se extienden a Latinoamérica. ¿Quién es Zurita en este momento? ¿Es un canto a su amor desaparecido? ¿Es un chamán, un profeta, un loco? ¿Una conciencia latinoamericana?
No soy un profeta ni un chamán. Puede que sea un loco. Zurita es alguien que intenta hacer lo que tiene que hacer. Y no tiene ningún mérito. Estoy tratando de quedar en paz con lo que me ha tocado vivir.

DE ESTUDIANTE A INMIGRANTE

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Parte I

abían pasado ya cinco años de mi llegada a Canadá cuando comencé a tener una sospecha: tal vez, y solo tal vez, me quedaría a vivir en este país. Desde que pisé suelo Canuck defendí a capa y espada mi posición de inmigrante temporal. Yo estaba en el país como estudiante y, al terminar mi programa de estudios, “un día después de mi graduación”, iba a regresar a México, papelito en mano, a ver qué podía hacer con la experiencia. Las elecciones del 2012 hicieron que mi corazón cayera al nivel de mis intestinos. Desde que Enrique Peña Nieto se presentó como El Candidato, y después, cuando de acuerdo con las encuestas y demás oráculos llevaba ya una marcada ventaja, ya no estuve tan segura de mi plan. Al principio parecía increíble que un candidato del PRI volviera a tener serias posibilidades de gobernar el país, pero mi incredulidad empezó a adelgazar (era lo único que adelgazaba ya desde entonces) y la realidad se me echó en la cara en julio de ese año, un mes antes de mi defensa de tesis: el candidato Peña era ya el presidente Peña. Me salió de lo más hondo declarar: mientras ese güey esté en el gobierno, yo no vuelvo a México.

En aquel entonces ya conocía a mi marinovio, quien también comenzaba a sospechar que podíamos armarla juntos, pero aún no estaba convencido. Como todo ciudadano británico, él necesita estar convencido al 100% de que una empresa puede tener éxito para enfrascarse completamente en ella. Cuando pasó mi examen final y mi estatus de estudiante llegó a su fin, solicité un permiso de trabajo, en lo que eran peras y manzanas. Nos fuimos de vacaciones a disfrutar de lo que aún no sabíamos, pero sería el último periodo de tranquilidad que tendríamos en los siguientes cuatro años. A la orilla de un lago, disfrutando de los espectaculares atardeceres de Ontario, explorando los bosques y emocionándonos con la fauna silvestre, se nos olvidó poner en la mesa la situación. Lo que vino se parece mucho a la trayectoria de un carrito en la famosa montaña rusa, pero mucho menos divertido.

Aquí debo hacer una pausa para recapitular: yo llegué a la Universidad de Western Ontario becada para estudiar un doctorado. Mi inversión para lograrlo se redujo al costo de mi pasaje de avión. Mi compromiso con la universidad era enseñar un curso cada semestre, de español los primeros años y después de teatro, relacionado al tema de mi investigación. Los últimos seis meses se me otorgó una sobre beca para dedicarme exclusivamente a escribir la tesis. Pero… una vez que terminé el programa en la universidad, el mismo día que recibí mi documento de acreditación, acabaron también mis privilegios.

Por ejemplo: hasta ese día había contado con un Bus Pass, una bonita concesión que en realidad está pre pagada con la colegiatura de la universidad, pero que le permite a quien lo presente pasear en la ciudad sin límite de viajes. Al día siguiente de mi examen ya no era acreedora a mi pase y tuve que pagar los respectivos 2.75 dólares canadienses (unos 28.30 pesitos, al cambio de hoy) cada vez que subí al (impresionantemente ineficiente) camión de London Transit. El primer shock. Por primera vez en mi vida se me presentó la disyuntiva: salir o tomar café.

Tampoco contaba ya con acceso a las computadoras en la biblioteca del campus, así que mi presupuesto post-estudiantil exigía pagar mi propio internet. Y ya no tenía trabajo, no había ingresos, y por lo pronto no había permiso para trabajar. Con ese panorama, pero con mucha confianza en mí misma me fui y volví de las vacaciones y comencé a solicitar trabajos académicos en cualquier universidad canadiense que solicitara algo y por primera vez me puse a soñar con un futuro Canuck.

El segundo cambio importante vino con mi primera mudanza post-estudiantil. Hasta ese momento había vivido en un amplísimo apartamento compartido con la primera room-mate que tuve en mi vida, mi querida Miriam: mi propia recámara, mi propio baño, y un enorme ventanal. Hay que decirlo, era un pequeño palacio y vivíamos como reinas. De ahí pasé a ocupar un cuarto no tan amplio en la casa de mi querida amiga La Yoli, que me dejó vivir ahí sin pagar renta, por un mes.

Una conferencia sobre teatro latinoamericano me llevó de regreso a México ese año. Había dejado mis cositas empacadas con mi amiga y regresaría dos semanas después para continuar mi búsqueda de trabajo. No recuerdo mucho de aquella visita en octubre de 2012, pero sí se impregnó en mi memoria el enojo, la incredulidad y la perspectiva oscura de la mayoría de la gente con la que hablé entonces. El regreso del PRI al poder no podía ser buena noticia; el futuro se antojaba cuesta arriba.

Mis papeles no habían llegado aún, y yo no podía regresar a Canadá porque la visa estudiantil estaba vencida. En vez de las dos semanas que tenía calculadas para pasar en mi país, estuve cerca de dos meses. Era un limbo laboral, familiar, de amigos. Ni de aquí ni de allá en el sentido más amplio de la palabra: sin casa y sin trabajo en dos países al mismo tiempo, todo un lujo. Mi comunicación con Eric estaba limitada a Skype, y creo que esos dos meses lo convencieron al 100% de que la podíamos hacer.

Pedí una visa de visitante y volví a Ontario casi tres meses después de haber solicitado mi permiso de trabajo, para encontrar mis papeles devueltos con una indicación: falta firma. Casi vomito. Me hallaba de regreso en un país extranjero, sin estatus, sin dinero y mi permiso, cuyas noticias habían tardado ya una eternidad en llegar, no había sido tramitado porque me había faltado una firma. Después de llorar, por supuesto, firmé los papeles y los volví a enviar. Afortunadamente, había acordado con mi amiga Gema, en México, que trabajaría para ella a distancia. Con la confianza de que tendría un ingreso fijo y que podía trabajar aunque no tuviera aún los papeles en regla, renté un pequeño apartamento, muy pequeño apartamento, contraté internet y me dispuse a comenzar la vida de inmigrante, radicalmente distinta a la de estudiante.

Sin embargo, ya sabemos cómo son los proyectos editoriales en México. Después de un mes muy breve en que trabajamos como mecanismo de reloj, los encargos comenzaron a disminuir y los pagos a escasear. En aquélla época visitaba a mi marinovio en su casa y nos poníamos a realizar pequeños trabajos. Uno de ellos fue comenzar a limpiar su jardín, que parecía una pequeña selva. Un par de días antes de que él saliera a visitar a sus padres a Inglaterra, nos dedicamos a desyerbar una parte particularmente enredada. A la mañana siguiente noté unas pequeñas pústulas en mis brazos, que comenzaron a crecer con el paso de los días y a extenderse por todo mi cuerpo… ¡y mi cara! ¡Hiedra venenosa!, clamaron los que me conocían. ¡Tienes que ir al médico! Pues sí, pero con los privilegios que perdí al dejar de estudiar, estaba la cobertura de salud. Canadá tiene un excelente plan de salud universal. Apenas un año antes había ido a una revisión cotidiana y el médico encontró que mi vesícula tenía arenilla y recomendó ampliamente que me la extrajera. Entré a cirugía a las 8 de la mañana, salí del hospital a las 12 del día, con mi bolsita de medicamentos y no pagué un solo centavo. Fast-forward a mi condición en aquel momento y ni siquiera podía acceder a un consultorio. Mis ojos estaban tan hinchados que no podía fijar la vista en el monitor de la computadora, con lo que me atrasé en el trabajo, luego entonces se atrasaron los pagos, luego entonces tuve que pedir prestado para pagar la renta y mi best half seguía en Europa. Nunca antes, ni después, me he sentido más vulnerable.

Esa crisis pasó, sobreviví y, a pesar de que el trabajo editorial llegó a su fin, tuve conseguí mi primer trabajo canadiense, que no era nada de lo que yo había imaginado.

DOS NOVELAS ARGENMEX

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n la década de los ochenta, miles de argentinos llegaron a México huyendo de la dictadura que los asolaba. Como en otras migraciones que han llegado a este país, muchos de quienes llegaron pertenecían a la resistencia en contra de los gorilas que habían tomado el poder.

Parte de esa migración trajo consigo a guerrilleros y periodistas que hicieron de México su patria. Algunos de ellos comenzaron a dedicarse a la escritura de ficción y, en específico, al género criminal, policiaco o negro.

Es el caso de los “argenmex”, como se les conoce desde por lo menos los años noventa: Rolo Diez y Myriam Laurini.

Rolo Diez, con más de diez novelas publicadas del género y ganador de varios premios internacionales es, además el director de la colección Parabellum, antes Código negro, de la Editorial Resistencia.

La colección Parabellum acaba de publicar Matamujeres del propio Rolo Diez, primera edición en español; y Qué raro que me llamen Guadalupe, de Myriam Laurini, que ya había sido editada hace algunos años.

Qué raro que me llamen Guadalupe, de Myriam Laurini, es novela negra, sin mayores adjetivos. La historia transcurre en la Ciudad de México. En un hotel, El Universo, en el que viven prostitutas y son explotadas niñas. No hay detectives privados. No hay policías buenos y sí unos cuantos malos, personajes secundarios. No hay narco balaceras ni grandes capos. No hay romanticismo ni esperanza. Lo que hay son mujeres víctimas de la trata de personas. Tratantes de mujeres, prostitutas que se resignaron a su destino porque nunca supieron hacer otra cosa y ya no les queda mucho por hacer. Y niñas que no deberían estar ahí pero lo están en su contra. Y está Guadalupe, que no es Guadalupe, sino Bere, la Ber, la hija de una prostituta y de su padrote, un padrotillo menor, el Puroloco, con aspiraciones mayores.

La novela, escrita en dos vías, va planteando por un lado el punto de vista de la Bere sobre el asesinato de su hijo de tres meses. Y por otro lado, narra el punto de vista del padrote, sus sueños de grandeza, sus inicios en el “negocio” de la trata y la prostitución.

Sin miramientos ni florituras, la prosa de Laurini se deja leer con agilidad. Avanza y va descubriendo y quitando el velo de inocencia que pueda llegar a tener el lector. Al final, Laurini muestra un mundo repugnante, pero no por ello menos real, aunque se trate de una novela.

En Matamujeres Rolo Diez continúa la saga de Carlos Hernández, policía asignado al área de Relaciones Operativas (RO), quien ha aparecido ya en la novelas Mato y voy y La vida que me doy.

Hernández debe descubrir al o los asesinos de la anciana Eduviges Buenrostro, tía del diputado federal Gustavo Organza, en una madeja que lleva hasta los asesinos de mujeres en Ciudad Juárez y al cártel de la droga del mismo nombre. Hernández, además, debe proteger a Mercedes y Mónica, únicas familiares del diputado, herederos todos de la fallecida Eduviges.

Matamujeres sobresale por sus personajes: Carlos Hernández es un policía trígamo, que no desperdiciará oportunidad, si la tiene, de aventarse otra canita al aire. El Quasimodo es el encargado del archivo criminal más completo de México. Bala de Plata, el officeboy con el diente más fino cuando de comer se trata y eficiente cuando se le asignan tareas. El Cománder, el jefe de todos, es bueno para colgarse las estrellitas por lo que sus subalternos han hecho y sabe muy bien cómo organizar conferencias de prensa y tratar a los medios. Ellos componen un cuarteto que, excepción hecha del Cománder, saben tocar cada uno su instrumento y conocen su lugar en la orquesta, por lo que esta novela policiaca y criminal deviene, en ciertos pasajes, en una novela de aventuras, con personajes buenos para la camaradería y que, en muchas ocasiones, arrancará la sonrisa, la risa y la carcajada del lector por sus situaciones hilarantes y un tanto chuscas, todo al “estilo Hernández”, como en las partes en que extorsionan a una funcionaria de gobierno por andar de adúltera.

Rolo Diez continúa con el colmillo afilado, con una novela que se desarrolla de manera vertiginosa en una Ciudad de México siempre caótica, con personajes entrañables y una historia que, justo por estos días, se multiplica en muchos estados del país.

Así, Qué raro que me llame Guadalupe y Matamujeres se suman a las novelas ya publicadas por Parabellum: Un hombre de ley, de Roberto Bardini y Que en vez de infierno encuentres gloria, de Lorenzo Lunar, de editorial Resistencia, premiada por dos años consecutivos con el Premio de Novela LIPP.

Dos novelas policiacas y criminales de una colección que, además de ediciones de bolsillo, son de precios muy accesibles para el lector.

Rolo Diez, Matamujeres; Qué raro que me llame Guadalupe, Myriam Laurini, Editorial Resistencia, 2017.

 

EN MEDIO DE LA INCERTIDUMBRE

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l libro revolucionario a que se refiere el autor es Cuestiones estéticas (1911), de Alfonso Reyes (1889-1959). Ya conocemos bien la anécdota: Reyes dormía por esos días (septiembre de 1911) con un fusil junto a la almohada, pues eran los días en que la Ciudad de México se había transformado en un caos. Y entonces, llegó una carta, en medio de las balas de la calle y de la incertidumbre: el filósofo francés Émile Boutroux había leído ese volumen y le escribía para invitarlo a pasear por París y charlar sobre los temas que a ambos les interesaban: el teatro, Goethe, Grecia… ¡Conversar en esos momentos!, si los europeos supieran.

Muchos de los grandes libros de nuestra literatura han sido escritos en medio de la incertidumbre, huyendo de un lado a otro. En 1911, Francisco I. Madero acababa de entrar triunfante a la capital y se encontraba por organizar las elecciones que lo llevarían a la presidencia. Aunque algo del desorden capitalino se le debía al general Bernardo Reyes, padre del escritor, pues se encontraba en plena oposición a Madero. De pronto, la realidad, insistente, se mete a nuestros asuntos literarios y nos distrae, un derrocamiento, una guerra, una bala se incrusta en la pared y nos dice que México arde en llamas, como siempre.

El autor de este volumen vuelve a esas páginas, un siglo después, aunque recurrentemente lo han hecho otros escritores, en este caso para decir que encierran utopías. Por lo menos, ésa que nos dice que ante la realidad incomprensible e inaprensible, se construye el arte, bastante más duradero. Una especie de salvación personal, pero también el proyecto de una salvación colectiva. La pequeña Grecia personal, el arte que hasta entonces no había podido ver en vivo, las obras de arte de Europa y todo eso… Son aspectos que la utopía añade para sí, lo cual me parece bien.

Tuvo gran importancia Pedro Henríquez Ureña en ese sentido, el joven recién llegado de República Dominicana que le dio consistencia a Reyes y lo apartó de la bohemia modernista. Sin embargo, veo que la editorial puso en la portada –además de Reyes y Henríquez Ureña–, a Vasconcelos y a Antonio Caso.

Ambos estuvieron en las sesiones de lectura que organizaban en su juventud, pero Vasconcelos muchos años después recibió dinero nazi e hizo una revista, Timón, de propaganda alemana. Y Caso, él todavía hasta 1946, en su último libro, sobre Sócrates, aún alababa a Hitler. Ruy Pérez Tamayo, en su libro sobre la historia de la ciencia en México, acusa al Ateneo de haber detenido el progreso científico de nuestro país. Parecía que las generaciones anteriores habían secado el tema del Ateneo, y ahora vuelve a ser novedad, algo dice actual. Ya el autor lleva, en varios libros, dándonos a conocer los aspectos pertinentes del Ateneo.

 Marcos Daniel Aguilar. La terquedad de la esperanza, Cuatro cuadros circundantes a un libro revolucionario, prólogo de Armando González Torres. Nuevo León, UANL, 2015.