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MI AMIGA LUCIA

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na de las mayores pruebas para la literatura, para que lo escrito pueda alcanzar tal cualidad, fue lanzada por Wilde en La decadencia de la mentira; ahí, hablando de Balzac dice que, frente a sus personajes, nuestros amigos son sombras y nuestros conocidos sombras de sombras. Entonces la literatura permite un conocimiento profundo del universo que nos muestra, un mejor conocimiento del que tenemos del mundo en que nos movemos todos los días. Lucia Berlin en sus cuentos cumple con esta prueba.

Al terminar de leer Manual para mujeres de la limpieza uno siente que su autora es una amiga de toda la vida, una amiga que se ha visto en sus peores y mejores momentos. Berlin tiene la capacidad de comunicarnos, a través de una prosa cuidada y precisa, la belleza y la miseria de la existencia.

Sus narraciones que tienen por protagonistas a mujeres que, en la mayoría de los casos, podrían ser ella —establecer el juego que Proust establece con su narrador de En busca del tiempo perdido y decir: “pueden decir que me llamo Lucia”— nos llevan a conocer a esas mujeres y el mundo en que se movieron. Berlin es una gran observadora que hace partícipe al mundo de sus cuentos sin dejar por ello de lado el acontecer interior de sus personajes.

Una mirada de profunda compasión es lo que hace avanzar sus narraciones, una compasión tanto para consigo misma como para con el mundo, una compasión que no juzga sino que trata de percibir lo que acontece, que nos hace participar de ello porque, a fin de cuentas, así es la vida.

En “Hasta la vista”, podemos encontrar una definición de esa poética:

Suena como el final de una historia, o el principio, cuando en realidad simplemente fue una parte de los años que vendrían. Momentos de intensa felicidad tecnicolor y momentos sórdidos y espantosos.

Berlin observa el mundo, lo vive y nos lo narra. Sus cuentos están colmados de vida; sin embargo, no se regodea en la podredumbre de lo prosaico de la existencia. Para su escritura convoca referencias de todo tipo, desde el teatro kabuki a los cuentos de Chejov… hasta corridos mexicanos; no teme hacer una alusión si esta dotara de precisión a su narración. Su preocupación es sumergir a su lector en el universo en que se mueven sus personajes, que sienta empatía por ellos, que incluso perdone a una madre que llega a acabar con la vida de su propio hijo.

El alcoholismo, las conflictivas relaciones familiares (en especial madre e hija), el amor, las adicciones, la búsqueda de la felicidad, el dolor, son sólo algunos de los temas en los que indaga Berlin, en los que su prosa se sumerge y nos deja flotando como un guía que nos lleva a bucear por primera vez, contemplamos un mundo nuevo debajo de la familiar superficie del mar; como ocurre en uno de los más memorables cuentos del libro —que me acompañará por el resto de la vida—: Toda luna, todo año. Narración en la que se puede encontrar una de las mejores lecturas sobre nuestro país:

Sabor a mí. ¿Quién puede imaginar una canción en inglés que hable sobre el sabor de una persona? En México todo tenía sabor. Ajo, cilantro, lima. Los olores eran intensos. Menos las flores, que no olían a nada. En cambio el mar, el agradable olor a jungla en descomposición, el tufo rancio de las sillas de cuero, las baldosas enceradas con queroseno, las velas…

Y al sumergirnos en ese universo de narraciones, narraciones a través de las cuales es posible reconstruir una vida, que puede ser y no la de Lucia —como el acontecer del narrador de En busca del tiempo perdido es y no es la de Marcel Proust—, lo que sentimos más que nada es la vida, la vida hecha literatura. Por ello me es posible decir que conozco a Lucia, la conozco mejor que a muchos de mis amigos y su prosa me ha permitido ver su rostro, sus profundos ojos azules, mientras enciende un cigarro y piensa en la muerte de su solitaria madre, de su hermana con cáncer en la Ciudad de México mientras ella la cuidaba, que piensa también en su existencia, en sus esposos, en sus hijos, en su infancia.

Para la buena literatura la vida, la realidad no importan, lo que le interesa es transmitir la sensación de vida, que podamos decir, tras leer una historia: yo conozco a esos personajes, yo he compartido sus pasiones, yo he vivido como ellos.

FRANÇOISE FRENKEL: LA LIBRERA QUE SIGUIÓ SU VOCACIÓN HASTA EL FINAL

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ste libro es un rescate. La primera edición de Una librería en Berlín se imprimió en 1945. Sesenta y cinco años este libro es redescubierto. En 2010 alguien encuentra un viejo ejemplar en una venta de segunda mano y la industria editorial lo recupera. En 2015 se reimprime en Francia y se coloca entre los libros más vendidos. Sin embargo, ¿quién fue Françoise Frenkel? Nacida como Frymeta Idesa Raichenstein-Frenkel en el centro de Polonia en 1889, la aclamada autora de uno de los fenómeno literarios más recientes estudió música en Leipzig y, posteriormente, hizo un doctorado en literatura en la Sorbona. Apasionada de la lengua francesa, cambió su nombre original (Frymeta) a Françoise. Mientras vivía en Paris, Françoise Frenkel solía pasear en las librerías y detenerse ante los escaparates con libros antiquísimos. Sin embargo, como ella señala, su pasión fue anterior a su vida en Francia: “No sé muy bien a qué edad se remonta mi vocación de librera, en realidad. Ya desde muy niña me podía pasar las horas muertas hojeando un libro con imágenes o un gran volumen ilustrado”.

Decidida a seguir su vocación, en un principio su intención era abrir una librería en su país natal. Y no cualquier tipo de librería sino una dedicada a la cultura francesa que tanto amaba. Sin embargo, al viajar por varias ciudades polacas, Françoise Frenkel se dio cuenta de que el nicho de mercado ya estaba cubierto. Fue en Alemania donde pudo hacer realidad su sueño: “Para mi sorpresa, pude constatar entonces cuánto interesaba a los alemanes la lengua francesa y qué conocimiento tan profundo de sus obras maestras poseían algunos de ellos”. En conjunto con su esposo, Simon Rachenstein, abrió la primera librería francesa en Berlín. La Maison du Livre Français es la protagonista de Una librería en Berlín. Era 1921 y en este lugar se daba cita “[u]n público curiosamente mezclado. Conocidos artistas, vedetes, mujeres de mundo (…) un poeta (que) hojea piadosamente una bella edición de Verlaine, un sabio con gafas (que) escruta el catálogo de una librería científica y un profesor de instituto (que) ha reunido delante de él cuatro gramáticas para comparar seriamente los capítulos relativos a la concordancia del participio seguido de un infinitivo”.

La librería tuvo tanto éxito que tuvieron que moverse a una sede más grande. Escritores de la talla de André Gide y Colette eran asiduos. Patrick Modiano, ganador del Nobel de Literatura, incluso llega a afirmar lo siguiente en el prólogo: “Parece más que probable que Vladimir Nabokov, que vivía en el barrio, cruzara una noche el umbral de esta librería”.

Sin embargo, en 1935, con el ascenso del nazismo y Adolf Hitler en el poder, el destino de Françoise Frenkel queda sellado: “La guerra cobraba un ritmo cada vez más acelerado. Los alemanas franqueaban nuevas fronteras”. El país que la había recibido termina expulsándola. En 1939 parte a Paris donde espera volver a empezar al lado de su esposo. Sin embargo, los nazis avanzaban en su invasión: “Para mí supuso un dolor desgarrador. Solo en ese momento fui consciente de que la separación de mi madre sería muy larga. Me vi lejos de ella y de toda mi familia por culpa de la duración de la guerra, lo que significaba una eternidad de preocupaciones y de tormentos por su causa”. No solamente perdería a su primera familia, sino también a su compañero de vida. Simon Raichenstein muere en Auschwitz en 1942. Y ella se convierte en una fugitiva que hizo hasta lo imposible para sobrevivir: “El instinto de la conservación me había dominado. La amargura de esta verdad me pesa todavía hoy y me pesará hasta el fin de mis días. No sé cuánto tiempo estuve allí, como paralizada. Alguien, al pasar a mi lado corriendo, me hizo tambalear. El peligro se me reveló en toda su crudeza con un estremecimiento…”.

La segunda parte de Una librería en Berlín aborda la huida de Françoise Frenkel desde Francia hasta Suiza: “Me sentí invadida por una compleja emoción en la que se mezclaban la alegría y la inquietud. Sabía pertinentemente que ese viaje a la frontera suponía una disyuntiva: era la salvación o perdición.” Llega clandestinamente a Ginebra en 1943. Cabe destacar que a lo largo de su vida se dedicó a su pasión, incluso a escondidas: “Lo peor se llevaba, lo que aniquilaba toda energía y toda resistencia, era la ociosidad”. En Suiza se encontró por fin a salvo como ella misma lo rememora: “Lloraba… Suavemente, mis lágrimas, durante tanto tiempo contenidas, empezaron a brotar… Fue como un manantial cálido que iba inundando mi rostro. Saboreé ese líquido amargo y aquellas lágrimas me aligeraron de un peso aplastante”.

¿Qué pasó después con Françoise Frenkel, quien estaba empeñada en encontrar “el complemento necesario de todo libro: el lector”. Se sabe poco. Patrick Modiano nos recuerda que este “testimonio de la vida de una mujer acorralada entre el sur de Francia y la Alta Saboya durante el periodo de la Ocupación es más impresionante cuanto más anónimo nos parece”.

El 1975 Françoise Frenkel muere en Niza. Alguien, en su periplo, le señaló su valentía y dedicación: “Usted tiene el mérito de haber permanecido en su puesto hasta el último minuto (…) Como un bravo soldado”.

Françoise Frenkel , Una librería en Berlín. Seix Barral. 2017

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EL ÚLTIMO GRAN GOLPE

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eí una novela que me gustó mucho.

Pero antes quiero hablar de una de las veces que más nervioso me ha puesto un hombre, sexualmente hablando. Se trata de Marlon Brando en aquella escena de Un tranvía llamado deseo en la que aparece por primera vez en la cocina, con la camisa ceñida a sus músculos, brutal y sexoso enfrente de la emperifollada hermana de su novia. ¡Qué pedo con la virilidad del joven Brando!

Teniendo en mente esa imagen de musculosa bestialidad masculina no me costó nada de trabajo imaginarme al protagonista de Matar a otro perro, novela de Marek Hłasko editada apenitas por Malpaso. Jakub es un galanazo polaco tipo Stanley Kowalski que estafa turistas adineradas que pasean por Israel. Las enamora y esquilma. Sin embargo, no todo es así de sencillo. Robert, el compinche de Jakub es un teórico teatral, fan de Shakespeare, que prepara cada una de las transas como si fueran una auténtica obra de teatro cuya única espectadora es la chica por ser timada en turno. Sin que sea mi intención revelar mucho: el timo implica un clímax dramático en el que Jakub, bueno, pues mata a un perro. Estamos justo después de la Segunda Guerra Mundial. Muy pinche bien.

Marek Hłasko fue camionero, albañil, peón de fábrica, recepcionista y vendedor ambulante. Murió a los treinta y cinco años tras ingerir un cóctel de sedantes y alcohol. ¡Caramba! Una somera búsqueda de su rostro en google nos devuelve a un hombre siempre con un cigarro entre los labios. Se ponía sus borracheras con Roman Polanski quien lo definía como “un alborotador nato con un encanto irresistible”.

Esa descripción define muy bien al libro que nos ocupa. La acción es inicialmente imprecisa. Los diálogos se van sucediendo uno tras otro hasta irnos develando el nudo en que estamos metidos. Jakub no es el galán atroz que parece, como Augusto Pérez, el de la “Niebla” de Unamuno, se da cuenta de las cosas. Su último gran golpe, una treintona que no acaba de latirle, tiene un hijo malcriado. Las charlas entre el galán y el mozuelo son formidables. Los personajes de Matar a otro perro están vivos. Vivos en términos literarios pero muertos en su circunstancia. Comparsas que usan el amor y la confianza y la inocencia como un recurso pomposo que les resuelva el día a día.

La editorial lo promociona afirmando: “Esta novela tiene todos los ingredientes para convertirse en un libro de culto”. Y yo no podría estar más de acuerdo. Quizá excepto por el precio desmedido del tomo. Ya de por sí es muy difícil que un autor tan poco conocido sea leído en México. Temo que su nombre se extravíe entre el resto de autores impronunciables que naufragan en las mesas de novedades mexicanas porque este es un gran libro, ágil, emocionante, comprometido. Al final el perro es asesinado, no podría ser de otra manera. Así pasa con los Kowalski del mundo.

Nos dicen que Scorcese y Bukowski salvaron a Fante del olvido. ¿Quiénes mencionaremos a Marek Hłasko entre tragos? ¿Quiénes levantarán la mano para traducir el resto de su obra? ¿Quién invertirá 500 lanas en adquirir esta breve novelota?

Marek Hłasko, Matar a otro perro. Malpaso, 2017.

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VERÓNICA MURGUÍA

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¿Qué es escribir? ¿Cómo se hace? ¿Hay recetas, secretos, hábitos? Los 7 hábitos de las escritoras altamente efectivas es una posible respuesta a estas preguntas. Además, nos ofrecen la visión particular de cada creador, sus manías, acciones y costumbres. La escritora mexicana Verónica Murguía comparte sus hábitos:

 

Cuando el gurú se sentaba a meditar, el gato del ashram se paseaba por ahí y jugaba, distrayendo a los devotos, por lo que el gurú decidió atarlo durante la oración. Después de la muerte del gurú, la costumbre de atar al gato persistió. Y cuando el gato murió, otro gato fue llevado al ashram y siguió siendo atado durante la meditación. Y cuando ese gato también murió, otro gato más fue llevado para, se decía, poder meditar. 

Anthony de Mello, La canción del pájaro

1) El epígrafe es una advertencia, aunque a veces es inútil. El ritual es un asidero. Y bueno: si no me tomo al menos un café, no hay forma de que escriba. O hable, o me termine de despertar. El café es esencial, no sólo para escribir, sino para comprender la vida. He leído que Orwell tenía un método casi japonés, por lo estricto, para preparar su té, así que no me agobia admitir mi cafetomanía. Habrá quien beba o tome otras cosas. Graham Greene, a quien leo con devoción, bebía whisky y con él se ayudaba a tragar las benxedrinas. La sola idea hace que sienta que tengo chinches en los zapatos.

2) Antes descolgaba el teléfono, porque fui, supongo, de las últimas y testarudas personas que se aferraban a su teléfono de disco. Ahora, lo apago. Y trato de no hacer caso de la internet pues, aunque no soy usuaria de redes sociales, miro el Pinterest. El Pinterest es una forma de distracción que supone una multiplicación geométrica de imágenes en la que suelo abismarme como una lela. No uso la Wikipedia para averiguar cosas, la uso para confirmarlas y cuando terminé el trabajo del día.

3) Necesito tener mis diccionarios cerca. El María Moliner, un Larousse, un Cuyás, el Etimológico de la Lengua Española de Guido Gómez de Silva, etcétera. Sin ellos me siento muy inerme. Tengo un montón. Lo malo es que se me van las cabras porque me encanta leer el diccionario. Me encanta el castellano.

4) Tengo mi suéter de escribir, muy amado y muy feo, y por alguna razón, no tenerlo a la mano me importa un pepino. Pero cuando está recién sacado de la lavadora y huele a Suavitel soy un ser feliz. Tuve unas pantuflas que encontré azarosamente en una tienda de cosas orientales y que consideraba mágicas: eran del Hotel Mármara de Estambul  —alguien fue de crucero y estaban vendiendo las pantuflas que regalan en los hoteles, qué bárbaros, que ímpetu comercial— y yo en esos meses estaba escribiendo un cuento que sucede en la antigua Constantinopla. Las compré y no escribía si no me las calzaba. Se perdieron en la lavandería y me costó lo indecible volver a escribir sin ellas, así que procuro no caer en esas trampas.

5) Me gusta escuchar música. La selección depende del texto. Mi colección de discos es muy ecléctica, así que no sé qué será lo que se ponga de moda en mi cerebro.

6) Escribo en las mañanas. En las tardes no asunto, pero puedo leer pasionalmente.

7) Cuando escribo no quiero ver a nadie excepto a mi marido, y eso cuando ya concluí el trabajo del día. No quiero hablar y no creo ser una buena escucha; seguro que cuando estoy inmersa en la trabajo tengo lo que en inglés se llama “the one million miles stare”. No quiero abrir la puerta, contestar el teléfono, leer correos. No quiero hacer nada que no sea trabajar o caminar por los Viveros. Casi nunca se puede, así que hay que improvisar y no esperar a que las cosas sean como queremos, porque si no, nunca podría armar ni un triste párrafo.

Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960). Narradora e ilustradora de libros. Estudió historia en la FFyL de la UNAM. Ha sido conductora del programa “Desde acá los chilangos” de Radio Educación; participante de un programa de apoyo a los niños de comunidades indígenas de Oaxaca, Yucatán y Sonora; articulista de EtcéteraLaberinto UrbanoLa Jornada Semanal (en la que, desde el año 2000, mantiene la columna titulada “Las rayas de la cebra”), y Origina; profesora de literatura para niños en la SOGEM. Su novela Auliya ha sido traducida al alemán y al portugués y El fuego verde al alemán. Becaria del FONCA, 1993. Miembro del SNCA desde 2001. Premio Nacional de Cuento para Niños Juan de la Cabada 1990 por Historia y aventuras de Taté el mago y Clarisel la cuentera. En 2005 el Banco del Libro de Venezuela declaró a Auliya como uno de los mejores libros del año; distinción para la traducción alemana entre los finalistas del Concurso Bianual de Literatura Fantástica en la ciudad de Hamelin. Premio de Literatura Juvenil Gran Angular en 2013, otorgado por Ediciones SM, por la novela Loba. (Fuente: Enciclopedia de la Literatura en México)

J.M. SERVÍN

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¿Qué es escribir? ¿Cómo se hace? ¿Hay recetas, secretos, hábitos? Los 7 hábitos de los escritores altamente efectivos es una posible respuesta a estas preguntas. Además, nos ofrecen la visión particular de cada creador, sus manías, acciones y costumbres. Hoy le toca al escritor mexicano J. M. Servín:

 

Siete hábitos para tirarme al vacío

1. Divago mucho antes, durante y después de escribir. Durante la divagación surgen frases e ideas para iniciar un texto o continuarlo. Cargo una libretita conmigo que lleno de apuntes que pueden incluir lo que gasté en bebida, un adeudo o una cita de trabajo. Al final todo sirve como anecdotario. No comienzo a escribir si no tengo claro qué quiero expresar. Prescindo de plan de trabajo, la historia y los personajes tienen que ir a la deriva, un poco como yo mismo en la vida. Si es crónica, sigo el consejo que le dio a Mark Twain su primer editor: “salga a la calle y cuente lo que pase”, y si lo que pasa tiene que ver con la tragedia que representa vivir en Ciudad de México, mejor.

2. Si escribo por la mañana llevo un café conmigo al escritorio, si es por la noche, ginebra, cigarrillos y, a veces, cocaína. Nunca me sobrepaso mientras estoy trabajando. Pueden ser de dos a cuatro horas continuas. Cuando termino de escribir, acabo con todo.

3. Siempre reviso lo que escribí la sesión anterior (entre una sesión y otra pueden pasar días o semanas), reescribo y escribo escenas o descripciones nuevas. El punto es darle continuidad al relato y en el mejor de los casos, terminarlo.

4. En algún momento llega Kato a pedirme que lo suba a dormir a mi sillón de escritorio. Con las nalgas en el filo del asiento, sigo escribiendo porque mi fiel amigo ha llegado a pedirme que no me rinda mientras se posesiona de mi sillón.

5. Cuando tengo terminado el primer tratamiento de una pieza periodística o de ficción, la imprimo y leo en voz alta las partes que me parecen carentes de sonoridad y ritmo. Ahí es donde me doy cuenta si estoy usando ideas muy sobadas, palabras pretensiosas, exceso de adjetivos y adverbios.

6. Corrijo con un bolígrafo rojo, paso las correcciones a la computadora, vuelvo a imprimir y si mi mujer está disponible (ella también es escritora, mucho más disciplinada que yo), le pido que lea esa versión antes de continuar. Este proceso se repite cuando menos en cuatro ocasiones.

7. Un buen diccionario equivale a traer un buen guardaespaldas. Siempre tengo uno a la mano o un libro de referencias que me puedan ser útiles para documentar y nutrir mi escritura. No me interesa ser genial ni pasar por erudito, me interesa transmitir mis ideas claramente. Cuando termino de escribir me recuesto en el sofá de la sala o en mi cama, según la hora, para aliviar la culpa que me produce pensar que pude haber dado más de mí, que lo pude haber escrito mejor. Es terrible no disfrutar de lo que más amas. Al otro día volveré al escritorio y desahogo esa culpa con más escritura sin tomarme muy en serio.

J.M. Servín (Ciudad de México, 1962) es autodidacta; narrador, periodista y editor de publicaciones periféricas. Publica regularmente ficción, periodismo y ensayo en suplementos, revistas y periódicos de circulación nacional y del extranjero. Parte de su obra ha sido traducida al francés y al inglés y forma parte de diversas antologías. Ganador del Premio Nacional de Testimonio 2001 y del Premio Nacional de Periodismo cultural Fernando Benítez 2004 en la categoría de reportaje escrito. Beneficiario del Programa de Residencias Artísticas Mexico-Colombia 2005. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2005. Su narrativa explora en “la epopeya del hombre común” sin un afán protagónico; profundamente vitalistas y autobiográficas casi siempre, las historias de Servín sumergen al lector en abismos plagados de absurdo, escatología y violencia estridente. Entre sus obras de ficción destacan las novelas Cuartos para gente sola (novela del año: periódico Reforma, 2004), Por amor al dólar (mejor libro de testimonio: periódico Reforma 2006) y Al final del vacío (novela del año: periódico Reforma 2007), y el libro de relatos Revólver de ojos amarillos. En periodismo y ensayo ha publicado los siguientes títulos: Periodismo Charter, DF Confidencial, crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro (mejor libro de crónicas: Reforma 2010), publicado por Almadía en 2010; Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, Cal y Arena 2012. Coordina el proyecto de periodismo narrativo Producciones el Salario del Miedo. (Fuente: Revista Replicante).