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COMPRAR DROGAS EN TLÁHUAC

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Punto 1

amino con el Granjas, un adicto a la piedra que ha decidido hacerme un tour por los principales puntos de venta más cercanos a la casa donde le clavaron unos tiros al capo chilango, “El ojos”. Hace unas semanas, por estas mismas calles, la Marina realizaba un operativo que terminó con la vida de un capo de mediano pelo, de baja estofa si se le compara con el poder y la fortuna que han logrado tener los sultanes de la droga en el norte de México.

Pero estamos en la capital del país y en la delegación Tláhuac, una demarcación que colinda con el Edomex y otras delegaciones de la ciudad, incluyendo Iztapalapa. Un corredor económico nada despreciable para cualquiera que desee abastecer de mercancía a una de las ciudades más pobladas de Latinoamérica.

Desde la muerte de El ojos, el jefe de gobierno Miguel Ángel Mancera, aseguró que no dejaría que el crimen organizado retomara el control. Un control, que al parecer, nunca ha perdido.

La gente anda más desconfiada desde el operativo, pero el negocio no para, me asegura el Granjas. Ya sabes que siempre hay maña para todo, continúa, mientras nos adentramos en una unidad habitacional que colinda con el Bosque de Tláhuac, a kilómetro y medio de donde la Marina acribilló al capo.

El Granjas lleva 30 años viviendo en el barrio. Hace chambitas de albañilería y electricidad para seguir pegándole a la fumada y a la vida, que para él ya son lo mismo. Me cuenta que primero me va a llevar al punto más tranquilo, para comprar ahí su merca y darse unos llegues; ya después, con el diablo en la sangre, vamos a pasear por un par de sitios más cabrones. Yo le digo que sí, pero que nomás cuando se pegue el primer beso de piedra, no se le vaya a olvidar que estoy ahí y me deje atorado. Él se ríe y me enseña la dentadura.

Cuando contacté al Granjas me pidió que el día del tour me fuera sin grabadora y sin celular. Todo te lo vas a tener que aprender, mai, de memoria, como si tuvieras los sesos nuevos, dijo. Ya nadie viene a conectar con celular. Anoté la advertencia y acepté las reglas del juego.

La Unidad Habitacional está compuesta por edificios de ocho departamentos cada uno, y de aproximadamente 50 metros cuadrados. Muchos edificios, múltiples departamentos. Llegamos al estacionamiento de uno de ellos, justo debajo de una cámara del C4, de la Secretaría de Seguridad Pública. Ahí nos marca el alto un tipo moreno y de ojos verdes, de rasgos finos. Sus ojos de papel volando me lo dicen todo. El Granjas lo saluda y me presenta, dice que soy un nuevo conecte. Ojos Verdes me dedica un par de segundos y regresa a mirar el cielo, toma aire y exhala. Prende un tabaco y nos dice que nos sentemos en el pasto. Nomás voltea la jeta hacia las paredes o la cámara te va a volver famoso, advierte.

Llega gente, mucha. Algunos se quedan rondando en el perímetro del edificio; otros, se aventuran hasta donde yo estoy y se sientan en el pasto, a mí lado. Ojos verdes se levanta y da un par de indicaciones a un tipo que hasta entonces yo no había visto. Está recargado en un poste de luz. Le pide que nomás deje pasar los carros de los vecinos, que los otros lo estacionen por ahí y lleguen a conectar a pata. Está tenso, la gente se acumula.

A los cinco minutos sale el Blaky, gerente del changarro, un tipo regordete que pasa los cincuenta años; viste pants de un equipo de futbol y chanclas. Recoge la lana y los pedidos de los que estamos ahí, unos diez o doce. Una chavilla de unos 25 años tiembla y se muestra ansiosa. Pinche Blaky, no te tardes puto, le grita en un tono que parece entre advertencia y súplica. El Blaky le dedica una sonrisa. Ya vengo mija, usté aguante.

El Granjas huele la piedra como el tiburón la sangre y se pone inquieto. No me mira a los ojos, se muerde los labios. Llega el material. El granjas compra 100 varos, 50 suyos y 50 que yo le presté. Me alcanza para cuatro jalones bien chiquiteados, me dice. Pero no me voy a chiquitear ni madres, aclara mientras se carcajea. Minutos después se abastece dos llegues. El furor le pega macizo los primeros minutos que no quiere ni moverse, su mundo es el horizonte de un cielo arrebolado y cables de electricidad. Después el placer es un vaivén, un oleaje que le permite articular algunas palabras mientras nos dirigimos al segundo punto. El Blaky nos despide con una mueca que igual la hacen los camaradas que los mercenarios.

Punto 2

El segundo punto está a unos metros de una de las casas de seguridad de El ojos, frente al mercado de la colonia Agrícola Metropolitana. ¿Y a poco siguen reventando?, le pregunto al Granjas. Simón, pero el pedo está así: llegas a la esquina y te dan una dirección diferente cada día, a unas cuantas calles donde vamos a topar un bicitaxi que llegar luego luego.

Nos metemos hacia el barrio, apenas una calle adentro de la Avenida La turba, que la Marina y los policías acordonaron hace unas semanas cuando desplegaron su numerito y que ahora está forrada de camionetas de la SSP, a 100 metros del hospital de Tláhuac.

El barrio comienza a oscurecer y en las esquinas se dibujan grupúsculos que miran con suspicacia a los caminantes. Conozco esa sensación de que todo va irse a la chingada en un ratito, pero ya estoy aquí y el Granjas se mueve como pez en el agua. Nos detenemos en una esquina para que se aplique otras dos fumadas y con ello se le vayan sus 100 bolas invertidas. No hay pedo, acá dónde vamos me deben una feria, orita saco para otros cuatro, me dice, y yo le creo. Imagino que miente, pero le creo porque son las 8 de la noche y las motonetas circulan con chamaquetes de pelo corto y calibres pequeños, pero mortales, bajo la sudadera. Y es necesario creer en algo, y yo creo en el Granjas, un adicto que me ha traído y, para entonces sospecho, no me sacara de ahí.

Llegamos al punto. Fachada de tabicón desgastado y zaguán metálico. El lugar está solo, vacío, no me da buena espina y se lo hago saber al Granjas, pero él se ríe y me aclara que esto no es para putitos. Me prendo un cigarro y me siento estúpido por mi repentina cobardía. Me arreculo en la banqueta. Abren la puerta del zaguán y casi al unísono le voltean dos cachetadones al Granjas. Yo me quedo tieso y bajo la mirada. Tres tipos han salido de la vivienda y hay una especie de diálogo-pelea con mi acompañante, hablan de deudas. Uno de ellos me pide un tabaco, se lo doy, me pregunta de dónde soy, le digo, no responde nada, saca su pipa de cristal y se da una fumada. Mira al cielo. Otras dos cachetadas para Granjas, quien las recibe sin preocupación. Parecen ser parte de un ritual que desconozco.

El Granjas entra a la vivienda y se olvida de mí, que me he quedado en la banqueta con dos tipos. Están al tanto de mi presencia pero no me hacen caso. Platican de mujeres, anécdotas con referencias personales y así se mantiene el tono. Pero pasan varios minutos, unos 20 o 30 y yo siento que va siendo hora de inventarme cómo chingados salir de ahí con mis veinte dedos completos. Hasta que sale un cabrón y dice ya métanse. Yo intento hacerme pendejo pero veo que la orden me incluye.

Adentro de la vivienda-vecindad el mundo es otro. Es como pasar del cine a color a una escena en blanco y negro. Un trío de jóvenes transexuales salen con vestidos pequeñitos y de mucha lentejuela, escoltados por un tipo que lleva casco para moto. Me sonríen, devuelvo la cortesía y entonces miro al Granjas en una esquina de un cuartucho en obra negra, se pega unas fumadas como si quisiera secarse los pulmones. En ese momento pienso que ya valí madre, pero no, el Granjas me mira y me llama para sentarme a su lado. Y yo lo hago. No tengo opción. Y entonces me percato de otro sujeto, quizá el mismo que lo cacheteó a la entrada y que ahora platica con él en un tono de compadrazgo y euforia. En el lugar se hallan unos diez tipos fumando. Todos, en la parte más oscura. También huele a cal y cemento frescos, pues hay varios bultos de material. Están construyendo otro piso.

Date unos pases wero, me dice el tipo que está con el Granjas y me extiende una pequeña pipa de cristal soplado. Rechazo la invitación sin darme cuenta, otra vez, que es una orden. Al parecer, tengo que ser parte del ritual de ponerme hasta el culo. Les pido cocaína, porque soy fresa, aclaro con pudor y acomodando la mejilla para el primer cachetadón. Pero no pasa nada. Me piden 100 varos y de pronto tengo una grapa que corto y luego me doy una buena línea frente a ellos, que se relajan, pues al parecer superé el requisito de afiliación para ver y oír sin que me revienten la madre. A los tres minutos me dan ganas de cagar porque seguro el polvo está cortado con laxante.

Pero lo cierto es que el material está bueno y la euforia me pega en las tripas y en la curiosidad, así que envalentonado camino un poco hacia dentro del sitio, pero no encuentro mucho: teporochos, zombies y demás personajes cuasi angelicales que ya no pertenecen a este mundo.

Regreso con el Granjas y la cocaína me anima a decirle que es hora de largarnos de ahí. Él me mira con una sonrisa. Órale puto, falta otro lugar, le digo mientras le doy una patadita en el culo. Simón, ya lárguense a la verga, ya no te debo nada culero, le dice el compa a mi Virgilio.

Salimos del sitio, es medianoche. En las calles sólo quedan quienes aspiran a la aventura. El barrio es de calles estrechas. Casas que se levantaron con las caprichosas formas que permitió la economía familiar. A simple vista no dista muchos de otros barrios de clase baja de la capital. Excepto porque la Marina merodea a unas cuadras y los helicópteros de dicha corporación dan su rondín como si fueran policías de barrio. La primera zona de guerra en la capital, un juego de niños si comparamos la filtración del crimen organizado en algunos municipios del país, un juego de no tan niños si tenemos en cuenta el mercado potencial que puede atender: 20 millones de personas de la CDMX y el Edomex, con el que colinda Tláhuac. Una tercera parte de los habitantes del Reino Unido, la mitad de los habitantes de California o Colombia. De ese tamaño eran las ambiciones de El ojos.

Punto 3

El Granjas me lleva a la colonia La Nopalera. Ahí estaba el corazón de los bicitaxis, esos grupos que crecieron, sí, a la sombra del capo Chilango, pero también ante el amparo de las autoridades y la ineficacia de las políticas públicas para crear empleo y promover economías alternativas en barrios como éste.

Muchos puestos de comida en el perímetro del mercado de la colonia, que a su vez está a unas cuantas cuadras de la estación del metro La nopalera, donde el día que agarraron al capo chilango, los choferes de bicitaxi quemaron microbuses con la finalidad de dificultar el paso de la policía que intentaba cerrar el cerco por ese lado, aunque para entonces El ojos ya estaba bien muerto, en lo que muchos narran más como una ejecución que un intento por aprenderlo.

Le pido al Granjas que nos detengamos en algún lugar para echar taco. Él, por supuesto, no tiene hambre, pues sus apetitos son de otra índole. A mí, el jalón que le puse en la vecindad también me ha dejado inapetente, pero noto a mi Virgilio muy alterado y pienso que necesito ganar tiempo para ordenar los acontecimientos, pensar en posibles salidas. Plan A y Plan B por si algo se pone cabrón. Así que insisto en los tacos y agrego una variable a la propuesta: cerveza. Tacos y cerveza, digo, y el Granjas, que de pronto siente la garganta reseca acepta el trago.

¿Qué sigue?, pregunto mientras bebo mi chela y mordisqueo uno de pastor. Aquí a dos cuadras está una unidad chiquita, ahí mero, chance y hasta nos encontramos a alguien chingón, luego hay fiesta y hasta regalan el material, me dice el Granjas. Ningún cabecilla anda orita por aquí, increpo. Simón, claro que sí, nadie se ha movido están viendo de qué cuero salen más correas, asegura el Granjas.

Llegamos a “la unidad chiquita” que, efectivamente, es muy pequeña. Un lugar perfecto para emboscar a alguien, para realizar un operativo policiaco, si se quisiera. El Granjas tenía razón. Hay fiesta, hay autos con las puertas abiertas y música, muchos adolescentes, algunos a los que se les insinúa un arma bajo la playera.

Pienso en que el Granjas me dijo que el último punto era el más cabrón. De primera mano cualquiera pensaría que es una fiesta como todas. Pero una fiesta no puede ser como todas si en uno de los departamentos de esos edificios hay gente secuestrada (según mi Virgilio) y el otro es una casa de seguridad de un familiar del capo chilango. A los tres minutos, me ofrecen todo tipo de drogas. El Granjas me pide otros 50 varos y se los doy, pues ya los tenía presupuestados.

La fiesta no ofrece mucho. Hay muchas drogas, algunas armas y autos tuneados que de seguro cargan más de medio millón de pesos en modificaciones pomposas e inútiles. Pero ninguno de los que está afuera parece tener los tamaños de sucesor de un incipiente pero jugoso trono. Todo están tan hasta la madre que es fácil largarse de ahí. Para entonces el metro está cerca de abrir sus puertas. Abandono el sitio como lo abandona alguien que quiere pasar desapercibido: por en medio y por la puerta grande, sin esconderme ni remover suspicacias.

En ese momento me encuentro con una imagen que me parece la síntesis de lo que se vive en Tláhuac: mientras camino por la calle veo venir en dirección contraria a tres convoys de la SSP. Pasan a un lado mío, sin mirarme. Pienso que se van a detener frente a la Unidad Chiquita y, efectivamente, lo hacen. Me quedo a la expectativa, siento que algo va a pasar y sí, pasa. Un tipo que no vi en la fiesta sale con el encargado del convoy, se van a una esquina y charlan. Minutos después los policías encienden sus vehículos y se largan de ahí, al igual que yo, que en ese momento confirmo una vez más, de qué se trata la lucha contra el narco en México.

 

 

 

DE ESTUDIANTE A INMIGRANTE. PARTE II

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omo dice el filósofo, los caminos de la vida no son como yo pensaba. Al viajar a Canadá para estudiar un doctorado siempre pensé que regresaría a México para buscar un trabajo en la academia, o continuar mi vida como periodista, o tal vez editar para alguna firma que produjera alta literatura. En verdad os digo, Peña Nieto me convenció de que eso no era posible.

A la distancia, los cambios que se dan en un lugar son, a veces, más evidentes. La primera vez que regresé al país después de las elecciones presidenciales, las cosas estaban feas. Había un profundo enojo en la mayoría de las personas, y algunos sectores, los cercanos al gobierno, los que habían trabajado por la elección del PRI, habían ganado en arrogancia, exhibían una sonrisita sardónica, habían regresado por sus fueros y no se irían otra vez.

En mi nueva condición de inmigrante, volví a Canadá y pedí todo tipo de trabajos académicos que no conseguí. El trabajo editorial que hacía a distancia también cesó de manera intempestiva. El presupuesto para proyectos editoriales y culturales se fue diluyendo desde el primer momento de la vuelta al poder del partido del dinosaurio. Mi doctorado y yo fuimos a pedir trabajo al centro comercial y lo obtuvimos en el área de relojería, cambiando pilas, ajustando correas y ofreciendo plumas a lo clientes. Mi supervisora me recomendó que me “educara a mí misma” sobre las marcas de relojes y que hiciera “investigación” para distinguir los que podía manejar y los que no, por ser demasiado finos y caros. Evité explicarle que mi último trabajo en México había sido como co-editora de la sección de estilo de vida en un periódico de circulación nacional y que lo sabía TODO sobre relojes finos. De todas formas, nunca había intentado abrir uno, fino o no, y mi habilidad manual se limitaba, y sigue limitada, a las teclas de cualquier modelo de computadora.

En el centro comercial me sentí por primera vez brown. La gente me pedía dos o tres veces que les repitiera lo que había dicho, porque no entendían mi acento, eso sí, tan cute. “Todos los acentos son tan bonitos”, me dijo una vez un cliente. “¿De dónde es el tuyo? ¿Francia? ¿Europa Oriental?” “México, señor” “Ah, México. Muy bien. ¿Cuánto es?”. Cuando los clientes sabían que era mexicana, una de las reacciones más comunes era decir: ¡tan mal que están por allá! Al principio me dediqué a tratar de sacarlos de esa percepción, diciendo que la mayor parte del país estaba tranquilo, que los medios se concentraban en las noticias escandalosas, las que más venden, y por supuesto, argumentando sobre la campaña de desacreditación por parte de Estados Unidos. Pero conforme pasaban los días, ya no me quedó más remedio que escuchar sin tratar de convencer a nadie porque el panorama se oscurecía cada vez más.

Tras mudarme a vivir con mi marinovio, seguí con la búsqueda de trabajo, ya sin expectativas de conquistar la “gran plaza universitaria definitiva”. De hecho, tampoco logré colarme con una plaza temporal en la universidad, así que busqué algo escribiendo. El trabajo perfecto se presentó cuando un sitio web de entretenimiento, Diply, nacido y asentado en PuebLondon, decidió experimentar con el mercado hispano y abrió su departamento de escritores en español. Ahí tuve mi segundo gran choque cultural.

Diply es un sitio de memes, bromas y alguno que otro texto “inspiracional”, con historias que hacen sentir bien a los lectores. Es una empresa que pretende equipararse a Google en su filosofía de apertura, buena ondita laboral. Con los viernes de pizza, los almuerzos mensuales temáticos (hay que ir disfrazados y toda la cosa), concursos de baile durante las horas de trabajo y cosas así. El departamento de español consistía de una editora, coeditora y 4 “escritores” (entre comillas, porque nuestros textos eran apenas más largos que un tweet). El resto de los departamentos, entre todos, tenían más de 50 personas trabajando en la misma zona de “creativos” que, fuera de las horas de socialización, estaban concentrados en sus computadoras y dialogaban a través del chat interno. Los latinos (El Salvador, Colombia, Ecuador, Venezuela y yo, de México) éramos los únicos que hablábamos en voz alta, pedíamos cosas de un escritorio a otro, nos reíamos de las ocurrencias del compañero. En esa oficina nos convertimos muy pronto en la definición del escándalo, el ruido, la baja productividad (algo que no necesariamente ocurría) y el desorden en general. No ayudó en nada que uno de nuestros compañeros escondió un six de cervezas que era el premio de un concurso de “lagartijas” que se llevó a cabo en la compañía. El juró que lo había hecho como una broma, pero el resto de los creativos lo tomaron como un intento de robo nada simpático.

Yo salí de la empresa porque mi permiso de trabajo venció. Para mí comenzó el verdadero camino en pos de la residencia permanente, con ayuda de abogada y todo, porque las leyes de migración se han hecho más y más estrictas, complicadas y caras. Un par de meses después de que dejé el trabajo, el glorioso departamento de español en Diply fue disuelto, argumentando que no había un mercado suficiente para sus productos (¿que qué?????). En realidad, la batalla entre brown y white nunca se niveló, la imagen que se tenía de los hispanos como trabajadores estaba ligada al ruido, la deshonestidad y los problemas migratorios. Caros y latosos, había que deshacerse de ellos.

La parte más dolorosa del proceso de residencia fue para mi la instrucción de no salir de Canadá. Mi abogada me recomendó no viajar durante los 26 meses que dura el proceso, en promedio. Durante este tiempo me he perdido navidades, cumpleaños y los últimos días de vida de mi abuela. Hace un mes recibí un correo electrónico diciendo que mi residencia permanente está aprobada “en principio”, lo cual quiere decir que tengo amplias posibilidades de obtenerla y tengo que esperar tres meses más para que me den una entrevista y una decisión. ¿Valdrá la pena? Solo el tiempo lo dirá. Antes de saberlo debo intentar recuperar el nivel profesional en mi vida y salir de vez en cuando del país. Transitar de inmigrante a residente, seguir subiendo de nivel, como Super Mario, en un juego interminable por encontrar un lugar en una sociedad sin perder del todo mi sitio en aquella otra, ahora distante, sociedad mexicana.

 

MORBOS CLUB

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ace tiempo alguien con el seudónimo de “Ben Ijalamela” –sí, es albur y fue real– publicó en YouTube:

Puras canciones de weyes destripados, muertos, masacres, asesinos locos… Es una mierda Sekta Core, ensucia la cultura y la música ska… Pero siempre habrá pendejos que oigan a grupos como estos para decir que son bien malotes!!

Di con esas palabras por la noche, antes de babear la almohada. Tecleé en mi laptop “Sekta Core”. Repito: estaba a punto de dormir, en ese trance de ablandarse con Rebeca Linares o dar con cosas del pasado. Y creo que en mi subconsciente deseaba regresar al año 1999, sólo que no esperaba introducirme al Morbos club y mucho menos que apareciera como la primera sugerencia de video. Únicamente deseaba saber qué había pasado con esa banda de ska core originaria de Atizapán de Zaragoza, Estado de México y volví a ser un niño vago del nororiente de la Ciudad de México.

Di click y en el Morbos club comenzó su intro “Una noche en la colonia”, donde lo que parecía ser un locutor de radio dando la hora en punto entre potentes guitarras y ritmos de batería y bajo que asemejaban ser beatbox, después de un contundente redoble de timbal comenzara el riff de guitarra de “La zona del terror”. Recordé las imágenes post apocalípticas del video de esa canción siendo transmitido por televisión, y lo que sucedió fue exactamente igual como en aquella primera vez que lo vi en Telehit: me pareció aterrador, hizo que pensara lo mismo o aún peor. Así parece que será gran parte de México al finalizar el sexenio de La telenovela entre Gaviota y el copetudo.

Es interesante como a los 11 años disfrutaba –en casete y con mi walkman sujeto a mis pantalones– de mis primeros sonidos rockeros provenientes del Morbos club (Sony Music/El Mazo Records, 1997). Mi tío Ricardo tenía el CD. De ahí lo grabé en el estéreo de mi casa.

La portada era algo pornográfica, era como una breve descripción de la revista Alarma! Venían dos mujeres paradas como edecanes, una china y otra lacia, mostrando sus atributos en unos bikinis de color rojo; y dos guarros, en medio de las reinas, estaban de pie, vigilando, uno en posición de descanso y otro con los brazos cruzados. Todos contemplaban el contorno ensangrentado de alguien que recién habían matado. ¿Quién? Las fauces de un tigre blanco, que en sí era la entrada a algún tugurio de mala muerte alguna vez ubicado sobre Eje Central. Ese felino era el único testigo verídico, pero nunca iba a poder gruñir lo que vio.

Ben Ijalamela vaya que tenía un poquito de razón en sus palabras. El rap core de “Con los ojos vendados” que trataba de noticias arregladas, robos, mentiras del gobierno y más, cuando lo cantaba inocentemente en sexto de primaria se convertía en un gran reto; era la manera de intentar sorprender a las niñas de mi salón. Sin embargo, anoche comenzó a quitarme el sueño, decían la verdad.

“Ruperta”, a quien habían enterrado viva en el cuarto track, eso sí era algo que sabía. Una historia similar ocurrió en una mina de arena de la colonia Buenavista, en Iztapalapa. El caso fue que, un 14 de febrero, durante el Día del Amor y la Amistad, cuatro compañeros de la Secundaria 306 en la colonia Palmitas golpearon, mutilaron y violaron a Sandra Campos Limón, una de sus compañeras, y al “no mostrar señales de vida”, se les hizo fácil enterrarla y que nadie supiera más de ella. Mi abuela paterna Guadalupe, apodada cariñosamente como “La Gordota” –en paz descanse– en esos años estuvo viviendo en el mismo sector de los hechos. Recuerdo que cuando iba a visitarla, algo en la tierra –porque literalmente el viento la arrastraba– hacía que uno sintiera temor al voltear a ver el escenario donde había estado por mucho tiempo esa estudiante.

Y lo otro verídico que sabía del Morbos club ocurría en el quinto track, en ese asesino llamado “Delfino” que no se cansaba de enterrar cuchillos mientras lo anunciaba el gritón que merodea las colonias populares de la Ciudad de México con su “Extra, extra, encuentran cuerpos mutilados, al parecer el despreciable asesino mata por el placer de saciarse”. Un violador con esas características –ensuciarse las manos–, una mañana salió a la luz en mi colonia. Se trataba de un comerciante que secuestraba mujeres, algunas mientras subían las escaleras de la estación del Metro Eduardo Molina de la Línea 5, casi a la medianoche. El violador primero realizaba su fechoría en una casa a medio construir ubicada en la calle Norte 80-A con el número 4209, del mismo sector, para después asesinar a sus víctimas y finalmente enterrarlas ahí mismo. Me parece que tres o cuatro cadáveres fueron los que encontraron y sacaron en cubetas y bolsas negras un sábado por la mañana. Recuerdo que incluso esa canción se escuchaba en todos los autos que andaban por las calles a vuelta de rueda, todo porque una de las mujeres secuestradas se fugó, levantó una denuncia y Miguel Angel Bouchán “El Chacal de La Malinche”, así es como se supone que ahora se encuentra en algún centro de readaptación social.

A partir de ayer podría describir cada una de las catorce canciones que componen el Morbos club después de escucharlo por completo y saber cantar la mayor parte de ese, el primer disco de larga duración de Sekta Core, lo único que me gustó de ellos, posterior a Demos: Una noche en la colonia y Terrorismo kasero! Es bueno aceptar que a esa edad pude divertirme sin entender por completo las letras que tenían que ver con enfermedades venéreas obtenidas en La Merced, judiciales encubiertos, asesinatos, ignorancia, un gobierno corrupto, conformismo y más asuntos que encajan a la perfección con nuestro presente.

Ahora, al transcurrir los años, todos los temas reflejan esa bandera verde, blanca y roja que está izada en lo más alto y el viento mueve de un lado a otro sin despeinar a nuestro presidente, Enrique Peña Nieto, aun cuando el ultimo track: “Koyak”, persiste entre nosotros en el mismo partido político e igual de calvo y orejón desde antes del nuevo milenio.

A mis 12 años, al escuchar lo caótico, nota roja y “educativo” que fue el Morbos club, puedo afirmar que pertenecí a lo que podría denominar como “generación amarillista”, la cual gustaba de sintonizar Duro y directo o Fuera de la ley, para así, después de una morbosa noticia, pudiera ver luchar a los hermanos Brennan contra Abismo Negro y Pentagón en la Triple A. Por supuesto que también acurrucarse en la cama con los abuelos, compartir galletas y ver Ciudad desnuda –la competencia de la otra televisora, las mismas noticias terroríficas– donde sólo recuerdo un concurso llamado Piernas de oro que consistía en buscar al bicitaxista más veloz del barrio. El talk show más bizarro que he visto, Hasta en las mejores familias, y por supuesto, al anochecer, Mujer casos de la vida real, programa en el cual aquel “Delfino” de mi colonia tuvo su episodio y esa frase que hasta la fecha recuerdo: “¡Comandante, aquí huele a muerto!”, que se convirtió en una de mis bromas favoritas cuando un mal olor invade mi zona de confort.

La televisión, en una infancia así de extraña, callejera y sin Tablet o Play Station era divertida, estúpida y demasiado violenta. Algunas veces, cuando la ficción rebasaba la realidad –como cuando vi al Kalusha colgando de un árbol, las piernas de una descuartizada que tiraron al Gran Canal y llegaron los gemelos Brennan; o los sospechosos costales de “El chacal de La Malinche” cuando lo aprendieron y mis amigos y yo llegamos en bicicletas– por supuesto que no me daba por enterado. Tampoco, después de esa virgen alegría en el Morbos club me parece que haya quedado completamente pendejo. Sobreviví. Apagué la tele y se desencadenaron estos recuerdos que forman parte de mi niñez.

El Morbos club creo que cada vez que uno se vaya haciendo más viejo espantará más. Pobre de Ben Ijalamela.

Esta es una invitación a escucharlo, a conmemorar el pasado, a desenchufarse del guilty pleasure sólo porque hoy en día uno siente que viste bien y escucha cosas que ahora sólo se tocan picando un botón o una tecla, son demasiado underground, o clásicos del ayer y hoy; como “Escalera al cielo” de Led Zeppelin, y una barba y tu barbero de cabecera lo aprueban. No es necesario etiquetarse como skato en aquellos años y colgarse la mochila, pintarse los pelos de güero, cargar a Elmo a todos lados, ponerse unos tirantes de cuadros blancos y negros, skankear, ir al concierto de The Specials o volar en el escenario principal del Vive Latino. Todo eso relacionado con Sekta Core es una vil estupidez. Lo único real es adentrarse en el Morbos club y querer saber cómo es que en verdad se encuentra el país hoy, qué tipo de personas somos y qué debemos de cambiar para sentir alegría siendo bienvenidos a la zona del terror, donde todo el mundo continúa fuera de control.

MOTIVOS DE SOBRA PARA INQUIETARNOS

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l valor de una antología debe ser mayor a la suma de sus textos. En Motivos de sobra para inquietarse (Ed. Pimienta, mayo de 2017) me parece que no se cumple esta premisa. El libro, producto del Segundo Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, antologa al cuento ganador, a doce finalistas y un prólogo escrito por el galardonado de la primera emisión. El resultado son cuentos de buena factura y, los mejores, piezas notables. El prólogo, de Fernando Jiménez, aporta una visión fresca y clara.

De los cuentos incluidos, algunos como “Contingencia” de Frida Velázquez H. o “El peor de los infortunios”, de Marco Rojas Gutiérrez, merecen difundirse como textos siniestros ejemplares. Son, además, a mi juicio, superiores al cuento ganador, el cual de suyo tiene muchos méritos. Y convengo lo complicado que resulta en todo concurso resolver cuál merece ser ponderado y qué méritos han de ser subrayados, más aún cuando llegan 3,610 obras a concurso, como fue en este caso. Cifra maravillosa que constata lo vivo del cuento fantástico en nuestro país. Los jurados, todos, tienen credenciales narrativas incuestionables. Dos de ellos han desarrollado el grueso de su obra en los territorios de la fantasía (Mauricio Molina y Bernardo Esquinca).

En esta antología, el ahondamiento fantasista oscila entre un cuento que explora la cordura mental del protagonista (“Preguntas sobre la propagación del moho” de Úrsula Fuentesberain); hasta el cuento más arriesgado, un relato de dimensiones superpuestas (“La eterna prórroga de una súplica inexistente”, de Sebastián Anaya); en medio, once cuentos donde un hecho fantástico irrumpe en la cotidianidad, que es la forma más clásica de la fantasía. Algunos con prosa exquisita (“Perro”, de Mario Díaz Ruelas), otros, con una prosa desenfadada pero efectiva (“Huevo”, de Armando León). El grueso de ellos tiene un final abierto, sin una gran explosión o revelación en las últimas líneas. Este tipo de finales dejan la sangre cargada de angustia, lo que siempre se agradece. Sin embargo, algunos hubieran sido tremendos si hubieran detonado un remate (entre ellos, “Restos”, de Jesús González Mendoza y “Motivos de sobra para inquietarse” de Luis Arce; sí, cuento que da título al libro, pero no es el ganador). El ganador: “Los tres grandes milagros de la santa niña de los alfileres”, de Julián Mitre, es un cuento bien llevado, con humor y estructura sólida sobre la farsa de los milagros.

Quien se acerque a este libro encontrará la promesa cumplida que México es cuna de buenos escritores. Desde ya, se espera con gusto el primer o segundo libro en individual de cada uno de los incluidos (la convocatoria permitía concursar a autores con un máximo de un libro publicado). Pero lo que encontrará con escasez, más bien a cuenta gotas, es imaginación fantástica.

Por más de treinta años, el Premio Nacional de Fantasía y Ciencia Ficción (convocado en Puebla) ha sido el concurso del género no-realista en México. En él, casi todos los textos que lo han ganado son de Ciencia Ficción. Y, quizás, en el título del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila ha pesado más el nombre de la homenajeada, y por ello los cuentos ganadores utilizan el elemento fantástico como un mecanismo de lo siniestro, para volver amenazante un mundo que nos es ya familiar. Convengo que, desde que algo en un cuento no puede ser explicado con las leyes naturales que el lector constata en su vida, y sin una lógica que en el futuro pueda explicarlo, estamos en los territorios de la fantasía. Sin embargo, ¿dónde quedan otros tipos de fantasía, de mundos más alejados al nuestro?: fantasía mitológica, épica, maravillosa, especulativa, onírica, etc. ¿Dónde, el franco crear universos a lo Tolkien, J. G. Ballard, Phillip K. Dick, Roger Zelazny, Úrsula K. Le Guin en los 3,610 textos que llegaron al concurso? A menos que sea un ejercicio metasiniestro, una coincidencia atroz, me da motivos de sobra para inquietarme la uniformidad de fantasía clásica que impera en la antología publicada por Pimienta. ¿Sólo llegaron cuentos de esa naturaleza o solo esos eran buenos?

Homenajear a Amparo Dávila siempre será urgente (los homenajes, si son en vida, doblemente acertados); también es importante visualizar el cuento fantástico. Pero mi extrañamiento tiene que ver con que estoy seguro que la narrativa de fantasía mexicana no está en fase uno: en la labor del cazafantasma que anda rastreando extrañas criaturas para demostrar al mundo que existen. Su existencia está comprobadísima, como lo constata la obra de muchos de nuestros mejores narradores ya finados (desde Amado Nervo, pasando por Arreola, Francisco Tario, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Juan Rulfo) y una riqueza mitológica de las culturas nativas de nuestro país. Por eso no termino de comprender la uniformidad del abordaje fantástico en este libro. Como he insistido, esto no demerita a ninguno de los cuentos en lo individual: todos son merecedores del reconocimiento, pero si demerita al conjunto, y abogo por los otros, aquellos que pudieron haber estado.

La literatura de alta imaginación está presente en nuestro país, y pisa fuerte, como lo dejan en claro los esfuerzos de Revista Penumbria, la obra de Francisco Tario, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas; el creciente respeto que gana la genial obra de Emiliano González; y autores que hoy día escriben parte de lo mejor de su creación dentro del género fantástico, como José Luis Zárate, Antonio Malpica, Gerardo Sifuentes, Hugo Hiriart, Alberto Chimal, Daniela Tarazona, Bernardo Fernández, Andrés Acosta, H. G. Haghenbeck, Karen Chacek, Ricardo Bernal, Iliana Vargas, Horacio Porcayo, Bernardo Esquinca, Verónica Murguía, Mauricio Molina, etc. De hecho, invito a consultar http://imaginacionmx.tumblr.com, proyecto de Raquel Castro y Alberto Chimal, donde se da cuenta de la literatura de imaginación que se desarrolla en nuestro país.

En México, en su literatura, la palabra “fantasía” tiene, como maldición fantasmal, una carga políticamente negativa o, cuando menos, no ha logrado una carga políticamente positiva. El concepto Literatura (con mayúsculas) ha estado en otras manos (aquellas con tintes rurales, periodísticos, autobiográficos, del narco, no-ficción, metaficcionales, que se desliga de lo mexicano, etc.), y sin bien el apoderamiento de la ele mayúscula de la literatura por grupo o intereses es (como seres políticos que somos los humanos) inevitable y no necesariamente maquinado, la palabra “fantasía” ha quedado relegada y con las propiedades de anti piedra filosofal en toda corriente o título a lo que se le agrega. Sin embargo, en tanto literatura, más allá de cotos, me queda claro que algunas de las obras más gloriosas de la narrativa mexicana seguirán sostenidas en una imaginación que no evita las posibilidades más allá de lo que conocemos como lo real.

Estamos, pues, ante una antología que se lee con placer, pero que, en su totalidad, representa sólo una pequeña área de las posibilidades de la narrativa fantástica. A esto sumo una segunda preocupación: es agosto de 2017 cuando esto escribo, y no se ha convocado la tercera emisión del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila. Ojalá las voluntades converjan pronto y que no quede reducido a la leyenda de que alguna vez existió un premio de rara naturaleza, cuantioso y bien publicitado, que solo fue convocado un par de veces.

Varios autores, Motivos de sobra para inquietarse, Libros Pimienta. 2017.

EL MARGINAL

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Pastor lo despierta un niño con un teléfono. A su lado están dos muertos que quieren cargarle. Afuera está la policía. Pastor huye, o trata de huir, por entre las enredadas calles y azoteas de una villa miseria de Buenos Aires. Luego de una trepidante persecución lo atrapan y es ingresado a la prisión de San Onofre, en donde deberá investigar al líder de la mafia, Borges, para dar con el paradero de la hija de un importante juez federal.

Pastor no es Pastor: Pastor es la identidad falsa del policía Miguel Palacios, preso en otra cárcel por un asesinato que cometió y de donde lo manda sacar el juez de su causa. Encontrar a la hija del juez será su pase a la libertad.

Producida y filmada en Argentina, El marginal es una serie compuesta de 13 capítulos, estrenada en junio de 2016 y disponible en Netflix. Pocas son las series de manufactura distinta a la gringa o a la inglesa en esta plataforma. Las que más abundan son las mexicanas, pésimas en mi opinión, por lo que El marginal refresca de manera generosa y bien hecha el catálogo netflixiano.

El marginal nos introduce, por el recto, hasta las tripas de la cárcel de San Onofre: crimen, violencia, hacinamiento, pobreza, drogas y el catálogo de delitos que se pueden cometer adentro y afuera.

Pastor tendrá que, como buen primerizo en una cárcel, rifarse un tiro para salvar la vida y conseguir un lugar para dormir; después, para hacerse del respeto del resto, hasta llegar a Borges, líder de la mafia, y su hermano Diosito, apadrinados ambos por el director de la institución.

Tras la llegada de Pastor, y luego de años de la calma impuesta por el mafioso Borges con el consentimiento y complicidad del director, todo comienza a descomponerse. Muertos comienzan a aparecer, motines, fugados. Si no fuera Argentina, la cárcel y la situación bien podría ser cualquier presidio mexicano.

En el desarrollo, Pastor se enamora de Emma Molinari, una trabajadora social, quien le ayudará a conseguir su libertad, luego de haberse ganado la confianza de Pastor.

Se trata de un excelente relato negro desde de las entrañas del podrido sistema carcelario. En un capítulo el director del penal enfrenta una visita de los supervisores estatales y comenta que él ha estado en el sistema desde antes, desde cuando no había derechos humanos, de cuando a los presos se les cagaba a palos, pero que ha transformado esa cárcel en un modelo de atención y trato para reinsertar a los internos en la sociedad. La macabra ironía sólo se entenderá al ver los 13 capítulos de la serie.

El Marginal, por otro lado, está lleno de lunfardo, o de jerga y argot carcelario. Será difícil al principio para el mexicano entender, pero nada que no se pueda con un poco de buenas bocinas y atención a las peculiaridades del habla canera. Otro acierto es la banda sonora, compuesta por cumbia villera, lo que escuchan la casi totalidad de los internos del penal, que además le brinda ritmo y buena ambientación a la serie.

El Marginal fue creada por Underground, escrita por Adrián Caetano y dirigida por Luis Ortega, con Sebastián Ortega como productor ejecutivo. La serie arrasó con varios premios argentinos a la mejor serie, mejor guión y actuaciones, entre otros galardones.

Juan Minujín es Miguel Palacios / Osvaldo “Pastor” Peña; Martina Gusmán, la trabajadora social Emma Molinari; Gerardo Romano, el Director Gerardo Antín; Claudio Rissi es el mafioso Mario Borges; Nicolás Furtado es Juan Pablo “diosito” Borges; Maite Lanata, hija del juez, Luna Lunati; y Mariano Argento, el Juez Cayetano Lunati.

Trailer de El marginal