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TEORÍA CUENTÍSTICA A GRITOS

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scribir cuentos no es sentarse a redactar amenamente historias con principio, desarrollo y desenlace, tramas con personajes entrañables en medio de un conflicto o patanes que en el último párrafo se enfrentan a una epifanía. No. Escribir cuentos, yo digo, consiste en formular una personal teoría cuentística que se va desparramando a lo largo de cada uno de los cuentos escritos. Ya después te mueres ¿Me explico? Con el autor en la tumba, y si el trabajo valió la pena, aparecerá el tomo de Cuentos Completos. Entonces sí veremos de qué pasta estaba hecho aquel ser humano. A tiempos recientes: Daniel Sada lo consiguió. Inés Arredondo, también. Onetti es otro gran ejemplo.

Sin embargo hay autores que tienen el mal gusto de estar vivos y ofrecer un libro con sus Cuentos Completos So Far. Esto no es tan condenable, la obra negra también es hermosa y, abusando de la metáfora, construye.

Leí, de reciente aparición, El cerebro musical de César Aira, nueva edición de sus Relatos Reunidos. Quién conozca al argentino ya sabe con qué se va a encontrar. No era mi caso. De alguna forma el adjetivo “genio” que siempre incluyen en sus semblanzas me había alejado de su obra. Lo primero que pensé apenas me sumergí someramente en el tomo fue: “estos no son cuentos”. ¿Qué son? Una mezcla de crónicas imaginadas, anécdotas extraídas de un diario improbable, disparates y situaciones llevadas hasta sus últimas consecuencias, fábulas filosóficas. Relatos, pues. Y aquí es la parte en la que yo comprimo el ceño un tanto irritado. Confío en el cuento como una estructura perfecta, ceñida, única. La comparación de Hemingway entre dicho género con un iceberg es muy exacta. Decidí quitarme los prejuicios de encima y proseguir la lectura.

Agradable sorpresa: las páginas de Aira son sumamente disfrutables, lúdicas y amables. Sus cuentos jamás se conducen por lo predecible, avanzan como sonámbulos en plena luz del día. El lector tiene que acostumbrar la mirada a esa oscura vaguedad, un mundo de mil posibilidades en el que somos unos metiches. En el cuento “Picasso” un genio aparece de una botella de leche con un ofrecimiento pernicioso: volverte Picasso o el dueño de un Picasso. Un perro que fue vejado en el pasado persigue una micro en busca de venganza, ¡entre los pasajeros está el culpable! Una ambiciosa revista literaria consigue entender el infinito simplemente no siendo publicada. Leemos sobre la desopilante fiesta de cumpleaños del Dios Todopoderoso a la que asisten para tomar té un montón de changos aún no evolucionados. Un viaje a la ciudad de México (que dicho sea de paso: Aira desprecia) donde también el infinito se revela en forma del mismo libro comprado muchas veces. Un pájaro que envidia los actos del hombre. La Mona Lisa considerada en forma de las gotas que la conforman. Etcétera.

Sostengo que el mal del siglo es el ingenio. Una extraordinaria idea se le puede ocurrir hasta al hombre más indolente del mundo, así pues, hay que aprender a amaestrar la imaginación a favor de lo que se quiere contar. César Aira domeña sus recursos, obsesiones y universos como un maestro, pone su imaginación al servicio de su literatura. Es indiscutible que en El cerebro musical se asoma, gloriosa y a base de sabias carcajadas, la teoría cuentística de César Aira. Por eso hay que leerlo.

César Aira, El cerebro musical, Literatura Random House, 2017.

LA GUERRA DE LAS CORRIENTES

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i hay algo que reprocharle a La luz de la noche, novela de Graham Moore, es la mala traducción del título que no respeta ni le hace honor a The Last Days of Night. Los últimos días de la noche es un nombre más potente y que deja entrever el tema central del libro: la batalla que hacia finales del siglo XIX enfrentó a dos gigantes que transformaron el mundo: Thomas Alva Edison y George Westinghouse por la invención de la bombilla eléctrica, y luego por el uso de la corriente continua y alterna.

La noche desapareció de nuestras vidas hace muchos años. Me refiero a la oscuridad total, esa que mataba de miedo a los cavernícolas e incluso a los hombres de la Ilustración. Después de la electricidad la noche ya no fue igual, ni significa lo mismo para nosotros que para los hombres de hace 200 años.

El protagonista del libro no es ninguno de los inventores: es Paul Cravath, un joven abogado que no tiene mucho de haberse recibido y ya se trae entre manos el caso del siglo: hacer que Westinghouse gane la batalla legal en contra de un Edison que la hace de villano. Adinerado, famoso e insoportable, el mago de Menlo Park cuenta no solo con recursos económicos sino con una extensa e intrincada red de contactos en las altas esferas de Manhattan, por lo que el destino de Westinghouse no es del todo halagüeño.

La inexperiencia de Cravath le hace cometer muchos errores que ponen en riesgo la empresa de su cliente. La aparición de Nikola Tesla, el inventor serbio a quien se le debe el uso de la corriente alterna y quien tras un fugaz paso por la Edison General Electric Company y terminar peleado con Thomas, les da un respiro y tanto Cravath con Westinghouse esperan a que el serbio desarrolle una bombilla eléctrica que además de funcionar con corriente alterna, no se parezca en nada a la de Edison para dar por terminado el pleito.

Lo malo es que Tesla parece no muy interesado en el asunto, pues trae en mente nuevas ideas.

La novela se desarrolla en este contexto histórico en el que los inventores que hicieron latir el corazón de toda una generación se comportan como lo que son: seres humanos con defectos, ávidos de fama y dinero.

El pleito Edison vs Westinghouse recuerda mucho al de dos figuras contemporáneas que transformaron nuestro mundo y que también se enfrentaron varias veces: Bill Gates y Steve Jobs. No en balde, Graham Moore comienza algunos capítulos de la novela con algunas de sus frases (de hecho hay frases de Tesla, Edison, Popper y otros):

“¿Acaso no entiendes que Steve no sabe nada de tecnología? Solo es un supervendedor […] No sabe nada de ingeniería y se equivoca en el noventa y nueve por ciento de lo que dice y piensa”. Bill Gates.

“A Bill le gusta definirse como un hombre entregado al producto, pero en realidad no es así. Es un hombre de negocios… Ha acabado siendo el tipo más rico y, si ese fue su objetivo, lo ha conseguido. Pero nunca fue el mío”. Steve Jobs.

Eso es lo que hace atractiva a La luz de la noche: que cuenta una historia de celos profesionales, envidias y venganzas, quizá los más efectivos motores de la inventiva humana. Thomas Alva Edison fue un gran inventor y a la vez un gran vendedor, un jugador de póker que apostaba fuerte cuando no tenía ni un par; Westinghouse, por el contrario, se enfocaba más en fabricar mejores productos aunque resultaran más caros. Tesla se halla justo en el centro: es el hombre al que no le preocupaba el dinero ni las patentes, siempre que lo dejaran en paz para dedicarse a desarrollar los sueños que poblaban su mente.

La vida de Paul Cravath no es menos intensa e interesante, pues para que pueda abrirse paso en esta selva de hombres de negocios necesita de una bella mujer, en este caso Agnes Huntington, famosa cantante de la Metropolitan Opera. Desde luego que la mecha del romance entre estos dos va encendiéndose poco a poco sin estorbar el trabajo de Cravath quien, inspirado por genios como Edison, Tesla y Westinghouse también revolucionó los usos y costumbres del Derecho, incorporando abogados aprendices en labores de archivo y búsqueda de pruebas y documentos, tal y como hoy sigue haciéndose.

Con esta historia que adapta un contexto histórico y lo explota en función de una trama bien armada, Graham Moore ha escrito una buena novela, entretenida, llena de pistas falsas, con toques de folletín, y en la que su protagonista no es un boy scout sino un hombre que tiene que mancharse las manos cuando no le queda de otra.

Para mayores señas, Graham Moore fue el guionista de El código Enigma, la película sobre Alan Turing, otro gran genio.

La luz de la noche es una de esas novelas que rara vez serán reseñadas por los críticos de confianza pero que, estoy seguro, los escritores leen a escondidas para aprender los rudimentos del storytelling.

 

Graham Moore, La luz de la noche (The Last Days of Night). Traducción de Antonio Lozano. Lumen, 2017.

 

TRAVESÍA POR LA MULTIPLICIDAD EN LAS OBRAS LITERARIAS

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 a voz griega hermenéutica significa primeramente expresión del pensamiento, explicación y sobre todo interpretación del mismo, y es esta misma disciplina de la interpretación la que establece la comprensión y su multiplicidad de formas y sentidos, entre otros ámbitos, de las obras literarias.

En octubre de este año, el escritor y académico Gonzalo Lizardo (Fresnillo, Zacatecas, 1965) obtuvo el 14° Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI con el libro El demonio de la interpretación, Hermetismo, literatura y mito, un ejercicio mediante el cual la hermenéutica juega un papel trascendental como herramienta metodológica y ontológica para comprender las obras literarias que abarcan de la Grecia Antigua a la actualidad, y colocarlos además en sus contextos respectivos.

Lizardo, inquieto investigador, académico de muy alta estima, melómano irredento, artista gráfico y autor de diversas novelas, entre ellas: Corazón de mierda (2007), Inmaculada tentación y otras fábulas crónicas (2015) y del libro Cristiano desagravio y retractaciones de don Guillén Lombardo, habla sobre este ejercicio por demás interesante surgido a partir del hermetismo y el mito, que sin duda nos conducirá por los múltiples senderos luminosos en el arte de la interpretación que poseen las obras literarias.

¿Las editoriales en México mantienen cierta reticencia a publicar “ensayo” actualmente? ¿A qué factores adjudicas esta situación?
La respuesta es relativa. Para mostrarlo hay que preguntar a qué se le llama ensayo. Si la poesía es el arte de las imágenes y la narrativa es el de los relatos, entonces el ensayo es el arte de las ideas: el ensayista crea piezas literarias a partir de ciertas ideas u opiniones o temas que él descubre o crea, sea leyendo o viviendo. Si lo vemos de esa manera, en México hay un gran interés por el ensayo; de hecho, grandes figuras literarias forjaron su reputación gracias a su pluma ensayística: Octavio Paz, Alfonso Reyes, Tomás Segovia, Juan Villoro, José Agustín, por mencionar solo algunos. Pero los ensayos de estos autores, en su mayoría, se dieron a conocer a través de publicaciones periódicas, lo cual les daba un impacto inmediato entre sus lectores, pero de poca profundidad, hasta que consiguieron articularlos en forma de libros. Creo que las editoriales aún no se percatan del alcance que pudieran tener los ensayos unitarios: libros que exploren ideas y opiniones, para enriquecer los criterios de sus lectores y, al mismo tiempo, la vida cultural de la colectividad.

En tu labor como académico, ¿consideras que tu libro, El demonio de la interpretación, logre motivar a los jóvenes a acercarse aún más al género del ensayo?
Mi primer objetivo era acercarlos a la lectura y a los distintos tipos de lecturas que podemos hacer. En lo personal, se me abrió mi forma de pensar el mundo en cuanto descubrí lo revelador que son la historia, la filosofía o la literatura si las vemos desde la perspectiva de sus lectores, más que de sus autores. Hay un mandamiento implícito de la hermenéutica que establece: “dime cómo lees y te diré quién eres”, el cual es válido tanto para los individuos, como para las sociedades. Por otra parte, ese tema ocupó la mente y la pluma de pensadores, teólogos, novelistas y poetas de todos los tiempos, que se cuestionaron: si el Mundo es un Libro y en cada Libro hay un Mundo ¿cuál es la mejor manera de descifrar los signos que hay en el mundo y en los libros? Responder esta pregunta, precisamente, ha sido la tarea central de la hermenéutica, y para demostrarlo creí que la manera más adecuada era a través de un ensayo de largo aliento, que pudiera conducir al lector para que replanteara sus ideas sobre lo real, lo escrito, como una especie de novela “de ideas”: con personajes, escenarios, acciones, intriga.

Durante un breve periodo dejaste a un lado la narrativa para dedicarte de lleno a El demonio de la interpretación…,¿en qué momento se consolidó la idea de escribirlo?
En realidad nunca he abandonado el ensayo ni la narrativa. El primero lo escribo como parte de mi profesión como académico, mientras que la segunda es una obsesión más irracional: de hecho, mientras completaba El demonio de la interpretación me las arreglé para escribir dos libros, Invocación de Eloísa e Inmaculada tentación: una novela y un volumen de cuentos que nacieron y crecieron mientras meditaba y concebía mi propia hermenéutica, a partir del hermetismo y del mito. Por lo demás, no veo gran diferencia entre escribir una cosa o la otra, o las dos al mismo tiempo: en cuanto uno intuye qué efecto quiere transmitir a través de lo escrito, es fácil decidir cuál será el “género” ideal para lograrlo. Tanto la poesía, como la narrativa y el ensayo, buscan ante todo provocar una emoción “estética” en los lectores, sea de índole sensorial, imaginativa, intelectual o memoriosa. Mi libro ideal, como lo planteaba Valéry, sería un libro que usara (y abusara) de todos los géneros, para inducir un asombro múltiple en aquel que lo lea.

El libro está conformado por tres etapas literarias, ¿cuál de estas absorbió en mayor grado tu tiempo tanto en la investigación y como al momento de escribirlo?
La primera parte fue la más difícil y ardua, por supuesto, pues trata de una época muy ajena a mi mundo cotidiano. Como es fácil suponer, empecé redactando la tercera, pues se refiere a la modernidad y yo estaba más familiarizado con sus autores y sus libros. Cuando empecé a impartir en la universidad una materia llamada «Hermenéutica de la novela moderna», entreví mi objeto de estudio: la interpretación hermética del mundo, tal como la practican algunos de los autores modernos —Joyce, Goethe, Flaubert, Elizondo, Borges—, pero entonces comprendí que, para rastrear esa «hermenéutica hermética» debía remontarme en el tiempo, hasta los poemas homéricos. Vino entonces una larga pausa, mientras buscaba, leía y releía los libros que contaban el nacimiento de esta visión interpretativa del mundo, como el Corpus hermeticum. Hubo capítulos que fueron especialmente arduos, como los que dedico a la alquimia, a Santo Tomás y a Giordano Bruno. Aunque, pensándolo bien, lo más difícil fue la revisión final, cuando me propuse darle unidad de estilo a toda la obra.

¿Qué nos aporta a los lectores la buena aplicación de una hermenéutica como metodología en la comprensión de obras literarias, particularmente?
Considero que la hermenéutica no solo es una “metodología”, sino una “ontología”. Como “método”, sostiene que todo signo, toda frase, toda obra literaria tiene múltiples sentidos, que a veces parecen contradictorios, pero que pueden ser complementarios. Como ”ontología”, es una teoría sobre el hombre, el mundo y los signos, según la cual el hombre, aunque no llegue a conocer los hechos “objetivos” del mundo, puede elaborar hipótesis interpretativas, hipótesis que no tienen por qué ser subjetivas, sino “intersubjetivas”. Es decir: las hipótesis hermenéuticas pueden ser comunicadas de sujeto a sujeto, de modo que puedan ser confirmadas, rebatidas, complementadas, corregidas. En resumen, para la hermenéutica el sentido de una obra literaria nunca será unívoco, sino múltiple: el producto de todas sus interpretaciones posibles. Un cuento de Borges, por ejemplo, puede leerse como un relato policial, un episodio de guerra o una alegoría metafísica, todo al mismo tiempo. La hermenéutica, por tanto, sirve para que los lectores nunca se conformen con la primera impresión de ningún texto, ninguna noticia, ningún mensaje.

¿Coincides con las voces institucionales que afirman que los concursos literarios marcan el pulso de una época y además tienen la virtud de tender puentes entre escritores y lectores?
Esa es una misión primordial de los premios: que las mejores obras literarias, al ser premiadas, estimulen la curiosidad del público lector. Al mismo tiempo, los premios deberían estimular el esfuerzo, la disciplina y el entusiasmo de los escritores más talentosos. En teoría, estas dos misiones sólo se cumplirían cuando el premio es juzgado por los mejores especialistas, conocedores de la disciplina e imparciales en su juicio. Aun así, por más que se reúnan los mejores poetas para juzgar un certamen, corren el riesgo de errar en su juicio, en dejarse llevar por su gusto. O peor aún: por más que el jurado obre justa y juiciosamente, es posible que, por azar o cansancio, no haya percibido las virtudes de una obra concreta. Finalmente, el público lector tendrá ocasión de ejercer su propio juicio sobre las obras premiadas —y, por tanto, sobre sus jueces. Ahora que lo pienso, es tan complejo el asunto que bien valdría la pena dedicarle un ensayo.

2017 fue un año productivo para ti, ¿en qué proyecto te encuentras trabajando y para cuándo esperas que sea publicado?
Sí, fue un año muy, muy movido, tanto en lo literario como en lo personal. El premio y la edición de El demonio de la interpretación han sido muy satisfactorios; quizás sea el libro que más satisfacciones me ha dado. He tenido oportunidad de presentarlo en muchas ciudades, y he recibido crítica muy generosa de gente muy lúcida, como Adolfo Castañón y Élmer Mendoza, que fueron mis jurados. Al mismo tiempo, me las arreglé para cerrar dos proyectos: uno de hermenéutica y otro literario. El primero fue rescatar y publicar un manuscrito del siglo XVII, escrito por Guillén Lombardo, un rebelde irlandés ejecutado por la Inquisición mexicana. Pude, además, concluir una novela sobre el mismo personaje: un libro de setecientas páginas que tardé seis años en redactar. Mi próximo proyecto, obvio, será buscar un editor mientras decido qué escribir a partir de enero. Te adelanto que ya tengo cuatro proyectos: dos ensayísticos y dos de narrativa: a) un ensayo teórico y autobiográfico sobre la música que he escuchado; b) un ensayo sobre mujeres y escritoras barrocas y neobarrocas; c) una novela policíaca, totalmente ficticia, pero basada en un asesinato real; d) una novela histórica, sobre una jovencita oaxaqueña que fue la primera amiga y secreta amante de sor Juana. Creo que son buenas opciones.

Gonzalo Lizardo, El demonio de la interpretación. Siglo XXI Editores, 2017.

 

EL TIMO GUADALUPANO

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na boa constrictor de metro y medio repta sobre la banqueta, dentro de un cuadro de “agua bendita” que le marca el límite de su naturaleza andante. A su lado, sentado en un bote blanco de plástico, un piñero ha comenzado su letanía mientras el reptil se detiene, al filo de la marca. Sí, mira, acércate, mira, mira a la pequeñita; la pequeñita entrenada, mira, la pequeñita bendita, mira; sí, mira, la pequeñita que sabe, mira, la pequeñita que no te hace nada porque Dios nos cuida; mira, la pequeñita que vino a ver a la Virgencita; mira, la pequeñita que sabe.

Días de la Virgen. Miles de guadalupanos acampan en los alrededores de la Basílica. Las calles se llenan de mierda y orines. Temporada gorda para robar feligreses. Se les triplica el costo de una garnacha, de un refresco. Se les venden imágenes santas a precios absurdos. Se improvisan regaderas y W.C. al costo de una comida y bebida. La Virgen te espera limpio, no en andrajos; no seas tacaño. En la sombra de los callejones, la mafia de los franeleros conspira contra María y sus fieles. Niños zombi, humeantes de Resistol y crack, piden monedas afuera de la estación del Metro. Dios nos cuida, el delirio nos arropa, amen.

Todos roban, corrompen o timan. La Virgen observa desde el Cerro del Tepeyac. De colonias como la Gabriel Hernández, Martin Carrera, Estanzuela y Rosas baja la rata. A los microbuses, tan diminutos y liosos que te deberían pagar para subir a ellos. A la terminal. A los mercados. A las fondas. El 12 de diciembre serán millones los guadalupanos. Como en el Carnaval, los sonideros romperán sus bajos en el aire vidrioso y gélido. La Virgen recibirá sus mañanitas con tamales, champurrado y cafés en cada capilla de barrio. Algunos tiros zumbarán por la noche y alguien pensará que son cohetes. La rata también reza.

Cada diciembre los veo. Van llegando en grupitos, en hordas de bicicletos. Caminando o de rodillas. Se guarecen en camellones, a la intemperie, en lotes, camiones y banquetas frías, a punto de reventar como bloques de hielo seco. Cagan y mean en las esquinas. Llegan con cientos, miles, de perros que quedarán varados. A la perrera, en sacrificio o, con suerte, a las manos de algún hijo de Diógenes. Como estela quedarán toneladas de basura. Plástico y sobras de la celebración. Sí, mira, la pequeñita que sabe, mira, la pequeñita que no te hace nada porque Dios nos cuida; mira, la pequeñita que vino a ver a la Virgencita.

***

Formo parte de un grupo de curiosos y guadalupanos que se arremolina alrededor de la pequeñita. Es un espectáculo a ras de piso, hipnótico y delirante. A los chilangos nos fascinan las serpientes. Les tememos o adoramos. Por eso los serpentarios de los zoológicos de la ciudad cobran unos pesos extra para estas secciones. Quizá porque a muchos la serpiente nos remite a los ranchos y pueblos de un origen silvestre, remoto. El águila y la serpiente sobre un nopal en el ombligo del mundo. Quetzalcóatl, serpiente emplumada. Chismeen, víboras. Sí, mira.

Nadie lo sabe, pero al final del show casi todos los presentes estaremos estafados. Algunos soltarán unas monedas y billetes de 20 pesos, otros todo el bolsillo. Timados por este regordete, tenis Nike blancos, jeans azules ajustados, sudadera roja Puma, gorra blanca de las Chivas, tatuajes caneros, peinado de hípster, moreno y ñero. Rechoncho. Un chaka de las Memegrafías de Facebook. Sus cómplices aguardan por ahí. Lo sé porque cuando llegué habían terminado el acto anterior y ya se dispersaban. Uno bufaba algo así como “Pues ahorita le rompemos su madre”. Una gorda de leggins negros y fleco estilizado con kilos de gel observa a unos metros desde su puesto de rosarios y baratijas religiosas. También es del clan.

Los piñeros son ladrones de la vieja escuela. Cuando robar era casi una ciencia que se aprendía con empeño y dedicación porque el uso de la violencia era mal visto. Cuando en el oficio “había ética”. Un universo gansteril, ahora lejano y casi extinto, retratado magistralmente en Los ladrones viejos: las leyendas del artegio (2007) de Everardo González. Zorreros, goleros, farderos, boqueteros, chineros, retinteros, etcétera. Esos criminales que, de acuerdo con el director, son seductores porque cruzan un umbral que nosotros difícilmente atravesamos.

La perorata se repite una y otra vez. Sí, mira, acércate, mira a la pequeñita; la pequeñita entrenada, mira, la pequeñita bendita, mira, no tiene parpados, mira, la que conoce la suerte, mira, la que nos ve a todos, mira. La hipnosis catártica me lleva a un recuerdo antediluviano. Mi hermano mayor, Leonel, joven y solo en el Metro, es timado por un paquero. Los paqueros operan con un fajo de billetes falsos, en pareja. Uno de ellos deja caer el paquete junto al objetivo. El otro lo recoge procurando que la víctima lo vea. Lo lleva a un rincón y le dice que no quiere problemas, que le deja la cantidad hallada por lo que traiga. Mi hermano cayó, se quedó con el manojo de papel y sin dinero para regresar a casa.

Piñeros —dice Mario Panyagua en “El ocaso de artegio”— son timadores que aplican el “Dónde quedó la bolita”, que hacen espectáculos con víboras o títeres y entretienen a la muchedumbre mientras sus cómplices escogen a quien despojarán. Piñeros, como el que está frente a dos abuelitas, dos pubertos provincianos, una pareja con carriola, una chica con uniforme de Banco Azteca y yo, y que ahora toma a la boa, la enrolla sobre su mano y la coloca en una cajita de plástico tipo Tupperware. La pequeñita sale una y otra vez a su cuadro bendito. En el suelo hay, además, un vaso transparente con agua, una baraja española y un paliacate rojo.

Cuando comienzo a desesperarme. Cuando me pregunto cómo es que seremos timados, Rechoncho cambia su sermón. Ahora dice que la pequeñita ya está lista. Yo estoy listo. Toma el pañuelo y lo comienza a enrollar sobre su pierna. Ha puesto la tapa a la cajita y la torea con el trapo. Luego lo sigue enrollando mientras no para de gritar que esto no es magia, que la pequeñita sabe, que del pañuelo saldrá su comida: un ratoncito. Por un momento, cuando ya el trapo tiene forma de tronquito, pienso que quizá sí envolvió allí un roedor y que éste saldrá cuando lo abra. Pero no, Rechoncho forma un ratón con el pañuelo, con orejas y cola. Y lo coloca sobre una carta de la baraja parada, como rampita.

Sí, mira, la pequeñita está lista, mira, la pequeñita saldrá por su comida mira, pondrá la carta, mira, ella sabe, mira, está bendita, mira. Ahora imagino que abrirá la tapa y la serpiente saltará sobre el ratón rojo de tela, para luego tomar la carta y ponerla en el mazo. Pero no, la pequeñita solo sale y se arrastra sobre su zona. Estoy a punto de largarme, pero entonces Rechoncho me dice que la pequeñita formará la letra de mi nombre sobre el piso. Que no es magia, que ella sabe.

***

No pasa nada. La pequeñita es enrollada de nuevo y puesta en su cajita. Siempre balbuceando o gritando, Rechoncho ahora dice que es una Manda, que primero Dios mañana estará en San Juan de los Lagos, que es para ayudar al semejante. Que la Guadalupana le ha hecho un milagro. Nos pide que si en verdad creemos pongamos una mano al frente, en la que coloca una cápsula diminuta de plástico, que contiene una figurita de San Judas Tadeo dorada. No tiene valor económico, mira, te la puedes llevar. Las mujeres la van a colocar en una bolsita de tela verde, mira, los hombres en una roja, mira. Y cada 28 de octubre le vas a poner un vaso con siete claveles. ¿Por qué siete? Por cada día de la semana. Pregunta si escuchamos y nos pide contestar fuerte, al unísono. ¡Sí!

Miro alrededor. Una tarde plomiza cae sobre nosotros. No hay patrullas, ni policías. ¿Para qué? Solo fieles. Estamos a una calle de La Basílica. La Delegación Gustavo A. Madero está a 300 metros, pero podría no estar allí y nadie lo notaría. Su Ministerio Público es un agujero negro. No hay lugar más inseguro. Lo sé porque una vez pasé una noche allí esperando a un amigo: lo levantaron por mear en la calle. Estábamos borrachos. Íbamos locos de felicidad decembrina a una posada al norte, pero nunca llegamos, se lo llevaron al Torito.

Me parece el timo más dilatado del mundo. Quiero dar mi moneda, todo mi dinero, y salir de allí. Pero ahora ya estamos tomados de la mano repitiendo la oración a San Judas que Rechoncho preside: Oh glorioso San Judas Tadeo, siervo fiel y amigo de Jesús. Muchos son los que te honran y te invocan en el mundo entero, como el patrón de los casos imposibles y de las causas desesperadas. Ruega por mí, que me siento tan impotente y solo

Cuando termina, nos explica que viene de una Casa Hogar en la colonia contigua. Pero antes pregunta a cada uno de dónde es. Oaxaca, Estado de México, de ahí cerca y de Martín Carrera. Este último es mi caso y me suelta una mirada como si supiera, como la pequeñita, que solo estoy de mirón y que ya me sé el truco. Ya sé que ya sabes, culero, ahora verás, parece decirme. Pide una moneda para sumergirla en el vaso de agua y que quede bendita. Luego le pregunta a uno de los muchachos si ayudaría a la gente que lo necesita en la casa hogar, que con cuánto. El muchacho saca uno de 20, pero Rechoncho dice que si solo eso, que si le adivina cuánto trae qué. Se lo da todo o qué.

Entonces toma el de a 20, pero luego se lo regresa explicando que solo estaba probando su Fe. En este momento ya se incorporaron los otros piñeros: dos cuarentones malacaras y la gorda de leggins. Uno de los cómplices saca uno de 500 y dice que él podría dar 300. Rechoncho los toma y se los regresa alegando la misma prueba. Hace lo mismo con todo el círculo. Cuando llega a mí saco tres monedas de 1 peso y me pregunta si solo traigo eso. Le digo, sardónico, que por qué no adivina cuánto cargo. Me dice que ahorita regresará conmigo.

El pánico me congela.

***

Me veo descubierto y poniéndome en cuclillas sobre el suelo mientras Rechoncho y sus dos rufianes, incluso Gorda Leggins, me surten de patines. Luego cómo alguna de las viejitas me los quita, alegando que estamos cerca de la casa de la Virgen, de Dios o algo así. Malacaras, Rechoncho y la Gorda escupiéndome que le llegue a la verga de ahí antes de que me rompan las costillas. Incluso veo a la pequeñita alterada dentro de su Tupperware, sin párpados, obligada a verlo todo. Me veo parándome revolcado, explotando de rabia y llorando sangre. Una escena de putiza cotidiana. Trago saliva. Trato de serenarme y seguir mi propio guion.

Me consuelo pensando que conozco La Villa. Sé por dónde huir. Desde pequeño, con mis primos, tomaba el camión en un paradero que ya no existe, a unas calles. Con mi madre, venía cada año a recibir a los peregrinos del 15 de julio, día de la Virgen del Carmen, que caminan semanas desde Querétaro. Eran mis tías, primos, tíos de la Sierra Gorda, de donde son mis padres y eran mis abuelos.

Entiendo o intuyo cómo el zigzag del discurso, la pequeñita, la repetición, la oración, el San Juditas y las “pruebas de Fe” delinean cierta atmósfera religiosa, como ir a una misa al aire libre con un padre salido de prisión. ¿Por qué no sacan una navaja o una pistola y nos quitan todo de una vez? Pinches ñeros, tienen el porte y la fuerza; no dudo tantito que los arrestos, pero se decantan por el artegio, quizá aprendido a sus padres, tíos, o a las leyendas de colonia. Es ambiguo, retorcido y siniestro. El aire es pesado y arenoso; lo santo parece lejano e imposible.

La “prueba de Fe” se repite, pero ahora sí que a los dos pubertos provincianos Rechoncho les pide todo y no se los regresa. Mientras esto pasa los otros dos reparten un trozo de papel para distraer. Obstruyen el contacto visual. Leo: “MARIO REBOLLO. Para envidias, negocios, desalojos, retiros para el amor, amarres y desamarres, lectura de cartas, lectura de la palma de la mano, lectura de café. PEDRO MA. ANAYA #22*. DEP. 4*. COL. MARTÍN CARRERA. DEL. GUSTAVO A. MADERO. CEL. 553156-11**”. Las dos viejitas entienden que sus billetes y monedas benditas no volverán y son las primeras en irse. Hago lo mismo mientras los piñeros rodean a los dos guadalupanos, que están apanicados.

Me paro en la esquina para ver la consumación del timo, pero la gorda de leggins me ve y regresa con el grupo: me señala. Es la hora de correr. Sigo en fuga hasta la explanada delegacional. Nadie me sigue. Adelante veo a los dos lupitos oaxaqueños. Me les emparejo y les preguntó cuánto les sacaron: “A mí 170, a él 200”. Es la primera vez que vienen a la peregrinación del 12. Dejaron a su grupo en la Estancia del Peregrino y salieron a caminar. Les digo que si quieren denunciar. Dicen que no, desconfiados. Que al fin y al cabo ese dinero no les servirá de nada a esas lacras, que es mal habido, que se morirán de hambre, por ratas.

“Al tiro —les digo, paternal—, hay mucho robo en estos días, pónganse truchas morros”. Los veo alejarse. Me recuerdan a mí mismo, púber e ignorante; desorientado en la capital universal del artegio. Días de la Virgen. Hinchadas de frio, las calles braman. Los peregrinos las calman acostándose sobre ellas. Mientras me alejo caigo en cuenta que traigo a Rechoncho pegado en la cabeza. Me susurra: Sí, mira, acércate, mira, mira a la pequeñita; la pequeñita entrenada, mira, la pequeñita bendita, mira; sí, mira, la pequeñita que sabe, mira, la pequeñita que no te hace nada porque Dios nos cuida; mira, la pequeñita que vino a ver a la Virgencita.