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PAPER GIRLS

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l gigante editorial Planeta por fin llega a nuestro país a competir en el mercado de los cómics y lo hace apostando con algunas de las series más fuertes de su vasto catálogo. El primer título es ni más ni menos que Paper Girls de Brian K. Vaughan y Cliff Chiang, que tantos elogios ha recibido en Estados Unidos el último año. Vaughan es quizá el mejor escritor de cómics trabajando actualmente, avalado por series tan bien recordadas como Y: The Last Man, Ex Machina, y por supuesto Saga.

El título de este nuevo cómic se refiere a un grupo de muchachas adolescentes cuyo trabajo es entregar los periódicos todos los días por la mañana, en las tranquilas calles de los suburbios en Estados Unidos. ¿Periódicos, preguntan extrañados? ¿Acaso todavía existen? Claro que sí, sobre todo a fines de los ochenta cuando ocurre la serie. Todo muy normal, muy ordinario. Hasta que un ovni rapta a toda la población. Y nuestras protagonistas se topan con los pterodáctilos. Y con los caballeros en brillante armadura que los cabalgan. Y con los mutantes deformes y encapuchados que los combaten.

Adolescentes teniendo aventuras extrañas en los años ochenta… Suena familiar, pero antes de que crean que esto es una mera variación de Stranger Things, la historia se vuelve de verdad extraña cuando las cuatro adolescentes saltan en el tiempo… a nuestro presente. La trama no es sobre nostalgia ochentera y las series y películas que vimos mientras crecíamos, sino que eso es tan solo la plataforma inicial. Enfrentar a tú yo adulto, aquel que parece irreconocible al adolescente que fuiste alguna vez, puede ser más temible que cualquier amenaza inventada…

Vaughan es uno de esos contados escritores capaces de crear personajes femeninos verdaderos, no damiselas que necesitan ser rescatadas, pero tampoco las tan populares “bad girls” capaces de lidiar con cualquier problema. Mujeres reales, en otras palabras, como sacadas de una historia de Love & Rockets, y aquí el autor ejercita sus músculos como nunca antes. Por su parte, el dibujo minimalista de Chiang, tan bueno para narrar lo mundano como lo demostró en el serial de “Josie Mac” con Judd Winick hace más de quince años, también es capaz de lidiar con lo fantástico y alucinante como en la Wonder Woman de Azzarello en años recientes, resulta ideal para este cómic.

Imposible no mencionar el hecho que por alguna razón Planeta ha decidido mandarnos los cómics con la traducción hecha en España, lo cual es evidente desde el principio. Frase como “Aquí puedo decir groserías”, por ejemplo, la traducen como: “Aquí puedo soltar tacos”. Palabras como “pringados”, “fumetas”, “chivata”, “chorradas” abundan en el texto (y por supuesto “gilipolleces” y “tío” y “mola” y “cutre”). En ocasiones anteriores, ya los lectores mexicanos han reaccionado negativamente a este tipo de traducciones que poco tienen que ver con la manera en que ellos hablan. Solo el tiempo dirá si el experimento de Planeta tiene mejores resultados.

Brian K. Vaughan /Cliff Chiang, Paper Girls, 2016.

TIJUANA THRILL

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e vas a embarrar pensé cuando mi hermano me invitó. Hasta entonces esa ciudad frontera sólo significaba el lugar privilegiado del país donde tocaron Misfits y Ramones. Recordé que Luigi radicaba en Los Ángeles haciéndole a la industria del video home latino y engatusando a quien se dejara, su verdadero oficio. Acordamos que cruzaría la línea y nos encontraríamos en Tíyei. Lui siempre trae alta tensión y su energía sale disparada de algún modo destruyendo inevitablemente algo, desestabilizando una situación o desquiciando a alguien. El avión descendió y en mi ventanilla apareció una sucesión de lomas sembradas de caseríos paupérrimos. Luego los barrotes de la mítica línea fronteriza hicieron efecto de carrete de cine, como si el mecanismo imaginario abriera el mar Pacífico ante mi horizonte. Mi carnal tenía un departamento en Playas, elegante y todo. Aquel día bebimos las primeras chelas en la famosa avenida Revolución, aquí les dicen “cheves”, me corrigió.

Desde el primer contacto Tijuana se me reveló como un producto de cine nacional serie B. Soy aficionado a esa estética crocante del mal gusto, al efectismo involuntario, a la unidad dislocada y el improviso particular del género chafa. No es que Tijuana lo sea, sino que da la impresión de estar confeccionada de disonancias, de retazos. De inmediato sentí un aire como del viejo Oeste, aquí nadie sabe quién es quién, a ver quién desenfunda primero. Para cuando Lui llegó, de mi parte ya había bailado algunas con Tijuana. Quedé tirado en un lote baldío entre cenizas de lo que fue una quema de terreno. Antes fui incapaz de pronunciar al taxista a dónde iba, de tan ahogado en alcohol que me puse en la Revu. No llegué a casa en dos días luego de una discusión con mi carnal en la cantina Los Remedios.

Rodé por el Dandy del Sur, por el Zacazonapan (que es como una película de pandillas) y el Adelita´s, justo los sitios que me fueron proscritos, porque en aquellos días Tijuana era demasiado insegura por las guerras de cárteles. Me quedé con la llave del departamento y mi carnal tuvo que abrir la puerta a patadas (luego hizo de ello un deporte), dormimos con la puerta abierta como tres noches. Nos reconciliamos con un abrazo y al otro día él fue a San Diego por una tabla de surf para iniciarnos en el agua. Qué pedo, se justificó ante mi incredulidad, cualquier cabrón surfea. Y concluimos solicitando un par de bandidas a domicilio; una de ellas traía pistola para cuidarse en esta jungla fronteriza llamada Tijuana. En fin, que cómo se me presentaba Tijuana a esas alturas. Como una tanda de olones turbulentos que te caen encima uno tras otro sin dejarte sobreponer y que te cimbran el esqueletito tierno con que te sueñas invencible, al menos, que vas a aguantar la verga. Y aquí venía el otro chingadazo.

Luigi rentó un ocho cilindros y se descolgó desde California. Cuando alcanzó Playas recibí su llamada: ¡¿Qué acción, qué acción, qué acción, qué accioncita?! Parecía que venían correteándolo. Le di las señales para llegar. Subió al departamento y nos encontramos luego de varios años de separados. Pegó un aullido de lobo. Nos dimos un gran abrazo entre carcajadas inexplicables. Luego saludó a mi carnal y a mi jefe con la misma explosión efusiva (por aquellos días el viejo había llegado para reunirse con sus hijos en la frontera), de inmediato Gino (aféresis de Luigino) dejó sentir su telurismo, se bebió tres cheves al hilo, preguntó a mi carnal si no tenía algo de cois, como si pidiera sal y limón, pero advirtió que era broma, y empezó remover las cosas lisonjando y reventando historias aquí allá y hablando en dólares. Papá le preguntó que cómo se sentía (en el fondo) y Luigi escupió que muy mal, que tenía ganas de desmadrarse en ese coche de señora que había rentado barato, era una de esas lanchas como la de Nick Nolte en la peli 48 horas. Por eso vine, subrayó. Se lo tomamos como el efecto de su pasión habitual. Todo indicaba que pretendía ordeñar la industria musical grupera de Los Ángeles pero las cosas no estaban saliéndole al dente; luego una argentina a quien se llevó a vivir a su casa le robó los muebles durante una ausencia prolongada; encima el gordo del Yanni, su hermano, se la pasaba marihuano y jugando pleysteishon todo el día y así no se puede administrar un negocito de servicio a domicilio que montaron para que hiciera algo productivo en su vida de valeverguismo profesional.

En la noche nos largamos a la calle. Íbamos por la avenida principal de Playas. El buen chulo de Gino venía embaucándome con que ya tenía título para su ópera prima, se llamaría Decúbito dorsal y quería trabajar el guión conmigo. Había una secuencia inspirada en un pasaje conmovedor de mi infancia que le confesé al final de una briaga en Acapulco. En un semáforo en rojo quedamos emparejados con un cabrón en un coche del año. Era un wey aindiado, de pómulos y de actitudes punzocortantes. Nos miramos y sostuvimos un encuentro raposo. El chamaco se ostentaba inflamado en su carrazo, nos encaraba condescendiente y su mirada sierpe decía pinches pendejos, se trajeron el carro de la abuela. ¡¿Qué pues compa?! Luigi atronó. ¡¿Qué acción, qué accioncita?! ¡¿Dónde es la fiesta, bróder?! Gino le gritó amistosamente de coche a choche para sobajarlo y soterrarlo en su lugar de servidumbre histórica. El tijuano se mantuvo quieto apuntalando la mirada más que retadora. Luego insinuó una sonrisa como saboreándose nuestra suerte: ¿Quieren fiesta? Ahuevo, respingó Gino convertido en torrente eléctrico. El personaje local asintió: Síganme pues.

El semáforo pasó a verde y el desconocido aceleró a fondo. Luigi también hundió el pedal y salimos disparados en aquel lanchón, detrás de alguien, en respuesta a desafío. Comenzó una persecución a ciegas porque no sabíamos a dónde nos dirigíamos ni en qué parte de la ciudad estábamos. Fue evidente que el Honda intentó perdernos pero Gino se aferró y no lo dejó escapar. El tijuanense nos condujo por calles desconocidas, subiendo y bajando cada vez más adentro de los barrios. ¡Acuérdate de cómo regresar!, me gritaba paranoico. Me abroché el cinturón y encomendé a Tarantino. De repente parecía que lo único importante era que ese cabrón no se nos fuera. El Honda se clavó a la entrada de una casa y nosotros dimos un frenazo estacionándonos en paralelo. Luigi se precipitó como policía judicial detrás de su víctima. Aquí es, aquél dijo tranquilamente. La casa era de columnas altas, pretensiosamente jónicas, de una elegancia pírrica que remitía a ínfulas de nuevo rico. Entramos a una sala donde había una pantalla gigante y se transmitía un partido de americano. Parecía que el sujeto no tenía inconveniente porque lo obligásemos a convidarnos de su fiesta. Algo sospechoso de por sí, que además superaba el cinismo conjunto de Gino y yo. El sujeto dejó sus compras en la barra. Parecía indeciso. Sírvanse algo, arrastró las palabras sin dejar de mirarnos con la inquietud sosegada de un mercante ante las probables trampas de la China. Como esperando a ver con qué cosa le saldríamos, cuál era nuestro plan, si teníamos uno, hasta dónde llegaríamos o qué sucedería primero. Estábamos ahí atorados mirándonos como desconocidos en un pasillo de supermercado.

¿Y qué onda, cómo te llamas? Luigi no dejaba de vociferar alegremente como si fuera un día de campo. ¿Yo? José. El tipo habló como admitiendo lo inevitable, conocernos. Yo soy Mauricio Garcés Luna productor de cine y todo lo relacionado con el broadcasting en California cuando gustes estoy a tus órdenes para filmar una película. Y éste es Gabriel García Marcos, el José Agustín más chingón de México, va a ganar el Pulitzer y el Nobel juntos. El tijuanense me examinó con la indiferencia que inspira el viejo encargado de un faro en la punta del risco que dejó de ser ruta marítima. Cámara, asintió sin perder su extraña ecuanimidad. Luego señaló la mesa de centro. Ahí hay perico, si quieren jálense unas líneas. Siguió mirándonos con la curiosidad indiferente de un niño. Se dirigió a una de las recámaras sin advertirnos nada. Pudimos ver unas jeringas de insulina en una charola y una pasta amarillenta que no era azúcar ni suero. Fuimos a la mesita. Yo me receté dos pases largos y Luigi, que siempre se mete más que los demás porque siempre quiere salirse con la suya, se zampó cuatro largos y varios chispis. Estábamos sirviendo los tragos cuando me puse a exigirle que nos fuéramos a la verga pero de volada. Pero él quería quedarse porque ésta sería una escena de su película y tenía que ver hasta dónde llegaba la acción, la accioncita.

Se elevó un murmullo en la recámara pero de inmediato se extinguió. Desde otra habitación llegaron unos gemidos de mujer. José volvió acompañado de otro sujeto y nos señaló: ellos son. Un tipo duro mal encarado vino hacia nosotros y nos estudió de pies a cabeza y luego nos saludó seriamente con el puño cerrado. Son del cine. De California, según. Ah, musitó pesadamente el otro desconocido, con clara pinta de golpeador, estaba dos tres mamado y llevaba el cabello a rape. Ajá. ¿Pero qué? ¿Qué rollo? ¿Cuál es el pedo? No pues nada acabamos de conocer aquí al buen José y nos cayó a todísima madre el compa y nos venimos a su fiesta. Luigi montó el circo de que estábamos rodando escenas acá en Tijuana, de que estos tipos lucían de cuidado y que por eso quería invitarlos para que ratatatata, Luigi los roció con ráfagas de guáguara, ablandándoles la guardia y poniéndolos a soñar en un dos por tres a fuerza de verborrea, llevándolos de volada al estrellato, hasta Hollywood y de regreso. Había que reconocerlo, Gino tenía el arte de alucinar casi a cualquiera. Yo era uno de sus clientes predilectos.

Los tipos nos creyeron una chingada pero nos invitaron a pasar a la sala, un desnivel abajo donde se hallaba esa pantalla gigante. Fuimos sin darnos la espalda. Nadie se sentó en el sofá, nadie se relajó. Los de la casa vieron que la cantidad de perico había disminuido considerablemente y no pudieron disimular su enfado. José admitió que nos había invitado un pase pero que no todo el dust. El otro bato nos acorraló: Orita hacemos la vaca, ¿no? Ahuevo, yo pongo todo lo que quieras, anunció Luigi con bombo, es del tipo de gente desenvuelta que allana tu casa con una sonrisa estupenda, la hace de anfitrión y consigue hacerte sentir confortable y agradecido mientras él dispone de tus cosas, hasta de tu esposa. De pronto se escuchó la risa amortiguada de una mujer. El socio de José quiso ser amable y nos preguntó si nos gustaba el fut americano. Luigi declaró que le parecía un espectáculo para gente igual de bestia. Entonces apareció un sujeto más, también mamado y de tipo militar, quien salió de la otra habitación cubriéndose el sexo con una toalla. Se detuvo en seco al vernos. Nos miró como si descubriera un par de cabras paciendo en la sala de su casa. Luego miró vagamente el partido en la pantalla. ¿Qué pedo?, se dirigió consternado a José. El ambiente comenzó a cargarse. A ver, ven para acá, le indicó. El de la autoridad se devolvió lentamente al cuarto sin importarle enseñarnos las nalgas y el muchacho lo siguió todo fruncido. Luego el sujeto también llamó a Mario, el otro man, quien pasó junto a nosotros arrastrando un silencio de piedra y acusándonos con la mirada, como diciendo que por nuestra pinche culpa van a cagarlos y que ahorita íbamos a sacar las cuentas finales. Nos quedamos en medio de la sala y envueltos en aquella situación indefinida. Desde la recámara llegó el eco sordo de una discusión.

Ultimé a Gino a susurros desesperados: a lo mejor nunca ruedas ese puto filme si nos quedamos a averiguar cómo termina esta historia. Vámonos a la verga pero ya. El tono del alegato en la recámara se redujo a un intercambio de murmullos. Mi corazón latía a cinco mil revoluciones por segundo, era como el reloj contador de una bomba que estallaría en nuestras manos si no nos largábamos ahora. Eran segundos definitivos. No sabíamos con quiénes estábamos involucrados, qué intereses delicados y oscuros estábamos estorbando, a quiénes estábamos fastidiando por pasarla chévere en la Tijuana caliente. Pérame tantito, musitó Gino, fue de prisa a la mesita de centro a esnifarse el resto del cocol. Yo estaba al borde de una crisis, como un relevo desesperado por recibir la estafeta para salir disparado como si llevara un metido cohete en el culo. Pinche Tarantino, pinche cine serie B, las cosas que nos haces hacer. El chitchatin se había apagado al otro lado de la habitación, es más, creí escuchar el cerrojo de un cartucho siendo cortado. Luigi todavía fue a la barra, oye, no íbamos a dejar los tragos. Crujió la puerta de la habitación y escuchamos nítida la voz de José que asentía un okey, patrón, no se preocupe, así lo hago.

Salimos trastabillando como los duques de Hazard, nos montamos de un salto al ocho cilindros, Gino echó una reversa ciega y quema llantas y escapamos a la verga con el corazón bombeando adrenalina a lo vergo, la droga más intensa, la preferida de los hijos de puta. Atrás quedó José al pie de la puerta con una pistola en la mano. No sé cómo salimos de aquella vecindad residencial toda encrucijada. ¡Nos iban a matar, cabrón, nos iban a descuartizar y hacer pozole, ¿no te das cuenta, pinche Edgarín?! Gino frenético comenzó a gritarme histérico, como si la idea de involucrarse con unos mafiosos de Tijuana hubiera sido mía. El miedo opacó el entumecimiento de la cois. Vas a Tijuana, le rascas los huevos al tigre, un parpadeo antes de que caiga la zarpa brincas atrás y corres desaforado por tu vida, te sales con la tuya, la haces cardiaca, ríes como un desquiciado. Más o menos es la receta. Enfriada la situación aúllas como un maldito lobo del desierto a la luna alcahueta. Sientes la vibra. Estás en Tijuana: push it to the limit. A la mañana siguiente fue domingo y nos levantamos briagos todavía y fuimos a reunirnos con unos amigos de Gino, gente del medio artístico. Eran el Teca, vocalista de Tijuana No, y Álex Enamorado, compositor, productor y arreglista que ganó un grammy con Olga Tañón, más otros weyes del tipo yes men. Esa gente se mostró muy contenta de ver a Luigi, lo querían mucho. Retacamos una hielera de cerveza y chupe en general, agarramos la vía Escénica Tijuana-Ensenada y nos dirigimos a Puerto Nuevo a atascarnos de langosta en mantequilla con tortilla de harina, mientras Lui desplegaba su arte de fascinar a fuerza de verborrea y actitud, narrando una hipérbole de la aventura de anoche, en tanto imprecamos al Teca a confesar, ante el bendito escenario del mar de Baja California, que es verdad que se cogía a Julieta Venegas (“chuleta me niegas”) cuando la nena era tecladista de la extraordinaria banda que cantaba, estabas en la cárcel, y nadie fue ni pa darte una visita, y pobre de ti. Otra vez terminamos fumigados y el lunes temprano Gino se devolvió a California, ofuscado porque esa semana comenzaba a producir el video de un desconocido cantante grupero de medio pelo. Ni siquiera nos despedimos. Ahora sigo esperando que Luigi me llame para trabajar el script de Decúbito Dorsal, la historia de una hermandad mafiosa elegante y cocainómana. Pero creo que otra vez caí en su juego. No sé por qué siempre le creo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NITRO/PRESS: 20 AÑOS DE SER EDITORIAL, NO FÁBRICA DE LIBROS

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ditorial Nitro Press cumple 20 años de publicar libros cuidadosamente empastados, cosidos e impresos. Y lo hace con un catálogo de autores que salen del mainstream y se mantienen al margen de los modas que imponen en el mercado las “fábricas de libros”, como llama Mauricio Bares, director y fundador de Nitro, a los grandes consorcios productores y vendedores de libros.

Nitro Press inició su aventura editando primero la revista del mismo nombre; casi al mismo tiempo produjo la videorevista Glycerina. Poco después publicó a J.M. Servín, Bernardo Esquinca y Pepe Rojo, entre otros.

Después tuvieron un periodo de receso en el que Mauricio Bares y Liliana Barajas replantearon el proyecto. A la fecha cuentan con 52 libros publicados, algunos de ellos ediciones conmemorativas de libros de autores como José Agustín o Gonzalo Martré. Además de publicar a los recientemente fallecidos Eusebio Ruvalcaba y Rafa Saavedra cuenta entre sus filas con más de 50 autores que han publicado libros de manera individual, o participado en la antología anual Lados B, que se publica sin falta desde 2011.

Mauricio Bares fue co-fundador y director del periódico A Sangre Fría (1993-95). Es autor de El otro nombre de la Rosa (1992, relatos), de la novela Streamline 98 (Nitro/Press, 1997), del volumen de cuentos Sobredosis (Nitro/Press, 2002), co-autor del libro de relatos Me ves y sufres (Nitro/Press, 2003), del libro de relatos Ya no quiero ser mexicano (Editorial Nula, 2007, Nitro/Press, 2010), La vida es una telenovela (editorial Atemporia, 2009, Libros Malaletra, 2011, en eBook), Apuntes de un escritor malo (Nitro/Press, 2009).

¿Cómo prefiere llamarse Nitro: independiente, underground o alternativa?
Preferiría que a los consorcios los llamáramos «fábricas de libros», igual que las de tornillos o zapatos. Y que a editoriales como la nuestra nos llamaran simplemente “editoriales”. Pero como eso no va a suceder, me da igual el apelativo.

Cuando surge Nitro hace 20 años, ¿cuál era el panorama editorial en general y de las editoriales independientes, underground o alternativas?
El ambiente general era el inicio del infierno que estamos viviendo ahora. De hecho esa es una de las razones de ser de Nitro/Press. Un drástico cierre de espacios en medios masivos de comunicación (ante lo cual surge la revista Nitro) y la formación de los monstruosos consorcios que tienen secuestrada la producción literaria no sólo en México sino en todo el mundo, con su imposición de modas (la novela histórica, la biográfica, la eliminación del cuento de sus catálogos), sus criterios absurdos (el autor debe ser “mediático”, tener una columna constante aunque sea en radio, televisión, etc).

Por otro lado, los fanzines vivían un auge muy vital y comprensible. Pero yo conocía el proceso de producción en offset desde muy joven, así que me parecía una falsedad publicar en fotocopias, y siendo honesto, sabía que el offset era mucho más barato con mil ejemplares. Puedo decir algo similar respecto a otros proyectos que consideraba más afines como La PusModerna, el Gallito, Moho o Generación: eran reacciones espontáneas. Era obvio que en ese momento no íbamos a subsistir con publicaciones así, pero si considerábamos que serían nuestros proyectos a largo plazo, estábamos ante la mejor oportunidad de arriesgar para saber hasta dónde podíamos llegar. Lo hablé con cada uno de sus editores porque tenía la prueba de laboratorio ideal: el periódico A Sangre Fría, cuyas características ideé a partir de las desventajas de un fanzín. Se editaba en mi casa, se diseñaba de forma casera, se imprimía en papel barato, colaboraban grandes escritores y artistas plásticos combinados con imágenes escaneadas del periódico, y con una irreverencia total. Se vendieron casi todos los ejemplares de cada número, lo que permitió la edición del siguiente.

Ahí surge Nitro/Press.

Básicamente Nitro/Press son Mauricio Bares y Lilia Barajas, pero en sus inicios, si no tengo mal el dato, eran más. ¿Cómo se lleva el trabajo de una editorial de modo que se llegue a estos 20 años?
Comenzamos René Velázquez de León y yo. Luego se integró Antonio Arango al consejo editorial y a la videorrevista, Glycerina. Esto fue un primer círculo en términos de decisión, porque éramos quienes poníamos la lana. Pero en otros círculos del consejo editorial estaban Héctor y Edwin Ballesteros, Héctor Rodríguez, el Rey del Sándwich, Eduardo Salgado, Carlos Jaurena, Rubén Bonet, Katia Tirado. Y más afuera, gente como Acamonchi y Dulce María López-Vega, quienes nos consiguieron colaboraciones como las de Shepard Fairey y Orlan.

Ninguno tenía conocimientos empresariales ni de promotoría cultural, así que era más fácil echándole montón. Al paso del tiempo, sólo el responsable del proyecto sigue de necio echándoselo al hombro y los demás van a lo suyo.

¿Cómo ha cambiado, si es que ha cambiado, el panorama en 20 años?
Hay dos consorcios que son dueños de todas las editoriales que conocimos de jóvenes, es el paisaje de fondo. Donde ha cambiado mucho es por el lado institucional, con la diversificación de Tierra Adentro, que ha lanzado un gran número de autores, y con muchas más ferias y encuentros en todo el país. Y por el lado independiente, con propuestas más interesantes y variadas que las de los consorcios.

¿La apuesta de Nitro por publicar escritores que no están en el mainstream continúa, se ha profundizado, se ha matizado?

Continúa porque el mainstream no nos interesa.

¿Por qué sacar una colección policiaca, Nitro Noir?

Creo que existe un auge auténtico, no impuesto por una editorial, que abarca distintas generaciones, ciudades, temáticas y estilos. Recuerdo que sucedió algo similar con la ciencia-ficción en los 90, pero era muy difícil conseguir los libros. Un propósito de nuestra colección Noir es ponerlos más a la mano. Otro es que nuestros autores se contacten con autores, editoriales y eventos de otros países, como Kike Ferrari y el encuentro Córdoba Mata, que es lo que hoy ya tenemos en la mano.

¿Cuáles son las estrategias para la sobrevivencia de una editorial como Nitro?

Lo obvio: buenos títulos, cuidado editorial y excelente diseño y producción. Lo no tan obvio: buscar lectores en todas partes. Por ahora nos va mejor en relaciones directas: ferias, presentaciones, encuentros, así que las hemos afianzado mejor. En librerías no está mal la cosa, sobre todo ahora que distribuimos nosotros mismos, cosa que nos daba pavor hasta hace dos años. Y vamos a meterle más duro a internet.

Por otro lado, nosotros compramos una casa, siempre con la idea de que era mejor que pagar renta de por vida, y que si tenía algo de espacio, también fuera nuestra oficina y bodega. Esto es importante porque si hubiéramos tenido que pagar renta por uno o más de estos rubros, no sé si habríamos sobrevivido.

¿Qué le recomendarías, si te lo pidiera, a un editor alternativo que estuviera iniciando hoy su aventura editorial?

Que revise con atención la respuesta anterior.

¿Cómo incrementar el nivel de lectura de la buena literatura y no de best-sellers o auto superación?
Como editorial, publicando los mejores títulos a tu alcance y poniéndolos lo más cerca posible de los lectores. El problema es que si una trasnacional llena su catálogo con ese tipo de lecturas, es porque va a inundar el mercado con ellas. Las librerías no se quedan atrás. Antes podías encontrar buenos libros en Walmart, pero desde que Gandhi se hizo cargo de ese departamento, sólo hay best-sellers y superación.

Esta pregunta es la pregunta de toda la vida: ¿qué políticas tendría que poner en marcha el Estado para incrementar los niveles de lectura y con ello los niveles de venta de libros?
Yo creo que al Estado no le interesa nada que la gente lea, así que no espero nada de él, pero como debe taparle el ojo al macho, tiene estos raquíticos programas de fomento donde los promotores trabajan en condiciones infrahumanas y, aun así, reportan resultados comparativamente favorables. Si partimos de que en este país la gran mayoría no lee, casi cualquier campaña debería de funcionar. No me gusta lo de «Lee 20 minutos al día», pero entiendo que 20 minutos diarios es un chingo, y muy agotador, para quien nunca ha leído ni madre. Y es un modo de iniciar un hábito. Se satanizó que se usara a televisos, ¿pero habría sido mejor emplear a personajes tan simpáticos y populares como Christopher Domínguez o Jorge Volpi? Nunca sabremos si la campaña esa del reguetón habría funcionado porque la tumbaron en dos días. El problema es que quienes han criticado esas campañas son gente que lee muchísimo desde hace años, pero sólo han demostrado que leer no necesariamente los hizo más inteligentes, pues no han entendido que no están dirigidas a ellos.

Fui testigo del programa de comprensión de lectura de la SEP mientras mi hijo estudió la primaria, y era poca madre. Al terminar una lectura debían llenar un formato con el título, el autor, los protagonistas, personajes secundarios, inicio, desenlace, final y opinión. Luego debían inventar un final alterno y elegir uno de los dos finales para dibujarlo en un recuadro. A los chavillos les encantaba mientras lo hicieran en la escuela. Si debían realizarlo en casa, no lo hacían, porque es un ambiente dominado por la puta televisión. He estado en nueve países, y en ninguno endiosan tanto a esa chingadera como aquí.

Tienes razón al señalar que un aumento de lectores influye en mayores ventas, lo que implica que nos afecta a todos los involucrados con el acto de leer: desde los autores y editores, hasta los propios lectores. Mayores tirajes implican precios más bajos y mayores regalías. Por eso respeto el trabajo de fomento que efectúan escritores como Ramón Lara Gómez, Antonio Ramos y Sandino Gámez. Es un asunto al que deberíamos de entrarle todos, pero yo creo que eso vendrá a través de los independientes, porque a los consorcios los veo muy contentos con sus best-sellers.

¿Tienen futuro las editoriales independientes? ¿Hay un mercado para ellas?
Mercado sí hay, pues cubrimos varios rubros que las transnacionales han hecho a un lado. Lo que podría dificultar la supervivencia serían errores absurdos desde el gobierno, como ponerle impuesto a los libros o elevar los precios del papel, como en Chile, donde aún así perduran varias editoriales independientes

¿De qué libros te sientes más orgulloso de haber publicado?
De todos. Con cada uno hemos vencido un montón de obstáculos y han significado algo importante en la carrera de los autores. Quizá, de manera indirecta, el de Charles Bukowski: Ellos quieren algo crudo, por lo que implicaba para nuestros autores compartir catálogo con el Buko. Y por la misma razón, Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, que además fue el libro que me empujó a escribir y luego a editar, así que también me satisface mucho hacerle una edición conmemorativa.

 

Fotografía de Óscar Alarcón, tomada de: http://radiobuap.com/2017/08/dos-decadas-de-nitropress-entrevista-a-mauricio-bares/

EL SHIRLEY TEMPLE DEL ROCK*

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e los treinta y dos grupos o cantantes que actuaron en el mítico Festival de Woodstock, menos de la mitad aún son recordados y siguen sonando en las estaciones de radio y en la memoria colectiva. Gracias al documental que salvó de la bancarrota a los organizadores tras el caos generado por la llegada de medio millón de personas, se pueden apreciar las actuaciones de Jimmi Hendrix, el cerrador del concierto; Joe Cocker interpretando With a Little Help From My Friends, quizá el mejor cover que se haya hecho a una canción de Los Beatles; el sonido bayou de Creedence Clearwater Rivival, Janis Joplin, The Who…

 

Lo cierto es que se trató de un cartel disparejo, dominado por la música folk que no fue representada por sus mejores exponentes, y en el que nadie, eso parecía, le haría sombra al virtuosismo de Jimmi Hendrix en la guitarra. Sin embargo, ante la falta de genialidades arriba del escenario, la actuación de un joven de veinte años fascinó a quienes atestiguaron uno de los solos de batería más famosos de la historia del rocanrol, y sobre todo a las miles de personas que después vieron la película.

Apretujados en la suave pendiente de la granja del señor Max Yasgur, en Bethel, Sullivan Country, Nueva York, el sábado 16 de agosto de 1969, segundo día del festival, un grupo prácticamente desconocido llamado Santana inició su actuación a las dos de la tarde interpretando “Waiting”, canción instrumental en la que destacaba el sonido latino de las percusiones. La última canción del set, “Soul Sacrifice”, que junto con “Evil Ways” puede verse en el documental, comienza a ritmo de aplausos y congas; posteriormente se une la batería, luego el bajo, y poco a poco la guitarra eléctrica de Carlos Santana, lo mismo que el órgano.

Detrás de una Ludwig plateada, Michael Shrieve, joven californiano nacido el 6 de julio de 1949, hacía su debut frente a la más numerosa muchedumbre que vería jamás. De cabellos pelirrojos, camisa oscura con motivos psicodélicos como marcaba el canon de la época, el joven Michael comienza una serie de fuertes redobles para dejar que Santana se luzca con la guitarra. Por alguna razón, sea un tic, el piquete de un mosquito o la ingesta de algún psicotrópico, su ojo izquierdo está ligeramente cerrado. Es algo así como Popeye el marino del rock.

Aunque las percusiones acaparan los minutos iniciales del tema, basta concentrarse en lo que está tocando para darse cuenta que no se trata de un joven milagro o de una casualidad. No por nada Micheal Shrieve había acompañado a figuras como B.B. King y Etta James en San Francisco. A partir del minuto 2:39, Shrieve comienza la actuación de su carrera. Desde ese momento todo su cuerpo se concentra en los dos minutos exactos que dura el solo, durante los cuales el contratiempo no deja de sonar, ni el bombo; las baquetas apenas se notan debido a la velocidad con que percuten los toms de aire y de piso, la tarola y los platillos. Sin importarle que lo observa medio millón de personas y que las cámaras están grabando su actuación para la posteridad, él acelera y frena, baja el volumen, vuelve a incrementarlo. Y así hasta el final de la canción.

Dejó Santana en 1974.

En una entrevista para el diario The Seattle Times, ciudad donde ahora vive, Michael Shrieve cuenta que alguna vez alguien lo reconoció en Nueva York. Tras saludarlo y decirle lo grande que fue su actuación en Woodstock, le dijo que estaba envejeciendo. Sintió que así sería toda su vida, recordado sólo por esa canción de nueve minutos: el Shirley Temple del rock.

Este texto apareció originalmente en el suplemento Laberinto del periódico Milenio

BEBER HACE EL MUNDO HABITABLE

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n barrio se vuelve memorable por sus bares legendarios. Sin ellos las ciudades y sus habitantes serían almas muertas sedientas de un trago. Da igual si la gentrificación nos confina en un apartheid urbano impuesto por jipis millonarios, empresarios voraces y autoridades cómplices del turbio mercado inmobiliario. Sin un viejo bar tradicional cercano a donde vives, estás condenado al frío silencio de los sobrios.

Vivimos contra las cuerdas, mirando de lejos cómo circula el Gran Dinero y nosotros con apenas para un trago en el bolsillo. A veces ni eso y los días pasan grises e interminables. Uno tras otro, como el segundero de la bomba de tiempo que es tu vida.

Que se acabe el mundo pero no la bebida.

Voy al “Tío Pepe” desde 1982. Tenía veinte años y acababa de conseguir un empleo fijo. Había oído hablar de esa cantina desde niño por mi padre, que la frecuentaba como una de sus escalas antes de regresar a casa solo o acompañado de amigos para seguir la parranda.

De joven uno tiene muchas aspiraciones y entre las mías era pagarme unos tragos en el Tío Pepe. Ubicada en el corazón del Barrio Chino más pequeño del mundo, es bulliciosa a ciertas horas de la noche pero genera una burbuja de silencio para el diálogo y el retraimiento. A medio día, parece un templo donde puedes encomendarte a Birján mientras tomas un gin tonic o una cerveza helada. Los tragos los sirven bien cargados y a pulso, como debe de ser sin ese ridículo medidor de onzas que distingue a la tacañería de los bares de moda. Me gustan su barra legendaria cuya madera ornamentada me hace pensar en El complot mongol, sus gabinetes y su aparente privacidad que sólo te hace más visible a quienes buscan ocupar tu lugar mientras esperan en la barra con un trago a la mano. Pinches chinos.

En esos cómodos gabinetes acojinados me gusta mirar a los ojos a mi mujer. Cuando ella toca el timbre para llamar a Sebastián (¿qué otra cantina tiene ese discreto detalle para no distraer el romance o la conversación?), nuestro mesero y anfitrión durante todos estos años cuando vivíamos en esa misma calle de Independencia pero esquina con Luis Moya, siento que los dados de la vida están cargados a mi favor. Pido un fernet con coca cola y Bibiana una sangría. Y otro y otra. Así detenemos el tiempo para volverlo nuestro.

Algo así me pasa en “La Vizcaya”, legendaria cervecería en el 128 de Bucareli, a dos calles de mi domicilio actual. Ocupa el lado de la acera que todavía corresponde al Centro, pero no “histórico”. Es el negocio más antiguo de un conjunto de locales del hermoso edificio de departamentos del mismo nombre. Donde dicen que vivía Pita Amor, “la poeta loca” como la conozco desde niño, cuando la veía gritar improperios en la Zona Rosa vestida estrafalariamente.

María del Carmen Reyna en Apuntes para la historia de la cerveza En México (INAH, 2012), registra las primeras cervecerías en el Virreinato. Una de ellas se estableció muy cerca de donde vivo: en la calle de Revillagigedo. La administraba una familia española, pero no prosperó. Otra más se instaló en el Ex Convento de San Agustín, en Isabel la Católica y República de El Salvador. Abarcaba toda la manzana y para hacerse de recursos, rentaba una parte del establecimiento que permaneció abierto de 1829 a 1861. Otra cervecera de aquellos años se instaló en el Hospicio de Pobres, en Balderas y avenida Juárez, que también arrendó una parte de su terreno para solventar la atención de huérfanos y enfermos.

La Vizcaya pertenece a esa tradición altruista de paliar las penas del sediento.

La frecuento desde muy joven cuando con mi hermano menor hacíamos un recorrido etílico que culminaba en otra cervecería, la “Kloster”, en la calle de Cuba.

La Vizcaya siempre está tranquila, pero a diferencia de los ya lejanos años ochenta del siglo XX, donde se llenaba de obreros y empleados de las refaccionarias cercanas, hoy en día acudimos parroquianos atraídos por los precios y la pátina decadentista de la zona. Quizá sea uno de los secretos mejor guardados de la ciudad. Es auténtica y original. La atiende el dueño, el señor Muñoz, que no se anda con chiquitas y te manda a volar si tus preguntas no le gustan. Pasea continuamente de dentro hacia la calle, con las manos entrelazadas por la espalda, muy serio, como si lo agobiara una pregunta sin respuesta. Llevamos una relación cordial pero nunca seremos amigos. Nadie lo es de quien te atiende honradamente. Alguna vez le propuse presentar un libro mío ahí y me mando al carajo. En otra ocasión impidió a unos periodistas de televisión cultural que entraran con equipo. Aquí no es circo, Servín, me dijo, y nos corrió.

En otra visita, como si hiciera falta, me aclaró que no le gustaba que llevara reporteros. Sin embargo, de una sus paredes cuelga enmarcada una entrevista con foto a color que me hizo Jesús Pacheco (dj Peach Melba) para el periódico Reforma, allá por 2012. De fondo aparece el característico mural de un par de alemanes sonrientes que beben cerveza Kloster en tarros espumosos. Detrás de la barra un radio estereofónico toca en dos bocinas empotradas en un pilar y en un muro al fondo, jazz, música clásica o rock a volumen moderado.

La Vizcaya es un remanso hipster en su sentido primigenio. Tal y como definió Norman Mailer a la juventud estadounidense de la posguerra en su ensayo publicado por primera vez en 1957, El negro blanco: incendiaria pero sin aspavientos, admiradora de la cultura urbana, sobre todo negra, beat. Nada que ver con esos muchachos pudientes y obsesionados con la moda que hoy en día pululan en los barrios gentrificados de la ciudad.

En La Vizcaya trabajaba de planta un mesero que era algo así como el factótum del señor Muñoz: amable y platicador. Una vez me dijo emocionado que si podía regalarle una copia de mi entrevista en Reforma. De inmediato fui con mi mujer a un centro de fotocopiado por una reproducción a color. Fuimos a entregársela y nos tomamos un tarro mirando la entrevista enmarcada. Era evidente el enojo del dueño por lo que habíamos hecho. No soportamos su mirada y nos fuimos. El mesero se jubiló poco después, pero ya regresó y sigue tan amable y discreto como siempre.

El barrio áspero y propio para una cervecería indiferente a su leyenda, parece decir adiós todos los días. La Vizcaya abre tarde, baja sus cortinas muy temprano y sólo deja la puerta abierta para quien sabe que ahí no hay horarios y la quietud es firma de la casa.

Temo que se aproxima el final. A un lado de La Vizcaya hace poco abrió un negocio de café, vino y bocadillos. En la calle tiene un pizarrón con menú en gis de colores, bancas de madera y nombre sospechoso: “Farmacia…”.

De la franja de calles decaídas que rodean la Secretaría de Gobernación, custodiada por policías federales y vallas de acero contra el acoso continuo de manifestantes, se dispersarán los borrachines callejeros, los vagabundos, a donde aún no está en la mira la codicia inmobiliaria y los habitantes ilegales de edificios en litigio. Van ganando espacio los condominios, los bares higiénicos y los restaurantes profilácticos caros y de amabilidad impostada donde no son bienvenidos los panzones, donde nadie cuidará de ti como la haría un buen cantinero o un mesero de confianza. El imperio del cardamomo y los cocteles sofisticados se impondrá al de la “sopa de chango”, el cilantro y los tragos netos.

“La covacha de Bucareli”, el bar rudo, escandaloso y barato que durante años estuvo debajo de mi domicilio, se ha ido replegando de un local a otro como borracho de madrugada a la deriva.

La Vizcaya resiste al vértigo de la era del olvido. Solitaria y aferrada a su prestigio. Ahí me da por sentirme un gran escritor. Jajajaja. Cuando salgo a la calle casi siempre de camino a casa, lleno mis pulmones del aire viciado de la avenida convencido de que respiro lo que necesitan mis historias.

El caso es que la cerveza y el licor nos transforman, casi siempre para bien. Sin embargo, su paso por nuestra vida es indiferente de las decisiones que nos tienen reservadas la ebriedad o la borrachera, que no es lo mismo. Nos convierten en forajidos que huyen del pensamiento lineal y escrupuloso.

No nos podemos confiar de la bebida como no podemos confiar del halago. Ambos nos apapachan para a la primer oportunidad sacar lo mejor o lo peor de nosotros mismos. Ángel y demonio. Celebro a quienes nunca han bebido, pero no saben de lo que se pierden. Vivimos en un mundo que fomenta la sobriedad. A mí me entristece, le estamos dando la razón a la disciplina moral y sanitaria global. Es muy fácil decir que tenemos bajo control nuestra vida cuando nunca has enfrentado la magia de la embriaguez y el tormento de la cruda. Mi relación con ambas es misteriosa y educada. Siempre estoy dispuesto a reunirme con ellas en lugares como los que menciono aquí. Me dejo llevar de la mano.

Ahí voy Tío Pepe.

Buenas noches, gruñón, ¿me puede servir una jarra de cerveza, por favor?

De pronto me encuentro con amigos que parecen comparsas salidos de ultratumba. Experimento ese lento hundimiento de mis actos que describe Joseph Roth en La leyenda del santo bebedor.

Beber aguza mi instinto de supervivencia del mismo modo en que alegra mis noches. Hace el mundo habitable.

El Tío Pepe y La Vizcaya me devuelven por unas horas la confianza en el mundo.

 

Imagen tomada de: http://culinarybackstreets.com/cities-category/mexico-city/2016/behind-bars-6/