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HE-MAN: POR EL PODER DE “GAY-IS-COOL”

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hora que he visto las repeticiones de He-Man y los Amos del Universo por un canal abierto de televisión, me doy cuenta que desde hace más de dos décadas la comunidad homosexual gobierna parte del mundo y las caricaturas.

Adam es un sumiso príncipe que usa colores afeminados, y tiene una homosexualidad evidente pero no declarada, algo muy común entre las noblezas y cotos de poder antiguos. Es el heredero de Eternia, reino gobernado por el rey Randor; siempre asediado por el poder maligno de Skeletor, un antagonista simpático que siempre la caga porque está rodeado de un ejército de pusilánimes.

Adam, a pesar de ser un coloso, es un cobarde, al igual que su mascota, un tigre de Bengala (Cringer) que es más miedoso que un canario. Sicológicamente el Príncipe es un sadomasoquista, zoofílico y homosexual de clóset.

Todo cambiaba cuando al toparse con sus enemigos o al estar amenazado, saca su espada (símbolo fálico), la toma a dos manos, la levanta y grita con voz de barítono “por el poder de Greyskol, yo soy He-Man”.

Todos los episodios eran predecibles. En cuanto sacaba su “espada-falo” desmadraba a todo lo que estuviera a su paso. Lo curioso era que nadie se percataba de que Adam y He-Man eran la misma persona, a pesar de que eran idénticos, sólo cambiaba el vestuario.

Adam vestía una camisa rosa y unas mallas violetas, cuando se convertía en He-Man sólo vestía una trusa anaranjada y una especie de carrilleras metálicas y cruzadas (vestimenta sado), además de que lucía un bronceado artificial, como si fuera a competir en algún concurso de fisicoculturismo (a la usanza de los mirreyes y metrosexuales actuales).

Cuando eres un morro desocupado soportabas este tipo de caricaturas erotizadas y llenas de mensajes sexualizados. La neta es que no era atractivo ver a homosexuales musculosos, con cuerpos deformes llenos de esteroides y con cirugías plásticas, de otra forma no podría entenderse los cuerpos descomunales de dichos personajes, pero no existía el cable y los buenos libros llegaron tarde.

También tenía su parte mística, era la más rescatable, sólo por la hechicera. Orko era un maguito no menos pendejo que todos los demás participantes, siempre hacía trucos equivocados y para variar huía de la violencia.

Lo único heterosexual de esta caricatura cachonda eran las pocas mujeres que existían en Eternia. Sorceress, una hechicera con disfraz de halcón con la que nadie negaría hacer un nido y que cuidara de tus huevos; también estaba Teela, la princesa que pretendía a He-Man —pero claro que nunca sería correspondida, debido a la zoofilia y homosexualidad de Adam— y a veces salía una perversa bruja muy sabrosa que se llamaba Evil-Lyn, una darketa con mirada provocadora y voz estimulante.

Recuerdo que al menos en México el doblaje era con un español muy correcto y puritano, las voces eran muy impostadas. A la usanza de las caricaturas de la época, —ahora me viene a la mente Los Halcones Galácticos— al final tenía una cápsula donde te deban un mensaje o consejo moral; lo chingón aquí era cuando Teela o Sorceress salían a cuadro paseando en su bikini, lo culero era que casi siempre el Orko o He-Man daban la moraleja.

Si se analizan otros personajes, se puede ver que la mayoría tiene un mensaje freudiano. Por ejemplo Meckaneck, quien es una especie de robot bien mamado pero que tiene la ventaja de tener un cuello que se estira, con el único fin de ver más allá, un periscopio humano. La Bestia es un costal al que todos le pegan, sería un miembro de los osos gays y hasta usaba un látigo.

Ram Man es un enano cabezón que se la pasa dado topes y es gangoso. En uno de los capítulos recuerdo que al terminar la batalla, Teela lo tomó del brazo y se fueron juntos, aparentemente para darle celos a He-Man, pero seguro el enano encajoso le dio sus topes a la princesa…

Después de analizar la palabra Grayskull, entender que era un nombre descriptivo de la casa de He-Man —un castillo en forma de cráneo y gris—, creo que era un grito de liberación y empoderamiento de una comunidad que pronto se liberaría a finales de los años noventa. Grayskull suena muy parecido a Gay is cool, lo cual quiere decir “gay es genial” y usando un poco de sinécdoque, el mensaje principal de la caricatura sería: Ser gay es genial.

¡A COMEEEER!

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a Real Academia Española define a un caníbal como alguien “que come carne de otros de su misma especie”, pero para el pueblo Fore, al centro de Papúa Nueva Guinea, la antropofagia va más allá de una simple peculiaridad culinaria: hasta mediados del siglo pasado, ingerir el cuerpo de los muertos era una práctica ritual socialmente aceptada e incluso, fomentada. Los parientes recién fallecidos eran sazonados, cocinados y devorados como parte del duelo, en una muestra de respeto, sin saber que dentro de esa carne se escondía una amenaza insidiosa, letal: Kuru.

Kuru, del vocablo “temblor”, forma parte de un grupo amplio y heterogéneo de enfermedades conocidas como “encefalopatías esponjosas”, debido al aspecto que adquiere el cerebro afectado al ser observado al microscopio. Esta enfermedad tiene un origen infeccioso, pero no es causado por virus, bacterias, hongos o parásitos, sino por entes más extraños, más sencillos y, quizá, más temibles: priones, proteínas mal plegadas capaces de dañar a las células y al tejido del cerebro y provocar una disfunción global del mismo al formar huecos diminutos en la sustancia gris que lo conforma.

Como es evidente, para el desarrollo de la enfermedad, antes debe existir un contacto con el agente infeccioso. Las mujeres y los niños, en constante convivencia con el prion al preparar los alimentos o al ingerir componentes del sistema nervioso y vísceras –reservorios naturales de Kuru–, eran las poblaciones más vulnerables a la inoculación; por el contrario, los hombres adultos, acostumbrados a comer músculo –un tejido más seguro–, se encontraban relativamente a salvo. Relativamente. A pesar de la mayor presentación en mujeres, durante el auge de la enfermedad, casi el 2% de la población total fue aniquilado –y no sólo en Fore, también en poblados circundantes, ligados incidentalmente a la enfermedad por el matrimonio entre hijos de distintas tribus. De hecho, algunas localidades perdieron a todas las mujeres adultas.

Por la naturaleza del daño, la infección tiene un curso lento. Entre el contagio y las primeras manifestaciones pueden transcurrir décadas (treinta a cuarenta años, en promedio). Los síntomas iniciales, también llamados prodrómicos, incluyen dolor de cabeza, molestias en las articulaciones, marcha anormal por afectación del cerebelo, temblor y movimientos involuntarios amplios y violentos, conocidos en medicina como atetósicos y coréicos. Posteriormente sobrevienen tres fases: la fase ambulante, cuando el paciente aún puede caminar; la fase sedentaria, cuando únicamente puede sentarse y la fase terminal, cuando ya no es capaz siquiera de mantenerse erguido de manera independiente. Generalmente, en el transcurso de un año a partir de los primeros síntomas, se produce la muerte.

Pese a la letalidad de esta enfermedad, en la actualidad no existe una tendencia internacional para buscar la cura. Esto se debe a que son pocos los casos que afectan a la población. Por ello, el único manejo es –y ha sido por los últimos cincuenta años– la prevención. Prohibiciones respecto a las prácticas caníbales existen desde la década de los cincuenta en el territorio de Papúa Nueva Guinea. Con esta simple medida, el número de enfermos se ha reducido paulatinamente desde más de doscientos por año hasta diez, siendo los últimos casos vigentes una reminiscencia de la época en la que la antropofagia ritual estaba permitida.

Queda entonces una sola moraleja: un caníbal inteligente, no come cerebro.

ESQUINA BAJAN

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s 1948 y se han hecho presentes en la Ciudad de México varios de los problemas con los que seguimos batallando, particularmente el de un transporte público ineficiente. La metrópoli prosigue en un crecimiento sin planeación debida y esto da ocasión a una disputa entre dos rutas de camiones de pasajeros por conseguir la concesión que les permita operar de manera exclusiva en un nuevo suburbio. Para ello, uno de los competidores se vale de numerosas triquiñuelas que le permitan ganar el fallo de la autoridad.

¡Esquina, bajan…! se trata de una película que cumple muy bien con la función de entretener. Tiene tintes de comedia y destellos de drama. No hay el menor atisbo artístico en la fotografía ni en la dirección de cámara, pero son pulcras y comunican bastante bien como para no perder la atención de lo que pasa en la pantalla.

El guion es ágil y las escenas se suceden sin el menor rebuscamiento yendo de un diálogo a otro sin dejar silencios, para contarnos una historia de amor y las dificultades para su consumación por parte de la pareja protagónica. David Silva interpreta a Gregorio del Prado, chofer, y Olga Jiménez a Cholita, la secretaria del presidente de la ruta de autotransporte rival.

Fernando Soto “Mantequilla”, en su recurrente papel de un Sancho Panza o escudero, es el mismo de todas sus películas, en esta ocasión bajo el sobrenombre de Regalito, con Delia Magaña como su pareja en el papel de una mesera, La Bicha, en quienes se descarga el contenido humorístico, ya sea de una manera circunstancial o por la expresión de sus personalidades.

Por momentos las situaciones resultan exageradas en el trajín del camión, pero no están muy lejos de lo que sigue ocurriendo: choferes pendencieros, majaderos con los pasajeros e imprudentes al conducir; aglomeración, desorden, manoseo a mujeres… una constante sensación de caos e inseguridad. Para mayor variedad, tiene ocasión una pelea campal entre los miembros de las rutas en conflicto; y una más entre las esposas de los choferes cuando van a visitarlos a la delegación donde se encuentran detenidos.

La narración no solo cumple en cuanto a contar una historia de amor, así como dejarnos ver el folclor urbano y algunas estampas de la Ciudad de México, pues Galindo nos presenta una muestra del sindicalismo visto desde dentro. Quizá no de manera fiel ni en tono crítico, pero ahí están las asambleas, como la del Sindicato de Trabajadores de la Línea de Autotransporte Zócalo, Xochicalco y Anexas, la colusión de líderes con patrones y sus discursos cargados de rebuscamientos, así como la infiltración deliberada de provocadores y operadores gansteriles.

A diferencia de muchas películas de su época, no se abusa de los musicales, sino que resultan, a mi gusto, en su justa medida, apenas un par. Esto se debe muy probablemente a que David Silva no era cantante. Hay una secuencia en el famoso salón Los Ángeles, pero es una grata sorpresa que no hay en ella ritmos tropicales ni canciones deprimentes de danzón cabaretero, sino una orquesta con un fino swing muy bien bailado por la concurrencia, lo que le da un toque extra en cuanto a modernidad, tipo influencia de la cultura estadunidense vía Hollywood.

Con más de cincuenta películas en su trabajo actoral, ¡Esquina bajan! es junto con Campeón sin corona por las que David Silva ha trascendido y se le puede rememorar. Dirigida en ambas y en varias más por Galindo, Silva llegó a perfilarse como un héroe que personifica al capitalino: un chilango de acento y caló característicos (de su época), galán barriobajero, valentón y con los defectos de cualquiera de su clase; un poco ignorante y un poco bruto, pero buena gente.

En contraste, Olga Jiménez, la protagonista, si bien cumple de manera solvente con su papel, el de la dama joven, cuenta con una carrera muy breve de apenas cinco años, los que fueron de 1945 a 1950, con una decena de películas, y está prácticamente olvidada entre las actrices que formaron parte de la época de oro.

Ambos merecían mejor fortuna. En el caso de Silva, no haber sido cantante y tener como contemporáneo al muy carismático Pedro Infante dirigido por Ismael Rodríguez, con su exagerado estilo melodramático, ha de haber sido un gran hándicap como para llegar a ídolo. En lo que respecta a la brevedad de la carrera de Jiménez, menos que un misterio, me resulta por completo desconocida su causa.

Por otra parte, llama la atención ver en los créditos a Gunther Gerszo como escenógrafo, así como un “asesor técnico” de nombre Rafael Cataño, que ostenta el cargo de secretario de Conflictos del Sindicato de Trabajadores de la Línea México San Angel Inn y Anexas, S.C.L., lo que nos da una idea de que Galindo se esforzó en dotar de veracidad su trabajo.

Por último, cabe comentar que ¡Esquina, bajan…! tiene una secuela rodada casi inmediatamente que resultó muy efectiva: Hay lugar para-dos, la cual da continuidad cabalmente a la trama con la participación del mismo elenco, y que también vale la pena verla en caso de que la primera haya resultado grata.

https://www.youtube.com/watch?v=BsNxYBmnyv8

Título: Esquina, bajan…!
País: México
Año: 1948
Producción: Rodríguez Hermanos
Dirección y guion: Alejandro Galindo
Fotografía: José Ortiz Ramos
Música: Raúl Lavista y Nacho García, arreglos y fondos
Escenografía: Gunther Gerszo
Reparto: David Silva, Fernando Soto Mantequilla, Olga Jiménez, Víctor Parra, Delia Magaña, Salvador Quiroz, Miguel Manzano, Eugenia Galindo, Jorge Arriaga, Ernesto Finance, Ángel Infante, Pin Crespo, Chel López, Jorge Martínez de Hoyos, Francisco Pando, Manuel Jarero, Marco Antonio Campos, Pepe Martínez, Mario Castillo, Carmen Novelty, Pascual Sánchez, Armando Tovar, Óscar Villalba

MARIO MUNGUÍA, MATARILI, SÁTIRO DEL PERIODISMO POLICÍACO

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El siguiente texto es cortesía de Producciones El salario del miedo

a naturaleza y el temperamento del reportero policíaco, esa especie en peligro de extinción, amenazada por la censura del Estado y la narcoviolencia mexicana, resultan similares a las de un campeón de boxeo de pura cepa: debe ser disciplinado, contar con oficio y resistencia; debe poseer una pegada contundente, el espíritu jovial, veloz e imbatible de un temerario.

Los triunfos, pero también caídas y derrotas que sufriera a lo largo de su vida y trayectoria profesional Mario Munguía Delgadillo (1929-2011), mejor conocido entre sus lectores como Matarili Lirilón, se ajustan con exactitud a esta idea: la del reportero policíaco como un peleador de box que libra una pelea mortal a doce asaltos.

Contemporáneo de otros pesos pesados de la época dorada de la “nota roja” como Eduardo “El Güero” Téllez Vargas, David García Salinas, José Ramón García Manzano Abella, alias “Garmabella” o el fotógrafo Enrique Metinides, Munguía fue uno de los periodistas más polémicos, atrevidos y mejor informados de su tiempo.

“Era muy aventado; mientras él dijera la verdad, le valían madres las consecuencias. Tuvo notas impresionantes y causó muchísima ampolla. Un periodista rudo y fascinante dentro la vieja guardia del periodismo policíaco mexicano”, afirma David Estrada, director en jefe de la revista Ooorale!, último medio con el que colaboró Munguía.

Pero su fama de rudeza y combatividad nunca fueron gratuitas. Durante 42 años (1969-2011) Munguía escribió, prácticamente de forma ininterrumpida, primero para la 2da de Ovaciones, después para el diario deportivo El Gráfico y finalmente para la revista Ooorale!, la columna que él mismo bautizó como “Matarili, por Lirilón”.

Su relevancia como columnista de la fuente policíaca es indiscutible, no sólo por los “tetramelones” de lectores que fue ganándose con el paso del tiempo, más de “dos millones” diarios según sus propias estimaciones (“Matarili”, Ooorale!, no. 155), sino también por el impacto y la controversia que llegaron a tener sus notas y declaraciones. Prácticamente nadie, con excepción de uno que otro colega o confidente incondicional, se salvó de su cáustico estilo.

Llevó al paredón y le dio “matarili” a presidentes, procuradores, gobernantes, jefes de policía, judiciales, funcionarios públicos, sacerdotes, escritores, empresarios, jueces, deportistas, narcos, traficantes, rateros, asaltabancos, artistas, vedettes, putas, padrotes y borrachos. Todos ellos exhibidos como lo que eran: mentirosos, cínicos y ojetes o lo que es peor, hipócritas, imbéciles, lacras y maricones. Y para cada una de sus acusaciones siempre aportó pruebas y fuentes fidedignas, contundentes.

Más que un periodista, con Mario Munguía Matarili, estamos frente a un verdadero sátiro, cuya prodigalidad y estilo picaresco, locuaz, sólo pueden atribuirse a una especie de arrebato Dionisiaco.

Por estas razones –sabemos que no faltarán los detractores que, como él mismo dijera, “les arda el cicirisco”– nos vemos obligados a reconocer su trabajo y trayectoria en la presente antología. Quizá no sea el púgil más dotado que diera el periodismo policíaco de antaño, pero sí uno de los más desvergonzados, incisivos y divertidos de leer.

Golpes bajos; un comienzo incierto
Acerca de los primeros años de Mario Ignacio Munguía Delgadillo, más tarde rebautizado como Matarili, sabemos dos cosas con certeza: 1) nace un 17 de Agosto de 1929, en Guadalajara, Jalisco, y 2) su niñez y adolescencia estuvieron marcadas por la muerte del padre y su ruptura con el seno materno a temprana edad.

“Mi papá era muy reservado con esa parte de su vida. Su infancia fue realmente muy difícil y triste. El hombre se hizo solo, estudió solo, trabajó solo”, cuenta su hija mayor, Alejandra Munguía Cambrán.

Proveniente de una familia de clase media baja, Mario fue el mayor de seis hermanos: María de la Paz (+) Raymundo (+), Francisco, Eva y Luis Munguía Delgadillo. Con ninguno de ellos, sin embargo, llegaría a consolidar una relación cercana, fraterna. Acaso sería el padre el único miembro de su numerosa parentela al que recordaría con afecto a lo largo de su vida. De pequeño acudía de su mano a las funciones de box que se realizaban a finales de los años 30 en las arenas jaliscienses. Una etapa breve, pero feliz de su infancia. Así lo narra el periodista:

Por cuestiones familiares emigramos al Distrito Federal y la situación se hizo distinta, no se pudo llevar el mismo tren económico; mi padre, Francisco Munguía Flores, se las vio negras […] con sus seis hijos y esposa, aunque de vez en cuando nos descolgábamos a las peleas de box […] Él murió el 8 de Febrero de 1941 y la casa se vino encima. (“Matarili”, Ooorale!, no. 197).

Con la muerte del padre la familia pierde su sostén económico y el pequeño Mario a su ser más querido. Al poco tiempo, recibiría otro golpe bajo de la vida: su mamá decide entablar relaciones con uno de los compadres del recién fallecido. Mario se confunde; después, se encabrona. Decepcionado, con apenas 12 años, huye del hogar tras enterarse del embarazo de su madre, quien terminaría por darle tres medios hermanos más: Armando, Silvia y Sergio Contreras Delgadillo.

Los datos comprobables acerca de esta etapa de su vida son escasos. Las habladurías nos dicen que tuvo múltiples oficios tras fugarse de casa: obrero en una fábrica de zapatos, chalán en un taller de diesel, donador de sangre, empleado en una plataforma petrolera e incluso que se hizo a la mar en un buque camaronero.

Una cosa es cierta: aprendió a rifársela en las calles, sorteando los peligros habituales de barrios como Tepito, Merced, Guerrero, Emiliano Zapata, Doctores, Obrera, y por supuesto, su amada colonia Peralvillo, en donde viviría durante su adolescencia y juventud. Allí, aprendería lo que ninguna escuela de periodismo jamás enseña: observar con temor y fascinación a la bestia humana.

Munguía nunca superó la pérdida del padre, y mucho menos perdonaría la alta traición de su progenitora, su amasiato (nunca se casó como Dios manda) con el compadre: “vivió lejos de su mamá hasta que se hizo famoso, entonces tuvo madre y hermanos”, relata Alejandra Munguía, quien tampoco recuerda con cariño a la familia de su padre.

La forja de un sátiro bailarín
“Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que ellos no poseen”. Esta es la promesa que se hiciera a sí mismo un adolescente atribulado por el acné, la soledad y la alienación social, mientras espiaba a lo lejos el baile de graduación de su Instituto. Palabras sabias de Charles Bukowski, pues al tiempo de la carestía y la desesperanza sólo pude seguir un tiempo colmado por la felicidad y el derroche.

Tras una niñez y adolescencia incierta, a Mario Munguía también le llega la hora de bailar. Estamos a finales de la década de los cuarenta e inicio de los cincuenta del siglo pasado, en el México de la modernización y pujanza económica impulsada por la posguerra y el “Milagro Mexicano”. Un México que todavía no se sume en la espiral de la barbarie, en donde se puede salir cada noche de juerga sin miedo a terminar asaltado, secuestrado, violado o descabezado.

En ese México idílico, el joven Munguía es seducido por los excesos de la noche mexicana. Hace amigos por decenas, sus “ñeros bandoleros”, con los que parrandea hasta el amanecer. Frecuenta cabarets, antros y salones de baile; el dancing de aquella época. Domina varios ritmos: rumba, danzón, chachachá, swing, mambo y rockanroll. E incluso gana concursos y premios por sus habilidades dancísticas.

Sus lugares predilectos son los alucinantes Waikiki, El Salón Los Ángeles, El Salón México, El Fénix, La Floresita, El Smyrna, El Colonial, El Siglo XX, El Cocol, El Antillano, El Swing Club, El Follies, La Burbuja, El Rondalla, El Siboney, El Stambul, el Chamberí, entre otros. La ciudad es un gran burdel que ofrece la imagen de exotismo, magia y glamour al resto del mundo. Y Mario está en el centro de la pista, literalmente. Canta, baila, se emborracha.

En Nueva grandeza mexicana, Salvador Novo advierte que el logro más grande de la modernización mexicana fue precisamente el haber mitificado la imagen de ensoñación cosmopolita de los antros y cabarets de la capital. Pero esta imagen de éxito tan sólo es una apariencia, porque detrás del brillo y del oropel lo que hay es un albañal mefítico, cuyo aroma excrementicio y sexual, invita a los vicios, a la degradación. Nada nuevo, con la salvedad de que, a diferencia nuestra, los desposeidos todavía son capaces de redimirse en el éxtasis estridente del baile, en los fuegos beatíficos del alcohol o en las carnes venenosas de una prostituta adicta a la heroína. En el “Mexico City Blues” de los años 50 del siglo pasado se respira una atmósfera de horror santo, la cual resulta fascinante, misteriosa y liberadora, y que sólo escritores como Jack Kerouac, en novelas como Tristessa, alcanzaron a plasmar.

Como muchos jóvenes desposeídos, al margen del ensueño progresista y modernizador del país, Mario Munguía encuentra su salvación en los dancings y cabarets de barrio; en el consumo insano de cantidades industriales de alcohol; en el embrujo de ficheras y mujeres de la mala vida; en la liberación orgíastica del baile. Como señala Sergio González Rodriguez, en su ensayo Los bajos fondos, “aunque se beba alcohol y haya prostitutas, el fin absoluto de los dancings es el baile: el arte por el arte sobre el diámetro de un mosaico donde el baile es el lenguaje necesario de la seducción […] El dancing es un antro revestido con actitud vital: la cachondería o la desposesión hecha erotismo barroco”.[1]

A pesar de los excesos, la fiesta en el dancing se lleva en paz, los horarios se respetan y uno todavía puede confiar en el honor y caballerosidad de su peor enemigo. Ricos, empresarios y damas de sociedad conviven con obreros, putas y padrotes; políticos y funcionarios públicos con pistoleros, jotos y tahúres; escritores, deportistas y actrices de cine con ficheras, pachucos y caifanes. Así rememora nuestro sátiro bailarín el ambiente de aquella época:

En el Distrito Federal de los cuarenta y cincuenta […] se podían encontrar verdaderos forros de mujeres, y no solamente recetarse tacos de ojo, sino tortas de jamón […] un ambiente que, al chile, divertía, sin peligros, en cada esquina, pero no faltaron los funcionarios mamones que todo quieren controlar, gobernar, y no reconocen sus pendejadas […] ojetes y jotos como Ernesto P. Uruchurtu, así como otros mamilas que se espantaron con la vida nocturna que le daba ‘sabor al caldo’. (“Matarili”, Ooorale!, no. 156).

El “vitalismo arrabalero” con el que Munguía evoca la época del dancing no es gratuito. Tampoco su crítica al “maricón” de Uruchurtu, un regente que será recordado por siempre por su puritanismo hipócrita y provinciano.

Quizá por esto, a mediados de Junio de 1957, con el pretexto de “ampliar Reforma”, la momia Uruchurtu ordena desalojar a las más de tres mil prostitutas que conformaban la zona de tolerancia de la capital y sus lugares de esparcimiento: antros, cabarets, prostíbulos.

Los cincuenta lanzan sus últimos estertores. Se trató de un tiempo mítico, festivo, rebozante de embriaguez, de sujeción y jovialidad. Las aventuras de una sola noche, las crudas con sus amaneceres de espanto, el ímpetu desgarrador del deseo y sus desilusiones amargas se han acumulado, infatigables, en la carne de Munguía.

Mario está cansado, lleno de inquietudes. Tiene casi treinta años y nadie podría decir que “ya la hizo”. Quizá va siendo hora de madurar, se dice. Y lo intenta.

El primer a-Salto
Las pasiones dancístico-etílicas de Munguía, aunado al gusto que adquiriera desde pequeño por el boxeo, lo conducen, inexorablemente, hacia su verdadera vocación: el periodismo. Entre sus muchos “compas” de parranda se encontraba el periodista deportivo José Luís Valero Meré, entonces muy conocido en el ambiente del pugilismo y la lucha libre, no sólo porque era el hermano del dos veces campeón mundial (peso pluma y gallo) Guillermo Valero Meré, sino también porque escribía para revistas especializadas como Box y Lucha, Muscle Power y Ring Universal, todas ellas editadas por el Coronel Castañeda, en los talleres del periódico Excélsior.

Su amistad con Valero despierta en Munguía la inquietud por el oficio periodístico. La oportunidad de codearse con sus ídolos del ring, “apantallar” con el carnet de periodista, entrar de “a barbas” a las veladas de la Arena Coliseo, lo seducen. Su colega lo presenta con el Coronel Castañeda y pronto obtiene su primera oportunidad como reportero.

Valero y Munguía se vuelven inseparables, “uña y mugre”, en el duro oficio del beber y el escribir: “Valero y yo éramos idénticos, a los dos nos encantaba ‘chupar’, pero lo mismo que ‘chupábamos’, ‘chambeábamos’, ahí nos tenias formando… luego ‘inflamando’, éramos una pareja infernal, buenos para el ‘chupe’, ¡Bendito sea Dios!”.[2]

Acuden a gimnasios, deportivos, conferencias de prensa y a las funciones semanales de la Arena Coliseo a sacar la nota. Escriben sobre las memorables actuaciones de ídolos como Santo, Black Shadow y Blue Demon, pero también de las hazañas pugilísticas de José “Huitlacoche” Medel, Panchito Uribe y Raúl “El Ratón” Macías, a quien Munguía conocía desde hacía años atrás, cuando “no eran famosos” y jugaban juntos al frontón o iban a nadar a la alberca pública La pilar, en Av. Del Trabajo, en Tepito. Con otros, en cambio, entablan una singular amistad, como sucede con el legendario boxeador Rodolfo “El Chango” Casanova, a quien visitan en el manicomio de La Castañeda, en donde se encontraba recluido debido a un gravísimo caso de locura báquica.

Mención aparte merece la complicidad etílica que surge con José “El Toluco” López, una de las figuras públicas más fiesteras de la época y vecino de Munguía: “vivía a espalda de la casa, en la Colonia Guadalupe Victoria. Hicimos pareja abajo del ring, todas las pulcatas eran nuestras”. (“Matarili”, Ooorale!, no. 190).

Si bien es cierto que abajo del cuadrilátero Munguía es todo un campeón en la bebida, arriba, dentro del oficio periodístico, todavía adolece de aquello que distingue a los grandes peleadores de los simples amateurs: técnica y estilo.

En 1956 decide darle un vuelco a su disipada existencia cuando decide ingresar a la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. A Munguía le sienta bien el ambiente académico. Depura sus habilidades periodísticas y recibe clases de maestros de la talla de Manuel Buendía Tellezgirón, Domingo Álvarez Escobar, Carlos Septién “El Tío Quinto” García y Vicente Leñero (entonces un alumno aventajado, dos años adelante de su generación), entre otros. Munguía no se titulará, sin embargo, hasta 1988 cuando dicha institución reconoce su trayectoria profesional de manera honorífica.

Otro vuelco decisivo se da el día en que conoce a la que será su futura esposa y madre de sus seis hijos: Laura Cambrán Sánchez, compañera suya en la universidad. Tras ocho años de cortejo, Munguía se decide a dar lo que filósofo danés, Sören Kierkegaard, denomina como El Salto hacia la “seriedad de la vida”.

–Sabes qué, Laura, yo no creo que viva demasiado. A lo mucho llego hasta los 40, no pienso vivir más. ¿Porque no te casas conmigo? ––ella duda un instante. Ha sido un buen novio, amable, sincero. ¿Pero podrá sentar cabeza algún día? Tantas fiestas, amigos y borracheras. Pero ante la perspectiva trágico-romántica de una muerte temprana del amado las dudas se evaporan.

–Si de verdad te quedan cinco años de vida como dices pues va. Casémonos.

Mario Munguía acaba con su soltería en 1964, cuando contrae matrimonio con Laura Cambrán, en la Parroquia de San Miguel Arcángel Chapultepec. Sin embargo, lo cierto es que ni siquiera casado abandona del todo su personalidad burlesca, las andanzas del bohemio seductor, la mascarada del esteta.

“Era un magnífico proveedor, pero fue un papá ausente. Mi mamá dice que de haber conocido a Mario Munguía como ‘Matarili’ nunca se hubiera casado con él. La fama aleja y llegó a sentirse que pagaba el suelo a suspiros”, confiesa su primogénita Alejandra, quien nace cuatro años después, en 1968.

A partir de aquí nuestro peleador-bailarín ya está preparado para saltar y moverse con astucia dentro del ring. Ha perfeccionado la técnica, tiene un buen juego de piernas y cintura. Está en camino de hacerse de un estilo propio. Sólo le hace falta una cosa: tener pegada. Los nocauts se acercan.

La Voz
–Ya la hiciste gacha, eres un chingón ––dijo La Voz––. Sólo una cosa: no te compliques, juega con y para El Equipo, por el bien de todos.

Estas palabras resonaron en la cabeza de Mario Munguía con la fuerza de un culetazo en el momento en que entró a formar parte de la plantilla del diario Ovaciones. Pero el encargado de repetirlas no fue ninguno de los directivos, editores o jefes de sección del periódico. No había necesidad, porque La Voz provenía de lo más íntimo de su ser-para-la-noticia. Tampoco había que explicar lo que en realidad significaba la frase “juega con y para el Equipo”. Por aquellos años, finales de los sesenta, la mayoría de los profesionales que escuchaban a La Voz, cuyo tono grave y severo atribulaba sus consciencias, sabían que El Equipo era uno y el mismo: el Ejército mexicano y los héroes nacionales, La Virgen de Guadalupe y la religión católica, el PRI y el Presidente de la República.

Seamos objetivos: en muchas ocasiones Munguía jugó con y para El Equipo, pero en muchas otras en su contra. Reconozcamos esto: fue a través del humor y la puesta en ridículo del poder como Mario intentó exorcizar los mandatos de La Voz. Una cosa es cierta: no salió ileso de esta contienda. Pocos periodistas, casi nadie, lo hacen. La mayoría terminan igual: descomponiéndose al sol como un cadáver pestilente.

Un periodista, decía Norman Mailer, sin importar que cubra política, deportes, cultura, espectáculos o nota roja es siempre alguien o algo que se pudre. Es carne de cañón que ha de quemarse para alimentar a las bestias, es decir, nosotros, y en última instancia a La Gran Bestia, es decir, el stablishment o sistema hegemónico. La peste que emana de esta combustión es inconfundible: “No es olor a podrido, no tiene la sustancia, el sabor o la vitalidad de la carne fresca para oler a podrido e inspirar miedo cuando está en mal estado; no, es más bien el olor del respeto excesivo al poder”.[3]

En un país como México esta problemática no sólo se agudiza, sino que, por si fuera poco, habría que añadir la presencia de La Voz –la propia autocensura. Se trata de un mecanismo de supervivencia perfeccionado de manera conjunta entre los siervos (periodistas y editores) y los amos del sistema, sin el cual los primeros estarían sujetos al peor de los desamparos –un desamparo de tipo económico, por supuesto.

Si hay un hecho periodístico incontrovertible es que ayer como hoy ha sido El Equipo y sus señores (presidentes, senadores, diputados, capos del narco, líderes sindicales, obispos, sacerdotes, militares y empresarios) los que han impulsado y demolido los medios de comunicación y carreras periodísticas que han querido.

Ayer, por ejemplo, fueron el presidente Adolfo López Mateos y el entonces Secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, quienes se encargaron de fustigar al periódico ABC, propiedad del coahuilense Federico Barrera Fuentes, por simpatizar con la revuelta iniciada por el sindicato ferrocarrilero en 1959. El ABC, sin embargo, jamás cedió a las presiones. Grave error. Pasaron cinco años y Ordaz, ya ungido como candidato del PRI a la presidencia lanzaba una amenaza velada; un vaticinio de lo que sería su sexenio: “En México existen todas las libertades menos una: la libertad para acabar con las demás libertades. Nadie tiene fueros contra México”, Gustavo Díaz Ordaz, candidato de las mayorías. (ABC, Julio, 1964).

Ordaz es electo y un año después el ABC muere de inanición cuando se le retira la publicidad oficial y la venta de papel para su producción, en manos de la Productora e Importadora de Papel (PIPSA), parte del monopolio estatal, también conocido como “libertad PIPSA” –una ironía exquisita.

Entre los muchos periodistas que abandonaron el barco del ABC tras su hundimiento, en septiembre de 1965, estaba Mario Munguía, quien ya colaboraba desde un par de años atrás como reportero suplente en la 2da. de Ovaciones, vespertino que hizo su debut editorial el 24 de mayo de 1962, coincidiendo con la inauguración del Campeonato Mundial de Chile.

El presidente y director general del Ovaciones, don Fernando González Díaz Lombardo, uno de los últimos herederos de la antigua “realeza mexicana”, a decir de Jesús Blancornelas, había comprado dicho periódico en 1950. En sus inicios el diario se enfocó exclusivamente a la cobertura de la fiesta brava y a las noticias deportivas. Con el tiempo, Don Fernando le fue injertando “secciones tripas”, como se le denomina dentro de la jerga editorial a la inserción de notas de carácter general. Luego, respondiendo a demanda del público y bajo la premisa de dar salida a toda la información no-deportiva, relegada en el matutino por la falta de espacio, Don Fernando lanza un vespertino: la 2da. de Ovaciones.

Meses después de su aparición, Díaz Lombardo delega el timonel del periódico a sus hijos Ramón y Fernando González Parra, siendo éste último quien toma la batuta de las dos ediciones. Bajo el mando de Fernando Jr., el vespertino se convierte en el impreso de mayor tiraje de la época (en promedio se imprimen de 130 mil a 150 mil ejemplares diarios, llegando hasta 500 mil en casos excepcionales como sucede con choque del metro en Octubre de 1975 o con el terremoto de 1985).

El éxito de la 2da. de Ovaciones obedecía a su perfil populachero-sensacionalista, pues complacía el gusto de las masas con sus golosinas predilectas: chismes de farándula, escándalos políticos, periodismo sensacionalista, el seguimiento a crímenes y casos policíacos, amén de una sugestiva galería de imágenes de féminas con poca ropa en la página tres, las cuales con el pasar de los años, irían perdiendo cada vez más prendas hasta quedarse desnudas por completo. Durante más de tres décadas –antes de que el rotativo fuera comprado por el emporio Televisa en 1992– la 2da. de Ovaciones o “La Play Boy de los pobres” se haría famosa por dos cosas: las “encueratrices” de la página tres y la columna policiaca de Matarili, por lirilón.

Mario Munguía, sin embargo, no llegó a convertirse en el afamado columnista, el mentado Matarili, de la noche a la mañana. Estamos a mediados de los sesenta y nuestro periodista tiene que ganarse primero la titularidad, mostrar sus habilidades con El Equipo, si es que aspira a quedarse de planta y dejar el freelanceo. La competencia es dura: hay jugadores talentosos, de respeto, viejos conocidos como Ángel Madrid (compañero suyo en la Carlos Septién), Félix Fuentes, Javier Álvarez y Francisco Pulido, con quienes se pelea a diario la de “ocho columnas”. Los editores, columnistas y jefes de sección que encuentra a su llegada, gente como Jorge López Antúnez, Raúl Lara Escoto, Héctor Pérez Verduzco, Carlos Montenegro y el “Lic.” Lázaro Lozano García, son huesos duros de roer, estrictos, demandantes con los reporteros más jóvenes.

En una ocasión, debido a su estilo desenfadado, tan inclinado a la chabacanería y las parrandas, el Lic. Lozano, jefe de redacción del periódico, pierde la paciencia y se ve obligado a “darle las gracias” por sus servicios; para su fortuna, allí está Tata Fernando, para evitar su salida.

–No se preocupe Mario, así es Lozano, nada más quiere asustarlo––. La voz serena, comprensiva, casi paternal de don Fernando Díaz Lombardo, reconfortando a Munguía––. Usted no le haga caso, que yo soy el dueño de este periódico, ande, regrésese a trabajar.[4]

Mario regresó, esta vez para quedarse como titular indiscutible.

 Matarili, por Lirilón, cartelera policíaca de la muerte.
México, primavera de 1969. El país experimenta una serie de convulsiones político-sociales que lo cimbran desde sus cimientos. La masacre del 2 de Octubre, acaecida menos de un año antes, ha dejado una estela de sangre tan grande, que ni siquiera el fastuoso simulacro mediático de las Olimpiadas es capaz de limpiar.

Si bien es cierto que a la mañana siguiente de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas los periódicos más importantes de la capital, Excélsior, Universal, La Prensa o el Ovaciones, dan cuenta de los sangrientos hechos en sus primeras planas, también es verdad que manipulan la información de tal manera que los héroes y las víctimas de la jornada resultan ser el Ejército, la policía capitalina y el Gobierno de Díaz Ordaz. Hablan de un “enfrentamiento” o de una “batalla” (no matanza ni masacre de estudiantes) entre “terroristas” y el ejército, e incluso, en el caso de El Sol de México, se justifica la represión alegando un supuesto “boicot en contra de los XIX Juegos Olímpicos” perpetrado por “influencias hostiles” a México. Unifican números y cifras: no más de 100 heridos, 30 muertos y mil los “agitadores” detenidos.

Como muchos otros reporteros de la fuente policiaca, Mario Munguía cubre y sigue de cerca el movimiento estudiantil desde sus inicios hasta su paroxismo sangriento del 2 de Octubre, acontecimiento del que es testigo y sobreviviente. Su crónica de los hechos es censurada por el diario.

Para nuestro periodista se trató de una experiencia de lo más traumática. Según su propio testimonio, publicado dos décadas después, en medio de tantos muertos, heridos, tanques y balazos, le sobrevino un susto de tal dimensión que se tradujo en una potentísima diarrea (“se me aflojó el fertilizante como nunca antes en mi vida”, solía contar a sus lectores), y no era para menos, pues por poco y no la libra:

Hace veinte años despertamos con el sabor a muerte […] La impresión de lo visto y vivido nos inmovilizó quince días… No sabíamos que nos pasó, pero las piernas nos dolían horriblemente, se hincharon y no cabían en ningún pantalón […] Cuauhtémoc Cárdenas Ramírez, entonces comandante del 4to. Grupo de la Policía Judicial nos rescató de la enorme hilera de detenidos contra el muro de la iglesia de Tlatelolco […] Cuando salimos de la hilera de detenidos ya oscurecía y al caminar patinábamos al pisar charcos de sangre y todavía veíamos muertos en la plaza, después bajaban otros cadáveres del edificio [Chihuahua] y al filo de las 23 horas acudimos al anfiteatro de la 3ra. Delegación y contamos 36 muertos por balas de trayectorias de arriba a abajo. (“Matarili, por lirilón”, 2da. de Ovaciones, 2 de Octubre, 1988).

 

Al igual que en otras latitudes, el 68 marcó un punto de inflexión en la vida política de México; “hay un ‘antes de’ (AT) y ‘un después’ de Tlatelolco” (DT), parafraseando al propio Matarili, que de hecho representa el inicio de su meteórica carrera como reportero estrella de la 2da. de Ovaciones. Como buen reportero policiaco lo mueve la insaciable fascinación por el crimen y la picardía morbosa del populacho. Munguía quiere exhibir la violencia que crece y se anida como un cáncer dentro de la gran urbe; evidenciar la infamia, la estupidez y la miseria de sus habitantes. Material hay de sobra. Tanto así, que buena parte de la información generada para la 2da. pertenece a la categoría de “nota roja”.

Muchos casos, los más perturbadores y extraordinarios, llegan a la primera plana del vespertino: la misteriosa aparición de una cabeza y un brazo en la carretera, un peligroso asesino de homosexuales, otro más especializado en prostitutas, el secuestro de la reina del Club de Leones a manos de hippies incendiarios, el descuartizamiento de un reputado ingeniero, una Medea chilanga o la banda de niños asesinos de Tepito. Otros tantos, sin embargo, no son siquiera mencionados, no porque carezcan de “impacto” o sean de nulo interés para los lectores, sino porque sencillamente no hay espacio para todo.

Atendiendo a esta circunstancia, en Junio de 1969 los directivos deciden abrir una nueva sección en el periódico, una columna enfocada a dar salida a toda la información policiaca que terminaba siendo desechada. Se haría alternadamente, una semana la escribiría el Lic. Lázaro Lozano García, otra Ángel Madrid, otra Francisco Pulido, otra Panchito Lozano, otra Mario Munguía.

–A ver, unos nombres para titularla–– preguntó el Lic. Lázaro Lozano García a los reporteros de la fuente––. ¿Qué les parece “flash policiaco” o “red policiaca”?

–Con el debido respeto mi Lic, eso de la columna está de pelos, nomás no vayan a empezar con jaladas de meter puro lead.[5] ––dijo Munguía––. Mire, lo mejor es hacer una “cartelera policiaca de la muerte”, contar las cosas como si fueran parte de una matinée de terror y a cada “película” le damos una embarrada de sangre, personajes, situaciones, lugares y hechos.

–“Cartelera policiaca de la muerte”… ––murmuró Lozano––. ¿No está muy largo el nombre?

–Ese es sólo el concepto, mi Lic, hay que ponerle otro nombre, más pegajoso, atractivo… Qué tal “Matarili”, como cuando la gente dice “ya le dieron matarili” o “matarili, al maricón”.

–No lo sé Munguia, me parece demasiado vulgar, por el momento dejémosla sin nombre.

Durante sus primeras entregas la columna careció de título oficial, se redactaba alternadamente de manera semanal y cada uno de los reporteros de la fuente firmaba con su respectivo nombre. Poco a poco, la “cartelera policiaca de la muerte” fue ganándose el gusto de la plebe y para agosto de 1970 los editores deciden bautizar oficialmente la columna como Matarili, siguiendo la propuesta del joven Munguía.

La decisión fue de lo más acertada, pues el doble sentido de la palabra era representativo del imaginario picaresco de México; por un lado, aludía a la inocencia juguetona de los tradicionales cánticos y rondas infantiles, genuino legado criollo-Novohispano, y por otro, a “esa acechanza contradictoria, muy amorosa en el fondo”, a decir de José Revueltas, que tanto persigue a los mexicanos desde la época prehispánica: su propensión al crimen y el sacrificio del otro, el placer de darle muerte o “matarili” al prójimo, hoy convertido en verdadero deporte nacional.

Para ese entonces Munguía es un peleador recio, con muchos recursos estilísticos, creativo. Cuando llega su turno de redactar la columna, alega a su editor:

–Nada más le advierto que eso de que una semana la firme Pancho, otra Madrid, otra Pulido, nomás no me parece, mi Lic. Si quiere que yo le siga voy a firmarla como yo quiera.

–No pues, allá tú, fírmala como quieras.

Y así lo hizo. Firmó como Lirilón.

El estilo satírico-ubuesco de Matarili o el “periodismo ñero”.
La ejecución de una obra lo es todo para el artista. Poco importa que se trabaje con las palabras, los colores, los sonidos o las texturas del mundo, “la ejecución –advierte Henry James– corresponde exclusivamente al autor, es lo más personal que tiene y podemos evaluarlo por ello”.[6]

Pero ¿qué es la ejecución de una obra sino el dominio de un estilo, es decir, esa condensación de la subjetividad hecha símbolo y signo inconfundible del autor y su mundo? Crear un estilo propio no es cosa fácil; se necesita tiempo, disciplina, y sobre todo, contacto íntimo con uno mismo. De esto sabe el poeta, el pintor, el bailarín; pero también lo sabe el boxeador que depura su técnica para moverse con gracia asesina dentro del ring. Pero, ¿y los periodistas? ¿Qué saben los periodistas del estilo?

LE DIERON UN TIRO POR SABROSO… Félix García Galindo, quien iba de “cencerro” de un chofer de la línea “México-Netzahualcóyolt”, placas 4A-094, se puso muy “suave” con un pasajero que obstruía la subida y bajada del pasaje y le ordenó que bajara a poner los “guantes”; pero resulta que el desconocido llevaba “matona” y apenas se hicieron las primeras “fintas” el pasajero sacó su pistola y le metió un tiro en la panza a Félix quien se encuentra en el hospital de Balbuena. (2da. de Ovaciones, “Matarili, por la mañana, por Lirilón”, 12 de Agosto, 1970).

Más acostumbrados a informar que a narrar, los periodistas viven tiranizados por la sobreproducción de sentido y el mecanismo vírico del lenguaje: sencillamente no pueden dejar de escribir, parlotear, regurgitar ruido e información. Solo que a diferencia del novelista o el poeta, el suyo es un estilo neutro, distanciado e impersonal, sujeto a ciertas reglas y formas preestablecidas; eficacia, inmediatez y precisión en la transmisión-recepción de los contenidos informativos son sus metas primordiales. De ahí su compromiso con la objetividad, su rotundo no a la invención de hechos, datos o declaraciones, su negativa a salpimentar de ficción la Realidad.

Y aún cuando el periodista cultive los géneros de opinión (crónica, artículo o columna) y se esfuerce por manifestar un punto de vista o convicción personal acerca de un determinado hecho, con frecuencia sus reflexiones resultarán insustanciales y prescindibles precisamente porque no se ejecutan bajo dispositivos, estructuras y/o técnicas de narración diversas, heterogéneas.

Si el periodista aspira a labrarse un estilo propio entonces está obligado a dislocar, en la medida de lo posible, el carácter rígido y preestablecido de los géneros, buscando ir más allá del punto neutro del lenguaje, mediante mecanismos narrativos heterodoxos, mucho más cercanos a la ficción, sin que esto implique traicionar los preceptos básicos de objetividad y eficacia informativa…

POR PREGUNTÓN AL HOSPITAL… René Ortega Hernández se comprará su “guia roji”, pues al preguntar a la señora María Gutierrez Mendoza por una calle, apareció el marido que es más “celoso que un oso” y al grito de: “¡Así los quería encontrar!”, Julio Domínguez López, blandía sobre su cabeza filoso puñal, que ostenta la leyenda: “Al momento me sientes frío pero después te gusta”; lo clavó dos ocasiones en la panza de René de 19 años, a quien no debió haberle gustado mucho el frío del acero, pues se encuentra ocupando una cama en el hospital de Coyoacán. María también se llevó lo suyo… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por la tarde, por Lirilón”, 12 de Agosto, 1970).

Es en este punto donde Mario Munguía se destaca por encima de sus contemporáneos, ya que como ningún otro supo crearse de un estilo periodístico particular, el cual resultó innovador y adelantado para los columnistas y reporteros de nota roja de la época. Fue un precursor que tuvo el oído y la sensibilidad para dejarse sorprender por el ritmo, la música y la sensualidad plurisemántica, en ocasiones obscena, del habla popular. Contrario a la pulcritud aséptica de los doctos del lenguaje, el sello distintivo del Matarili es la zafiedad y el exceso; un estilo que recrea el habla pedestre y cotidiana de las masas: la incorrección de su sintaxis, la locuacidad y prosodia desquiciada de sus múltiples giros, entonaciones, rimas y dobles sentidos…

EL SUSTO FUE DEL TAMAÑO DEL MIEDO… A cualquiera se le afloja el fertilizante al ver tres cañones de fuscas apuntando y los monos que las empuñan ordenando a los presentes no hacer movimientos sospechosos… Entonces, nos cuenta el ñis Roberto Ríos Parra, que tuvo que aflojar todo lo que tenía y la tercia de ratas treparon el coche VW placas 820-APS y se “jueron” […] Uno güero de estatura mediana y con un resto de lunares en la fachada y otro chaparrón moreno y pelo lacio, gacho pa terminar pronto, pero el tercero es común y corriente, naco auténtico… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por Lirilón”, 8 de Octubre, 1985).

Afecto al doble sentido y a la cábula, sus columnas representan un compendio humorístico de neologismos, albures, insultos, palabrotas, comparaciones, blasfemias y barbarismos delirantes; en definitiva, el despliegue de un “periodismo ñero”, bravucón y bufonesco, que interpela directamente el habla culta, ausente de ripios y cacofonías, de las clases educadas…

LA VEDETTE “JUANGA” METE EN BRONCAS A EMPRESARIOS… Posiblemente no alcance el capital a “Juanga” para responder a las demandas que llegarán en cadena por incumplimiento de contratos en su contra […] Mucha culpa la tienen la bola de mamertos que han dado cuerda al tal “Juanga” y le cuelgan el título de “genio musical”, lo cual descubre esa complicidad y hermandad entre la gavilla de lilos…

En sus columnas desfilan los idiolectos de las clases bajas, jodidas y vapuleadas por los de arriba. La suya es una poética que rinde homenaje al barrio, la vecindad y los bajos fondos de la urbe. El suyo es el verbo “mareador” propio de albañiles, obreros, merolicos, pelanduscas, taxistas, presidiarios, ambulantes y verduleros; gente más corriente que común, tosca, irascible, sin grandes estudios académicos, como en cierto sentido nunca dejó de serlo él…

ES UN PLEITO ENTRE MAYATEX… La verdura de todo este rollo es que “Juana La Loca” es una cusca que por su belleza gusta de jugar con varias cartas […] se acercó a su vida Roberto Zuluaga, un “comeguano”, de 24 años, que desplazó a Doña Paz Arcaraz, que por años controló a “Juana”… Debe ser un “perico de los palotes” el tal Zuluaga ya que logró la representación de la “bella” y vendió entre 60 y 70 representaciones en seis y medio melones cada una […] ¿Se imaginan lo que siente un “mayatex” que de la noche a la mañana se mete más de doscientos millones de pesos?

En strictu sensu, “el periodismo ñero” de Matarili corresponde a los registros de la sátira y la parodia: su columna sólo se entiende si el lector está dispuesto a ser cómplice de la burla y la risa vulgar, grotesca de Lirilón. Recordemos que la sátira no se despliega en función de lo cómico que resulta algún personaje, situación o hecho, con el cual podríamos experimentar cierta empatía (como sucede con las desventuras del Don Quijote, por ejemplo), sino que responde a la forma risible, cruel y burlesca con la cual el humorista aborda a ese personaje, situación o hecho. Hans-Robert Jauss, hermeneúta alemán, ya diferenciaba con puntualidad entre la risa cómica (reírse con) y la risa satírico-grotesca (el reírse de), siendo ésta última una forma poco elegante del humor, pues en lo que respecta a la composición de las tramas el canon nos dicta, al menos desde los tiempos de la Poética de Aristóteles, que resulta impúdico, falto de buen gusto y moral, que el poeta (el hacedor de tramas) se burle de las desgracias ajenas (lo feo-risible, según el estagirita).[7]

¡Chale! Nos picamos tecleando el feminismo de la “querida me torciste en la movida”. Bien, pos en Monterrey se presentó Erik ante su viejo amor y resulta que la “lucero del firmamento” andaba con su nuevo amortiguador Zuluaga… ¡Hubieran visto la maracumbé que se organizó, maldita engañadora, abusadora! Pelearon las tres comadres…

El humor hiriente de Lirilón, su manera tan desfachatada de abordar los hechos policiacos, pero sobre todo, sus diatribas en contra de figuras públicas o que detentan el poder en la sociedad, reflejan la habilidad de Munguía para erigirse como el bufón de ese carnaval escandaloso, de sangre y muerte, que es la “nota roja” de los periódicos… Y nunca imaginó la Zuluaga que la “gabilonda” le iba a poner los cuernos y dar la media vuelta, ya que “Juanga” y Erik reconciliáronse y mandaron a la goma a Zuluaga y “Juanga” desconoció los compromisos que había firmado su “ex” y hete allí el meollo del hoyo… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por Lirilón”, 9 de Octubre, 1985).

 Escatológico y arrabalero, Mario Munguía, El Matarili, encarna pues la risa del cuerpo colectivo, del populacho, pues como el bufón del carnaval, le es lícito mancillar, insultar, burlarse y, literalmente, pedorrearse sobre todo aquello que se envuelva bajo el tufo de lo sagrado, sin que esto implique su persecución o condena.[8]

David Estrada, editor en jefe del Ooorale!, quien tuviera el honor de trabajar con Munguía durante sus últimos años como periodista, lo resume así: “Tenía un estilo policíaco sin miedo, sin censura, con un lenguaje, un calambur muy cercano al pueblo; te contaba las cosas con un feeling parecido al de un carnalito de barrio y eso te hacía más cercano a él”.

¡SAMUEL DEL VILLAR ES MÁS COCAINÓMANO QUE PACO STANLEY! Según los antecedentes del crimen de Paco, mismos que fueron patrocinados por dos delincuentes que pertenecieron a una de las bandas de rateros de coches del rumbo de Atizapán…

Esta cercanía con la plebe es fundamental para comprender el sentido último de su columna, cuyo estilo altisonante, risible y desenfadado, nunca fue gratuito o producto de una pose, por el contrario, se trataba de una actitud de vida, de una convicción personal, con profundas resonancias ético-políticas (quizá no racionalizadas del todo por el periodista), la cual encontraba su sustento en los reclamos, injusticias y agravios padecidos por el vulgo…

a Paco lo mataron por robarle la camioneta. Hubo una bronca entre todos los rateros que vivían en Atizapán, uno fue el que me lo contó, participó en el homicidio. Pero tenía la protección de la Procuraduría…

 A través de la exuberancia del habla popular su columna sacaba a la luz pública la opinión y el sentir de las multitudes, la sabiduría simple y ordinaria del hombre anónimo, ése que proviene de los estratos más bajos del tejido social, y que sólo figura en los periódicos a modo de miasma urbana. Homenaje y condena del Jodido-Otro, quien tiene el execrable honor de colmar las páginas de la sección policíaca, ya sea como despojo ensangrentado, es decir, el cadáver o cuerpo del delito, o bien, como el pecador condenado por chingarse a los demás, es decir, el delincuente.

Su deontología y compromiso como periodista se nos devela entonces obvia: todos los “ojetes y culeros” que protagonicen situaciones donde se manifieste la desmesura de su prepotencia, sea de orden económico, militar, religioso o político, serían exhibidos y llevados a juicio público dentro de su columna…

Pos bien, nomás para poner algunas cuestiones en claro, efectivamente Paco era adicto a la cocaneca, como lo es el 90 por ciento de personas que están metidos en el espectáculo…

Insolencia y combatividad socarrona de Matarili, quien dedicará gran parte de sus esfuerzos a ridiculizar en sus columnas el despotismo de los señores, a parodiar los excesos de los ricos y famosos…

Así es el medio de la artisteada, en donde el vicioso que trae el “tamal de coca” es el jefe de esos momentos y tiene el poder de convocatoria que nomás se corre la voz y se reúnen hasta 15 o 20 de los estrellos de la farándula a “pellizcar fuerte el pico a Clementina”…

Este último elemento, la puesta en ridículo de los agentes del poder, resulta de vital importancia, sobre todo en el caso del “periodismo ñero” de Matarili, cuya sátira se rige bajo el siguiente principio: desnudar la condición aberrante y perversa del poderoso. Procedimiento estético y político que Michel Foucault atinó en denominar como el “humor ubuesco” o “la maximización de los efectos del poder a partir de la descalificación de quien lo produce”[9]

Paco era uno de los que siempre traían la onza, por ello nos extraña que el procurador haya informado que, al revisar sus ropas, al comediante se le haya encontrado un envoltorio con una cantidad de 0.70 gramos, menos de un gramo, mejor se la hubiera terminado, pos el resto se la inhalaron ellos, Samuel y colaboradores, que también le meten fuerte a la “cuchara”…

 El carácter ubuesco de Lirilón nos da la clave para entender algo más que su estilística, a saber, aquello que tiene que atañe directamente con su quehacer periodístico y los métodos de investigación de la escurridiza verdad, y más aún, con la visión integral de lo que, a su juicio, debe de ser un reportero de la sección policiaca: un perro de caza (de información), cuyo olfato (periodístico) ha sido entrenado con tal severidad que es capaz de rastrear de manera oportuna, despiadada y rigurosa, las coordenadas precisas (las fuentes) de su alimento-presa (la nota)…

Así por el estilo son tochos, pero esta vez, y tal como nos informaron, la onda era tumbar la camioneta de Stanley… Huyeron a Cancún los asesinos luego de consumada la hazaña y Juan Márquez Curiel “El Diablo”, los hermanos Bonavena, así como el otro rata, “El Chuqui”, se refugiaron en la casa de una hermana de “El Diablo” en Cancún y allá no dejaron de cometer sus fechorías. (“Matarili, por Lirilón”, Ooorale!, No. 25 y 45).

Sinteticemos: sátira ubuesca de la sociedad, fascinación por lo grotesco-extraordinario, olfato para detectar lo que todavía no ha sido visto o nombrado de un acontecimiento, revalorización del habla y la cultura popular del ñero, cualidades esenciales del estilo de Mario Munguía, El Matarili.

 

 

Investigación hemerográfica: Donato M. Plata y Jessica Carrillo.
Archivo Revista Ooorale! y caricaturas: Ricardo Plata.

[1] Sergio González Rodríguez, Los bajos fondos, Plaza & Janés, México, 1988, 81-82.
[2] Personae, José Antonio Ruiz Estrada, “Matarili, por Lirilón, personaje del mes”, Año X, no. 155, Junio 2009, 56.
[3] Norman Mailer, América, “Periodistas”, Anagrama, Barcelona, 2005, 115.
[4] Sobre la prosapia de don Fernando González Díaz Lombardo, la manera dictatorial de dirigir sus periódicos, siempre dispuesta a jugar con y para El Equipo priísta, véase el retrato que de él hace Jesús Blancornelas en su libro Pasaste a mi lado, Centro Cultural Tijuana, Tijuana, 1997, 99-101.
[5]Dentro de la jerga periodística el lead se refiere únicamente a la publicación de la entradilla de las notas, que por su extensión o nulo impacto, han sido desechadas por los editores.
[6] Walter Besant, Henry James et al, El arte de la ficción, UNAM, México, 2008, 88.
[7]Cfr. Hans-Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el campo de la experiencia estética, Taurus, Madrid, 1986, 201-214, 295-303.
[8] Frente a la divinidad del Rey y del Papá, la gravedad del ejército y la sumisión ejemplar del siervo, la risa grotesca del bufón durante el carnaval representa, por el contrario, “lo inferior absoluto” que ríe sin cesar, “la muerte que ríe y engendra la alegría de la vida”. Cfr. Mijael Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, Madrid, Alianza, 1998, 26.
[9] Michel Foucault, Los anormales, Buenos Aires, FCE, 2005, 25.

EL MAGO DE BUCARELI

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Fotografía: Octavio Guerrero

l edificio Gaona es una construcción ecléctica que incorporó a su fachada un neo-barroco de tezontle y talavera en pleno siglo XX. En una de sus accesorias hay una tienda que ha sobrevivido a todo, incluso a la enfermedad que pesa sobre su calle, Bucareli, y que es como una lepra para el asfalto: el bloqueo vial. A diferencia de otros negocios, esta tienda no ha cerrado, lleva casi sesenta años abierta, y es atendida por su propietario original: Óscar Vivanco y Barceló Villagrán, mejor conocido como el Mago Chams, decano de los prestidigitadores mexicanos.

Don Óscar opina que el suyo es un nombre muy largo y que comenzó en el negocio de la magia “un poquito grande”, hace medio siglo; cuando ya era un hombre hecho y derecho. Tenía entonces 35 años, pues nació en 1929, en el antiguo pueblo de Tacuba, en el número 58 de la calle de Sánchez Trujillo. De tez blanca y ojos verdes, bien abrigado con una chaqueta ocre que combina con un chaleco de estambre color mostaza, camisa blanca y corbata a rayas, el Mago Chams habla de sus inicios:

“Tuve un amigo mago, Jorge “Kiki” Ramos, que en paz descanse, quien me vacilaba mucho y me decía ‘¿Qué ves aquí?’, ‘Nada’, y aparecía una moneda, ‘¿Cómo le hiciste?’, ‘Así’, y otra vez lo hacía, me traía loco. O me decía ‘Pon tu mano, mira lo que tienes, un billete’, ‘Ah, chinga, ¿cómo le hiciste?’, ‘Oh, no te puedo decir’, ‘No seas gacho, dime’. Entonces una vez me preguntó si quería ser mago y le dije que sí. Ahí me empezó a enseñar. Luego resultó que yo salí más abusado que él. Cuando se dio cuenta yo era ya un mago profesional y se quedó admirado cuando me vio trabajar porque tuve la suerte de hacerlo para Televisa, muy rápido. Claro, Televisa paga muy mal, paga una miseria, pero deja muy buen cartel”.

En ese paso por la “fábrica de sueños”, el Mago Chams apareció en programas como El Club del hogar o Siempre en Domingo. Trabajó, además, con Raúl Vale, Raúl Astor, Cepillín, Capulina y el tío Gamboín.

Sin aguantarse la risa, Óscar Vivanco recuerda la vez en que Paco Malgesto le dijo que si quería trabajar en televisión, no podía repetir un solo truco… ni un solo traje.

“Así me la pusieron. Fui a una tienda donde hacían trajes y le dije al vendedor que cuánto me costarían los trajes de aquí a allá [el mago hace un ademán señalando una esquina del local y luego la otra, alrededor de seis metros]. El vendedor me preguntó que de qué empresa venía y le dije que de ninguna, que necesitaba smokings de mi talla, de todos los colores que tuviera. El vendedor no lo podía creer, se puso loco de contento y me hizo un buen descuento. Ahora ya solo tengo un traje. Cuando hacía convenciones llevaba a algunos de los asistentes a mi casa, abría el clóset y los dejaba escoger lo que quisiera, entre corbatas, camisas y los trajes”.

Además de los trucos con barajas, en esta tienda se pueden comprar disfraces, sombreros, artículos para payasos, muñecos para ventrílocuos, incluso el set completo para partir en dos a una bella edecán. Este es el lugar obligado para quienes sueñan con convertirse en magos profesionales. Basta con pagar el precio del truco para que le sea revelado el mecanismo o la ilusión de alguno de los poco más de mil artículos que se exhiben en la tienda, como guillotinas, varitas mágicas o cajas para desaparecer dados. Desde luego que la práctica constante antes de salir al escenario es indispensable para seguir esta carrera, aunque el Mago Chams, a estas alturas de su vida, opina lo contrario:

“Ahora cualquiera compra unos aparatitos y anda haciendo sus funciones y como se gana dinero, ese cuate le dice a otro y luego a otro y luego otro, se hace una cadena de tipos y ahora ya se choteó, hay un montón de chavos que andan haciendo funciones casi gratuitas en las escuelas y, bueno, tienen que buscar la manera de vivir. Trabajar así es una forma un poco deprimente, pues cada quien le paga lo que quiera al pobre mago”.

Dentro del amplio catálogo de trucos que lo volvieron famoso, don Óscar revela cuál es el que más disfrutaba:

“A mi lo que me fascina mucho es la ventriloquía, el muñequito. Hacía mis shows y me iba bien padre, mejor que con la magia, me volví ventrílocuo, tenía mi muñeco, Charmincito”.

Antes de dedicarse de lleno a la magia, don Óscar trabajó como obrero en la hoy extinta Compañía de Luz y Fuerza del Centro, empezando como “matacuas” o peón. Con los años llegaría a maestro.

“La verdad es que no estaba yo muy contento ahí, era un empleo muy peligroso y muy mal pagado. Yo ganaba el sueldo mínimo y teníamos unos riesgos terribles, a cada rato había muchos muertos”.

La idea de abrir una tienda de trucos de magia sonaba a disparate, pero era preferible la incertidumbre a los riesgos de seguir trabajando como electricista.

“Lo que pasa es que yo siempre tuve la inquietud de tener un negocio. ‘Voy a hacer una tienda de magia’, dije. ¡Hágame el favor!, una tienda de magia en aquella época, nadie sabía de qué se trataba, ni por aquí les pasaba que hubiera una tienda así, como hasta la fecha. En cada ciudad grande de Estados Unidos hay varias tiendas. Aquí en la ciudad no hay más que esta, la mía. Yo fui el primer loco que abrió una tienda de magia y hasta la fecha no hay otra. Y le voy a decir por qué, porque me han querido copiar, pero para tener todas estas cosas las tenemos que fabricar nosotros, no existen en el mercado, o la fabrica o la fabrica. Yo tengo un tallercito y ahí se fabrica todo lo que está viendo”.

La primera tienda la abrió en una terminal de Autobuses de Oriente:

“A la gente le llamaba mucho la atención y se metía más por curiosidad que por otra cosa, les hacía magias y entendían de qué se trataba. Me fue de maravilla porque muchos que esperaba el camión o a alguna persona, como no tenían nada que hacer, se paraba ahí y yo hacía mis ventas. Luego me fui a Niño Perdido número 690”.

Ya como empleado de Televisa, el mago dio sus primeras funciones en escuelas muy pobres, pero con el tiempo se dio cuenta de que podía trabajar por su cuenta, lo que le permitió escoger mejores lugares y obtener mayores ganancias. Gracias a ello, en poco tiempo el mago comenzó a representar a una fábrica de dulces, los dulces Charms, que además de hacerle ganar dinero, le darían su nombre de batalla.

“Había unos dulces Charms, yo representé a esa compañía como diez o doce años. Un día se les ocurrió bautizarme, me dijeron ‘Te vas a llamar el Mago Charms’, por los dulces en forma de cuadritos. Luego, se acabó la empresa, se acabó el negocio pero me quedé con el nombre. Ya no me lo pude quitar nunca. Estoy registrado en la ANDA, en todas partes como Charms”.

A pesar de los bloqueos que en Bucareli son el pan de cada día, debido a que decenas de marchas finalizan en las cercanías de la Secretaría de Gobernación, el público no deja de visitar la tienda.

“A diario viene mucha gente, es incontable porque no solo vienen de la República Mexicana, vienen de todas las partes del mundo”.

Entre esas cientos de personas que aspiran a ser magos o a divertir a sus amigos en una fiesta, destaca uno, debido a una amplia fotografía que se exhibe en una de las paredes del local. Se trata del ilusionista norteamericano David Copperfield, quien posa junto con don Óscar.

“David y yo tenemos una amistad, nos vemos como si fuéramos familiares. Yo le ayudé mucho cuando vino a México porque él me ayudó a mí cuando estuve en Estados Unidos. Sin su ayuda me hubiera muerto de hambre allá. Me fui a Estados Unidos a la aventura, a ver qué encontraba. Empecé trabajando en una tienda de magia en Illinois, pero el señor que estaba ahí era un latino, un maldito, que extorsionaba a todo el mundo, hasta a sus empleados”.

Años después, cuando David Copperfield ya era famoso y visitó México para hacer algunas presentaciones en Televisa, el hombre que atravesó a Muralla china y desapareció la estatua de la Libertad, preguntó por una tienda de magia, y alguien, con mucho tino, le dijo que a unas cuadras de avenida Chapultepec había una.

“Hasta acá vino y estuvo sentado donde está usted ahora. Se pasaba las horas enteras ahí, practicando con las cartas. Como trabajaba en la noche, y en las mañanas no tenía nada que hacer y como buen gringo no habla español, no se podía comunicar con nadie, no podía comer a gusto y yo tenía que acompañarlo para todos lados”.

El Mago Chams no está solo en la tienda. Lo acompaña su mujer, la maga Isis. Su historia de pareja es, perdón por el lugar común, mágica. Con cuarenta y cinco años de casados, resulta que durante una gira, el mago visitó la ciudad de Apizaco, en Tlaxcala. Entre los asistentes a la función se encontraba Alejandra, una niña de siete años de edad que contempló con admiración y sorpresa cada uno de los trucos del famoso mago, sin imaginarse que su vida estaría unida no sólo a la magia, sino a Óscar Vivanco. Después ella vino a vivir a la ciudad de México y cierto día, invitada a la inauguración de un salón de belleza, conoció a su futuro esposo, un invitado más a la reunión. Un año después se volvieron a encontrar y ahí comenzó el romance.

Pionero en el mundo de la magia nacional, el Mago Chams también se dedicó a impartir cursos en el departamento H del edificio Gaona. Asistían 25 o 30 personas que pagaban 50 pesos al mes para recibir clases de tres horas. Entre los asistentes estaba su esposa, quien no paró hasta convertirse en profesional, bajo el nombre de Maga Isis. A esos cursos asistieron quienes años después se convertirían en figuras, como Chen Kai.

“En esos banquitos”, dice la Maga Isis, “se han sentado magos, personas muy famosas y gente que nunca antes había tomado una baraja”.

¿La magia es un buen negocio? Aunque este día la calle de Bucareli no está bloqueada, muy pocos vehículos pasan y tampoco se ven muchos peatones, pero mientras el Mago Chams nos cuenta su vida, varias personas han llegado para curiosear o llevarse un juego de cartas.

“La tienda nos da para vivir, no es un negocio para hacerse rico, pero da para comer. Sostengo mi tienda, sostengo mi casa. Con eso estoy a gusto”.

¿Cómo es que ni los bloqueos ni las crisis recurrentes han acabado con este particular negocio?

El Mago Chams no lo piensa mucho y responde:

“No me lo explico. Esta tienda tiene casi sesenta años… quizás por la bendita magia”.